9

«Me llamaban… Fanning».

Durante todo el día, las palabras se habían posado sobre sus labios. Cuando despertó a las ocho, mientras se bañaba, vestía y desayunaba, sentado en la cama de su habitación, zapeando y fumando Parliaments, a la espera de que llegara la noche. Se pasó todo el día oyendo lo mismo:

«Fanning. Me llamaban Fanning».

Las palabras no significaban nada para Grey. Ese nombre no le sonaba de nada. Nunca había conocido a nadie llamado Fanning, o algo parecido a Fanning, al menos que él recordara. No obstante, mientras dormía, el nombre se había instalado en su cabeza, como si se hubiera dormido escuchando una canción repetida una y otra vez, la letra abriera un surco en su cerebro como una azada, y ahora una parte de su mente estaba atrapada en aquel surco y no podía salir. ¿Fanning? ¿Qué coño? Le hizo pensar en el loquero de la cárcel, el doctor Wilder, y en cómo había sumido a Grey en un trance más profundo que el sueño, el espacio al que él había llamado perdón, con el lento tap-tap-tap de su bolígrafo sobre la mesa, y aquel sonido se había infiltrado en su interior. Ahora Grey no podía levantar el mando a distancia, rascarse la cabeza o encender un cigarrillo sin oír las palabras, y su ritmo sincopado construía un fondo sonoro para todo lo que hacía.

«Me —encender—… llamaban —inhalar—… Fanning —exhalar».

Se sentó y fumó y esperó y volvió a fumar. ¿Qué coño le estaba pasando? Se sentía diferente, y el cambio no era bueno. Nervioso, desincronizado consigo mismo. Por lo general, se podía pasar varias horas sentado sin hacer nada (había aprendido a hacer eso bastante bien en Beeville, y dejaba pasar días enteros como en una especie de trance descerebrado), pero ese día no. Ese día estaba inquieto como un bicho en una sartén. Intentó ver la tele, pero daba la impresión de que las palabras y las imágenes no guardaban relación entre ellas. Fuera, al otro lado de las ventanas de los barracones, el cielo de la tarde parecía plástico viejo, de un gris apagado. Gris como Grey. Un día perfecto para dormir durante horas. Pero sin embargo, estaba sentado en el borde de su cama deshecha, a la espera de que acabara la tarde, mientras algo en su interior zumbaba como una armónica de papel.

Experimentaba la sensación de no haber pegado ojo, aunque no había oído el despertador, que había puesto a las cinco, y se había saltado el turno de la mañana. Era terapia ocupacional, de modo que podía inventar alguna excusa, que se había liado u olvidado, pero algo le iban a decir. Volvía a entrar a las diez de la noche. Necesitaba descabezar un sueño, prepararse para pasar otras ocho horas viendo cómo lo vigilaba Cero.

A las seis de la tarde se puso la parka para atravesar el recinto en dirección a la cantina. Faltaba una hora para la puesta de sol, pero las nubes estaban bajas y apagaban los últimos rayos de luz. Un viento húmedo lo aguijoneó cuando cruzó el campo que separaba los barracones del comedor, un edificio de bloques de ceniza que daba la impresión de haber sido construido a toda prisa. No podía ver las montañas, y en días como aquellos Grey experimentaba la sensación de que el recinto era una isla, y que más allá el mundo terminaba y se hundía en un mar negro de nada, más allá del final del largo camino de entrada. Entraban y salían vehículos, camiones de reparto, furgonetas y remolques del ejército cargados de suministros, pero el lugar del que procedían y al que luego volvían, fuera cual fuera, habría podido ser la luna, por lo que Grey sabía. Incluso sus recuerdos del mundo exterior estaban empezando a borrarse. Hacía seis meses que no cruzaba la verja.

La cantina tendría que haber estado concurrida a esa hora del día, cincuenta cuerpos o más llenando la sala de calor y ruido, pero cuando cruzó la puerta, mientras se bajaba la cremallera de la parka y pateaba en el suelo para sacudirse la nieve de las suelas de los zapatos, Grey inspeccionó el espacio y vio a unas cuantas personas diseminadas por las mesas, solas o en grupos pequeños, apenas una docena en total. Era fácil saber a qué se dedicaban, a juzgar por sus indumentarias: el personal médico con sus pijamas y zuecos de plástico; los soldados, con sus uniformes de camuflaje invernales, inclinados sobre las bandejas y metiéndose la comida en las bocas como si fueran peones de granja, y los barrenderos, con sus monos marrones estilo mensajeros. Detrás del comedor había un salón con una mesa de ping-pong y un hockey de mesa, pero nadie jugaba ni veía la televisión de pantalla gigante, y la sala se encontraba en silencio, tan sólo unas voces que murmuraban y el tintineo de vasos y cubiertos. Durante un tiempo, el salón había contado con algunas mesas provistas de ordenadores, los nuevos vMacs para leer el correo electrónico, etcétera, pero una mañana de verano, un equipo de técnicos se los llevó en una carretilla, en mitad del desayuno. Algunos soldados se habían quejado, pero no había servido de nada. Los ordenadores no volvieron, y de su presencia sólo quedaba un puñado de cables que colgaban de la pared. Llevárselos había sido una especie de castigo, imaginaba Grey, pero no sabía para qué. Él nunca había tocado los ordenadores.

Pese a los nervios, el olor a comida caliente le dio hambre (el Depo le provocaba un apetito tan feroz que era un milagro que no estuviera más gordo), y llenó la bandeja mientras seguía la cola. Su mente saboreaba los manjares que le esperaban: un plato de minestrone, ensalada con picatostes y queso, puré de patatas y remolacha en vinagre, una loncha de jamón con un círculo de piña deshidratada encima, como si fuera una tiara cítrica. Remató la jugada con un trozo de tarta de limón y un vaso alto de agua helada, y fue con la bandeja a una mesa libre del rincón. La mayoría de los barrenderos comían solos, como él. En cualquier caso, estaba prohibido hablar de casi todo. A veces transcurría una semana entera sin que Grey dijera ni pío a nadie, excepto al centinela del nivel 3, que registraba sus entradas y salidas de Contención. Hubo un tiempo, no hacía tantos meses, en que los técnicos y el personal médico le hacían preguntas, cosas sobre Cero, los conejos y los dientes. Habían escuchado sus respuestas, y después habían asentido y tal vez anotado algo en sus PDA. Pero ahora se limitaban a recoger los informes sin decir ni pío, como si todo el asunto de Cero se hubiera solucionado y no hubiera nada nuevo que averiguar.

Grey procedió a comer de manera metódica, plato a plato. El rollo de Fanning seguía recorriendo su mente como un caracol, pero tenía la sensación de que cuando comía se calmaba un poco. Durante unos minutos podía olvidarse de la existencia de Fanning.

Mientras terminaba la tarta, alguien se paró junto a su mesa. Era uno de los soldados. Grey creía que se llamaba Paulson. Grey lo había visto por ahí, aunque todos los soldados se parecían, con sus uniformes de camuflaje, camisetas y botas relucientes, y el pelo tan corto que las orejas destacaban como si alguien se las hubiera pegado a la cabeza en plan de broma. Paulson llevaba el pelo tan corto que Grey no habría podido decir de qué color era. Colocó una silla en ángulo recto con respecto a Grey, le dio la vuelta para sentarse a horcajadas, y le lanzó una sonrisa que Grey no habría descrito como cordial.

—Os gusta comer, ¿eh?

Grey se encogió de hombros.

—Tú eres Grey, ¿verdad? —El soldado entornó los ojos—. Te he visto.

Grey dejó el tenedor sobre la mesa y engulló un pedazo de tarta.

Paulson asintió con aire pensativo, como si estuviera decidiendo si era un buen nombre o no. Su rostro exhibía una expresión serena, pero se la veía forzada. Por un momento, sus ojos se desviaron hacia la cámara de seguridad que colgaba en una esquina sobre sus cabezas, y después miró a Grey de nuevo.

—No habláis mucho, vosotros —dijo Paulson—. Da un poco de miedo, si no te importa que te lo diga.

Un poco de miedo. Paulson no sabía ni la mitad. Grey no dijo nada.

—¿Te importa que te haga una pregunta? —Paulson señaló el plato de Grey con la barbilla—. No dejes que te interrumpa. Puedes acabar mientras hablamos.

—Ya he terminado —dijo Grey—. Tengo que ir a trabajar.

—¿Qué tal está la tarta?

—¿Quieres hacerme preguntas sobre la tarta?

—¿La tarta? No. —Paulson sacudió la cabeza—. Sólo intentaba ser cortés. Eso sería un ejemplo de lo que se llama hablar de trivialidades.

Grey se preguntó qué querría. Los soldados nunca le dirigían la palabra, y ahí estaba aquel tipo, Paulson, dándole lecciones de cortesía como si las cámaras no los estuvieran enfocando.

—Está bien —dijo Grey—. Me gusta el limón.

—Olvidemos el pastel. Me importa dos mierdas el pastel.

Grey agarró los lados de la bandeja.

—Tengo que irme —dijo, pero cuando hizo ademán de levantarse, Paulson apoyó una mano sobre su muñeca. Aquel leve contacto bastó para que Grey percibiera lo fuerte que era, como si los músculos de sus brazos colgaran de barras de hierro.

—Siéntate, joder. Siéntate.

Grey tomó asiento. De repente, la sala se le antojó vacía. Miró detrás de Paulson y, más o menos, era así: casi todas las mesas estaban vacías. Había un par de técnicos al otro lado de la sala, que bebían café en vasos desechables. ¿Adónde había ido todo el mundo?

—Sabemos quiénes sois, Grey —dijo Paulson con serena firmeza. Estaba inclinado sobre la mesa, sin levantar la mano de la muñeca de Grey—. Sabemos lo que hicisteis, eso es lo que estoy diciendo. Niños, o lo que fuera. Vale, alabado sea Dios, cada uno tiene su talento, me parece. Lo que es bueno para unos, es bueno también para otros, ¿no?

Grey no dijo nada.

—No todo el mundo piensa como yo, pero eso es lo que opino. La última vez que miré, todavía éramos un país libre. —Se removió en su silla y acercó la cara todavía más—. Conocí a un tipo en el instituto. Se untaba la entrepierna de masa para hacer galletas y dejaba que el perro lo lamiera. De modo que, si quieres tirarte a un crío, adelante. Yo no lo entiendo, pero es tu problema.

Grey sintió náuseas.

—Lo siento —logró articular—. Tengo que irme.

—¿Adónde tienes que irte, Grey?

—¿Adónde? —Intentó tragar saliva—. A trabajar. Tengo que ir a trabajar.

—No, no vas a ir. —Paulson cogió la cuchara de la bandeja de Grey y empezó a darle vueltas sobre la mesa con la punta de su dedo índice—. Faltan tres horas para que comience tu turno. Sé calcular el tiempo, Grey. Estamos charlando, joder.

Grey contempló la cuchara, a la espera de que Paulson dijera algo más. De repente tuvo la necesidad de fumar, con todas las moléculas de su cuerpo, con tal fuerza que parecía que estaba poseído.

—¿Que quieres de mí?

Paulson imprimió a la cuchara un último giro.

—¿Que qué quiero, Grey? Ésa es la cuestión, ¿verdad? Quiero algo, tienes razón. —Se inclinó hacia Grey, indicándole que se acercara con el dedo índice. Cuando habló, su voz fue apenas un susurro—. Lo que quiero es que me hables del nivel 4.

Grey sintió que se le revolvía el estómago, como si hubiera apoyado un pie en el vacío.

—Yo sólo limpio. Soy celador.

—Perdona —dijo Paulson—, pero no. No me lo trago.

Grey pensó otra vez en las cámaras.

—Richards…

Paulson resopló.

—Que le den por el culo. —Miró a la cámara, hizo un ademán, y después giró poco a poco la mano, con el dedo medio levantado. La sostuvo así un par de segundos—. ¿Crees que alguien mira esos trastos? ¿Todo el día, todos los días, escuchándonos, viendo lo que hacemos?

—Allí abajo no hay nada. Te lo juro.

Paulson sacudió la cabeza con parsimonia. Grey vio de nuevo aquella mirada enloquecida en sus ojos.

—Los dos sabemos que eso es una chorrada, de modo que seamos sinceros el uno con el otro.

—Yo sólo limpio —dijo Grey sin convicción—. Sólo he venido a trabajar.

Paulson no dijo nada. Reinaba tal silencio en la sala que Grey creyó poder oír los latidos de su corazón.

—Dime algo. Tú duermes bien, ¿verdad?

—¿Qué?

Los ojos de Paulson se entornaron amenazadores.

—Te he preguntado si… duermes… bien.

—Supongo —logró articular—. Sí, claro que duermo.

Paulson lanzó una breve carcajada fatalista. Se reclinó en su silla y contempló el techo.

—Supones. Supones.

—No sé por qué me preguntas estas cosas.

Paulson dio un sonoro suspiro.

—Sueños, Grey. —Acercó la cara a la de Grey—. Estoy hablando de los sueños. Vosotros soñáis, ¿verdad? Bien, yo sí que sueño. Toda la puta noche. Una tras otra. Y sueño locuras.

Locuras, pensó Grey. En efecto, eso resumía la situación. Paulson estaba loco. Se le había ido la olla. Tal vez llevaba demasiados meses en la montaña, demasiados meses de frío y nieve. Grey había conocido a tíos así en Beeville, que estaban en buen estado cuando llegaron, pero que al cabo de pocos meses ya no conseguían hilvanar dos frases que tuvieran sentido.

—¿Quieres saber con qué sueño, Grey? Adelante. Adivínalo.

—No quiero.

—¡Que lo adivines, joder!

Grey clavó la vista en la mesa. Sentía cómo lo vigilaban las cámaras. Intuía que Richards estaba presenciando la escena. «Por favor. Por el amor de Dios. Basta de preguntas», pensó.

—No… lo… sé.

—No lo sabes.

Meneó la cabeza.

—Pues te lo diré yo —habló Paulson en voz baja—. Sueño contigo.

Por un momento, nadie habló. Grey pensó que Paulson estaba loco. Loco, loco, loco.

—Lo siento —tartamudeó—. Ahí abajo no hay nada, de veras.

Intentó levantarse de nuevo, esperando que la mano de Paulson le detuviera.

—Estupendo —dijo Paulson con un leve ademán—. Esto es todo, de momento. Largo de aquí. —Giró en su silla para mirar a Grey, que se había puesto en pie con la bandeja—. De todos modos, te voy a contar un secreto. ¿Quieres saberlo?

Grey negó con la cabeza.

—¿Te acuerdas de aquellos dos barrenderos que se marcharon?

—¿Quiénes?

—Aquellos tipos, los gordos. Comemierda y su amigo.

—Jack y Sam.

—Exacto. —Paulson apartó la mirada—. Nunca supe cómo se llamaban. Supongo que podría decirse que los nombres de la gente no entran en el contrato.

Grey esperó a que Paulson dijera algo más.

—¿Qué les pasó?

—Bien, espero que no fueran amigos tuyos. Porque voy a darte una noticia: están muertos. —Paulson se levantó. No miró a Grey cuando habló—. Todos estamos muertos.

Estaba oscuro, y Carter tenía miedo.

Estaba abajo, muy abajo. Había visto cuatro botones en el ascensor, y los números iban descendiendo, como los botones de un garaje subterráneo. Cuando lo colocaron en la camilla, estaba mareado y no sentía el menor dolor. Le habían dado algo, una especie de inyección que le dio sueño, pero no consiguió dormir, de modo que había sentido en parte lo que le estaban haciendo en la nuca. Le habían introducido algo. Las muñecas y los pies inmovilizados, para que se sintiera cómodo, habían dicho. Después lo habían llevado hasta el ascensor, y eso era lo último que recordaba: los botones, y el dedo de alguien que apretaba el del nivel 4. El tipo de la pistola, Richards, no había vuelto, aunque lo había prometido.

Ahora estaba despierto, y aunque no estaba seguro, tenía la sensación de estar abajo, muy abajo. Aún tenía sujetas las muñecas y los tobillos, y quizá la cintura. La habitación estaba a oscuras y hacía frío, pero vio luces que parpadeaban en algún lugar, no sabía a qué distancia, y oyó el sonido de un ventilador que abofeteaba el aire. No recordaba gran cosa de la conversación que había sostenido con los hombres antes de que lo bajaran. Lo habían pesado, Carter se acordaba de eso, y le habían hecho cosas típicas de médicos, como tomarle la tensión, pedirle que meara en una taza, darle golpecitos en la rodilla con una maza, y examinarle la nariz y la boca. Después le habían metido un tubo en el dorso de la mano, y eso le dolió la hostia, recordaba que lo había dicho: «Mecagüendiós», y sujetaron el tubo a la bolsa de la percha, y el resto era borroso. Recordaba una luz peculiar, un punto rojo en el extremo de un lápiz, y de repente todas las caras que lo rodeaban llevaban máscaras, y una de ellas decía, aunque no pudo precisar cuál: «No es más que el láser, señor Carter. Tal vez experimente cierta leve presión». Ahora, en la oscuridad, recordó que había pensado, antes de que su cerebro se diluyera, que Dios le había deparado una última jugarreta, y tal vez lo habían llevado por fin a la inyección. Se preguntó si vería pronto a Jesús, a la señora Wood o al mismísimo diablo.

Pero no había muerto, sólo dormía, aunque no sabía cuánto rato. Su mente había derivado, salido de una oscuridad para zambullirse en otra, como si recorriese una casa sin luces, y como ahora no podía ver nada, se sentía desorientado. No sabía si estaba arriba o abajo. Le dolía todo el cuerpo y sentía la lengua como un calcetín enrollado en la boca, o un animal peludo. La nuca, en el punto donde se encontraban sus omóplatos, le dolía mucho. Levantó la cabeza, para mirar a su alrededor, pero sólo vio unos puntos de luz, unas luces rojas, como la del lápiz. No sabía a qué distancia se encontraban éstas, ni si eran muy grandes. Podrían haber sido las luces de una ciudad lejana.

Wolgast. El nombre acudió a su mente como si hubiera surgido de la oscuridad. Algo relacionado con Wolgast, lo que había dicho, acerca de que el tiempo era como un océano, y que él se lo podía conceder. «Puedo concederte todo el tiempo del mundo, Anthony. Un océano de tiempo». Como si supiera lo que residía en el fondo del corazón de Carter, como si no se hubieran encontrado en persona, pero se conocieran desde hacía años. Que Carter recordara, nadie había le hablado nunca así.

Eso lo llevó a pensar en el día en que había empezado todo, como si las dos cosas fueran la misma. Junio, era junio, eso lo recordaba. Era junio, el aire era sofocante bajo la autovía, y Carter, de pie en una cuña de sombra sucia, sostenía el letrero de cartón sobre el pecho (TENGO HAMBRE. CUALQUIER COSA SERÁ DE AYUDA. QUE DIOS LO BENDIGA). Vio cómo el coche, un Denali negro, se acercaba al bordillo. La ventanilla del pasajero bajó. En vez de limitarse a la habitual rendija, para que la persona de dentro le pasara unas monedas o un billete doblado sin que sus dedos tocaran los de él, bajó del todo con un único y líquido movimiento, de modo que el reflejo de Carter en el tinte oscuro de la ventanilla pareció como un telón que cayera del revés, como un agujero abierto en el mundo que revelara un cuarto secreto en su interior. Era mediodía, el tráfico de la hora de comer se agolpaba en las carreteras de la superficie y sobre el nudo oeste, que atronaba con un ritmo continuo sobre su cabeza, como una larga hilera de vagones de mercancías.

—¿Hola? —llamaba la conductora. Era una voz de mujer, que se esforzaba por imponerse al rugido de los coches y la acústica reverberante producida bajo la autovía—. ¿Hola? ¡Señor! ¡Perdone, señor!

Cuando avanzó hacia la ventanilla abierta, Carter notó el aire frío del interior del coche en la cara. Percibió el olor ahumado del cuero nuevo, y después, aún más cerca, el perfume de la mujer. Estaba inclinada hacia la ventanilla del asiento del pasajero, y su cuerpo se tensaba contra el cinturón de seguridad, las gafas del sol colgadas a modo de peineta. Era una mujer blanca, por supuesto. Lo había sabido antes de mirar. El Denali era negro, con su reluciente pintura, y la enorme y lustrosa calandra. El carril de dirección este hacia San Felipe comunicaba la Galleria con River Oaks, donde se erigían las mansiones. La mujer era joven, más joven de lo que había pensado para un coche como ése, treinta años como máximo, vestida con lo que parecía ropa de tenis, una falda blanca y un top a juego, con la piel húmeda y brillante. Tenía los brazos esbeltos y fuertes, tostados por el sol. Pelo liso y rubio con mechas de un color más oscuro, apartado de los planos de su rostro, la nariz delicada, los pómulos esculpidos. No llevaba ninguna joya que él pudiera ver, salvo un anillo, un diamante grande como un diente. Sabía que no debía mirar más, pero no pudo impedirlo, y dejó que sus ojos pasearan por la parte trasera del coche. Vio un asiento de bebé vacío, con juguetes de alegres colores que colgaban sobre él, y al lado una bolsa grande de compras hecha de papel, pero que parecía metálica. El nombre de la tienda, Nordstrom’s, estaba escrito en la bolsa.

—La voluntad —masculló Carter—. Que Dios la bendiga.

Su bolso, grueso y de piel, descansaba sobre el regazo de la mujer. Empezó a tirar el contenido sobre el asiento: un tubo de lápiz de labios, una agenda y un teléfono con forma de joyero.

—Quiero darle algo —dijo—. ¿Veinte serán suficientes? ¿Es lo que le da la gente? No lo sé.

—Que Dios la bendiga. —Carter sabía que el semáforo estaba a punto de cambiar—. La voluntad.

La mujer sacó también el billetero mientras, detrás de ellos, oían el primer bocinazo impaciente. La mujer miró hacia atrás al oír el sonido, y después al semáforo, que se había puesto en verde.

—Oh, maldita sea. —Estaba inspeccionando frenéticamente el billetero, un trasto enorme del tamaño de un libro, con botones de presión, cremalleras y compartimentos, atestado de papelitos—. No lo sé —repetía—. No lo sé.

Más bocinas, y entonces, con un rugido, el vehículo que tenía detrás, un Mercedes rojo, aceleró para encajarse en el carril del medio, adelantando a un vehículo deportivo. El conductor de éste pisó el freno y tocó la bocina.

—Lo siento, lo siento —decía la mujer. Miraba el billetero como si fuese una puerta cerrada cuya llave no pudiera encontrar—. Sólo llevo plástico, pensaba que tenía uno de veinte, o de diez, maldita sea, maldita sea…

—¡Eh, capullo! —Un hombre asomó la cabeza por la ventanilla de una gran camioneta, dos coches atrás—. ¿Es que no ves el semáforo? ¡Sal de la carretera!

—Tranquila —dijo Anthony, al tiempo que retrocedía—. Debería irse.

—¿Me has oído? —gritó el hombre. Más bocinazos. Agitó un brazo desnudo fuera de la ventanilla—. ¡Quítate de en medio, joder!

La mujer arqueó la espalda para mirar por el retrovisor. Sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Cierra el pico! —gritó. Golpeó el volante con los puños—. ¡Jesús, cierra el pico!

—¡Señora, mueva el puto coche!

—Yo sólo quería darle algo. Es lo único que quería. ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? Quería ayudar…

Carter sabía que había llegado el momento de huir. Vio lo que iba a suceder. La puerta que se abría, los pasos furiosos que se le acercaban, la voz de un hombre muy cerca de él, despectiva: «¿Estás molestando a esta señora? ¿Qué crees que estás haciendo, tío?», y después más hombres, quién sabe cuántos, siempre había muchos hombres cuando llegaba el momento, y dijera lo que dijera la mujer, no podría ayudarlo, ellos verían lo que les interesaba: un negro y una mujer blanca con un asiento de bebé y unas bolsas de la compra, el billetero abierto sobre el regazo.

—Por favor —dijo—. Señora, tiene que irse.

La puerta de la furgoneta se abrió, y de ella emergió un hombretón de rostro congestionado vestido con pantalones vaqueros y camiseta, con las manos tan grandes como los mitones de un catcher de béisbol. Aplastaría a Carter como a una cucaracha.

—¡Eh! —gritó, y señaló. La enorme hebilla redonda del cinturón brilló al sol—. ¡Tú!

La mujer levantó los ojos hacia el espejo y vio lo mismo que Carter: el hombre blandía una pistola.

—¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío! —gritó.

—¡La está atracando! ¡Ese negrata quiere robarle el coche!

Carter se quedó de piedra. Un furioso estruendo se abalanzó sobre él, todo el mundo tocaba la bocina, chillaba y corría hacia él, corría hacia él por fin. La mujer alargó la mano y abrió la puerta del pasajero.

—¡Entre!

Carter no podía moverse.

—¡Hágalo! —gritó ella—. ¡Suba al coche!

Y, por algún motivo, lo hizo. Dejó caer el letrero, subió a toda prisa y cerró la puerta. La mujer aceleró y se saltó el semáforo, que había vuelto a ponerse en rojo. Los coches se apartaron cuando atravesaron el cruce como un cohete. Por un momento, Carter pensó que iban a estrellarse y cerró los ojos, preparándose para el impacto. Pero no pasó nada. Todo el mundo erró el blanco.

Pensó que eso era lo peor. Pasaron bajo la autovía y salieron al sol de nuevo, sin que la mujer levantara el pie del acelerador, conduciendo a tal velocidad que parecía que se había olvidado de él. Llegaron a una vía de ferrocarril y el Denali saltó tan alto que la cabeza de Carter tocó el techo. Por lo visto, a ella le pasó lo mismo. Aplastó el freno con demasiada violencia, mientras Carter salía lanzado contra el salpicadero, giró el volante y se detuvo en un aparcamiento con limpieza en seco y un Shipley’s Doughnuts. Sin mirar a Anthony ni dirigirle la palabra, la mujer dejó caer la cabeza sobre el volante y empezó a llorar.

Nunca había visto llorar a una mujer, al menos no tan cerca, sólo en las películas y en la tele. En la cabina aislada del Denali percibió el olor de sus lágrimas, como cera fundida, y el aroma limpio de su pelo. Después se dio cuenta de que también captaba su propio olor, por primera vez desde hacía mucho tiempo, y no olía nada bien. Olía mal, muy mal, como a carne podrida y leche agria, y contempló su cuerpo, las manos y brazos sucios, la misma camiseta y los mismos vaqueros que había utilizado durante días y días, y se sintió avergonzado.

Al cabo de un rato ella levantó la cabeza del volante y se secó la nariz con el dorso de la mano.

—¿Cómo se llama?

—Anthony.

Por un momento, Carter se preguntó si iba a llevarlo a la comisaría. El coche estaba tan limpio y era tan nuevo, que se sentía como una gran mancha. Pero si ella captó su olor, no lo demostró.

—Voy a bajar —dijo Carter—. Siento haberle causado tantos problemas.

—¿Usted? ¿Qué ha hecho usted? Usted no ha hecho nada. —Respiró hondo, apoyó la cabeza contra el reposacabezas y cerró los ojos—. Ay, Dios, mi marido me va a matar. Ay, Dios, ay, Dios, ay, Dios. Rachel, ¿en qué estabas pensando?

Parecía enfadada, y Carter supuso que estaba esperando a que se apeara sin más preámbulos. Se encontraban a pocas manzanas al norte de Richmond. Desde allí podría tomar un autobús hasta el lugar donde estaba durmiendo, un solar en Westpark, al lado del centro de reciclaje. Era un buen lugar, allí no tenía problemas, y si llovía la gente del centro lo dejaba dormir en uno de los garajes vacíos. Llevaba encima algo más de diez dólares, algunos billetes y monedas que había reunido a lo largo de la mañana debajo de la 610, lo suficiente para volver a casa y comprar algo de comer.

Apoyó la mano sobre la puerta.

—No —dijo ella al instante—. No se vaya. —Se volvió hacia él. Sus ojos, hinchados a causa del llanto, escudriñaron su rostro—. Tiene que aclararme si lo decía en serio.

Carter se quedó en blanco.

—¿El qué, señora?

—Lo que escribió en el letrero. Lo que decía: «Que Dios la bendiga». Se lo oí decir. Porque la cuestión es —dijo la mujer, sin esperar su respuesta—, la cuestión es que yo no me siento bendecida, Anthony. —Lanzó una breve carcajada, que reveló una hilera de dientes diminutos como perlas—. ¿No le parece raro? Debería, pero no es así. Me siento fatal. Me siento fatal siempre.

Carter no sabía qué decir. ¿Cómo podía una señora blanca sentirse fatal? Vio por el rabillo del ojo el asiento del bebé vacío en la parte de atrás, con su alegre despliegue de juguetes, y se preguntó dónde estaría el niño. Tal vez debería decir algo acerca del bebé, lo feliz que debía hacerla. Por lo que él sabía, a la gente le gustaba tener hijos, sobre todo a las mujeres.

—Da igual —dijo la mujer. Echaba un vistazo con aire ausente a la tienda de donuts a través del parabrisas—. Sé lo que está pensando. No diga nada. Debe de parecerle que estoy loca.

—A mí me parece de lo más normal.

Ella rió de nuevo con amargura.

—Bien, ése es el problema, ¿no? Parezco normal. Pregúnteselo a cualquiera. Rachel Wood tiene todo cuanto una persona puede desear. Rachel Wood parece de lo más normal…

Siguieron sentados en silencio, mientras la mujer lloraba con la vista clavada en la lejanía, y Carter todavía se preguntaba si debía marchar o no. Pero la señora estaba disgustada, y le sabía mal abandonarla así. Se preguntó si querría que sintiera pena por ella. Rachel Wood: supuso que se llamaba así, que estaba hablando de ella. Pero no estaba seguro. Tal vez Rachel Wood era una amiga suya, o alguien que le estaba cuidando el bebé. Sabía que tendría que irse tarde o temprano. La señora acabaría calmándose, y se daría cuenta de que habían estado a punto tirotearla por culpa de aquel maloliente negro que se sentaba en su coche. Pero de momento, el aire frío que salía de las rejillas de ventilación y le daba en la cara, y el extraño silencio entristecido de la mujer, eran suficientes para que se quedara donde estaba.

—¿Cuál es su apellido, Anthony?

No recordaba que nadie le hubiera hecho esa pregunta nunca.

—Carter —dijo.

Lo que la mujer hizo a continuación lo sorprendió, más que nada de lo que había sucedido hasta aquel momento. Se volvió en su asiento, lo miró con sus ojos transparentes y le extendió la mano.

—Bien —dijo, con voz teñida de tristeza—, encantado de conocerlo, señor Carter. Soy Rachel Wood.

Señor Carter. Eso le gustaba. Su mano era pequeña, pero la estrechaba como un hombre, con fuerza. Sintió algo, pero no encontró las palabras adecuadas para describirlo. Supuso que ella se secaría la mano, pero no lo hizo.

—¡Oh, Dios mío! —Sus ojos se dilataron de asombro—. A mi marido le va a dar un infarto. No le cuente lo que ha pasado. Se lo digo en serio. No lo haga.

Carter negó con un movimiento de cabeza.

—O sea, él no tiene la culpa de que yo sea una total y absoluta gilipollas. Él no lo vería como yo. Me lo tiene que prometer, señor Carter.

—No diré nada.

—Bien. —Asintió con energía, satisfecha, y volvió a mirar a través del parabrisas, el ceño fruncido con aire pensativo—. Donuts. No sé por qué he parado aquí, de entre todos los lugares. No querrá donuts, ¿verdad?

Sólo la palabra consiguió que Carter salivara. Oyó los gruñidos de su estómago.

—Los donuts me van bien —dijo Carter—. El café es bueno.

—Pero no es una comida de verdad. —Su voz era firme. Había tomado una decisión—. Lo que usted necesita es una comida de verdad.

Carter identificó entonces aquella sensación. Se sentía observado. Como si durante todo ese tiempo hubiera sido un fantasma sin saberlo. Comprendió de repente lo que ella se proponía al llevárselo a su casa. Había oído hablar de gente como ella, pero nunca lo había creído.

—¿Sabe una cosa, señor Carter? Creo que Dios lo puso hoy bajo la autovía por un motivo. Creo que estaba intentando decirme algo. —Puso en marcha el Denali—. Usted y yo vamos a ser amigos. Lo presiento.

Y fueron amigos, tal como ella había dicho. Eso era lo curioso. Él y la señora blanca, la señora Wood, con su marido (lo bastante viejo para ser su padre, aunque Carter casi nunca lo veía), y la gran casa bajo los robles con su espeso césped y setos, y sus dos niñas pequeñas, no sólo el bebé, sino también la mayor, vivaracha como su hermana. Las dos niñas parecían sacadas de una película. Lo sentía hasta la médula. Eran amigos. Había hecho por él cosas que nadie había hecho. Era como si hubiera abierto la puerta de su coche, y dentro hubiera una gran sala, y en esa sala hubiera gente, y voces que le llamaban por el nombre y comida y una cama para dormir y toda la pesca. Ella le había conseguido trabajo, no sólo en su patio, sino también en otras casas. Y adondequiera que iba, la gente lo llamaba señor Carter, le preguntaban si podía hacer un pequeño extra aquel día, porque tenían invitados: barría las hojas del patio, pintaba un juego de sillas o sacaba hojas de los canalones, hasta iba a pasear al perro de vez en cuando. «Señor Carter, sé que debe de estar ocupado, pero si no le causa muchos trastornos, podría…?» Y siempre decía que sí, y en el sobre oculto bajo la esterilla o la maceta dejaban diez o veinte de más, sin que tuviera que pedirlo. Le gustaba esa otra gente, pero la verdad era que le daban igual: lo hacía todo por ella. El miércoles era el mejor día de la semana. El día de ella. Lo saludaba desde la ventana mientras él sacaba la cortadora del garaje y la ponía en marcha, y a veces, muchas veces, salía de la casa cuando él había terminado y estaba guardando los trastos (ella no dejaba el dinero debajo de la esterilla como los demás, sino que se lo daba en mano), y quizá se sentaba un ratito con vasos de té helado en el patio, y le contaba cosas de su vida, pero también preguntaba por la de él. Hablaban como gente de verdad, sentados a la sombra.

—Señor Carter —le decía—, es usted una bendición del cielo. Señor Carter, no sé qué haría sin usted. Es usted la pieza del rompecabezas que faltaba.

La quería. Era verdad. Ése era el misterio, el triste y doloroso misterio. Tendido en la oscuridad y el frío, notó que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. ¿Cómo podían decir que le había hecho algo a la señora Wood, con lo mucho que la quería? Porque él lo sabía. Lo sabía aunque ella sonriera y riera y se dedicara a sus cosas, a ir de compras, jugar al tenis o ir a la peluquería, sabía que en el fondo de la mujer había un lugar vacío, pues lo había visto aquel primer día en el coche, y se conmovió de corazón, como si pudiera llenarlo con sólo desearlo. Los días en que ella no salía al patio eran cada vez más numerosos a medida que transcurría el tiempo. Entonces la veía, a veces, sentada en el sofá, dejando llorar a la pequeña, que tenía hambre o estaba mojada, y no movía ni un dedo. Era como si se hubiera quedado sin aire. A veces no la veía en ningún momento, y suponía que estaba refugiada en la casa, a solas con su tristeza. Esos días hacía más cosas de las debidas, recortaba los setos, recogía malas hierbas del sendero, con la esperanza de que si esperaba lo suficiente saldría con el té. El té significaba que se encontraba bien, que había superado otro día de sentirse fatal.

Y después, aquella tarde en el patio, aquella terrible tarde, descubrió sola a la niña mayor, Haley. Era diciembre, el aire estaba cargado de humedad, la piscina llena de hojas muertas. La niña, que iba al jardín de infancia, llevaba los pantalones cortos azules de la escuela y una blusa con cuello, pero nada más, ni siquiera zapatos, y estaba sentada en el patio. Sostenía una muñeca, una Barbie. Carter le preguntó si no tenía escuela aquel día, y ella negó con un movimiento de cabeza, sin mirarlo. ¿Estaba su mamá en casa?

—Papá está en México —dijo la niña, y se estremeció a causa del frío—. Con su novia. Mamá no quiere salir de la cama.

Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave, y tocó el timbre y llamó con los nudillos a las ventanas, pero nadie contestó. No sabía qué hacer con la niña, estando solo como estaba, pero había muchas cosas que ignoraba de gente como los Wood, y no todo le parecía lógico. Sólo tenía el jersey viejo y sucio que llevaba, pero la niña lo aceptó y se envolvió con él como si fuera una manta. Se puso a trabajar con el césped, pensando que quizá el ruido de la cortadora despertaría a la señora Wood y se acordaría de que la niña estaba sola fuera, junto a la piscina, de que había cerrado la puerta con llave sin querer, o algo por el estilo. «Señor Carter, no sé qué ha pasado. Me quedé dormida, gracias a Dios que estaba usted aquí».

Terminó con el césped. La niña lo miraba en silencio con su muñeca, y sacó el recogedor del garaje para limpiar la piscina. Fue entonces cuando descubrió una cría de sapo en el borde del sendero. No era mayor que una moneda. Tuvo suerte de no habérsela llevado por delante con la cortadora. Se agachó para recogerla. No pesaba nada en su mano. De no haberla visto con sus propios ojos, habría dicho que su mano estaba vacía, de puro ligera. Tal vez la niña lo estaba mirando desde el patio, o la señora Wood dormía dentro, pero en aquel momento se le antojó que el sapo podía arreglar las cosas, aquella cosa diminuta en la hierba.

—Ven aquí —dijo a la niña—. Ven aquí, quiero enseñarte algo. Una cría muy pequeña, señorita Haley. Una cría como usted.

Volvió la cabeza, y la señora Wood estaba en el patio, detrás de él, a menos de tres metros. Debía de haber salido por la puerta principal, porque no había oído nada. Vestía una camiseta grande, como un camisón. El pelo revuelto alrededor de su cara.

—Señora Wood —dijo—, vaya, me alegro de que se haya levantado. Estaba a punto de enseñarle a Haley este…

—¡Aléjese de ella!

Pero no era la señora Wood que él conocía. Tenía los ojos desorbitados y enloquecidos. Daba la impresión de que no sabía quién era él.

—Señora Wood, sólo quiero enseñarle algo bonito…

—¡Aléjese! ¡Aléjese! ¡Corre, Haley, corre!

Y antes de que él pudiera añadir una palabra más, lo empujó con fuerza, con todas sus fuerzas. Se tambaleó hacia atrás, y su pie se enredó con el recogedor, que había dejado en el borde de la piscina. Extendió las manos instintivamente, sus dedos aferraron la pechera de la camiseta de la señora Wood. Notó que su peso lo arrastraba, no pudo hacer nada por impedirlo, y fue entonces cuando cayeron al agua.

El agua. Lo golpeó como un puño, y la nariz, los ojos y la boca se le llenaron de líquido, con su repugnante sabor químico, como el aliento del diablo. Ella estaba debajo, encima y a su alrededor mientras se hundían, con los brazos y piernas de ambos entrelazados como una red. Intentó liberarse, pero ella se agarró, y lo arrastró hacia abajo. No sabía nadar, podía flotar, pero hasta eso le daba miedo, y carecía de fuerzas para inmovilizarla. Miró de reojo hasta que vio la superficie reluciente del agua, donde se encontraba con el aire, pero para él era como si estuviera a un kilómetro de distancia. Ella lo estaba empujando hacia abajo, hacia un mundo de silencio, como si la piscina fuera un fragmento de cielo invertido, y fue entonces cuando lo comprendió: allí era donde ella quería ir. Desde el primer momento se habían dirigido hacia allí, desde aquel día, debajo de la autovía, cuando había detenido el coche y pronunciado su nombre. Lo que la había mantenido en el otro mundo, el mundo que había por encima del agua, se había roto por fin, como el cordel de una cometa, pero el mundo estaba cabeza abajo, y ahora la cometa estaba cayendo. Lo abrazó, su barbilla contra el hombro de Carter, y por un instante distinguió sus ojos a través del agua que remolineaba, y los vio henchidos de una oscuridad terrible y definitiva. «Oh, por favor, suéltame. Moriré si tú quieres —pensó—, moriría por ti si me lo pidieras, deja que muera en tu lugar». Lo único que debía hacer era respirar. Lo supo con la misma certeza con que sabía su nombre, pero no pudo obligarse a hacerlo. Había vivido demasiado como para dejarse morir por voluntad propia. Llegaron al fondo con un golpe seco. La señora Wood continuaba sujetándolo, y notó que sus hombros se estremecían cuando respiró hondo por primera vez. Lo hizo por segunda vez, y después una tercera, y las burbujas de los últimos restos de aire que quedaban en sus pulmones ascendieron junto a su oído como un secreto susurrado («Que Dios la bendiga, señora Carter»), y después lo soltó.

No recordaba haber salido de la piscina, ni qué había dicho a la niña. Estaba llorando a lágrima viva, sin parar. La señora Wood había muerto, su alma había ascendido a los cielos, pero su cuerpo vacío estaba emergiendo poco a poco a la superficie, ocupando su lugar entre las hojas flotantes que había querido limpiar. Una especie de tranquilidad lo invadía todo, una terrible tranquilidad desolada, como si algo que hubiera durado demasiado hubiera conseguido terminar de una vez por todas. Como si él hubiera empezado a desaparecer de nuevo. Era probable que la vecina tardara minutos u horas en aparecer, y después la policía, pero para entonces ya sabía que no contaría a nadie la verdad de lo sucedido, las cosas que había visto y oído. Era un secreto que ella le había confiado, el secreto definitivo acerca de quién era, y él tenía la intención de guardarlo.

Carter decidió que lo que iba a sucederle estaba bien. Pensó que era inevitable. Tal vez Wolgast hubiera mentido, o quizá no, pero el trabajo de la vida de Carter había terminado. Ahora lo sabía. Nadie iba a hacerle más preguntas sobre la señora Wood. No era más que un recuerdo en su memoria, como si se lo hubieran susurrado al oído y no debiera contárselo a nadie.

Una especie de silbido hendió el aire que lo rodeaba, como si un neumático se hubiera reventado, y una única luz verde apareció en la pared del fondo, donde antes había una roja. Se abrió una puerta que bañó la habitación de una pálida luz azulada. Carter vio que estaba tendido en una camilla, vestido con una bata. El tubo seguía clavado en su mano, y cuando miró el lugar donde tiraba de su piel, debajo del esparadrapo, volvió a notar un dolor intenso. La habitación era más grande de lo que había supuesto, superficies blancas por todas partes, salvo el lugar en el que se había abierto la puerta, y unas máquinas en la pared del fondo, que no se parecían a nada que él conociera.

Una figura se recortaba en el umbral.

Cerró los ojos, bajó la cabeza y pensó: «De acuerdo. De acuerdo. Estoy preparado. Que vengan a por mí».

—Tenemos un marronazo encima.

Eran más de las diez. Sykes había aparecido en la puerta del despacho de Richards.

—Lo sé —dijo Richards—. Estoy en ello.

El marronazo era la niña, Juana Nadie. Ya no era Juana Nadie. A Richards le habían dado la noticia las fuerzas del orden poco después de las nueve. La madre de la niña era sospechosa en un tiroteo, algo que había sucedido en la sede de una fraternidad. El chico a quien había disparado era el hijo de un juez federal. La pistola, que había abandonado en el lugar de los hechos, había conducido a la policía hasta un motel situado cerca de Graceland, donde el encargado (y a continuación figuraba una lista de antecedentes que ocupaba dos páginas) había identificado a la niña gracias a la fotografía que la policía le había tomado el viernes en el convento donde la madre la había abandonado. Las monjas habían confesado la historia, y algo más cuyo significado Richards ignoraba (una especie de alboroto en el zoo de Memphis), antes de que una de ellas hubiera identificado a Doyle y Wolgast en un vídeo de vigilancia de la noche anterior, en el punto de control de la I-55 situado al norte de Baton Rouge. La televisión local se había enterado de la historia a tiempo para el telediario nocturno, cuando se declaró la alerta ámbar.

Así pues, todo el mundo estaba buscando a dos agentes federales y a una niña llamada Amy Bellafonte.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Sykes.

Desde su terminal, Richards conectó con el satélite y apuntó su visor a los estados situados entre Tennessee y Colorado. El transmisor estaba en la PDA de Wolgast. Richards contó dieciocho puntos calientes en la región, y después localizó el que coincidía con el número de la tarjeta de rastreo de Wolgast.

—Oeste de Oklahoma.

Sykes estaba de pie detrás de él, mirando.

—¿Crees que ya lo sabe?

Richards graduó de nuevo el visor y efectuó un zoom.

—Yo diría que sí —contestó, y enseñó a Sykes el torrente de datos.

Velocidad del objetivo: 102 kph.

Un momento después:

Velocidad del objetivo: 122 kph.

Se habían dado a la fuga. Richards tendría que ir en su busca. La policía estaba participando en la búsqueda, y tal vez también la estatal. Aquello iba a ponerse feo, suponiendo que pudiera alcanzarlos a tiempo. El helicóptero ya estaba en camino desde Fort Carson. Sykes se había encargado de atender la llamada.

Subieron por la escalera de incendios a la primera planta y esperaron fuera. La temperatura había ascendido desde el ocaso. Una espesa niebla se estaba elevando en volutas sueltas bajo las luces del círculo del aparcamiento, como hielo seco en un concierto de rock. Se quedaron juntos sin hablar. No había nada que decir. El marronazo en cuestión era más o menos un fracaso descomunal. Richards pensó en la fotografía, la que circulaba por todos los canales de televisión. Amy Bellafonte; es decir, «fuente hermosa». Pelo negro lacio caído sobre los hombros (parecía mojado, como si hubiera paseado bajo la lluvia), y un rostro joven y sereno, todavía con tejido de bebé en las mejillas. Pero bajo la frente, ojos oscuros de profundo conocimiento. Vestía pantalones vaqueros y una sudadera con la cremallera subida hasta la garganta. En una mano aferraba una especie de juguete, un animal de peluche. Podría ser un perro. Pero esos ojos… Richards no dejaba de pensar en aquellos ojos. Estaba mirando directamente a la cámara como si dijera: «¿Lo ves? ¿Qué te creías que era, Richards? ¿Crees que nadie en el mundo me quiere?».

Por un momento, sólo uno, pensó en ello. Le rozó como un ala: el deseo de ser una persona diferente, de que la mirada de aquella niña significara algo para él.

Cinco minutos después, oyeron el helicóptero, cuya presencia vibrante sobrevolaba la muralla de árboles que se alzaban hacia el sudeste. Efectuó un único giro, al tiempo que proyectaba un cono de luz cegadora, y después descendió hacia el aparcamiento con precisión de ballet, y levantó una ola de aire agitado bajo sus palas. Un UH-60 Blackhawk, con toda su capacidad armamentística, preparado para reconocimiento nocturno. Parecía desproporcionado para atrapar a una niña pequeña. Pero la situación en que se encontraban lo exigía. Se taparon la cara con las manos para protegerse del viento, el ruido y la nieve que remolineaba.

Cuando el helicóptero tocó tierra, Sykes agarró a Richards por el codo.

—¡Es una niña! —dijo sobre el estruendo—. ¡Haced las cosas bien!

«No sé a qué te refieres», pensó Richards, y se alejó a buen paso hacia la puerta abierta.