8

Cuando anocheció estaban a ochenta kilómetros de Oklahoma City, atravesando la pradera en dirección oeste, hacia una muralla de cumulonimbos primaverales que ascendían desde el horizonte como una hilera de flores que se abrieran a cámara rápida. Doyle se había quedado dormido como un tronco en el asiento del pasajero del Tahoe, con la cabeza encajada en el espacio situado entre el reposacabezas y la ventanilla, protegido de los tumbos de la carretera con una chaqueta doblada. Podía apagar sus luces como un niño de diez años, bajar la cabeza y dormirse en cualquier parte. Wolgast estaba muy cansado. Sabía que lo más sensato habría sido salirse de la carretera y turnarse, dormir un rato. Pero había conducido desde Memphis, y sentir el tacto del volante bajo su mano era lo único que le permitía pensar que aún tenía una baza que jugar.

Desde que llamara a Sykes, su único contacto había tenido lugar en un aparcamiento de camiones a las afueras de Little Rock, donde un agente de campo se había reunido con ellos para darles un sobre con dinero (tres mil dólares, en billetes de veinte y cincuenta) y un vehículo nuevo, un sedán de la Agencia camuflado. Para entonces Wolgast había decidido que le gustaba el Tahoe y quería conservarlo. Le gustaba su robusto motor de ocho cilindros, la dirección suave y la suspensión dinámica. Llevaba años sin conducir uno igual. Le parecía una pena enviar un vehículo como ése al desguace, y cuando el agente le ofreció las llaves del sedán, las desechó con un ademán enérgico, sin pensárselo dos veces.

—¿Hemos salido en las noticias? —preguntó al agente, un novato cuyo rostro era sonrosado como una pieza de jamón.

El agente frunció el ceño, confuso.

—No sé nada de eso.

Wolgast pensó un momento.

—Bien —dijo por fin—. Mejor que siga así.

El agente le había conducido al maletero del sedán, que abrió. Dentro había una bolsa de nailon negra que no había pedido, pero que de todos modos esperaba.

—Guárdela —dijo.

—¿Está seguro? Se supone que debo dársela.

Wolgast miró hacia el Tahoe, que estaba aparcado en el extremo del aparcamiento entre dos camiones con remolque. A través de la ventanilla trasera vio a Doyle, pero no a la niña, que estaba tumbada en el asiento trasero. Quería continuar el viaje. De nada les valdría quedarse parados. En cuanto a la bolsa, puede que la necesitara y puede que no. Pero creía que la decisión de dejarla era correcta.

—Dígale a la oficina lo que le dé la gana —dijo—. Lo que me iría bien serían unos cuantos libros para colorear.

—¿Perdón?

Wolgast se habría reído si hubiera estado de humor. Apoyó la palma de la mano sobre la tapa del maletero y lo cerró.

—Da igual —dijo.

La bolsa contenía armas, por supuesto, y municiones, y tal vez un par de chalecos antibalas. Tal vez hubiera también uno para la niña. Una empresa de Ohio fabricaba chalecos para niños, desde el suceso de Minneapolis. Wolgast había visto un reportaje en el programa Today. De hecho, estaban fabricando chalecos antibalas de nailon para niños. «Cómo está el mundo», pensó.

En ese momento, seis horas después de haber salido de Little Rock, aún se alegraba de haber rechazado la bolsa. Lo que tuviera que ser, sería. En parte deseaba que lo detuvieran. En las afueras de Little Rock había dejado que el velocímetro subiera hasta 140, vagamente consciente de lo que estaba haciendo, retar a un policía estatal o local agazapado detrás de una valla publicitaria para que diera por concluido el asunto. Pero después, Doyle le había dicho que redujera la velocidad («Eh, jefe, ¿no deberías levantar el pie del acelerador?»), y él había recuperado la concentración. De hecho, había estado rememorando la escena: las luces y un solo pitido de la sirena, parar el vehículo en la cuneta y apoyar las manos sobre el volante, alzar los ojos hacia el retrovisor y ver al agente comunicando por su radio su matrícula. Dos adultos y una menor en un vehículo con una matrícula provisional de Tennessee. No tardarían mucho en deducir qué había sucedido, y en relacionarlos con la monja y el zoo. Cuando recreaba la escena, no podía ver más allá de ese momento, el poli con la mano en el micro, la otra apoyada sobre la culata de su arma. ¿Qué haría Sykes? ¿Diría que los conocía? No, Doyle y él irían a la trituradora, al igual que Anthony Carter.

En cuanto a la niña, no lo sabía.

Esquivaron los límites de Oklahoma City en dirección noreste, evitaron el punto de control de la Interestatal 40 y cruzaron la I-35 por una carretera asfaltada rural anónima, lejos de cualquier cámara. El Tahoe no llevaba GPS, pero Wolgast tenía uno en la PDA. Mientras manejaba el volante con una mano, tecleando como un autómata en la PDA con la otra, dejó que la ruta se fuera desplegando, un mosaico de carreteras de condado y estatales, algunas de grava o incluso de tierra batida, que les conducía hacia el norte y el oeste. Todo cuanto los separaba de la frontera de Colorado eran unas cuantas ciudades pequeñas (con nombres como Virgil, Ricochet y Buckrack), oasis semi abandonados en un mar de hierba alta con poco de lo que presumir, salvo un supermercado pequeño, un par de iglesias y un elevador de grano, y entre ellos, kilómetros de llanura despejada. Flyover Country, los estados que sólo ves cuando los sobrevuelas pero que sabes que nunca pisarás: la palabra le hacía pensar en algo eterno. Supuso que su aspecto debía de ser el de siempre, el mismo que conservaría por los siglos de los siglos. Un hombre podía desaparecer en un lugar como ése sin ni siquiera proponérselo, vivir su vida sin que nadie reparara en él.

Wolgast pensó en que, cuando todo eso hubiera terminado, tal vez regresara. Quizá necesitaba un lugar así.

Amy estaba tan callada en el asiento de atrás que habría sido posible olvidarse de su presencia, de no ser porque todo lo relativo a ella era un error. Maldito fuera Sykes, pensó Wolgast. Maldita fuera la Agencia, maldito fuera Doyle y, ya puestos, maldito fuera él. Tumbada en el asiento posterior, con el pelo derramado sobre una mejilla, daba la impresión de que Amy dormía, pero Wolgast no lo creía. Estaba fingiendo, lo vigilaba como una gata. Lo que había aprendido en la vida hasta entonces la había enseñado a esperar. Cada vez que Wolgast le preguntaba si necesitaba parar para ir al baño o comer algo (no había tocado las galletas saladas ni la leche, que ahora estaba tibia y en mal estado), levantaba las pestañas con celeridad felina al oír su nombre, y le sostenía la mirada en el retrovisor un solo segundo, con unos ojos que lo atravesaban como un carámbano de un metro. Después los volvía a bajar. No había oído su voz desde el zoo, hacía más de ocho horas.

Lacey. Así se llamaba la monja. Y abrazaba a Amy como si le fuera la vida en ello. Cuando Wolgast pensaba en aquel momento, en el espantoso tira y afloja en el aparcamiento, con todo el mundo gritando y aullando, el recuerdo se retorcía en sus tripas con un dolor físico. «Eh, Lila, ¿sabes una cosa? Hoy he robado un crío. Así que ahora tenemos uno cada uno. ¿Qué te parece?»

Doyle se estaba despertando en el asiento del pasajero. Se incorporó y se frotó los ojos, con expresión desorientada. Wolgast sabía que su mente estaba reordenando su percepción acerca de dónde se hallaba. Se volvió para mirar a Amy, y después volvió a clavar la mirada en el frente.

—Se está preparando una buena —dijo.

Los cumulonimbos habían tapado el sol, y lo habían envuelto en una oscuridad prematura. En el horizonte, bajo una plataforma de nubes, una cortina de lluvia caía a través de una banda de luz dorada sobre los campos.

Doyle se inclinó hacia adelante para examinar el cielo a través del parabrisas. Habló en voz baja.

—¿Cuánto crees que falta?

—Calculo que unos ocho kilómetros.

—Quizá deberíamos salirnos de la carretera. —Doyle consultó su reloj—. O desviarnos hacia el sur un rato.

Al cabo de tres kilómetros pasaron frente a una pista de tierra sin letreros. Los bordes estaban marcados con alambre de espino. Wolgast paró el coche y dio marcha atrás. La pista ascendía una suave elevación y desaparecía en una hilera de álamos. Habría un río al otro lado de la colina, o al menos un barranco. Wolgast consultó el GPS. La pista no salía.

—No sé —dijo Doyle cuando Wolgast se la indicó—. Tal vez deberíamos buscar otra cosa.

Wolgast giró el volante del Tahoe y se dirigió hacia el sur. No creía que la carretera fuera un callejón sin salida. Habría visto buzones en el cruce. Al cabo de trescientos metros, la carretera se estrechó hasta convertirse en una pista de un solo carril de tierra sembrado de baches. Al otro lado de la línea de árboles, cruzaron un viejo puente de madera sobre el arroyuelo cuya existencia Wolgast había supuesto. La luz del anochecer había virado a un verde amarillento. Vio por el retrovisor la tormenta que se estaba levantando sobre el horizonte. Supo, por los extremos destellantes de la hierba de cada lado, que los estaba siguiendo.

Habían recorrido otros quince kilómetros cuando empezó a llover. No habían visto casas ni granjas. Estaban en el culo del mundo, sin protección. Primero unas pocas gotas, pero después, transcurridos unos segundos, un chaparrón de tal violencia que Wolgast no veía nada. Los limpiaparabrisas eran inútiles. Frenó en la cuneta cuando una gigantesca ráfaga de viento zarandeó el coche.

—¿Qué hacemos ahora, jefe? —preguntó Doyle sobre el estruendo.

Wolgast miró a Amy, que todavía fingía dormir en el asiento trasero. Retumbó un trueno. La niña no se inmutó.

—Esperar, supongo. Voy a descansar un momento.

Wolgast cerró los ojos, mientras escuchaba el tamborileo de la lluvia sobre el techo del Tahoe. Dejó que el sonido lo acunara. Durante los meses que había pasado con Eva, había aprendido a descansar sin entregarse del todo al sueño, para poder levantarse a toda prisa y correr a la cuna si ella se despertaba. Los recuerdos dispersos empezaron a agruparse en su mente, imágenes y sensaciones de otras épocas de su vida: Lila en la cocina de la casa de Cherry Creek, una mañana, poco después de comprarla, vertiendo leche en un cuenco de cereales; el frío del agua cuando se zambullía desde el muelle de Coos Bay, las voces de sus amigos encima de él, que reían y le animaban a continuar; la sensación de ser muy pequeño, apenas un bebé, y los ruidos y las luces del mundo que lo rodeaba y le permitían saber que estaba a salvo. Había entrado en la antecámara del sueño, el lugar en el que los sueños y los recuerdos se mezclaban y contaban extrañas historias. No obstante, una parte de él seguía en el coche, escuchando la lluvia.

—Tengo que ir.

Abrió los ojos de golpe. Había dejado de llover. ¿Cuánto rato había dormido? El coche estaba a oscuras. El sol se había puesto. Doyle estaba vuelto de cara al respaldo del asiento.

—¿Qué has dicho? —preguntó Doyle.

—Que tengo que ir —repitió la niña. Su voz, tras horas de silencio, era sorprendente: clara y enérgica—. Al baño.

Doyle lanzó una mirada inquieta a Wolgast.

—¿Quieres que la acompañe? —preguntó, aunque sabía que Wolgast diría que no.

—Tú no —dijo Amy. Estaba sentada, sosteniendo su conejo. Era una cosa fofa, sucia de tanto sobarla. Miró a Wolgast en el retrovisor, levantó la mano y señaló—. Él.

Wolgast se quitó el cinturón de seguridad y bajó del Tahoe. El aire era frío y sereno. Vio al sureste los restos de la tormenta, que dejaba tras de sí un cielo seco del color de la tinta, de un negro azulado profundo. Apretó la llave automática para desbloquear la puerta del pasajero y dejar que Amy saliera. Se había subido la cremallera de la sudadera y levantado la capucha sobre la cabeza.

—¿Todo bien? —preguntó.

—No voy a hacerlo aquí.

Wolgast se abstuvo de prohibirle que se alejara. Era absurdo. ¿Adónde podía ir la niña? Se alejaron unos quince metros de la carretera, lejos de las luces del Tahoe. Wolgast apartó la vista cuando Amy se detuvo al borde de la zanja y se bajó los pantalones vaqueros.

—Necesito ayuda.

Wolgast se volvió. Ella estaba de cara a él, con los vaqueros y las bragas caídos alrededor de los tobillos. Wolgast notó que se ruborizaba.

—¿Qué quieres que haga?

La niña extendió ambas manos. Sus dedos parecían diminutos entre los de él. Tenía las palmas húmedas, con el calor de la infancia. Tuvo que sujetarla con fuerza cuando se echó hacia atrás, de forma que apoyó casi todo su peso para ponerse en cuclillas, suspendiendo su cuerpo sobre la zanja como un piano que colgara de una grúa. ¿Dónde había aprendido a hacer aquello? ¿Quién más le había tendido las manos de esa manera?

Cuando terminó, Wolgast se volvió para que pudiera subirse los pantalones.

—No debes tener miedo, cariño.

Amy no dijo nada. No se movió para volver al Tahoe. Los campos que los rodeaban estaban desiertos, el aire absolutamente en calma, como sorprendido entre aliento y aliento. Wolgast sintió la desolación de los campos, los miles de kilómetros que se extendían en todas direcciones. Oyó que la puerta delantera del Tahoe se abría y cerraba. Era Doyle, que iba a mear. Hacia el sur, oyó el lejano eco de un trueno que retumbaba, y en el espacio transparente del otro lado, un nuevo sonido: una especie de tintineo, como de campanas.

—Podemos ser amigos, si quieres —probó Wolgast—. ¿Te parecería bien?

Era una niña extraña, pensó una vez más. ¿Por qué no había llorado? Porque no lo había hecho, desde el zoo, y no había llamado a su madre, ni dicho que quería volver a casa, o al convento. ¿Qué consideraba su hogar? Memphis, tal vez, pero intuía que no. Ningún lugar. Lo que le había sucedido había desterrado la noción de hogar.

—No tengo miedo. Podemos volver al coche, si quieres.

Se quedó mirándolo un momento, como si lo estuviera evaluando. Los oídos de Wolgast se habían adaptado al silencio, y ahora estaba seguro de que oía música, el sonido distorsionado por la lejanía. En algún lugar de la carretera que habían tomado, alguien había puesto música.

—Soy Brad.

El nombre se le antojó pesado y blando.

La niña asintió.

—El otro hombre es Phil.

—Sé quiénes sois. Os oí hablar. —Se removió en su sitio—. Creías que no escuchaba, pero te equivocaste.

Era una niña aterradora. Y lista también. Lo percibió en su voz, se veía en la forma de evaluarlo con la mirada, utilizando el silencio para investigarlo, para examinarlo. Se sintió como si estuviera hablando con alguien mucho mayor que él, aunque no se trataba de eso exactamente. No podría decir en qué estribaba la diferencia.

—¿Qué hay en Colorado? Te oí decir que vamos ahí.

Wolgast no sabía cuánto podía revelar.

—Bien, hay un médico. Va a echarte un vistazo. Como un chequeo.

—No estoy enferma.

—Es por eso, creo. Yo no… En fin, la verdad es que no lo sé. —Se encogió por dentro cuando mintió—. No debes tener miedo.

—No vuelvas a repetir eso.

Se quedó tan anonadado por su franqueza que por un momento no dijo nada.

—Vale, de acuerdo. Me alegro de que no lo estés.

—Porque no tengo miedo —afirmó Amy, y empezó a caminar hacia las luces del coche—. Pero tú sí.

Unos kilómetros después, lo vieron delante de ellos. Era una zona similar a una cúpula de luz trémula y se transformó, al acercarse, en discretos puntos giratorios, como una familia de constelaciones que dieran vueltas a baja altura recortadas sobre el horizonte. Tal como Wolgast había imaginado, la carretera moría en un cruce. Encendió las luces de techo y echó un vistazo al GPS. Una hilera de coches y camionetas, más de los que había visto de unas horas a esa parte, estaban circulando por la autopista, todos en la misma dirección. Abrió la ventanilla al aire de la noche: ahora, el sonido de la música era inconfundible.

—¿Qué es eso? —preguntó Doyle.

Wolgast no dijo nada. Se desvió hacia el oeste y se adentró en el tráfico. En el suelo de la furgoneta que llevaban delante, un grupo de adolescentes, una media docena, iban sentados sobre balas de heno. Dejaron atrás un cartel que anunciaba: HOMER, OKLAHOMA, POB. 1.232.

—No tan cerca —dijo Doyle, en referencia a la camioneta—. No me gusta el aspecto que tiene esto.

Wolgast no le hizo caso. Una chica lo saludó cuando vio su rostro a través del parabrisas, y el viento le alborotó el pelo alrededor de la cara. Las luces de la feria se veían con más claridad, así como las señales de civilización: un depósito de aguas sobre pilares, una tienda de artículos de agricultura con las luces apagadas, un edificio moderno bajo que debía de ser una clínica o un centro geriátrico, apartado de la autopista. La camioneta frenó ante un Casey’s General Store, cuyo aparcamiento estaba abarrotado de coches y gente. Los chicos habían saltado de la camioneta antes de que ésta se detuviera, y corrían para encontrarse con sus amigos. El tráfico de la carretera disminuyó la velocidad al entrar en la pequeña ciudad. En el asiento trasero, Amy estaba sentada, mirando la escena por la ventana.

Doyle se volvió.

—Agáchate, Amy.

—No pasa nada. Deja que mire. —Wolgast alzó la voz para que Amy lo oyera—. No le hagas caso a Phil. Mira todo lo que quieras, cariño.

Doyle acercó la cabeza a Wolgast.

—¿Qué estás… haciendo?

Wolgast mantuvo la vista clavada en el frente.

—Relájate.

«Cariño». ¿De qué iba aquello? Las calles bullían de gente, que iba en la misma dirección, cargada con mantas, neveras portátiles de plástico y sillas plegables. Muchas llevaban a niños pequeños de la mano o empujaban cochecitos: granjeros, rancheros, vestidos con pantalones vaqueros y monos, todo el mundo con botas, algunos hombres con Stetsons. Wolgast vio en algunos puntos grandes charcos de agua estancada, pero el cielo nocturno era fresco y seco. La lluvia había pasado. La feria iniciaba su andadura.

Wolgast siguió el tráfico hasta el instituto, donde un letrero tipo marquesina rezaba: BRANCH COUNTY CONSOLIDATED HS: ¡ÁNIMO, WILDCATS! FERIA DE LA PRIMAVERA, DEL 20 AL 22 DE MARZO. Un hombre con un chaleco naranja reflectante les indicó que entraran en el aparcamiento, donde un segundo hombre los dirigió hacia otro aparcamiento, situado en un barrizal. Wolgast apagó el motor y echó un vistazo a Amy por el retrovisor. Estaba mirando por la ventanilla, hacia las luces y ruidos de la feria.

Doyle carraspeó.

—Estás de broma, ¿no?

Wolgast se volvió en su asiento.

—Amy, Phil y yo vamos a bajar un segundo para hablar. ¿De acuerdo?

La niña asintió. De repente, los dos habían llegado a un acuerdo vedado a Doyle.

—Volveremos enseguida —añadió Wolgast.

Doyle se reunió con él detrás del Tahoe.

—No lo vamos a hacer —dijo.

—¿Qué tiene de malo?

Doyle bajó la voz.

—Tenemos suerte de que nadie nos haya reconocido todavía. Piensa en ello. Dos hombres trajeados y una niña. ¿Crees que no llamaremos la atención?

—Nos separaremos. Yo me llevaré a Amy. Nos cambiaremos en el coche. Ve a tomar una cerveza y diviértete.

—No piensas con lucidez, jefe. Es una prisionera.

—No, no lo es.

Doyle suspiró.

—Ya sabes a qué me refiero.

—¿Sí? Es una cría, Phil. Una niña pequeña.

Estaban muy cerca el uno del otro. Wolgast percibió el olor rancio de Doyle, producto de las horas que llevaban en el Tahoe. Un grupo de adolescentes pasó a su lado, y guardaron silencio un momento. El aparcamiento se estaba llenando.

—Escucha, no soy de piedra —dijo Doyle en voz baja—. ¿Crees que no sé lo jodido que es esto? Hago lo que puedo para no vomitar por la ventanilla.

—La verdad es que pareces muy relajado. Dormiste como un niño todo el rato desde Little Rock.

Doyle frunció el ceño, a la defensiva.

—Bien, dispárame. Estaba cansado. Pero no la vamos a llevar a las atracciones. Las atracciones no forman parte del plan.

—Una hora —dijo Wolgast—. No puedes tenerla encerrada todo el día dentro de un coche sin darle un respiro. Deja que se divierta un poco, que se relaje. Sykes no tiene por qué enterarse. Después continuaremos nuestro camino. Dormirá durante el resto del trayecto.

—¿Y si se escapa?

—No lo va a hacer.

—No sé cómo puedes estar tan seguro.

—Puedes seguirnos. Si algo pasa, somos dos.

Doyle frunció el ceño en señal de escepticismo.

—Mira, tú mandas. Tú decides. Pero no me gusta.

—Una hora —dijo Wolgast—. Y después nos iremos.

En el asiento delantero del Tahoe se pusieron camisas deportivas y pantalones vaqueros, mientras Amy esperaba. Después, Wolgast explicó a Amy lo que iban a hacer.

—Debes quedarte cerca —dijo—. No hables con nadie. ¿Me lo prometes?

—¿Por qué no puedo hablar con nadie?

—Es una norma. Si no me lo prometes, no podremos ir.

La niña pensó un momento, y después asintió.

—Lo prometo —dijo.

Doyle se rezagó mientras se encaminaban a la feria. El aire olía a fritanga. Una voz masculina, sosa como la llanura de Oklahoma, anunciaba por el sistema de megafonía los números de un bingo. «B… Siete. G… Treinta… Q… Dieciséis».

—Escucha —dijo Wolgast a Amy, cuando estuvo seguro de que Doyle no podía oírlo—. Sé que puede parecer un poco extraño, pero quiero que finjas algo. ¿Lo harías por mí?

Se detuvieron en el sendero. Wolgast vio que el pelo de la niña estaba hecho un desastre. Se acuclilló ante ella y se esforzó por alisarlo con los dedos, apartándolo de su cara. Su camisa llevaba la palabra DESCARADA bordada, rodeada de una especie de lentejuelas. Le subió la cremallera de la sudadera otra vez para protegerla del relente.

—Finge que soy tu papá. No tu papá de verdad, sino sólo un papá de mentirijillas. Si alguien pregunta, ése soy yo, ¿de acuerdo?

—Pero se supone que no debo hablar con nadie. Tú lo has dicho.

—Sí, pero si pasara, eso es lo que debes decir.

Wolgast miró hacia atrás y vio que Doyle estaba esperando, con las manos en los bolsillos. Se había puesto una cazadora sobre el polo, con la cremallera subida hasta la barbilla. Wolgast sabía que aún iba armado, que llevaba la pistola en la funda bajo el brazo. Wolgast había dejado su arma en la guantera.

—Bien, vamos a intentarlo. ¿Quién es el simpático caballero que te acompaña, pequeña?

—¿Mi papá? —probó la niña.

—Pero en serio. Finge.

—Mi… papá.

Era una buena interpretación, pensó Wolgast. La niña debería dedicarse a la actuación.

—Bravo.

—¿Podemos subir al Pulpo?

—El Pulpo. ¿Cuál es el Pulpo, corazón?

«Cariño», «corazón». No podía evitarlo. Las palabras surgían con espontaneidad.

—Aquél.

Wolgast miró en la dirección que señalaba Amy. Detrás de la taquilla vio un enorme armatoste con discos giratorios en el extremo de cada brazo, con los clientes acomodados en cochecitos de alegres colores. El Pulpo.

—Claro que sí —dijo, y se descubrió sonriendo—. Haremos lo que te apetezca.

Pagó la entrada y avanzó con la cola hasta una segunda taquilla para comprar los billetes de las atracciones. Pensó que la niña tal vez querría comer algo, pero decidió esperar. A lo mejor se mareaba en las atracciones. Se dio cuenta de que le gustaba pensar de aquella manera, imaginar qué experimentaba ella, qué cosas la hacían feliz. Hasta podía sentirla, la emoción de la feria. Un montón de atracciones destartaladas, la mayoría más peligrosas que la hostia, probablemente, pero ¿acaso no se trataba de eso? ¿Por qué había dicho sólo una hora?

—¿Preparada?

La cola del Pulpo era larga, pero avanzaba con celeridad. Cuando les llegó el turno de subir, el operario los detuvo con la mano levantada.

—¿Cuántos años tiene?

El hombre los miró con escepticismo por encima del cigarrillo. Por sus brazos desnudos serpenteaban tatuajes de color púrpura. Antes de que Wolgast pudiera abrir la boca para contestar, Amy se le adelantó.

—Tengo ocho años.

Justo entonces, Wolgast vio el letrero, apoyado sobre una silla plegable: PROHIBIDA LA ENTRADA A MENORES DE SIETE AÑOS.

—No aparenta ocho años —dijo el hombre.

—Bien, pues los tiene —dijo Wolgast—. Va conmigo.

El operador miró a Amy de arriba abajo, y después se encogió de hombros.

—Es su problema —dijo.

Subieron al cochecito oscilante. El hombre de los tatuajes apretó la barra de seguridad contra su cintura. El coche ascendió en el aire con una sacudida y se detuvo con brusquedad, para que los demás clientes pudieran subir.

—¿Asustada?

Amy estaba apretada contra él, la sudadera subida alrededor de su cara para protegerse del frío, aferrando la barra con ambas manos. Tenía los ojos abiertos de par en par. Meneó la cabeza.

El coche subió y paró cuatro veces más. Desde lo alto de todo, la vista abarcaba toda la feria, el instituto y los aparcamientos, con la pequeña ciudad de Homer al otro lado y su cuadrícula de calles iluminadas. Seguía llegando tráfico desde la carretera rural. Desde tan arriba, daba la impresión de que los coches se movían con la lentitud de blancos en una galería de tiro. Wolgast estaba escudriñando el suelo en busca de Doyle, cuando notó que el coche se sacudía de nuevo.

—¡Agárrate!

Descendieron dando vueltas y a toda velocidad, con el cuerpo apretado contra la barra. Gritos de placer hendieron el aire. Wolgast cerró los ojos para protegerlos de la fuerza de la bajada. No había subido a una atracción de feria desde hacía años y años. La sensación de violencia era asombrosa. Sintió el peso de Amy contra su cuerpo, aplastada contra él debido a la aceleración del coche, mientras daban vueltas y caían. Cuando volvió a mirar, se estaban acercando al suelo, pasaron rozando el campo, y las luces de la feria giraron a su alrededor como una lluvia de estrellas fugaces. Después fueron lanzados al cielo una vez más. Seis, siete, ocho veces, y cada rotación subía y caía como una ola. Duró una eternidad y terminó en un instante.

Cuando iniciaron el brusco descenso antes de desembarcar, Wolgast miró la cara de Amy. Todavía tenía aquella expresión inquisitiva; no obstante detectó, detrás de la oscuridad de sus ojos, una cálida luz de felicidad. Una nueva sensación se abrió en su interior: nadie le había hecho jamás un regalo semejante.

—¿Cómo ha ido? —preguntó sonriente.

—Ha estado guay. —Amy levantó la cara al instante para mirarle a los ojos—. ¡Otra vez!

El operario los liberó de la barra. Volvieron a hacer cola. Delante de ellos iba una mujerona con un vestido floreado y su marido, un hombre curtido por la intemperie que llevaba pantalones y camiseta vaqueros, con una gruesa tableta de tabaco de mascar bajo el labio.

—Qué mona eres —anunció, y miró con ternura a Wolgast—. ¿Cuántos años tiene?

—Tengo ocho años —dijo Amy, al tiempo que enlazaba la mano con la de Wolgast—. Éste es mi papá.

La mujer rió, y sus cejas se arquearon como paracaídas hinchándose de aire. Se había aplicado colorete en las mejillas con torpeza.

—Pues claro que es tu papá, cariño. Salta a la vista. Se ve tan claro como la luz del día.

Dio un codazo a su marido en las costillas.

—¿No es mona, Earl?

El hombre asintió.

—Ya lo creo.

—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó la mujer.

—Amy.

La mujer desvió la vista hacia Wolgast.

—Tengo una sobrina de su edad, y no habla ni la mitad de bien. Debe de estar usted muy orgulloso.

Wolgast estaba demasiado asombrado para responder. Experimentaba la sensación de que Amy estaba todavía en la atracción, su mente y su cuerpo atrapados en una tremenda fuerza gravitatoria. Pensó en Doyle, y se preguntó si estaría contemplando la escena. Pero entonces supo que le daba igual. Que mirara.

—Vamos a Colorado —añadió Amy, y apretó la mano de Wolgast en un gesto de complicidad—. A ver a mi abuela.

—Ah, ¿sí? Bien, tu abuela es una mujer afortunada por tener a una nieta como tú.

—Está enferma. Hemos de llevarla al médico.

La cara de la mujer expresó pena.

—Lo siento. —Habló a Wolgast con tranquila seriedad—. Espero que todo vaya bien. La tendremos presente en nuestras oraciones.

—Gracias —logró articular Wolgast.

Subieron al Pulpo tres veces más. Cuando se adentraron en la feria en busca de algo de cenar, Wolgast no vio a Doyle por ninguna parte. O los estaba siguiendo como un profesional, o había decidido dejarlos en paz. La feria estaba llena de chicas bonitas. Tal vez se había distraído, pensó.

Wolgast compró un perrito caliente a Amy y se sentaron a una mesa de picnic. La miró mientras comía: tres mordiscos, cuatro, y todo terminó. Le compró un segundo y, cuando lo liquidó, unos churros, espolvoreados de azúcar, y un cartón de leche. No era la comida más nutritiva, pero al menos había leche.

—Y ahora ¿qué hacemos? —le preguntó.

Las mejillas de Amy estaban manchadas de azúcar y grasa. Hizo ademán de secarlas con el dorso de la mano, pero Wolgast la detuvo.

—Utiliza una servilleta —dijo, y le dio una.

—El tiovivo —dijo.

—¿De veras? Parece muy poca cosa después del Pulpo.

—¿Hay uno?

—Seguro que sí.

El tiovivo, pensó Wolgast. Por supuesto. El Pulpo era para una parte de Amy, la parte adulta, la parte que podía observar, esperar y mentir con seguridad en sí misma a la mujer de la cola. El tiovivo era para la otra Amy, para la niña que era en realidad. Debido al embrujo de la noche, sus luces y sonidos, y al entusiasmo que se había apoderado de él, que había subido cuatro veces seguidas al Pulpo, tenía ganas de hacerle preguntas, de saber quién era; sobre su madre, su padre, si había uno, y de dónde era; sobre la monja, Lacey, y lo que había ocurrido en el zoo, la locura del aparcamiento. «¿Quién eres, Amy? ¿Quién te ha traído aquí, quien te ha llevado hasta mí? ¿Y cómo sabes que tengo miedo, que tengo miedo desde el primer momento?» La niña volvió a tomarlo de la mano cuando se pusieron a andar. El tacto de la palma de su mano contra la de Wolgast era casi eléctrico, la fuente de una corriente cálida que daba la impresión de esparcirse por todo su cuerpo mientras caminaban. Cuando Amy vio el tiovivo, con su plataforma giratoria de caballos pintados, notó que el placer de la niña se transmitía a su cuerpo.

«Lila —pensó—. Lila, esto es lo que yo quería. ¿Lo sabías? Es lo que siempre deseé».

Entregó tres billetes al operario. Amy eligió un caballo del círculo exterior, un caballo Lipizzano blanco detenido en mitad de un brinco, que sonreía con una brillante hilera de dientes de porcelana. La atracción estaba casi vacía. Eran las nueve pasadas, y los niños más pequeños habían vuelto a casa.

—Quédate a mi lado —ordenó Amy.

Wolgast obedeció. Apoyó una mano sobre el poste, la otra en la brida del caballo, como si fuera él quien la guiara. Las piernas de Amy eran demasiado cortas para llegar a los estribos, y colgaban a ambos lados. Le dijo que se agarrara fuerte.

Fue entonces cuando vio a Doyle. No se hallaba ni a treinta metros de distancia, al otro lado de una hilera de balas de heno que señalaban el borde de la tienda de cerveza, y hablaba animadamente con una joven pelirroja. Le estaba contando alguna historia, a juzgar por lo que veía Wolgast, y hacía gestos con el vaso para subrayar algo o intercalar una broma, en el papel del apuesto vendedor de fibra óptica de Indianápolis, tal como había hecho Amy con la mujer de la cola, añadiendo el detalle de la abuela enferma en Colorado. Era lo que solía pasar, pensó Wolgast. Inventabas una historia sobre quién eras, y al cabo de poco te creías las mentiras y te convertías en aquella persona. Bajo sus pies, la plataforma de madera del tiovivo se estremeció cuando sus engranajes se pusieron en movimiento. Con un estallido de música de los altavoces, el tiovivo empezó a girar, mientras la mujer, con un gesto ensayado para coquetear, echaba la cabeza hacia atrás y reía, al mismo tiempo que tocaba a Doyle en el hombro, apenas un momento. Entonces, la plataforma del tiovivo giró y los dos desaparecieron de su vista.

Wolgast lo pensó entonces. Vio las frases en su mente, tan claras como si estuvieran escritas.

«Vete. Coge a Amy y vete. Doyle ha perdido la noción del tiempo. Está distraído. Hazlo. Sálvala».

Giraron y giraron. El caballo de Amy corcoveaba como un pistón. En aquellos escasos minutos, Wolgast percibió que sus pensamientos se reordenaban en un plan. Cuando acabaran con el tiovivo, la cogería, se deslizarían en la oscuridad, entre la muchedumbre, lejos de la tienda de cerveza, y saldrían por la puerta. Cuando Doyle se diera cuenta de lo que había sucedido, no encontraría más que un espacio vacío en el aparcamiento. Un millar de kilómetros en todas direcciones. La distancia los engulliría. Era un experto, sabía lo que estaba haciendo. Comprendió que había conservado el Tahoe por ese motivo. Incluso entonces, en el aparcamiento de Little Rock, el germen de la idea anidaba en su interior, como una semilla a punto de abrirse. No sabía cómo se las arreglaría para localizar a la madre de la niña, pero ya pensaría en ello más adelante. Nunca había sentido una sensación de lucidez semejante. Toda su vida parecía congregarse detrás de aquel único propósito. Lo demás (la Agencia, Sykes, Carter y los demás, e incluso Doyle) era una mentira, un velo tras el que había vivido su verdadero yo, a la espera de adentrarse en la luz. El momento había llegado. Lo único que debía hacer era seguir sus instintos.

La atracción empezó a disminuir la velocidad. Ni siquiera miró en dirección a Doyle, pues no deseaba gafar aquella nueva sensación, ahuyentarla. Cuando pararon por completo, levantó a Amy del caballo y se arrodilló para mirarla a la cara.

—Amy, quiero que hagas algo por mí. Necesito que prestes mucha atención.

La niña asintió.

—Nos vamos a marchar ahora. Sólo los dos. Mantente cerca de mí y no digas ni una palabra. Vamos a movernos con rapidez, pero sin correr. Haz lo que yo diga y todo saldrá bien. —Escrutó su cara para comprobar que le había entendido—. ¿Me has comprendido?

—No debo correr.

—Exacto. Vámonos.

Bajaron de la plataforma. Se había detenido al otro lado, lejos de la cervecería. Wolgast la subió a toda prisa por encima de la valla que rodeaba la atracción, y después, apoyando la mano sobre un poste metálico, saltó al otro lado. Nadie pareció darse cuenta, o tal vez sí, pero no miró atrás. Tomó a Amy de la mano y avanzó con celeridad hacia la parte posterior de la feria, lejos de las luces. Su plan consistía en dar un rodeo hasta la puerta principal, o encontrar otra salida. Si se apuraban, Doyle no se daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

Llegaron ante una alambrada de tela metálica. Al otro lado se alzaba una hilera oscura de árboles y, aún más lejos, las luces de una autopista, que cercaban el patio de recreo del instituto hacia el sur. No había forma de pasar. La única ruta consistía en rodear el perímetro y seguir la verja hasta la entrada principal. Caminaban entre hierba sin segar, todavía mojada a causa de la tormenta, y tenían empapados los zapatos y pantalones. Volvieron a salir cerca de los puestos de comida y la mesa de picnic donde habían cenado. Desde allí, Wolgast vio la salida, a unos treinta metros de distancia. El corazón martilleaba en su pecho. Se detuvo para echar un rápido vistazo a la escena. No vio a Doyle.

—Directos hacia la salida —dijo a Amy—. Ni siquiera levantes la vista.

—¡Eh, jefe!

Wolgast se quedó de piedra. Doyle los alcanzó corriendo, mientras señalaba su reloj.

—Pensaba que habías dicho una hora, jefe.

Wolgast contempló su anodino rostro del Medio Oeste.

—Creí que te habías extraviado —dijo—. Íbamos a buscarte.

Doyle echó un rápido vistazo a la cervecería.

—Bien, ya sabes —dijo—. Me enzarcé en una pequeña conversación. —Sonrió, un poco con aspecto culpable—. Estupenda gente la de aquí. Les gusta mucho hablar. —Señaló los pantalones mojados de Wolgast—. ¿Qué te ha pasado? Estás hecho un asco.

Por un momento, Wolgast no dijo nada.

—Charcos. —Se esforzó por no apartar la vista, por sostener la mirada de Doyle—. La lluvia.

Existía otra posibilidad, quizá, si conseguía distraer a Doyle mientras iban hacia el Tahoe. Pero Doyle era más joven y fuerte, y Wolgast se había dejado el arma en el coche.

—La lluvia —repitió Doyle. Cabeceó, y Wolgast leyó en su rostro que lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento. La cervecería había sido una prueba, una trampa. Nunca los había perdido de vista, ni por un segundo—. Entiendo. Bien, tenemos un trabajo que hacer. ¿Verdad, jefe?

—Phil…

—No. —Habló con voz tranquila. No era amenazadora, sino que se limitaba a exponer los hechos—. Ni se te ocurra decirlo. Somos compañeros, Brad. Tenemos que irnos.

Todas las esperanzas de Wolgast se derrumbaron en su interior. Seguía aferrando la mano de Amy. No se atrevió a mirarla. «Lo siento», pensó, y envió este mensaje a través de la mano. «Lo siento». Y juntos, con Doyle cinco pasos detrás de ellos, atravesaron la salida en dirección al aparcamiento.

Ninguno de ellos reparó en el hombre que los seguía con la mirada. Era un policía del estado de Oklahoma que libraba aquel día, y que dos horas antes había visto el telegrama en el que se informaba del secuestro de una niña por dos varones caucasianos en el zoo de Memphis, antes de fichar y encaminarse al instituto para recoger a su esposa y ver a sus hijos subir a los autos de choque.