Carter estaba en un sitio frío. Eso fue lo primero que se le ocurrió. Primero lo bajaron del avión. Carter nunca había subido a un avión, y le habría gustado tener un asiento de ventanilla, pero le habían embutido en la parte de atrás con todos los petates, la muñeca izquierda encadenada a una tubería y vigilado por dos soldados, y cuando bajó por la escalerilla hacia la pista, el frío le golpeó en los pulmones como una bofetada. Carter había tenido frío en otras ocasiones, no podías dormir bajo una autovía de Houston en enero sin saber lo que era el frío, pero el frío de allí era diferente, tan seco que los labios se le cortaron. También se le habían tapado los oídos. Era tarde, quién sabía qué hora era, pero la pista estaba iluminada como el patio de una cárcel. Desde lo alto de la escalerilla, Carter contó una docena de aviones, grandes y gordos con enormes puertas que se abrían en la parte posterior como el pijama de un crío, y carretillas elevadoras que iban de un lado a otro de la pista, cargando palés cubiertos de tela de camuflaje. Se preguntó si con ello iba a convertirse en una especie de soldado, si había canjeado su vida a cambio de eso.
Wolgast. Se acordaba del nombre. Era curioso que cayera en la cuenta de que confiaba en aquel hombre. Hacía mucho tiempo que Carter no confiaba en nadie, pero algo en Wolgast le impelía a pensar que el hombre conocía el terreno que pisaba.
Carter llevaba los pies y las manos encadenados, y bajó las escaleras con cautela, con cuidado de no perder el equilibrio, con un soldado delante y otro detrás. Ninguno de los dos le había dirigido la palabra, ni tampoco habían hablado entre sí, que Carter supiera. Llevaba una parka encima del mono, pero la cremallera no estaba subida a causa de las cadenas, y el viento lo dejaba helado con facilidad. Lo guiaron a través del campo hasta un hangar bien iluminado, donde aguardaba una furgoneta. La puerta se deslizó a un lado cuando se acercaron.
El primer soldado le empujó con el rifle.
—Adentro.
Carter obedeció, y después oyó el zumbido de un pequeño motor cuando la puerta se cerró a su espalda. Al menos, los asientos eran cómodos, no como el banco duro del avión. La única luz provenía de una pequeña luz situada en el techo. Oyó dos golpes en la puerta y la furgoneta arrancó.
Se había adormecido en el avión, y no estaba lo bastante cansado para dormir más. Sin ventanillas ni modo de saber la hora, no tenía sentido de la distancia ni la orientación. Pero había estado sentado inmóvil durante meses enteros de su vida. No importaban unas cuantas horas más. Dejó su mente en blanco un rato. El tiempo pasó, y después notó que la furgoneta disminuía la velocidad. Desde el otro lado de la pared que lo aislaba del compartimento del conductor llegó el sonido apagado de voces, pero Carter no supo de qué estaban hablando. La furgoneta dio un salto adelante y volvió a pararse.
La puerta se abrió y reveló a dos soldados que estaban dando patadas en el suelo para calentarse, chicos blancos con parkas sobre el traje de faena. Detrás de los soldados, el oasis iluminado de un McDonald’s latía en la oscuridad. Carter oyó el ruido del tráfico y supuso que debían de estar en una autopista. Aunque todavía estaba oscuro, el cielo presagiaba el amanecer. Tenía las piernas y los brazos entumecidos de estar sentado.
—Toma —dijo uno de los guardias, y le tiró una bolsa. Entonces reparó en que el otro guardia estaba terminando un bocadillo—. Desayuno.
Carter abrió la bolsa, que contenía un Egg McMuffin y una tortita de patata envuelta en papel, además de un vaso de plástico con zumo. Tenía la garganta seca a causa del frío, y deseó que el zumo fuera más abundante, o incluso que le dieran agua. Lo engulló a toda prisa. Estaba tan azucarado que le dio dentera.
—Gracias.
El soldado reprimió un bostezo con la mano. Carter se preguntó por qué eran tan amables. No se parecían a Pincher y a los demás. Portaban armas, pero no actuaban como si eso fuera importante.
—Aún nos quedan un par de horas —dijo el soldado, mientras Carter terminaba de comer—. ¿Necesitas parar a mear?
Carter no había meado desde el avión, pero estaba tan reseco que no creía ir muy cargado. Siempre había sido así, podía aguantar durante horas y horas. Pero pensó en el McDonald’s, en la gente de dentro, en el olor a comida y las luces brillantes, y supo que quería verlo.
—Supongo que sí.
El soldado subió a la furgoneta, y sus pesadas botas resonaron sobre el suelo metálico. Se acuclilló en el diminuto espacio, extrajo una llave reluciente de una bolsa sujeta al cinturón y abrió los grilletes. Anthony vio su cara de cerca. Tenía el pelo rojo y no debía de tener más de veinte años.
—Tonterías, las justas, ¿entendido? —dijo a Anthony—. En teoría, no deberíamos hacer esto.
—No, señor.
—Súbete la cremallera de la chaqueta. Hace un frío de cojones.
Lo guiaron a través del aparcamiento, uno a cada lado pero sin tocarlo. Carter no recordaba cuándo había ido a alguna parte sin que alguien le pusiera la mano encima. Casi todos los coches llevaban matrícula de Colorado. El aire olía a limpio, como a Ajax Pino, y notó la presencia opresiva de montañas a su alrededor. Había nieve en el suelo, amontonada contra los bordes del aparcamiento e incrustada de hielo. Sólo había visto la nieve una o dos veces en su vida.
Los soldados llamaron a la puerta del cuarto de baño, y como no contestó nadie dejaron pasar a Carter. Uno entró y el otro vigiló la puerta. Había dos urinarios, y Carter eligió uno. El soldado que lo acompañaba utilizó el otro.
—Las manos donde pueda verlas —dijo el soldado, y rió—. Es broma.
Carter terminó y se acercó al lavabo para lavarse las manos. Los McDonald’s que recordaba de Houston eran muy sucios, sobre todo los lavabos. Cuando vivía en la calle, iba de vez en cuando a uno de Montrose para lavarse, hasta que el encargado lo pilló y lo puso de patitas en la calle. Pero ése era bonito y limpio, con un jabón que olía a flores y una maceta con una pequeña planta al lado del lavabo. Se lavó las manos con parsimonia, dejando que el agua tibia resbalara sobre su piel.
—¿Desde cuándo hay plantas en los McDonald’s? —preguntó al soldado.
El soldado le miró desconcertado, y después estalló en carcajadas.
—¿Cuánto tiempo llevabas en chirona?
Carter no sabía qué era tan divertido.
—Casi toda la vida —dijo.
Cuando salieron del cuarto de baño, el primer soldado estaba haciendo cola, de modo que los tres esperaron juntos. Nadie le había puesto la mano encima. Carter paseó poco a poco la mirada por la sala: había un par de hombres sentados solos, una o dos familias, y una mujer con un adolescente que estaba jugando con la consola. Todos eran blancos.
Llegaron al mostrador y el soldado pidió café.
—¿Quieres algo más? —preguntó a Carter.
Carter pensó un momento.
—¿Tienen té helado?
—¿Tenéis té helado? —preguntó el soldado a la chica del mostrador.
La chica se encogió de hombros. Mascaba chicle ruidosamente.
—Té caliente.
El soldado miró a Carter, quien negó con un movimiento de cabeza.
—Sólo el café.
Los soldados eran Paulson y Davis. Se presentaron cuando volvieron a la furgoneta. Uno era de Connecticut, y el otro de Nuevo México, aunque Carter los confundió, y supuso que la diferencia no era tan grande, puesto que nunca había estado en ninguno de los dos sitios. Davis era el pelirrojo. Durante el resto del trayecto dejaron abierta la ventanilla que comunicaba los dos compartimentos de la furgoneta. Tampoco le pusieron los grilletes. Estaban en Colorado, tal como él había supuesto, pero siempre que llegaban a una señal de tráfico los soldados le decían que se tapara los ojos, y se reían como si fuera el mejor chiste del mundo.
Al cabo de un rato salieron de la interestatal y tomaron una carretera rural que se pegaba a las montañas. Carter, sentado en el banco delantero del compartimento de pasajeros, vio fragmentos del mundo que desfilaba a través del parabrisas. La nieve estaba apilada contra las cunetas. No había ciudades. Sólo de vez en cuando se cruzaban con algún coche, una llamarada de luz seguida del chapoteo de la nieve fundida cuando pasaba a su lado. Nunca había estado en un lugar como ése, tan despoblado. El reloj del salpicadero indicaba que eran poco más de las seis de la mañana.
—Hace frío aquí —dijo Carter.
Paulson conducía. El otro, Davis, estaba leyendo un tebeo.
—Ya lo creo —dijo Paulson—. Esto está más frío que el corsé de Beth Pope.
—¿Quién es Beth Pope?
Paulson se encogió de hombros y miró por encima del volante.
—Una chica a la que conocí en el instituto. Tenía…, ¿cómo se llama eso?…, escoliosis.
Carter tampoco sabía lo que era eso. Pero Paulson y Davis pensaban que era divertido. Si el trabajo que Wolgast le reservaba significaba que iba a trabajar con aquellos dos, se alegraría de hacerlo.
—¿Ése es Aquaman? —preguntó Carter a Davis.
Davis le pasó un par de tebeos de una pila, uno de la Liga de la Justicia y otro de la Patrulla X. Estaba demasiado oscuro para leer los bocadillos, pero a Carter le gustaba mirar las viñetas, que de todos modos contaban la historia. Ese tal Lobezno era una caña. A Carter siempre le había caído bien, aunque también sentía pena por él. No podía ser divertido tener todo ese metal en los huesos, y todos aquéllos a quienes quería acababan siempre muriendo o asesinados.
Al cabo de otra hora o así, Paulson detuvo la furgoneta.
—Lo siento, tío —dijo a Carter—. Tenemos que volver a encadenarte.
—De acuerdo —dijo Carter, y asintió—. Agradezco el descanso.
Davis bajó del asiento del pasajero y dio la vuelta. La puerta se abrió y penetró una ráfaga de aire frío. Davis le puso los grilletes y guardó la llave.
—¿Estás cómodo?
Carter asintió.
—¿Cuánto falta?
—No mucho.
Continuaron el viaje. Carter comprobó que estaban subiendo. No veía el cielo, pero imaginó que no tardaría en amanecer. Mientras disminuían la velocidad para cruzar un puente, el viento azotó la furgoneta.
Habían llegado al otro lado cuando Paulson lo miró por el retrovisor.
—No pareces como los demás —dijo—. ¿Qué hiciste? Si no te importa que lo pregunte, claro está.
—¿Quiénes son los demás?
—Ya sabes, otros tíos como tú. Presidiarios. —Volvió la cabeza hacia Davis—. ¿Te acuerdas de aquel tipo, Babcock? —Sacudió la cabeza y rió—. Estaba como una regadera. —Miró a Carter de nuevo—. Aquel tipo no era como tú. Y me doy cuenta de que eres diferente.
—No estoy loco —dijo Carter—. Lo dijo el juez.
—Pero te cargaste a alguien, ¿verdad? De lo contrario, no estarías aquí ahora.
Carter se preguntó si debía hablar así, si entraba en el trato.
—Dicen que asesiné a una señora. Pero yo no tenía intención de hacerlo.
—¿Quién era? ¿Tu esposa, tu novia o algo por el estilo?
Paulson aún le sonreía por el retrovisor, y le brillaban los ojos del interés.
—No. —Carter tragó saliva—. Cortaba el césped de la señora.
Paulson rió y volvió a mirar a Davis.
—Escucha esto. Cortaba el césped de la señora. —Miró a Carter de nuevo por el retrovisor—. ¿Cómo lo hiciste, siendo tan pequeño?
Carter no supo qué decir. Tenía un mal presentimiento, como si sólo hubiera sido amable con él para liarlo.
—Vamos, Anthony. Te hemos comprado un McMuffin, ¿o no? Y te hemos llevado al baño. Nos lo puedes decir.
—Joder —dijo Davis a Paulson—. Cierra el pico. Ya casi hemos llegado. ¿A qué viene esto?
—La cuestión es —dijo Paulson, y respiró hondo— que quiero saber qué hizo este tipo. Todos hicieron algo. Vamos, Anthony, ¿cuál es tu historia? ¿La violaste antes de matarla? ¿Fue eso?
Carter sintió que la cara le ardía de vergüenza.
—Yo nunca haría eso —logró articular.
Davis se volvió hacia Carter.
—No escuches a este subnormal. No tienes por qué decir nada.
—Venga, este tío es un retrasado mental. ¿Es que no lo ves? —Paulson miró a Carter de nuevo por el retrovisor—. Apuesto a que eso fue lo que pasó, ¿eh? Apuesto a que te follaste a esa encantadora señora blanca cuyo césped estabas cortando, ¿verdad, Anthony?
Carter sintió que el aire se agolpaba en su garganta.
—No… diré… nada más.
—¿Sabes qué van a hacer contigo? —preguntó Paulson—. ¿Pensabas que todo esto te iba a salir gratis?
—Cierra la boca, maldita sea —dijo Davis—. Richards pedirá nuestro culo por esto.
—Sí, que le den por culo a él también —dijo Paulson.
—El hombre… dijo que me daría un trabajo —logró articular Anthony—. Dijo que era importante. Dijo que yo… era especial.
—Especial —se burló Paulson—. Ya lo creo que eres especial.
Continuaron adelante en silencio. Carter clavó la vista en el suelo de la furgoneta, mareado y con el estómago revuelto. Ojalá no hubiera comido el McMuffin. Se había puesto a llorar. No recordaba cuándo lo había hecho por última vez. Nadie había dicho en ningún momento nada acerca de violar a la mujer, al menos que él recordara. Habían preguntado por la niña, pero él siempre había dicho que no, lo cual era la verdad, lo juraba. La criatura no tendría más de cinco años. Había intentado enseñarle un sapo que había encontrado en la hierba. Pensó que le gustaría ver algo así, algo diminuto, como ella. Ésa había sido su intención, ser amable. Nadie había hecho eso por él cuando era pequeño. «Ven aquí, cariño. Quiero enseñarte algo. Una cosita pequeña, como tú».
Por lo menos había sabido lo que era Terrell, y qué iba a pasarle allí. Nadie había dicho nada de que él hubiera violado a la mujer, la señora Wood. Aquel día, en el patio, se había enfadado mucho con él, le había chillado y pegado, le había dicho a la niña que huyera, y él no tenía la culpa de que ella se hubiera caído en la piscina. Él sólo había intentado calmarla, decirle que no había pasado nada, que se marcharía y que no volvería nunca, si era eso lo que ella quería. Había aceptado todo lo que vino a continuación, pero entonces apareció Wolgast y le dijo que no tenía que ir a la inyección, había vuelto la mente de Carter en otra dirección, y mira dónde estaba ahora. Era absurdo. Aquello lo asqueaba y hacía estremecerse hasta lo más profundo.
Levantó la cabeza y vio que Paulson le sonreía. El blanco de sus ojos se ensanchó.
—¡Bu!
Paulson dio una palmada sobre el volante y estalló en carcajadas, como si hubiera contado el mejor chiste de su vida. Después cerró la ventanilla de golpe.
Wolgast y Doyle estaban en algún lugar del sur de Memphis, saliendo de la periferia de la ciudad a través de un laberinto de calles residenciales. Todo había ido mal desde el comienzo. Wolgast no tenía ni idea de qué había ocurrido en el zoo, pues el lugar se había puesto patas arriba. Después de eso la mujer, la monja vieja, Arnette, había ordenado a la otra, Lacey, que soltara a la niña.
La niña. Amy SAC. No debía de tener más de seis años.
Wolgast había estado a punto de dejarlo correr, pero la vieja entregó la niña a Doyle, quien la llevó al coche antes de que Wolgast pudiera decir una palabra más. Después de eso, lo único que pudieron hacer fue salir a toda velocidad, antes de que la policía local apareciera y empezara a hacer preguntas. Quién sabía cuántos testigos lo habían presenciado todo. Los acontecimientos se habían precipitado.
Tenían que abandonar el coche. Tenía que llamar a Sykes. Tenían que salir de Tennessee. Tenían que hacerlo todo en ese orden, y tenían que hacerlo ya. Amy estaba tumbada en el asiento posterior, con la cara girada, aferrando el conejo de peluche que había sacado de la mochila. Dios santo, ¿qué había hecho? ¡Una niña de seis años!
En un tétrico barrio de apartamentos y calles comerciales, Wolgast paró en una gasolinera y apagó el motor. Se volvió hacia Doyle. Ninguno de los dos había hablado desde el zoo.
—¿Qué coño te pasa?
—Escucha, Brad…
—¿Estás loco? Mírala. Es una cría.
—Pasó y ya está. —Doyle sacudió la cabeza—. Todo era una locura. De acuerdo, puede que la haya cagado, lo admito, pero ¿qué debía hacer?
Wolgast respiró hondo y trató de calmarse.
—Espera aquí.
Bajó del coche y tecleó el código de la línea de seguridad de Sykes.
—Tenemos un problema.
—¿La tenéis?
—Sí, la tenemos. Es una niña. No te jode.
—Agente, sé que estás enfadado…
—Ya lo creo que estoy enfadado. Había cincuenta testigos, empezando con las monjas. Tengo ganas de dejarla en la comisaría más próxima.
Sykes guardó silencio un momento.
—Necesito que te concentres, agente. Vamos a sacaros del estado. Después, ya pensaremos en lo que haremos a continuación.
—No vamos a hacer nada a continuación. Yo no firmé para esto.
—Ya noto que estás enfadado. Tienes todo el derecho. ¿Dónde estáis?
Wolgast respiró hondo y controló su ira.
—En una gasolinera. Al sur de Memphis.
—¿La niña está bien?
—Físicamente, sí.
—No cometas ninguna estupidez.
—¿Me estás amenazando?
En el mismo momento en que pronunció las palabras, Wolgast comprendió cuál era la situación, con repentina y gélida claridad. El momento de romper filas había pasado, en el zoo. Ahora, todos eran fugitivos.
—No tengo por qué —dijo Sykes—. Espera mi llamada.
Wolgast cerró el teléfono y entró en la tienda. El empleado, un indio delgado con turbante, estaba sentado detrás de un cristal a prueba de balas, viendo un programa religioso en la televisión. La niña debía de estar hambrienta. Wolgast compró galletitas saladas de mantequilla de cacahuete y leche chocolatada, y lo llevó al mostrador. Estaba mirando las cámaras cuando sonó su PDA. Pagó a toda prisa y salió.
—Puedo arreglarlo todo para que un coche os saque de Little Rock —dijo Sykes—. Alguien de la oficina de campo se encontrará con vosotros, si me dais la dirección.
Little Rock se encontraba a dos horas de distancia, como mínimo. Demasiado tiempo. Dos hombres trajeados, una niña y un sedán negro tan discreto que no podría ser más llamativo. Era muy probable que las monjas hubieran anotado el número de matrícula. No podrían burlar el escáner del puente. Si la niña había sido catalogada como víctima de un secuestro, se activaría el sistema de alerta ámbar.
Wolgast echó un vistazo a su alrededor. Al otro lado de la avenida vio un concesionario de coches de segunda mano, y arriba ondeaban banderas multi coloreadas. La mayoría de los coches eran chatarra, coches grandes que consumían mucha gasolina y que, por lo tanto, ya nadie podía permitirse. Un Chevy Tahoe anticuado, sin duda de más de diez años, estaba aparcado de cara a la calle. En el parabrisas había unas palabras dibujadas: FINANCIACIÓN FÁCIL.
Wolgast contó a Sykes cuáles eran sus intenciones. Dio a Doyle las galletas saladas y la leche para Amy, y después cruzó la calle corriendo. Un hombre de enormes gafas, con el escaso pelo peinado de través, bajó del remolque cuando Wolgast se acercó al Tahoe.
—Una belleza, ¿verdad?
Consiguió que el hombre se lo dejara por seis de los grandes, que era casi todo el dinero en metálico que le quedaba. Sykes también tendría que solucionar el problema del dinero. Porque era sábado, y los papeles del Tahoe no llegarían a los ordenadores del Departamento de Vehículos de Motor (DMV) hasta el lunes por la mañana. Para entonces ya estarían muy lejos.
Doyle le siguió hasta un complejo de apartamentos que se hallaba a un kilómetro y medio de distancia. Doyle aparcó el coche detrás, lejos de la carretera, y cargó con Amy hasta el Tahoe. No era perfecto, pero mientras Sykes se encargara de que alguien hiciera desaparecer el coche al acabar el día, no podrían seguirle el rastro. El interior del Tahoe olía demasiado a ambientador con aroma a limón, pero por lo demás estaba limpio y era cómodo, y el kilometraje que marcaba el cuentakilómetros no era excesivo, poco más de 135.000.
—¿Cuánto dinero te queda? —preguntó a Doyle.
Juntaron el dinero. Tenían algo más de trescientos dólares. Llenar el depósito les costaría doscientos pavos, como mínimo, pero podrían llegar hasta el oeste de Arkansas, tal vez a Oklahoma. Alguien provisto de dinero, y de un coche nuevo, se encontraría con ellos.
Entraron en Misisipi y se desviaron al oeste, en dirección al río. El día estaba despejado. Tan sólo se veían unas escasas nubes en el cielo. En el asiento trasero, Amy continuaba inmóvil como una piedra. No había tocado la comida. Era una criaja. Un bebé. Todo el asunto estaba asqueando a Wolgast. El Tahoe era una escena del crimen ambulante. Pero de momento tenían que salir del estado. Lo que ocurriera después, eso Wolgast ya no lo sabía.
Era casi la una cuando se acercaron al puente.
—¿Crees que habrá algún problema?
Wolgast mantuvo la mirada en la carretera.
—Ahora lo sabremos.
Las puertas estaban abiertas, y no había nadie en la caseta. Pasaron con facilidad, cruzaron el amplio río fangoso, alimentado por el deshielo primaveral. Por debajo de ellos, una larga hilera de barcazas se dirigía hacia el norte, luchando contra la corriente crecida. El escáner identificaría la firma de su vehículo, pero el coche aún estaría a nombre del concesionario. Tardarían días en descubrir la compra, examinar los vídeos y relacionarlos con la niña y el coche. Al otro lado, la carretera se reclinaba hacia los campos de la planicie de aluvión occidental, empapada de humedad. Wolgast había reflexionado acerca de la ruta. No llegarían a una ciudad de cierto tamaño hasta que estuvieran acercándose a Little Rock. Fijó la velocidad de crucero a ochenta kilómetros por hora, el límite establecido, y se dirigió de nuevo hacia el norte, mientras se preguntaba cómo había sabido Sykes lo que se disponía a hacer.
Cuando la furgoneta que transportaba a Anthony Carter entró en el recinto, Richards estaba dormido en su despacho, con la cabeza apoyada sobre el escritorio. El zumbido de su comunicador lo despertó. Era la caseta de guardia, informando de que Paulson y Davis esperaban fuera.
Se frotó los ojos para despejarse.
—Hazlos entrar.
Decidió que dejaría dormir a Sykes. Se levantó y estiró los miembros, llamó a un miembro del personal médico y a un destacamento de seguridad para que lo acompañaran, se puso la chaqueta y subió a la planta baja. El área de carga y descarga se encontraba en la parte posterior del edificio, en el lado sur, encarada al bosque y, al otro lado, la garganta del río. El recinto había sido en tiempos una especie de colegio profesional, un retiro para ejecutivos de multinacionales y funcionarios del gobierno. A Richards le daba pereza la historia. El lugar había estado clausurado durante diez años, como mínimo, hasta que lo ocupó Armas Especiales. Cole había ordenado que desmontaran el Chalé pieza a pieza para excavar los niveles inferiores y construir la central eléctrica. Después habían reconstruido el exterior casi exactamente como era antes.
Richards salió al frío y la oscuridad. Un amplio tejado estaba suspendido sobre la plataforma de hormigón, con el fin de mantener la superficie despejada de nieve y oculta a la vista del resto del recinto. Consultó su reloj: eran las 7:12. A esas alturas, supuso, Anthony Carter tendría los nervios destrozados. A los demás sujetos se les había concedido tiempo para adaptarse, pero a Carter lo habían arrancado del corredor de la muerte y conducido allí en menos de un día. Su mente estaría dando vueltas como una secadora. Durante las dos horas siguientes, lo más importante sería mantenerlo sereno.
El espacio se ensanchó a causa de las luces de la furgoneta que se acercaba. Richards descendió los peldaños mientras el destacamento de seguridad, dos soldados armados con pistolas, llegaban corriendo de la nieve. Richards les ordenó que mantuvieran las distancias y dejaran sus armas enfundadas. Había leído el expediente de Carter y dudaba de que fuera violento. El tipo era, en esencia, manso como un cordero.
Paulson apagó el motor y bajó de la furgoneta. Había un teclado en la puerta deslizante de la furgoneta. Pulsó los números y Richards vio que se abría poco a poco.
Carter estaba sentado en el banco delantero. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante, pero Richards vio que sus ojos estaban abiertos. Las manos, esposadas, estaban enlazadas sobre el regazo. Richards vio una bolsa arrugada de McDonald’s en el suelo, a sus pies. Por lo menos le habían dado de comer. La ventanilla que separaba los compartimentos estaba cerrada.
—¿Anthony Carter?
No hubo respuesta. Richards repitió su nombre. Nada, ni un movimiento. Carter parecía en estado catatónico.
Richards se apartó de la puerta y llevó a Paulson a un lado.
—De acuerdo, cuéntamelo —dijo—. ¿Qué pasa aquí?
Paulson se encogió de hombros con un gesto teatral.
—A mí que me registren. Estará cabreado, o yo qué sé.
—No me vengas con chorradas, hijo. —Richards desvió su atención hacia el otro, el pelirrojo. Davis. Sostenía un fajo de tebeos en la mano. Tebeos, por el amor de Dios. Richard pensó, por enésima vez, que eran unos críos.
—¿Y tú qué me dices, soldado? —preguntó a Davis.
—¿Señor?
—No te hagas el estúpido. ¿Tienes algo que decir?
Davis lanzó una mirada asesina a Paulson, y después otra a Richards.
—No, señor.
Ya se ocuparía de aquellos dos más tarde. Richards se acercó a la furgoneta. Carter no había movido un músculo. Richards vio que moqueaba. Sus mejillas estaban surcadas de lágrimas.
—Anthony, me llamo Richards. Soy el jefe de seguridad de esta instalación. Estos dos chicos no volverán a molestarte nunca más, ¿me has oído?
—No hemos hecho nada —gimoteó Paulson—. Sólo fue una broma. Eh, Anthony, ¿no puedes aguantar una broma?
Richards se volvió hacia ellos al instante.
—¿Sabes?, ¿esa vocecita en tu cabeza, la que dice que tienes que cerrar la puta boca? Es la voz a la que deberías hacer caso en este momento.
—Oh, venga —se quejó Paulson—. Ese tipo está chalado o algo por el estilo. Cualquiera puede verlo.
Richards notó que se le agotaba el último átomo de paciencia, como las últimas gotas de agua de un cubo agujereado. A la mierda. Sin decir palabra, desenfundó la pistola que llevaba oculta en la base de la columna vertebral. Una Springfield del.45 de corredera larga que utilizaba sobre todo para presumir: una pistola enorme, una pistola divertidísima. Pese a su tamaño, resultaba muy cómoda, y a la luz previa del amanecer del área de carga y descarga, su revestimiento de titanio proyectaba la amenaza de su eficacia mecánica perfecta. Con un solo movimiento, Richards liberó el seguro con el pulgar y cargó una bala, agarró a Paulson por la hebilla del cinturón para acercarlo más y hundió el cañón en la V de carne blanda que tenía debajo de la barbilla.
—¿No te das cuenta de que soy capaz de dispararte ahora mismo con tal de conseguir que ese hombre sonría? —dijo en voz baja Richards.
El cuerpo de Paulson se había quedado rígido. Estaba intentando desviar la mirada hacia Davis, o quizá hacia el destacamento de seguridad, pero se equivocaba de dirección.
—¿Qué coño? —masculló, con los músculos de la garganta tensos. Tragó saliva, y su nuez de Adán se agitó contra el cañón de la pistola—. Soy guay, soy guay.
—Anthony —dijo Richards, con la mirada clavada en Paulson—. Tú decides, amigo mío. Dímelo tú. ¿Es guay?
En la furgoneta se produjo un largo silencio. Después:
—Es guay.
—¿Lo has oído? —dijo Richards a Paulson. Soltó el cinturón del soldado y guardó el arma—. El hombre dice que eres guay.
Paulson tenía pinta de ir a ponerse a llorar y llamar a su mamá. En la plataforma de carga y descarga, el destacamento de seguridad estalló en carcajadas.
—La llave —dijo Richards.
Paulson introdujo la mano en el cinturón y la pasó a Richards. Sus manos temblaban. El aliento le olía a vómito.
—Vete —dijo Richards. Lanzó una mirada a Davis, que sostenía su pila de tebeos—. Tú también, hijo. Salid cagando leches de aquí, los dos.
Se alejaron por la nieve. Durante los escasos minutos transcurridos desde que la furgoneta había frenado, el sol había salido de detrás de las montañas, y dotado al aire de un pálido resplandor. Richards entró en la furgoneta y quitó las esposas a Carter.
—¿Te encuentras bien? ¿Esos chicos te han hecho daño?
Carter se frotó su cara mojada.
—No tenían mala intención. —Bajó con movimientos rígidos al suelo. Parpadeó y paseó la vista a su alrededor—. ¿Se han ido ya?
Richards dijo que sí.
—¿Qué es este sitio?
—Buena pregunta. —Richards cabeceó—. Todo a su tiempo. ¿Tienes hambre, Anthony?
—Me dieron de comer. McDonald’s. —Los ojos de Carter descubrieron al destacamento de seguridad, de pie en la plataforma encima de ellos. Su expresión no reveló nada a Richards—. ¿Y ésos? —preguntó.
—Han venido a buscarte. Eres el invitado de honor, Anthony.
Carter miró a Richards con los ojos entornados.
—¿De veras habría disparado a ese tipo si yo se lo hubiera dicho?
Algo de Carter le hizo pensar en Sykes, de pie en su despacho con aquella expresión en su cara, cuando le preguntó si eran amigos.
—¿Qué te parece? ¿Crees que lo habría hecho?
—No sé qué pensar.
—Bien, que esto quede entre nosotros: no. No lo habría hecho. Sólo le estaba tomando el pelo.
—Me lo imaginé. —Carter sonrió—. Pensé que era divertido engañarle como lo hizo. —Sacudió la cabeza, rió un momento y paseó de nuevo la mirada a su alrededor—. ¿Y ahora qué pasa?
—Pasa que te llevamos dentro, donde hace calor —dijo Richards.