El ruido de la lluvia, que repiqueteaba sobre las hojas al otro lado de la ventana, despertó a Lacey.
Amy.
¿Dónde estaba Amy?
Se levantó a toda prisa, se puso la bata y corrió escaleras abajo. Pero cuando llegó al pie, ya se había calmado. La niña habría bajado de la cama en busca del desayuno, para ver la tele, o sólo para echar un vistazo. Lacey descubrió a la niña en la cocina, sentada a la mesa, todavía en pijama, pinchando pedazos de gofre de la tostadora y llevándoselos luego a la boca. La hermana Claire estaba sentada a la cabecera de la amplia mesa, vestida con el chándal que utilizaba para su carrera matutina por Overton Park. Sostenía una taza de café humeante y leía el Commercial Appeal. La hermana Claire no era todavía una hermana, en el sentido estricto, sino sólo una novicia. Las hombreras de la sudadera estaban mojadas de lluvia. Tenía la cara húmeda y sonrosada.
Bajó el periódico y sonrió a Lacey.
—Estupendo, te has levantado. Nosotras ya hemos desayunado, ¿verdad, Amy?
La niña asintió, sin dejar de masticar. Antes de ingresar en la orden, la hermana Claire había vendido casas en Seattle, y cuando Lacey se sentó a la mesa, vio lo que estaba leyendo la hermana: la sección de inmobiliaria. Si la hermana Arnette lo viera se enfadaría, y hasta era posible que le lanzara uno de sus sermones improvisados acerca de las distracciones que supone la vida material. Pero el reloj que había encima de la repisa de la chimenea informaba de que eran poco más de las ocho. Las otras hermanas debían de estar en misa, en la sala de al lado. Lacey sintió una punzada de vergüenza. ¿Cómo había podido dormir tanto?
—Fui a la misa del alba —dijo Claire, como en respuesta a sus pensamientos.
La hermana Claire solía ir a la de las seis, antes de salir a correr, actividad que ella definía como una visita a «Nuestra Señora de las Endorfinas». Al contrario que el resto de las hermanas, que nunca habían tenido otra cosa, Claire había gozado de una vida plena fuera de la orden: había estado casada, ganado dinero y tenido propiedades, como un apartamento, zapatos bonitos y un Honda Accord. No había sentido la vocación hasta bien entrada la treintena, después de haberse divorciado del hombre a quien una vez había definido como «el peor marido del mundo». Nadie sabía los detalles, salvo tal vez la hermana Arnette, pero la vida de Claire era una continua fuente de asombro para Lacey. ¿Cómo era posible que una persona tuviera dos vidas, tan diferentes entre sí? A veces, Claire decía cosas como «Esos zapatos son monos», o «El único hotel bueno de Seattle es el Vintage Park», y por un momento todas las hermanas guardaban un estupefacto silencio, que era en parte de desaprobación y en parte de envidia. Era Claire quien había ido a comprar las cosas de Amy, lo que implicaba de manera tácita que ella era la única de la congregación que tenía idea de esas cosas.
—Si te das prisa, aún puedes llegar a tiempo para la misa de las ocho —dijo Claire. Pero ya era demasiado tarde, por supuesto. Lacey comprendió que el verdadero mensaje de Claire era otro: «Yo cuidaré de Amy».
Lacey miró a la niña. Tenía el pelo desordenado de haber dormido, pero los ojos y la piel brillaban, descansados. Lacey pasó las yemas de los dedos por el flequillo de Amy.
—Eres muy amable —dijo—. Tal vez hoy, sólo por esta vez, como Amy está aquí…
—No digas ni una palabra más —dijo la hermana Claire, y acalló las palabras de Lacey con una mano y una carcajada—. Yo te cubriré.
El día que iba a empezar se reordenó en la mente de Lacey. Sentada a la mesa, recordó su plan de ir al zoo. ¿A qué hora abría? ¿Llovería? Lo mejor sería salir de la casa antes de que las demás hermanas volvieran, pensó. No sólo porque se preguntarían el motivo de que no hubiera ido a misa, sino porque podrían empezar a hacer preguntas sobre Amy. Hasta el momento, la mentira había funcionado, pero Lacey sabía que era insostenible, como un suelo de tablas podridas bajo sus pies.
Cuando Amy se hubo terminado los gofres y un buen vaso de leche, Lacey volvió arriba con ella y la vistió a toda prisa: unos pantalones vaqueros limpios y nuevos, y una camiseta con la palabra DESCARADA impresa, las letras perfiladas con lentejuelas. Sólo la hermana Claire habría tenido el valor de elegir algo así. A la hermana Arnette no le gustaría la prenda, en absoluto (si la viera, suspiraría y menearía la cabeza, como hacía siempre, amargando la atmósfera de la habitación), pero Lacey sabía que la camiseta era perfecta, el tipo de prenda que una niña querría llevar. Las lentejuelas convertían la camiseta en una prenda especial, y sin duda era eso lo que Dios deseaba para una niña como Amy: un poco de felicidad, por efímera que fuera. En el cuarto de baño eliminó el almíbar de las mejillas de Amy y le cepilló el pelo, y cuando hubo terminado se vistió con la falda plisada gris, la blusa blanca y el velo habituales. Fuera había parado de llover. Un sol cálido y perezoso estaba bañando el patio. El día sería caluroso, supuso Lacey, una invasión de calor procedente del sur que le pisaba los talones al frente frío que había concentrado la lluvia sobre la casa durante toda la noche.
Tenía un poco de dinero, el suficiente para las entradas y un aperitivo, y al zoo se podía ir a pie. Salieron al aire del exterior, que había empezado a impregnarse de calor y de la dulzura de la hierba mojada. Las campanas de la iglesia habían empezado a dar la hora. La misa terminaría de un momento a otro. Atravesó la puerta del patio con Amy a toda prisa, mientras aspiraba el aroma ácido del romero, el estragón y la albahaca, las plantas que la hermana Louise cuidaba con tanto mimo. Entraron en el parque, donde la gente ya se estaba congregando para dar la bienvenida al primer día caluroso de primavera, saborear el sol y sentirlo sobre la piel: gente joven con perros y discos voladores, corredores que brincaban por los senderos, familias que disponían mesas a la sombra y parrillas de barbacoa. El zoo se encontraba en el extremo norte del parque, flanqueado por una ancha avenida que partía el barrio como una hoja. Al fondo, olvidadas, estaban las grandes mansiones y principescos jardines del casco antiguo, que habían sido sustituidas por casuchas de porches deteriorados y coches medio desmontados que se fundían en los patios de tierra apelotonada. Los chicos jóvenes flotaban arriba y abajo de la calle como palomas, se posaban en una u otra esquina y después proseguían sus caminos, todos ellos inmersos en una falta de actividad perezosa, casi ominosa. Lacey tendría que haberse sentido mejor en ese barrio, pero los negros que vivían en él eran diferentes de ella, que nunca había sido pobre, al menos no del mismo modo. En Sierra Leona su padre había trabajado para un ministerio. Su madre tenía coche y chófer para ir de compras a Freetown y a los partidos de polo en los parques de atracciones. En una ocasión habían asistido a una fiesta en la que el mismísimo presidente había bailado un vals con ella.
El aire cambió en el perímetro del zoo, pues olía a cacahuetes y animales. Y se había formado una cola ante la entrada. Lacey compró las entradas, contando las monedas hasta el último centavo, después tomó la mano de Amy y la guió a través del torniquete. La niña cargaba con su mochila, con Peter Rabbit dentro. No bien Lacey le hubo insinuado que podía quedarse en el convento, el destello que se había formado en los ojos de la niña le había hecho darse cuenta de que se trataba de algo innegociable. Amy no pensaba abandonar la mochila de ninguna manera.
—¿Qué quieres ver? —preguntó.
A unos seis metros de la entrada había un quiosco con un plano grande, distribuido en bloques de colores para cada hábitat y especie. Una pareja blanca lo estaba examinando, el hombre con una cámara que colgaba de un cordón alrededor del cuello, la mujer empujando un cochecito de niño arriba y abajo. El bebé, sepultado bajo una montaña de tela rosa, estaba dormido. La mujer miró a Lacey, y la contempló un momento con suspicacia. ¿Qué estaba haciendo una monja negra con una niña blanca? Pero después forzó una sonrisa (una sonrisa de disculpa, de retractación), y la pareja se alejó del sendero.
Amy estudió el plano. Lacey ignoraba si sabía leer, pero había fotos al lado de las palabras.
—No sé —dijo—. ¿Osos?
—¿De qué tipo?
La niña pensó un momento, mientras miraba las imágenes.
—Osos polares. —Sus ojos brillaron de impaciencia cuando habló. La idea del zoo, de ver animales, era algo que ambas compartían. Era tal como Lacey había esperado. Mientras estaban paradas, más gente había entrado. De pronto, el zoo bullía de visitantes—. Y cebras, elefantes y monos.
—Maravilloso —dijo Lacey, y sonrió—. Los veremos todos.
En un quiosco compraron una bolsa de cacahuetes, y después entraron en el zoo, una zona abundante en sonidos y olores. Cuando se acercaron al recinto del oso polar oyeron risas y chapoteos, y gritos de terror fingido, una mezcla de voces jóvenes y viejas. Amy, que iba cogida de la mano de Lacey, se soltó de repente y corrió hacia adelante.
Lacey se abrió paso entre la gente que se congregaba ante el recinto de los osos. Encontró a Amy parada con la cara a escasos centímetros del cristal que facilitaba una vista submarina del hábitat del oso, una visión curiosa en un lugar caluroso como Memphis, con rocas pintadas para semejar témpanos de hielo y una profunda charca de azul ártico. Tres osos estaban disfrutando del sol, estirados como gigantescos troncos junto al fuego. Un cuarto oso estaba chapoteando en el agua. Mientras Amy y Lacey miraban, nadó directamente hacia ellas, sumergido por completo, y apretó el hocico contra el cristal. La gente que las rodeaba lanzó una exclamación ahogada. Una oleada de agradable terror recorrió la espina dorsal de Lacey, hasta llegar a los pies y las yemas de los dedos. Amy tocó el cristal, a escasos centímetros de la cara del oso. El animal abrió la boca y exhibió su lengua sonrosada.
—Cuidado —advirtió una voz de hombre detrás de ellas—. Son muy cucos, pero para ellos no eres más que comida, jovencita.
Lacey, sobresaltada, volvió la cabeza, en busca del origen de la voz. ¿Quién era el hombre que intentaba asustar a una niña de aquella manera? Pero ninguna de las caras le devolvió la mirada. Todo el mundo estaba sonriendo y mirando los osos.
—Amy —dijo en voz baja, y apoyó la mano sobre el hombro de la niña—. Quizá sea mejor que no los provoques.
Dio la impresión de que Amy no la oía. Acercó más la cara al cristal.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al oso.
—Cuidado, Amy —advirtió Lacey—. No tan cerca.
Amy acarició el cristal.
—Tiene nombre de oso. Es algo que no sé pronunciar.
Lacey vaciló. ¿Era un juego?
—¿El oso tiene nombre?
La niña alzó la vista. Una luz de complicidad le iluminaba el rostro.
—Pues claro.
—Y él te lo ha dicho.
Se produjo un tremendo chapoteo en la charca. La multitud respiró hondo. Un segundo oso había saltado al agua. Chapoteó en dirección a Amy. Así pues, ahora había dos, golpeando el cristal a escasos centímetros de su cara, con sus cuerpos grandes como automóviles, mientras su pelaje blanco ondulaba en las corrientes de aire.
—Mira eso —dijo alguien.
Era la mujer a quien Lacey había visto en el quiosco. Estaba al lado de ellas, sujetando a su bebé por las axilas ante el cristal, como un muñeco. La mujer, que llevaba el largo pelo apartado de la cara mediante una coleta, vestía pantalones cortos, camiseta y chanclas. Lacey vio a través de los pliegues de su falda el estómago, todavía fofo a causa del embarazo. El marido estaba detrás, vigilando el cochecito vacío, cámara en ristre.
—Creo que les caes bien —dijo la mujer a Amy—. Mira, corazón —canturreó, y sacudió los brazos del bebé como si fueran las alas de un pájaro—. Mira los osos. Mira los osos, corazón. Haz una foto, cariño. Haz… una… foto.
—No puedo —dijo el hombre—. No se os ve bien. Dale la vuelta a la niña.
La mujer exhaló un suspiro de irritación.
—Venga, tómala cuando sonría, no cuesta tanto.
Lacey estaba contemplando esa escena cuando sucedió. Se produjo un segundo chapoteo, y a continuación, antes de que pudiera volver la cabeza, un tercero. Notó que el cristal se abombaba a su lado. Una cordillera de agua se elevó sobre el borde y empezó a caer. Todo el mundo era consciente de lo que estaba sucediendo, pero fue incapaz de actuar.
—¡Cuidado!
El agua helada alcanzó a Lacey como una bofetada, inundó su nariz, boca y ojos con el sabor de la sal, provocando que se apartara del cristal. Un coro de chillidos se elevó a su alrededor. Oyó el llanto del bebé, y después los gritos de la madre: «Vámonos, vámonos». Algunos cuerpos la golpearon. Lacey se dio cuenta de que había cerrado los ojos para protegerlos de la sal. Se tambaleó hacia atrás, tropezó y cayó sobre un montón de gente. Esperó oír el sonido del cristal al romperse, el estruendo del agua liberada del tanque.
—¡Amy!
Abrió los ojos y vio a un hombre que la estaba mirando, con la cara a escasos centímetros de la de ella. Era el hombre de la cámara. La multitud había enmudecido a su alrededor. El cristal había resistido.
—Lo siento —dijo el hombre—. ¿Se encuentra bien, hermana? Debo de haber tropezado.
—¡Maldita sea! —La mujer estaba erguida sobre ellos, con la ropa y el pelo empapados. El bebé estaba berreando contra su hombro. La furia se reflejaba en su rostro—. ¿Qué ha hecho su niña?
Lacey se dio cuenta de que se lo decía a ella.
—Lo siento… —empezó—. Yo no…
—¡Mírela!
Las multitudes se habían alejado del tanque, todos los ojos clavados en la niña de la mochila, que estaba de rodillas con las manos contra el cristal, y las cuatro caras de oso agrupadas ante ella.
Lacey se puso en pie y procedió con celeridad. La niña tenía la cabeza agachada, el agua seguía cayéndole desde la cabeza empapada hasta las rodillas. Vio que sus labios se movían como si estuviera rezando.
—¿Qué pasa, Amy?
—¡La niña está hablando con los osos! —gritó una voz, y un murmullo de estupor recorrió la multitud—. ¡Fijaos en eso!
Las cámaras empezaron a tomar fotos. Lacey se acuclilló al lado de Amy. Apartó los mechones oscuros de su cara con los dedos. Las lágrimas le resbalaban sobre las mejillas, mezcladas con el agua del tanque. Allí pasaba algo.
—Dime, hija.
—Ellos lo saben —dijo Amy, con las manos apoyadas todavía contra el cristal.
—¿Qué saben los osos?
La niña alzó la mirada. Lacey se quedó estupefacta. Nunca había visto tal tristeza en la expresión de un niño, un dolor tan consciente. No obstante, mientras escudriñaba los ojos de Amy, no vio miedo. Amy había aceptado lo que acababa de averiguar.
—Lo que soy —contestó.
La hermana Arnette, sentada en la cocina del convento de las Hermanas de la Misericordia, había decidido hacer algo.
Dieron las nueve, las nueve y media, y las diez. Lacey y la niña, Amy, no habían regresado de adondequiera que hubieran ido. Al final, la hermana Claire había confesado la historia. Lacey se había saltado la misa, y las dos se habían marchado poco después, la niña con su mochila. Claire oyó cómo se iban, y después vio desde la ventana que salían por la puerta de atrás en dirección al parque.
Lacey estaba tramando algo. Arnette debió de haberlo supuesto.
La historia que les había contado acerca de la niña no pegaba ni con cola, eso lo supo al instante. O, si no lo supo, al menos lo intuyó, en forma de una ínfima sospecha que, de la noche a la mañana, se había transformado en la certeza de que algo no encajaba. Como la señorita Clavelle, la de los libros infantiles de Madeline, la hermana Arnette sabía.
Y ahora, igual que en la historia, una de las niñas había desaparecido.
Ninguna de las demás hermanas sabía la verdad sobre Lacey. Ni siquiera Arnette había conocido toda la historia hasta que la oficina de la superiora de la orden envió el informe psiquiátrico. Arnette recordaba haber oído algo al respecto en las noticias, hacía muchos años, pero ¿acaso no sucedían siempre cosas por el estilo, sobre todo en África? Aquellos espantosos países donde la vida no parecía significar nada, donde Su voluntad era la más extraña y la más impenetrable. Era desgarrador y horripilante, pero la mente era incapaz de asimilar tantas cosas, tantas historias como ésa, y Arnette lo había olvidado todo. Ella estaba al cuidado de Lacey, y nadie más sabía la verdad. Lacey, eso debía admitirlo, era una hermana modélica en casi todos los sentidos, si bien resultaba algo independiente, y tal vez demasiado mística en lo relativo a su devoción. Lacey decía, y sin duda lo creía a pies juntillas, que sus padres y hermanas vivían todavía en Sierra Leona, acudían a los bailes de palacio y montaban en sus ponis. Desde el día en que los cascos azules la habían encontrado escondida en un campo y la habían entregado a las hermanas, Lacey jamás había dicho otra cosa. Era mejor así, por supuesto. Dios había dado muestras de misericordia al proteger a Lacey del recuerdo de lo que había sucedido. Porque los soldados no se habían marchado después de haber matado a su familia. Se habían quedado con Lacey en el campo, durante horas y horas, y la niña a quien habían abandonado creyéndola muerta habría acabado por morir si Dios no la hubiera protegido borrando de su mente esos acontecimientos. El que Él hubiera decidido no llevársela en aquel instante era una expresión de Su voluntad, y Arnette no debía cuestionarlo. Saber eso era una carga, una preocupación añadida que Arnette soportaba en silencio.
Pero ahora, además, estaba la niña. Aquella tal Amy. Era educada en extremo, y silenciosa como un fantasma, pero ¿acaso no había algo increíble que no encajaba en la historia? Ahora que lo pensaba, la explicación de Lacey carecía de lógica. ¿Era amiga de su madre? Imposible. Lacey sólo salía de casa para ir a misa. ¿Cómo había podido ponerse en contacto con esa mujer, una mujer que le había confiado a su hija? Arnette no encontraba la explicación. Porque no había explicación: aquella historia era una mentira. Y ahora, las dos se habían ido.
Eran las 10:30. Mientras estaba sentada en la cocina, la hermana Arnette comprendió lo que debía hacer.
Pero ¿qué iba a decir? ¿Por dónde empezaría? ¿Por Amy? Ninguna de las demás hermanas parecía saber nada. La niña había llegado cuando Lacey estaba sola en la casa, como ocurría a menudo. Arnette había intentado muchas veces convencerla de que saliera, los días en que iban a la despensa y llevaban a cabo pequeños desplazamientos, al almacén y toda la pesca, pero Lacey se negaba siempre, y entonces su rostro irradiaba una especie de alegre inexpresividad que hacía inútil la pregunta. «No, gracias, hermana. Quizá otro día». Había estado así tres o cuatro años, y ahora la niña aparecía de la nada y Lacey afirmaba conocerla. Así pues, si llamaba a la policía, la historia tendría que empezar por ahí, comprendió, por Lacey y la historia del campo.
Arnette descolgó el teléfono.
—¿Hermana?
Se volvió. La hermana Claire. Claire, que acababa de entrar en la cocina, todavía en chándal, cuando ya tendría que haberse cambiado. Claire, que había vendido casas y terrenos, y no sólo había estado casada, sino que también se había divorciado, y todavía conservaba un par de zapatos de tacón alto y un vestido negro de fiesta colgado en el armario. Pero ése era otro asunto, no el que la agobiaba en ese momento.
—Hermana —dijo Claire en tono preocupado—, hay un coche en el camino de entrada.
Arnette colgó el teléfono.
—¿Quién es?
Claire dudó.
—Parecen… policías.
Arnette llegó a la puerta principal justo cuando sonaba el timbre. Apartó la cortina de la ventana para mirar. Dos hombres. Uno de ellos tal vez fuera veinteañero, y el otro era mayor; aun así, se podía considerar un hombre joven. Los dos tenían pinta de directores de funeraria, con trajes y corbatas oscuros. Policías, pero no exactamente. Algo serio, oficial. Estaban de pie bajo el sol al pie de los peldaños, apartados de la puerta. El mayor la vio y sonrió con cordialidad, pero no dijo nada. Era bien parecido pero vulgar, delgado y con una cara agradable, bien formada. Tenía algunas canas en las sienes, que brillaban de manera tenue a causa del sudor.
—¿Deberíamos abrir? —preguntó Claire, que estaba detrás de ella. La hermana Louise había oído el timbre y también estaba bajando.
Arnette respiró hondo para calmarse.
—Por supuesto, hermana.
Abrió la puerta, pero dejó la mosquitera cerrada y sujeta. Los dos hombres avanzaron.
—¿En qué puedo ayudarlos, caballeros?
El mayor introdujo la mano en el bolsillo del pecho y extrajo un pequeño billetero. Lo abrió, y Arnette apenas tuvo tiempo de distinguir las iniciales. FBI.
—Señora, soy el agente especial Wolgast. Éste es el agente especial Doyle. —El billetero había desaparecido como por arte de magia en el interior de la chaqueta. Vio un rasguño en su barbilla. Se habría cortado al afeitarse—. Siento molestarlas así un sábado por la mañana…
—Es por Amy —dijo Arnette. No podía explicarlo. Se le había escapado, como si él la hubiera obligado. Como no contestó, continuó—. Es eso, ¿verdad? Es por Amy.
El agente más veterano (cuyo nombre ya había olvidado) miró a la hermana Louise y le dirigió una veloz mirada tranquilizadora, antes de volver la vista hacia Arnette.
—Sí, señora. Correcto. Es por Amy. ¿Le parece bien que entremos, para hacerles unas preguntas a usted y a las demás señoras?
Por eso estaban ahora de pie en la sala de estar del convento de las Hermanas de la Misericordia: dos hombres voluminosos con trajes oscuros, que olían a sudor masculino. Dio la impresión de que su abultada presencia cambiaba la estancia, la empequeñecía. Excepto algún técnico o el padre Fagan, de la rectoría, en aquella casa no entraban hombres.
—Lo siento, agentes —dijo Arnette—, ¿me podrían repetir sus nombres?
—Faltaría más. —La obsequió otra vez con aquella sonrisa que desprendía confianza. Hasta el momento, el más joven no había abierto la boca—. Soy el agente Wolgast, y éste es el agente Doyle. —Paseó la vista a su alrededor—. ¿Amy está aquí?
La hermana Claire intervino.
—¿Qué quieren de ella?
—Me temo que no se lo puedo contar todo, señoras. Pero deberían saber, por su propia seguridad, que Amy es una testigo federal. Hemos venido para protegerla.
¡Protección federal! El pecho de Arnette se contrajo de pánico. Era peor de lo que había supuesto. ¡Protección federal! Sonaba como algo de la televisión, de aquellas series de policías que no quería ver, pero que a veces veía, porque las demás hermanas querían.
—¿Qué ha hecho Lacey?
El agente enarcó las cejas, intrigado.
—¿Lacey?
Intentaba fingir que sabía, abrir un espacio para que ella hablara y sacarle información. Arnette se percató enseguida. Pero de todos modos ya lo había hecho, le había revelado el nombre de Lacey. Nadie había dicho nada sobre Lacey, excepto Arnette. Detrás de ella, notó el silencio de las demás hermanas, como metiéndole presión.
—La hermana Lacey —explicó—. Nos dijo que la madre de Amy era amiga suya.
—Entiendo. —El agente miró a su compañero—. Bien, tal vez deberíamos hablar con ella también.
—¿Estamos en peligro? —preguntó la hermana Louise.
La hermana Arnette se volvió hacia ella con una expresión adusta que exigía silencio.
—Hermana, sé que sus intenciones son buenas, pero deje que yo me ocupe de esto, por favor.
—Yo no diría eso —explicó el agente—, pero creo que lo mejor sería que habláramos con ella. ¿Está en casa?
—No. —Era la hermana Claire. Su postura era desafiante, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Se han ido. Hace una hora, como poco.
—¿Sabe adónde fueron?
Por un momento, nadie dijo nada. Después sonó el teléfono de la casa.
—Si me disculpan… —dijo Arnette.
Fue a la cocina. El corazón martilleaba en su pecho. Estaba agradecida por la interrupción, pues así tendría tiempo para pensar. Pero cuando contestó al teléfono, no reconoció la voz que había al otro extremo.
—¿Es el convento? Las he visto ahí, señoras. Tendrán que perdonar que las llame de esta forma.
—¿Quién es?
—Lo siento. —El hombre hablaba deprisa, con voz distraída—. Me llamo Joe Murphy. Soy el jefe de seguridad del zoo de Memphis.
Al fondo se oía un alboroto. Por un momento, el hombre habló a otra persona: «Abre la puerta. Ya».
Después volvió a la línea.
—¿Sabe algo de una monja que tal vez haya venido aquí con una niña? Una señora negra, vestida como ustedes.
Una ingravidez mareante, como un enjambre de abejas, se apoderó de la hermana Arnette. Durante una agradable mañana de sábado había pasado algo terrible. La puerta de la cocina se abrió. Los agentes entraron, seguidos de la hermana Claire y la hermana Louise. Todo el mundo estaba mirándola fijamente.
—Sí, sí, la conozco. —Arnette intentaba hablar en voz baja, pero sabía que era inútil—. ¿Qué pasa? ¿Qué está sucediendo?
Por un momento, no oyó nada. El hombre del zoo había tapado el auricular con la mano. Cuando la levantó, oyó gritos, y niños que lloraban, y al fondo algo más: el sonido de animales. Monos, leones, elefantes y aves, que chillaban y rugían. Arnette tardó un momento en darse cuenta de que no estaba oyendo estos sonidos sólo por teléfono: entraban por la ventana abierta, atravesaban el parque y se colaban en la cocina.
—¿Qué está pasando? —suplicó.
—Será mejor que venga aquí, hermana —dijo el hombre—. Esto es lo más increíble que he visto en mi vida.
Lacey, que corría sin aliento, estaba empapada hasta los huesos. Cargaba con Amy, agarrándola del pecho, las piernas de la niña enlazadas alrededor de su cintura, las dos perdidas en el zoo, en su laberinto de senderos. Amy estaba llorando sobre la blusa de Lacey («¿Qué soy?, ¿qué soy?»), y toda la gente también corría. Todo había empezado con los osos, cuyos movimientos se habían hecho cada vez más frenéticos, hasta que Lacey alejó a Amy del cristal, y después las focas, que empezaron a saltar fuera del agua con furia maníaca. Y cuando dieron media vuelta y corrieron hacia el centro del zoo, los animales de las praderas, las gacelas, cebras, okapis y jirafas se pusieron a correr en círculos y cargaron contra las verjas. Lacey sabía que Amy estaba provocando todo eso. Lo que había pasado con los osos polares estaba pasando ahora con todo el mundo, y no sólo los animales, sino también la gente, un círculo de caos que se ensanchaba sobre todo el zoo. Pasaron junto a los elefantes, y al instante tomaron conciencia de su tamaño y fuerza. Pisoteaban el suelo con sus inmensas patas, alzaban la trompa y rugían al calor de Memphis. Un rinoceronte cargó contra la verja, con un gran estruendo, como el de un coche al estrellarse, y empezó a atacarla con su gigantesco cuerno. El aire se inflamó de esos sonidos, grandes, terribles y henchidos de dolor, y la gente corría y llamaba a sus hijos, empujaban, tiraban y lanzaban codazos, abrían paso a Lacey.
—¡Es ella! —resonó una voz, y las palabras alcanzaron a Lacey por detrás como una flecha. Lacey se volvió y vio al hombre de la cámara, que la señalaba con un largo dedo. Estaba al lado de un guardia de seguridad, vestido con un jersey amarillo pastel—. ¡Ésa es la niña!
Sin soltar a Amy, Lacey dio media vuelta y corrió, dejó atrás las jaulas de los monos, una laguna donde los cisnes graznaban y agitaban sus enormes e inútiles alas, altas jaulas en que resonaban los gritos de las aves selváticas. Una muchedumbre aterrorizada salía del terrario. Un grupo de escolares que habían sido presa del pánico, todos ellos vestidos con camisetas rojas idénticas, se interpusieron en el camino de Lacey, y ella intentó esquivarlos. Estuvo a punto de caer, pero logró conservar el equilibrio. El suelo estaba sembrado de restos de la huida, folletos y pequeños artículos de ropa y grumos de helado pegados al papel. Un grupo de hombres pasó a toda prisa, con la respiración agitada. Uno portaba un rifle. En alguna parte, una voz de hombre estaba diciendo, con calma robótica:
—El zoo está cerrado. Hagan el favor de dirigirse con rapidez hacia la salida más cercana. El zoo está cerrado…
Lacey corría en círculos en busca de una salida, pero no descubría ninguna. Los leones rugían. Llegaban ruidos de todas partes: de los babuinos, los suricatos y los monos que escuchaba desde su dormitorio en las noches de verano. Invadían su mente como un coro, rebotaban como el sonido de disparos, como los disparos en el campo, como la voz de su madre cuando gritaba desde la puerta: «Huye, huye lo más deprisa posible».
Se detuvo. Y entonces lo presintió. Le presintió. La sombra. El hombre que no estaba pero sí estaba. Lacey supo que iba a por Amy. Eso era lo que le decían los animales. El hombre oscuro vendría para llevar a Amy al campo donde estaban las ramas, las que Lacey había contemplado durante horas y horas, mientras yacía tendida y miraba el cielo, mientras iba virando de la noche a la mañana, y oía los sonidos de lo que le estaba pasando y los gritos que surgían de su boca. Pero había expulsado la mente de su cuerpo, a través de las ramas hacia el cielo, donde estaba Dios, y la niña del campo era otra persona, nadie a quien ella recordara, y el mundo estaba envuelto en una luz cálida que la mantendría a salvo eternamente.
Notó el sabor de la sal en su boca, pero no se debía sólo agua del tanque. Ella también estaba llorando, veía el sendero a través de un titilante velo de lágrimas, mientras sostenía ferozmente a Amy y corría. Entonces lo vio: el quiosco de chucherías. Apareció ante ella como un faro, el quiosco con el gran parasol donde había comprado los cacahuetes, y al otro lado, abierta como una boca, la amplia puerta de salida. Guardias de jersey amarillo estaban ladrando en sus walkie-talkies e indicando a la gente con señas frenéticas que saliera. Lacey respiró hondo y se adentró entre la muchedumbre, con Amy apretada contra su pecho.
Estaba a pocos metros de la salida cuando una mano le aferró un brazo. Giró en redondo: era uno de los guardias. Con la mano libre hizo un gesto a otra persona por encima de la cabeza de Lacey, al tiempo que afirmaba su presa.
«Lacey. Lacey».
—Señora, haga el favor de acompañarme…
No esperó. Se echó hacia adelante con todas las fuerzas que le quedaban, y notó que la multitud se desviaba. Detrás de ella oyó los gritos y gemidos de la gente que caía cuando ella se soltó, y al guardia que le ordenaba que se detuviera, pero ya habían atravesado la puerta y tomado el sendero que conducía al aparcamiento, mientras un aullido de sirenas se acercaba. Sudaba, tenía la respiración agitada, y era consciente de que podía caerse en cualquier momento. No sabía adónde iba, pero le daba igual.
«Lejos —pensó—, vete lejos. Corre lo más deprisa que puedas, hija. Vete lejos con Amy, lejos».
Entonces, detrás de ella, en el zoo, oyó un disparo de rifle. El sonido hendió el aire y Lacey se quedó de piedra. En el repentino silencio posterior, una furgoneta frenó delante de ella. Amy se había desplomado contra su pecho. Lacey vio que era la furgoneta que utilizaban las hermanas, la gran furgoneta azul con la que iban a la despensa y a hacer recados. La hermana Claire estaba al volante, todavía en chándal. Un segundo vehículo, un sedán negro, se detuvo detrás de ellas, al tiempo que irrumpía la hermana Arnette, procedente del asiento del pasajero de la furgoneta. A su alrededor, las multitudes corrían y los coches salían zumbando del aparcamiento.
—Lacey, ¿qué demonios…?
Dos hombres bajaron del segundo vehículo. Proyectaban oscuridad. El corazón de Lacey dio un vuelco y la voz se estranguló en su garganta. No tuvo que mirar para saber lo que eran. «¡Es demasiado tarde! ¡Todo está perdido!»
—¡No! —Empezó a retroceder—. ¡No!
Arnette la agarró del brazo.
—¡Tranquilícese, hermana!
La gente tiraba de ella. Unas manos intentaban apoderarse de la niña. Lacey resistió con todas sus fuerzas y apretó a la niña contra su pecho.
—¡No deje que lo hagan! —gritó—. ¡Ayúdeme!
—¡Hermana Lacey, estos hombres son del FBI! ¡Haga lo que le dicen!
—¡No se la lleven! —Lacey había caído al suelo—. ¡No se la lleven! ¡No se la lleven!
A fin de cuentas, era Arnette. Era la hermana Arnette quien se llevaba a Amy de su lado. Como había sucedido en el campo, mientras Lacey pataleaba, se revolvía y chillaba.
—¡Amy, Amy!
Un gran sollozo estremeció su cuerpo, y las fuerzas la abandonaron en un abrir y cerrar de ojos. Un espacio se abrió a su alrededor cuando notó que se llevaban a Amy. Oyó la vocecita de la niña que gritaba: «Lacey, Lacey, Lacey», y después el sonido apagado de las puertas del coche cuando encerraron a Amy. Oyó el ruido del motor, ruedas que giraban, y un coche que se alejaba a toda velocidad. Apoyó la cara en las manos.
—No me llevéis, no me llevéis —sollozó—. No me llevéis, no me llevéis, no me llevéis.
Claire estaba a su lado. Pasó un brazo alrededor de los hombros temblorosos de Lacey.
—No pasa nada, hermana —dijo, y Lacey comprendió que ella también estaba llorando—. No pasa nada. Ahora está a salvo.
Pero sí pasaba algo. Ella no estaba a salvo. Nadie estaba a salvo: Lacey, Claire, Arnette, la mujer del bebé, el guardia de la camisa amarilla… Nadie. Lacey lo sabía. ¿Cómo podía decirle Claire que no pasaba nada? Porque estaba pasando algo. Era lo que las voces le habían dicho durante todos estos años, desde aquella noche en el campo, cuando sólo era una niña.
«Lacey Antoinette Kudoto. Escucha. Mira».
Lo vio todo en el ojo de su mente, por fin lo vio todo: los ejércitos que avanzaban y las llamas de la batalla; las tumbas, fosas y gritos de agonía de cien millones de almas; la oscuridad que se propagaba como un ala negra que se cerniera sobre la tierra; las últimas y amargas horas de crueldad y dolor, la terrible huida final; el dominio de la muerte sobre todas las cosas, y al final, las ciudades desiertas, encalmadas por el silencio de un siglo. Esas cosas estaban a punto de suceder. Lacey lloró, y volvió a llorar. Porque, sentada en un bordillo de Memphis, en Tennessee, también veía a Amy. Su Amy, a quien Lacey no podía salvar, del mismo modo que no podía salvarse a sí misma. Amy, suspendida en el tiempo y anónima, que vagaba eternamente por el mundo olvidado y oscuro, sola y sin voz, salvo para preguntar:
«¿Qué soy? ¿Qué soy? ¿Qué soy?».