Al Sujeto Cero le pasaba algo.
Llevaba seis días seguidos sin moverse del rincón, ni siquiera para comer. Colgaba ahí, como una especie de insecto gigante. Grey lo veía por los infrarrojos, una mancha reluciente en las sombras. De vez en cuando cambiaba de postura, unos centímetros a la derecha o la izquierda, y nada más, aunque Grey nunca le había visto hacerlo. Grey alzaba la cara del monitor, o salía de Contención para ir en busca de una taza de café o fumar en la sala de descanso, y cuando volvía a mirar, descubría a Cero colgando en otro sitio.
¿Colgando? ¿Parado? Joder, ¿levitando?
Nadie le había explicado una mierda a Grey. Ni una palabra. Como, para empezar, qué era Cero. Tenía cosas que, en opinión de Grey, eran más o menos humanas. Por ejemplo, dos brazos y dos piernas. Una cabeza en el sitio donde debía estar la cabeza, además de orejas, ojos y boca. Hasta tenía algo similar a una polla colgando al sur, una especie de caballito de mar diminuto. Pero las similitudes terminaban ahí.
Por ejemplo, el Sujeto Cero brillaba. En los infrarrojos lo hacía cualquier fuente de calor. Pero la imagen del Sujeto Cero ardía en la pantalla como una cerilla encendida, casi deslumbrante. Hasta su mierda brillaba. Su cuerpo desprovisto de vello, suave y brillante como el cristal, parecía enrollado (ésa era la palabra en la que Grey pensaba, como si la piel estuviera tensada sobre pedazos de cuerda enrollada), y sus ojos eran del color naranja de los conos de autopista. Pero los dientes eran lo peor. De vez en cuando, Grey oía un leve tintineo en el audio, y sabía que era el sonido que hacía otro diente al caer de la boca de Grey al cemento. Solían desprenderse a razón de media docena al día. Iban a parar al crematorio, como todo lo demás. Una de las tareas de Grey consistía en recogerlos, y le producía escalofríos verlos, largos como las pequeñas espadas que te daban en los cócteles. Justo el trasto que se necesita para, digamos, destripar a un conejo en dos segundos.
Tenía algo que lo diferenciaba de los demás. Tampoco era tan diferente. Todos los fluorescentes eran una pandilla de hijos de la grandísima puta, y durante los seis meses que Grey había estado trabajando en el nivel 4, se había acostumbrado a su aspecto. Existían unas pocas diferencias entre ellos, por supuesto, y podías identificarlos si te esforzabas. Número Seis era un poco más bajo que los demás, Número Nueve un poco más activo, a Número Siete le gustaba comer colgado boca abajo y lo dejaba todo hecho un asco, Número Uno siempre estaba farfullando, con esos sonidos extraños que emitían, un chasquido húmedo surgido del fondo de sus gargantas, que a Grey no le recordaba a nada que conociera.
No, lo que diferenciaba a Cero era algo físico: era el efecto que obraba en ti. Grey no había encontrado una forma mejor de explicarlo. Los demás parecían tan interesados en la gente a la que veían detrás del cristal como un puñado de chimpancés en el zoo. Pero Cero no: Cero prestaba atención. Siempre que dejaban caer los barrotes, lo cual dejaba encerrado a Cero al fondo de la habitación, y Grey se embutía en su traje de protección contra riesgos biológicos y entraba a través de la esclusa para limpiar o llevar los conejos (conejos, por el amor de Dios; ¿por qué tenían que ser conejos?), una especie de sarpullido le trepaba hasta el cuello, como si una hilera de hormigas estuviera recorriéndole la piel. Ponía manos a la obra a toda prisa, sin tan siquiera levantar la vista del suelo, y cuando salía y entraba en la cámara de descontaminación, estaba cubierto de sudor y su respiración se había acelerado. Incluso ahora, con un muro de cristal de cinco centímetros de espesor colgando entre Cero y él, de manera que Grey sólo podía ver su gran trasero reluciente y los pies como garras, podía sentir que la mente de Cero vagaba por la habitación a oscuras, pescando como una red invisible.
De todos modos, Grey debía admitir que, en conjunto, el trabajo no estaba mal. Los había tenido peores. Lo habitual era que se limitase a estar sentado durante las ocho horas de turno, haciendo crucigramas, echando un vistazo al monitor de vez en cuando, introduciendo sus informes en el sistema (qué comía Cero y qué dejaba de comer, cuánto meaba y cagaba) y haciendo copias de seguridad de los discos duros cuando se saturaban tras cien horas de vídeos de Cero sin hacer nada.
Se preguntó si los demás tampoco comían. Pensó que se lo preguntaría a uno de los técnicos. Tal vez todos hubieran iniciado una huelga de hambre. Tal vez estuvieran cansados de los conejos y quisieran ardillas, marsupiales o canguros. Era curioso pensar en eso, teniendo en cuenta la forma en que comían los fluorescentes. Gray sólo se había permitido presenciar el espectáculo en una ocasión, y fue demasiado para él. Casi lo había convertido en vegetariano, pero también debía decir que eran muy escrupulosos, como si tuvieran normas para comer, empezando con el asunto del décimo conejo. ¿Quién sabía qué significaba? Si les dabas diez conejos, sólo se comían nueve, y dejaban el décimo donde estaba, como si lo reservaran para más tarde. Grey había tenido un perro que era así. Lo llamaba Osopardo, por ningún motivo concreto. No se parecía en nada a un oso, y ni siquiera era pardo, sino de un color tostado suave, con motas blancas en el hocico y el pecho. Osopardo comía la mitad exacta de su cuenco cada mañana, y se lo terminaba por la noche. Por lo general, Grey dormía cuando esto pasaba. Se despertaba a las dos o las tres de la mañana cuando oía al perro en la cocina partir el pienso entre sus dientes, y por la mañana el plato estaba limpio como una patena. Osopardo era un buen perro, el mejor que había tenido. Pero de eso hacía años. Tuvo que abandonarlo, y a esas alturas Osopardo ya estaría muerto.
Todos los trabajadores civiles, los barrenderos y algunos técnicos se alojaban en los barracones situados en el extremo sur del recinto. Las habitaciones no estaban mal, con televisión por cable y ducha caliente, y no había que pagar la factura. Nadie se movería de allí durante un tiempo, eso formaba parte del trato, pero a Grey no le importaba. Tenía todo cuanto necesitaba y la paga era buena, con dinero de las plataformas petrolíferas, que se iba acumulando en una cuenta corriente a su nombre en el extranjero. Ni siquiera pagaban impuestos, una especie de acuerdo especial para los civiles empleados a tenor de la Ley de Protección de Emergencia Nacional Federal. Un año o dos más, imaginaba Grey, y siempre que no se pasara demasiado en el economato con cigarrillos y chuches, habría ahorrado lo suficiente para poner montones de kilómetros entre él y Cero y todos los demás. Los demás barrenderos eran buena gente, pero prefería mantenerse al margen. En su habitación, por la noche, le gustaba ver el Canal Viajar o el National Geographic, para elegir lugares a los que iría cuando todo hubiera terminado. Durante un tiempo había pensado en México. Grey imaginaba que habría mucho espacio, puesto que la mitad del país daba la impresión de haberse vaciado, y ahora estaba apostado alrededor del aparcamiento de Home Depot. Pero la semana anterior había visto un programa sobre la Polinesia francesa (el agua de un azul como nunca había visto, y casitas sobre pilones), y estaba pensando en ello muy en serio. Grey tenía cuarenta y seis años y fumaba como una chimenea, de modo que, según sus cálculos, sólo le quedaban diez años para disfrutar. Su viejo, que fumaba como él, había pasado los últimos cinco años de su vida en un cochecito y respirando gracias una bombona de oxígeno, hasta que había dejado plantada a la vida un mes antes de cumplir los sesenta.
De todos modos, sería agradable abandonar el recinto de vez en cuando, aunque sólo fuera para echar un vistazo. Sabía que estaban en algún lugar de Colorado, a juzgar por las matrículas de algunos coches, y a veces alguien, tal vez un oficial o algún científico, que gozaban de permiso para ir y venir a su libre albedrío, olvidaban un ejemplar del Denver Post. De modo que, en realidad, su emplazamiento no era un gran secreto, dijera lo que dijera Richards. Un día, después de una copiosa nevada, Grey y otros barrenderos habían subido al tejado de los barracones para quitar la nieve con palas, y Grey vio, alzándose sobre la hilera de árboles nevados, lo que parecía una estación de esquí, con una telecabina subiendo poco a poco sobre la ladera de una colina, y una pendiente con diminutas figuras que bajaban. No se encontraban a más de ocho kilómetros de distancia. Era curioso ver cosas así, con una guerra en marcha y la situación mundial estando como estaba. Grey nunca había esquiado en su vida, pero sabía que también había bares y restaurantes detrás de la muralla de árboles, y cosas como jacuzzis y saunas, y gente que hablaba y bebía copas de vino entre el vapor. Lo había visto en el Canal Viajar.
Era marzo, todavía invierno, y había mucha nieve en el suelo, lo cual significaba que en cuanto el sol se ponía la temperatura descendía en picado. Esa noche también soplaba un viento desagradable, y mientras volvía a los barracones con las manos embutidas en los bolsillos y la barbilla metida en el cuello de la parka, Grey experimentó la sensación de que le estaban dando centenares de bofetadas. Todo ello lo llevó a pensar en Bora Bora, y en aquellas casitas sobre pilones. A la mierda Cero, quien por lo visto había perdido su afición por el conejo de Pascua fresco. Lo que Cero comiera o dejara de comer no era problema de Grey. Si le ordenaban que sirviera huevos a la benedictina sobre tostadas a partir de aquel momento, lo haría con una sonrisa en la cara. Se preguntó cuánto costaría una casa como aquéllas. Con una casa así, ni siquiera necesitabas instalaciones sanitarias. Te acercabas a la barandilla y hacías tus necesidades, a cualquier hora del día o de la noche. Cuando Grey trabajaba en las plataformas petrolíferas del Golfo, le gustaba hacer eso, a primera hora de la mañana o al anochecer, cuando no había nadie. Había que tener en cuenta el viento, por supuesto, pero cuando la brisa te acariciaba la espalda existían pocos placeres comparables a mear desde una plataforma situada a sesenta metros sobre el Golfo y ver el arco que describía en el aire, antes de caer desde veinte pisos al azul. Conseguía que te sintieras pequeño y grande a la vez.
Ahora toda la industria del petróleo se hallaba bajo protección federal, y daba la impresión de que toda la gente que conocía de los viejos tiempos había desaparecido. Después de lo de Minneapolis, el atentado en el depósito de crudo de Secaucus, el ataque al metro de Los Ángeles y todo lo demás, y por supuesto lo ocurrido en Irán o Iraq, o lo que fuera, toda la economía se había paralizado como una mala transmisión. Con sus rodillas, el tabaco y lo que constaba en su historial, era imposible que trasladaran a Grey a Seguridad Nacional, o adonde fuera. Llevaba en el paro casi un año entero cuando recibió la llamada. Pensó que se trataba de otro trabajo en plataformas petrolíferas, tal vez para algún proveedor extranjero. Habían conseguido que sonara así sin decirlo, y se quedó sorprendido cuando fue en coche a la dirección y descubrió un escaparate vacío en un pequeño centro comercial abandonado cerca de los parques de atracciones de Dallas, con las cristaleras embadurnadas de jabón blanco. El local había alojado un videoclub. Grey todavía pudo distinguir el nombre, Movie World West, en una fantasmal formación de letras desaparecidas sobre el mugriento estuco que había encima de la puerta. El local de al lado había sido un restaurante chino. Otro, una tintorería. El resto, era imposible saberlo. Había pasado por delante un par de veces, pensando que había anotado mal la dirección, reacio a abandonar el aire acondicionado de la camioneta para llevar a cabo una búsqueda inútil, hasta que se detuvo. Fuera debían de caer treinta y siete grados, lo típico de agosto en el norte de Texas, pero era imposible acostumbrarse, con el aire denso y maloliente, el sol brillando como la cabeza de un martillo al caer. La puerta estaba cerrada con llave, pero había un timbre. Tocó y esperó un minuto, mientras el sudor empezaba a empaparle la camisa, y entonces oyó un llavero que tintineaba al otro lado de la puerta, y el ruido metálico de la puerta al abrirse.
Habían dispuesto un pequeño escritorio y un par de archivadores al fondo. La sala estaba todavía llena de estantes vacíos que en otro tiempo habían albergado DVD, y un montón de cables enredados y otros restos colgaban de los espacios destripados del techo. Apoyada contra la pared del fondo del videoclub había una figura de cartón de tamaño natural, cubierta de una película de polvo, perteneciente a una película que Grey no pudo identificar, un tipo negro y calvo con gafas de sol envolventes, además de unos bíceps que abultaban bajo su camiseta como un par de jamones enlatados a los que estuviera intentando sacar a hurtadillas de un supermercado. Grey tampoco recordaba la película. Rellenó el formulario, pero los presentes, un hombre y una mujer, apenas le echaron un vistazo. Mientras tecleaban en el ordenador, le pidieron que meara en una taza, y después le dieron un polígrafo, pero ése era el procedimiento habitual. Se esforzó por no creer que estaba mintiendo, incluso cuando decía la verdad, y cuando le preguntaron por la condena que había cumplido en Beeville, como sabía que harían, les contó la historia sin maquillarla. No había forma de ocultarlo con los cables, y además, estaba bien documentada, sobre todo en Texas, con la página web en la que podías ver las caras de todo el mundo y lo que hiciera falta. Pero ni siquiera esto pareció suponer un problema. Daba la impresión de que ya sabían un montón de cosas sobre él, y casi todas las preguntas estaban relacionadas con su vida privada, aquello que sólo se podía averiguar preguntando. ¿Tenía amigos? (La verdad era que no). ¿Vivía solo? (¿Y cuándo no?) ¿Le quedaban familiares vivos? (Sólo una tía en Odessa a la que no veía desde hacía veinte años, y un par de primos de cuyos nombres ni siquiera estaba seguro). ¿Quiénes eran sus vecinos del aparcamiento de remolques donde vivía, en Allen? (¿Vecinos?) Etcétera, en ese plan. Todo cuanto les contó pareció complacerlos en grado sumo. Intentaban disimularlo, pero se les notaba en la cara, tan claro como un libro abierto. Cuando llegó a la conclusión de que no eran policías, se dio cuenta de que había pensado que tal vez lo fueran.
Dos días después —y sólo entonces se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaban el hombre y la mujer, y ni siquiera se acordaba de su aspecto—, iba en un avión camino de Cheyenne. Le habían explicado lo del dinero y lo de que no podría salir en un año, lo cual le convenía, y le dejaron claro que no debía decir a nadie adónde iba, cosa que, de hecho, no podía hacer: no lo sabía. En el aeropuerto de Cheyenne lo recibió un hombre con un chándal negro, a quien más tarde conocería como Richards, un tipo nervudo, que no mediría más de 1,72, con una permanente expresión malhumorada en el rostro. Richards lo acompañó hasta el bordillo. Dos hombres más, que debían de haber llegado en vuelos diferentes, estaban esperando junto a una furgoneta. Richards abrió la puerta del conductor y regresó con una bolsa de tela del tamaño de una funda de almohada. La mantuvo abierta como una boca.
—Carteras, móviles, objetos personales, fotografías, cualquier anotación, hasta el bolígrafo que les regaló el banco —les dijo—. Me da igual que sea una puta galleta de la fortuna. Todo dentro.
Vaciaron sus bolsillos, subieron sus petates a la rejilla del equipaje y entraron por el lado. Sólo cuando Richards cerró la puerta tras de sí se dio cuenta Grey de que las ventanillas estaban tintadas. Por fuera, el vehículo parecía una furgoneta normal, pero por dentro la historia era muy diferente. El compartimento del conductor estaba aislado, y el del pasajero no era más que una caja metálica con asientos de vinilo atornillados al suelo. Richards había dicho que podían presentarse por el nombre, y punto. Los otros dos hombres eran Jack y Sam. Se parecían tanto a Grey que casi era como mirarse en un espejo: tipos blancos de edad madura con el pelo rapado, manos encarnadas rollizas y bronceadas de camionero. El nombre de pila de Grey era Lawrence, pero casi nunca lo utilizaba. Se le antojó extraño pronunciarlo. En cuanto lo dijo, estrechó la mano del que se llamaba Sam y se sintió diferente, como si hubiera subido al avión de Dallas y aterrizado en Cheyenne convertido en una persona diferente.
En la oscura furgoneta era imposible decir adónde iban, y un poco mareante. Por lo que Grey sabía, podían estar dando vueltas alrededor del aeropuerto. Como no había nada que hacer o ver, todos se durmieron al cabo de poco. Cuando Grey despertó, había perdido el sentido del tiempo. También tenía unas ganas de mear espantosas. Eso era por culpa del Depo. Se levantó del asiento y golpeó con los nudillos el panel deslizante que había en la parte frontal del compartimento.
—Eh, tenemos que parar —dijo.
Richards abrió la ventanilla, lo cual permitió a Grey ver el parabrisas. El sol se había puesto. La carretera asfaltada de dos carriles estaba oscura y desierta. A lo lejos vislumbró una línea de luz purpúrea, donde el cielo se encontraba con una cordillera.
—Necesito mear —explicó Grey—. Lo siento.
Sus dos acompañantes se estaban despertando. Richards bajó la mano al suelo y pasó a Grey una botella de plástico transparente de boca ancha.
—¿Tengo que mear en esto?
—Ésa es la idea.
Richards cerró la ventanilla sin añadir nada más. Grey se sentó de nuevo en el banco y examinó la botella que sostenía. Supuso que era lo bastante grande. Pero la idea de sacarse el aparato en la furgoneta, delante de los demás hombres como si tal cosa, consiguió que todos los músculos que rodeaban su vejiga se cerraran como un nudo corredizo.
—No pienso utilizar esto —dijo el hombre llamado Sam. Tenía los ojos cerrados. Estaba sentado con las manos enlazadas sobre el regazo. Su rostro expresaba una intensa concentración—. Voy a aguantarme.
Continuaron un rato más. Grey intentó pensar en algo capaz de apartar su mente de la vejiga a punto de estallar, pero no hizo más que empeorar la situación. Experimentaba lo mismo que si un mar se meciera en su interior. Rebotaron en un bache, y el mar se estrelló contra la costa. Se oyó un gemido.
—¡Eh! —dijo, y volvió a golpear la ventanilla—. ¡Escuche! ¡Esto es una emergencia!
Richards abrió el panel.
—¿Qué pasa ahora?
—Escuche —dijo Grey, y asomó la cabeza por el estrecho espacio. Bajó la voz para que los demás no le oyeran—. No puedo. Se lo digo en serio, no puedo utilizar la botella. Haga el favor de frenar.
—Haga usted el favor de aguantarse, joder.
—Hablo en serio. Se lo suplico. No puedo… No puedo seguir así. Estoy enfermo.
Richards suspiró irritado. Sus ojos se encontraron un momento en el retrovisor, y Grey se preguntó si lo sabía.
—Quédese donde pueda verlo y no mire a su alrededor. Se lo digo muy en serio.
Frenó en la cuneta. Grey mascullaba para sus adentros.
—Vamos, vamos…
La puerta se abrió, y él bajó y se alejó corriendo de la luz de la furgoneta. Bajó dando tumbos el terraplén, mientras cada segundo hacía tictac como una bomba entre sus muslos. Grey se encontraba en una especie de prado. Un gajo de luna iluminaba el cielo, bañaba el extremo de la hierba con un resplandor gélido. Tendría que alejarse quince metros, como mínimo, o tal vez más, para que no hubiera problemas. Llegó a una cerca y, pese a sus rodillas y la presión de la vejiga, la salvó de un salto. Oyó los gritos de Richards detrás de él: «Pare de una puta vez, maldita sea», y luego repitió lo mismo a los otros dos hombres. La hierba rozaba las perneras de los pantalones de Grey y mojaba las puntas de sus botas. Un punto rojo estaba peinando el campo delante de él, pero ¿quién sabía lo que era? Percibió el olor de vacas, sintió su presencia alrededor, en algún lugar del campo. Una oleada de pánico lo invadió. ¿Y si estaban mirando?
Pero ya era demasiado tarde, tenía que hacerlo, no podía esperar ni un segundo más. Paró donde estaba, se bajó la cremallera y meó con tal intensidad hacia la oscuridad que exhaló un gemido de alivio. Nada de tibio arco dorado: el líquido salió disparado de su interior como el contenido de una boca de incendios que acabase de reventar. Meó y meó y meó un poco más. Por Dios bendito, aquélla era la sensación más maravillosa del mundo, mear así, como si le hubieran quitado un gran tapón. Casi se alegró de haber esperado tanto.
Después, todo acabó. Sus depósitos se vaciaron. Se quedó inmóvil un momento, sintió el aire frío de la noche sobre su piel expuesta. Una inmensa calma se apoderó de él, un bienestar casi celestial. El campo se extendía a su alrededor como una alfombra inmensa, y los grillos chirriaban. Sacó un Parliament del paquete que llevaba en el bolsillo del pecho, y mientras el humo llenaba sus pulmones alzó la cabeza hacia el horizonte. Apenas se había fijado antes en la luna, un gajo de luz, como un dedo recortado, suspendido sobre las montañas. El cielo estaba tachonado de estrellas.
Entonces volvió la vista en la dirección por donde había venido. Vio los faros de la furgoneta donde estaba aparcada, en la cuneta de la carretera, y a Richards esperando en chándal, con algo brillante y reluciente en la mano. Grey saltó la cerca a tiempo de ver que Jack salía también del campo, y después vio a Sam cruzar la carretera desde el otro lado. Todos llegaron a la furgoneta al mismo tiempo.
Richards estaba parado en el chorro cónico de los faros, con los brazos en jarras. Ya no tenía en la mano lo que había sostenido antes.
—Gracias —dijo Grey por encima del sonido del motor. Terminó el cigarrillo y lo tiró al pavimento—. No podía más.
—Que le den por el culo —dijo Richards—. No tiene ni idea. —Jack y Sam tenían la vista clavada en el suelo. Richards ladeó la cabeza hacia la puerta abierta de la furgoneta—. Arriba todos. Y ni una puta palabra más.
Tomaron asiento en un silencio sepulcral. Richards puso en marcha el motor y salió a la carretera. Fue entonces cuando Grey cayó en la cuenta. No tuvo que mirarlos para saberlo. Los otros dos, Jack y Sam, eran como él. Y algo más. El objeto que Richards había sujetado, que Grey suponía ahora oculto en el cinto de su chándal o en la guantera, aquella diminuta luz danzarina en la hierba, como una mota de sangre.
Grey supo que, si hubiera dado un solo paso más, Richards le habría disparado.
Una vez al mes, Grey se atizaba un chute de Depo-Povera, y cada mañana una pastilla, en forma de estrella, de espironolactona. Gray seguía ese régimen desde hacía algo más de seis años. Era una condición más de su puesta en libertad.
Y lo cierto era que le daba igual. No tenía que afeitarse tanto, por ejemplo. La espironolactona, un antiandrogénico, disminuyó el tamaño de sus testículos. Desde que empezó a tomarlo se afeitaba cada dos o tres días, y su vello era más fino y menos grueso, como cuando era pequeño. Su piel era más clara y suave, pese a que era fumador. Y, por supuesto, estaban los «beneficios psicológicos», como los había llamado el loquero de la cárcel. Ya no experimentaba aquella sensación de antes, cuando le reconcomía durante días seguidos, como si se hubiera tragado un fragmento de cristal. Dormía como un tronco y nunca recordaba lo que había soñado. Fuera lo que fuera lo que aquel día le había obligado a frenar la camioneta, quince años antes (el día en que había empezado todo), había desaparecido. Siempre que proyectaba su mente hacia aquel período de su vida, y todo lo que llegó después, aún se sentía mal. Pero incluso ese sentimiento era vago, como una foto desenfocada. Era como sentirse triste en un día de lluvia, algo que nadie podría haber evitado.
El Depo, no obstante, le producía problemas en la vejiga, porque era un esteroide. En cuanto a lo de no querer que nadie lo viera, suponía que se debía a la forma en que funcionaba su mente. El loquero se lo había dicho, y como todo lo demás, había sucedido exactamente como él había dicho. Los inconvenientes eran leves, pero Grey pasaba parte del tiempo sin mirar las cosas. Los chicos, por ejemplo, y por eso le había gustado tanto trabajar en las plataformas petrolíferas. Mujeres embarazadas. Áreas de descanso de las autopistas. Casi todo lo que echaban en la televisión, programas que veía antes sin pensárselo dos veces, no sólo cosas sexis, sino cosas como el boxeo o los telediarios. No podía acercarse a menos de doscientos metros de escuelas o ambulatorios, cosa que le convenía. Si podía evitarlo, nunca conducía entre las tres y las cuatro, y podía desviarse varias manzanas de su ruta para evitar un autobús escolar. Ni siquiera le gustaba el color amarillo. Todo era un poco raro, y no se lo podía explicar a nadie, pero le ahorraba ir a la cárcel. Más aún, le ahorraba su forma de vivir anterior, siempre con la sensación de que era una bomba a punto de estallar.
«Si mi viejo pudiera verme ahora», pensó. Tal como se sentía con los medicamentos, Grey hasta habría podido empezar a perdonarlo por lo que había hecho. El loquero de la cárcel, el doctor Wilder, había hablado mucho de perdón. «Perdón», ésa era su palabra favorita. El perdón, explicaba Wilder, era el primer paso de un largo camino, el largo camino de la recuperación. Era un camino, pero a veces era una puerta, y sólo si atravesabas esta puerta podías reconciliarte con tu pasado y hacer frente al demonio interior, el «tú malo» que hay dentro del «tú bueno». Wilder utilizaba un montón los dedos cuando hablaba, y dibujaba pequeñas comillas en el aire. Grey creía que Wilder era un saco de mierda. Debía de decir las mismas chorradas a todo el mundo. Pero Grey debía admitir que Wilder tenía razón con el rollo del «tú malo». El Grey malo era bastante real, y durante un tiempo (la mayor parte de su vida, de hecho), el Grey malo era el único que había existido. Eso era lo mejor de los medicamentos, y el motivo por el que pensaba seguir tomándolos mientras viviera, incluso después de que se cumplieran los diez años que había marcado la orden judicial: no tenía el menor deseo de volver a encontrarse con el Grey malo.
Grey avanzó con dificultad sobre la nieve hacia los barracones y cenó un plato de tacos en la cantina antes de volver a su habitación. El martes era la Noche del Bingo, pero a Grey no le entusiasmaba. Había jugado un par de veces y perdido al menos veinte dólares, y los soldados siempre ganaban, lo cual le hacía pensar que estaba trucado. De todos modos, era un juego estúpido, una simple excusa para fumar, cosa que podía hacer gratis en su habitación. Se tendió en la cama, apiló un par de almohadas debajo de la cabeza, apoyó un cenicero sobre el estómago y encendió la televisión. Muchos canales estaban bloqueados (la CNN, MSNBC, GOVTV, MTV o E!), aunque ya no los veía, y durante los anuncios la pantalla se quedaba en azul uno o dos minutos hasta que el programa se reanudaba. Zapeó hasta encontrar algo interesante, un programa en el Canal Guerra sobre la invasión aliada de Francia. A Grey siempre le había gustado la historia, había sacado muy buenas notas en el colegio. Era bueno con las fechas y los nombres, y daba la impresión de que, si te los grababas en la memoria, lo demás era coser y cantar. Estirado en la cama, todavía vestido con el mono, Grey vio la tele y fumó. En la pantalla, los soldados estaban invadiendo las playas en botes, disparaban, esquivaban obuses y lanzaban granadas. Detrás, en alta mar, enormes cañones vomitaban fuego sobre los acantilados de la Francia ocupada por los nazis. Eso sí que era una guerra, pensó Grey. Las imágenes saltaban y se veían desenfocadas la mitad del tiempo, pero en una toma Grey vio con claridad un brazo, un brazo nazi, surgiendo de la ranura de un búnker, que un simpático muchacho estadounidense acababa de rociar con un lanzallamas. El brazo estaba todo quemado y desprendía humo como una alita de pollo olvidada en la parrilla de una barbacoa. El padre de Grey había trabajado dos años como médico en Vietnam, y se preguntó qué habría dicho de algo como eso. A veces, Grey olvidaba que su padre era médico. Cuando Grey era pequeño, el tipo ni siquiera le había puesto una tirita en la rodilla, ni una sola vez.
Fumó un último Parliament y apagó la televisión. Hacía dos días, el llamado Jack y el llamado Sam se habían levantado y marchado, sin decir nada a nadie, de manera que Grey había accedido a doblar su turno. Eso le devolvería al nivel 4 a las seis de la mañana. Era una vergüenza que aquellos tipos se hubieran largado de aquella manera. Si no trabajabas todo el año, perdías el dinero. Richards había dejado claro, con palabras muy precisas, que aquel incidente no le hacía nada feliz, y que si alguien más tenía intención de abrirse, sería mejor que se lo pensara largo y tendido, muy largo y muy tendido, había dicho, mientras paseaba la vista muy despacio por la sala, como un profesor de gimnasia cabreado. Pronunció aquel pequeño discurso en el comedor durante el desayuno, y Grey mantuvo clavada la vista en sus huevos revueltos todo el rato. Suponía que lo ocurrido a Sam y Jack no era asunto suyo, y en cualquier caso la advertencia no iba dirigida a él. No iba a ir a ningún sitio, y tampoco había sido amigo de aquellos tipos. Habían hablado de esto y aquello, pero sólo para pasar el rato, y su partida significaba más dinero para Grey. Un turno de más significaba quinientos pavos extra. Si lo hacías tres veces en una semana, conseguías cien de bonificación. Mientras el dinero siguiera entrando en su cuenta corriente, con todos aquellos ceros alineados como huevos en una huevera, Grey seguiría sentado en la cima de la montaña hasta que llegara el momento de partir.
Se quitó el mono y apagó la luz. Los copos de nieve se estrellaban contra su ventana, y hacían un sonido similar al de la arena cuando se agita en una bolsa de papel. Cada veinte segundos, las persianas se iluminaban cuando el foco del perímetro oeste barría el cristal. A veces, los fármacos ponían nervioso a Grey, o le provocaban rampas en las piernas, pero un par de ibuprofenos remediaban la situación. A veces se levantaba en plena noche para fumar o para mear, pero por lo general dormía de un tirón. Intentó calmar sus pensamientos, pero se descubrió pensando otra vez en Cero. Tal vez era el brazo quemado del nazi, pero no lograba expulsar de su mente la imagen de Cero. Sus modales en la mesa no eran para tirar cohetes, y no era nada agradable presenciar su comportamiento con los conejos. Hasta la comida era la comida, y Cero no aceptaba ninguna. Se limitaba a seguir colgado como si estuviera durmiendo, aunque Grey creía que no lo estaba. El chip que le habían implantado a Cero en el cuello transmitía todo tipo de datos a la consola. Grey comprendía algunos, y otros no. Pero sabía qué aspecto debía tener alguien dormido, y éste era diferente de cuando estabas despierto. La frecuencia cardíaca de Cero siempre era la misma, 102 latidos por minuto, latido más latido menos. Los técnicos que entraban en la sala de control para leer los datos nunca decían nada al respecto, se limitaban a asentir y marcar las casillas de sus PDA. Pero esos 102 latidos le decían a Grey que Cero estaba despierto.
Y lo otro era que Cero parecía estar despierto. Grey se puso a pensar una vez más en las sensaciones que le provocaba Cero, lo cual era absurdo, pero no podía evitarlo. A Grey nunca le habían gustado mucho los gatos, pero era el mismo tipo de rollo. Un gato dormido sobre un escalón no estaba durmiendo en realidad. Un gato dormido sobre un escalón era un muelle enroscado, a la espera de que apareciese un ratón sobre el que abalanzarse. ¿Qué estaba esperando Cero? Quizá, pensó Grey, se había cansado de los conejos. Quizá quería galletas de chocolate, sándwiches mixtos o pasta gratinada. Por lo que Grey sabía, el tipo podría comer trozos de madera. Con dientudos como ése, había muchas cosas que no podía descifrar.
«Puaj, los dientes», pensó Grey con un estremecimiento, y entonces se dio cuenta de que debía hacer algo para dormir, además de estar tumbado, sumido en sus pensamientos. Ya era medianoche. Las seis de la mañana se le echarían encima como el muñeco a resorte de una caja de sorpresas, antes de que se diera cuenta. Se levantó y tomó un par de ibuprofenos, fumó un cigarrillo y vació de nuevo la vejiga por si acaso, para luego deslizarse entre las sábanas. Los focos barrieron las ventanas una, dos, tres veces. Se esforzó por cerrar los ojos e imaginar la escalera mecánica. Era un truco que Wilder le había enseñado. Grey era lo que Wilder llamaba «sugestionable», lo cual significaba que era fácil hipnotizarlo, y la escalera mecánica era lo que Wilder había utilizado para hacer eso. Tenías que imaginarte que estabas en una escalera mecánica, que bajaba poco a poco. Daba igual dónde estuviera la escalera mecánica, en un aeropuerto, un centro comercial o donde fuera, y la escalera mecánica de Grey no estaba en ningún sitio en particular. La cuestión era que se trataba de una escalera mecánica, y estaba solo, y la escalera mecánica bajaba y bajaba y bajaba, en dirección al fondo, que no era un fondo en el sentido más usado del término, ser el final de algo, sino que era un lugar iluminado por una fría luz azul. A veces era una sola escalera mecánica, en otras una serie de escaleras mecánicas más cortas que descendían de planta en planta con giros en medio. Aquella noche sólo había una. El mecanismo crujía un poco bajo sus pies. La barandilla de goma era suave y fría al tacto. Mientras bajaba por las escaleras, Grey presintió el azul que le esperaba abajo, pero no desvió la mirada para verlo, porque no era algo que se viera: salía de tu interior. Cuando te llenaba y se apoderaba de ti, sabías que te habías dormido.
«Grey».
La luz ya lo había inundado, pero lo curioso era que no se trataba de una luz azul. La luz era de un color naranja cálido, y latía como un corazón. Parte de su cerebro dijo: «Estás dormido, Grey, estás dormido y soñando». Pero otra parte, la que habitaba en el sueño, hizo caso omiso. Avanzó bajo la luz anaranjada pulsátil.
«Grey. Estoy aquí».
La luz era diferente ahora, dorada. Grey estaba en el establo, en la paja. Ese sueño era un recuerdo, aunque no exactamente. Estaba cubierto de paja, ya que había rodado sobre ella, se le pegaba a los brazos, la cara y el pelo, y el otro chico estaba con él, su primo Roy, que no era su primo de verdad, pero él lo llamaba así, y Roy también estaba cubierto y reía. Habían estado revolcándose, como si hubieran peleado, y después la sensación cambió, de la manera en que cambia una canción. Percibía el olor de la paja, y de su sudor mezclado con el de Roy, y todo ello se combinaba en sus sentidos para crear el olor de una tarde de verano cuando era pequeño. Roy le decía en voz baja: «Tranquilo, quítate los vaqueros, yo también me quitaré los míos, no vendrá nadie. Haz lo mismo que yo, yo te enseñaré cómo se hace, no hay nada igual en el mundo». Grey se arrodilló a su lado en la paja.
«Grey. Grey».
Y Roy tenía razón: no había nada igual. Era como trepar por una cuerda en clase de gimnasia, pero mejor, como un gran estornudo acumulado en su interior, que empezaba desde abajo y subía atravesando todos los pasillos, callejones y canales de su interior. Cerró los ojos y dejó que la sensación se hiciera más intensa.
«Sí. Sí. Escucha, Grey. Me voy a correr».
Pero Roy ya no estaba con él. Grey oyó el rugido y después los pasos en la escalerilla, como si la canción cambiara de nuevo. Vio a Roy por última vez por el rabillo del ojo, y estaba todo quemado y echaba humo. Su padre estaba utilizando el cinturón, el negro grueso, no necesitaba verlo para saberlo, y sepultó la cara en la paja mientras el cinturón caía sobre su espalda desnuda, golpeando y desgarrando la carne, una y otra vez. Y después, algo más, más profundo, que lo desgarraba por dentro.
«Te gusta esto, es esto lo que te gusta, yo te enseñaré, ahora cállate y recibe».
Ese hombre… no era su padre. Grey lo recordó entonces. Y no sólo por el cinturón que estaba utilizando, pues quien lo utilizaba no era su padre: éste había sido reemplazado por ese hombre, «el hombre llamado Kurt que será tu padre a partir de ahora», y por la sensación de que le destrozaban por dentro, tal como su auténtico padre se había destrozado a sí mismo en el asiento delantero de su camioneta la mañana en que cayó la nevada. Grey no debía de tener más de seis años cuando ocurrió. Despertó una mañana, antes que los demás, la luz de su cuarto flotaba con una ingravidez refulgente, y enseguida supo lo que lo había arrancado del sueño, la nieve que había caído por la noche. Apartó la manta y descorrió las cortinas de su ventana, y parpadeó al ver el suave brillo del mundo. ¡Nieve! Nunca nevaba; no en Texas. A veces helaba, pero no era lo mismo, no era como la nieve que veía en los libros y en la tele, esa maravillosa manta blanca, la nieve de patinar y esquiar, de ángeles de nieve, castillos de nieve y hombres de nieve. Su corazón saltó maravillado en su pecho, a causa de las posibilidades y la novedad, este gozoso regalo imposible que se presentaba detrás de su ventana. Tocó el cristal y sintió que el frío se pegaba a las yemas de sus dedos, una repentina intensidad, como una corriente eléctrica.
Se alejó a toda prisa de la ventana y se puso los vaqueros, embutió sus pies descalzos en las zapatillas de deporte, sin tan siquiera molestarse en atar los cordones. Si había nieve fuera, tenía que salir enseguida. Bajó por las escaleras hasta la sala de estar. Era domingo por la mañana. Se había celebrado una fiesta la noche anterior, había habido gente por toda la casa, conversaciones y voces que él había oído desde su habitación, y el olor de los cigarrillos que todavía impregnaba el aire como una nube grasienta. Arriba, sus padres dormirían durante horas.
Abrió la puerta principal y salió al porche. La atmósfera era fría y silenciosa, y olía como a colada limpia. Aspiró el aroma.
«Grey. Mira».
Fue entonces cuando vio la camioneta de su padre. Estaba aparcada como siempre en el camino de entrada, pero había algo diferente. Grey vio una mancha de color rojo oscuro, como un chorro pulverizado de pintura, en la ventanilla del conductor, que estaba más oscura y más roja debido a la nieve. Reflexionó sobre lo que estaba viendo. Podía ser una especie de broma que su padre le hubiera gastado para tomarle el pelo, en plan juguetón, para que viera algo raro y gracioso cuando se levantara por la mañana, antes de que se despertaran los demás. Bajó las escaleras del porche y cruzó el patio. La nieve inundó sus zapatillas, pero mantuvo los ojos clavados en la camioneta, pues ahora se sentía preocupado, como si no fuera la nieve lo que le hubiera arrancado del sueño, sino otra cosa. La camioneta estaba en marcha, y arrojaba una mancha gris de gases de escape sobre el camino nevado. El parabrisas estaba cubierto de calor y humedad. Vio una forma oscura apretada contra la ventanilla, donde estaba la mancha roja. Sus manos eran pequeñas y carentes de fuerza, pero lo había conseguido, había abierto la puerta de la camioneta. Y cuando lo hizo, su padre se desplomó sobre la nieve.
«Grey. Mira. Mírame».
El cuerpo había aterrizado boca arriba. Un ojo miraba a Grey, aunque en realidad no veía nada. Grey lo supo al instante. El otro ojo había desaparecido. También lo había hecho todo el lado de la cara, como si lo hubieran puesto del revés. Grey sabía lo que era la muerte. Había visto animales (marsupiales, mapaches, y a veces gatos e incluso perros) aplastados en la cuneta de la carretera, y eso era así. Un asunto concluido. La pistola todavía estaba en la mano de su padre, con el dedo engarfiado a través del pequeño hueco, tal como le había enseñado un día a Grey en el porche. «¿Notas lo pesada que es? Nunca apuntes con una pistola a nadie». Había sangre por todas partes, mezclada con otras cosas, como fragmentos de carne y trozos blancos de algo triturado, sobre la cara y la chaqueta de su padre, el asiento de la camioneta y la parte interior de la puerta, y Grey percibió el olor, tan intenso que tuvo la impresión de que permeaba el interior de su boca como una pastilla disuelta.
«Grey, Grey. Estoy aquí».
La escena empezó a cambiar. Grey notó que algo se movía a su alrededor, como si la tierra se estuviera tensando. Había algo diferente en la nieve, la nieve había empezado a moverse, y cuando levantó la cara para mirar, ya no vio nieve, sino conejos: miles y miles de conejos blancos y suaves, todos los conejos del mundo, tan apretados entre sí que alguien podría atravesar el patio sin tocar el suelo. El patio estaba plagado de conejos. Y volvieron su dulce cara hacia él, lo miraron con sus ojos negros, porque lo conocían, y sabían lo que habían hecho, no a Roy, sino a los demás, a los niños que volvían andando a casa de la escuela con su mochila, los rezagados, los que iban solos. Y fue entonces cuando Grey supo que ya no era su papá quien yacía en el charco de sangre. Era Cero, y Cero estaba en todas partes, Cero estaba dentro de él, desgarrando y sajando, lo estaba destripando como a los conejos, y abrió la boca para chillar, pero no surgió ningún sonido.
«Grey Grey Grey Grey Grey Grey».
En su despacho del nivel 2, Richards estaba sentado delante de su terminal, absorto en una partida de Carta Blanca. La mano número 36.592, debía admitirlo, le estaba planteando graves dificultades. Ya la había jugado una docena de veces, se había acercado bastante pero nunca había conseguido descubrir cómo construir sus columnas, cómo deshacerse de los ases cuando lo necesitaba, cómo liberar los ochos rojos. En ese sentido, le recordaba un poco la partida 14.172, que también dependía de los ochos rojos. Había tardado casi un día entero en ganarla.
Pero todas las partidas se podían ganar. En eso consistía la belleza de los solitarios de Carta Blanca. Las cartas estaban repartidas, y si las examinabas bien, si efectuabas los movimientos correctos, uno tras otro, tarde o temprano la partida era tuya. Un victorioso clic del ratón y todas las cartas se alineaban en columnas. Richards nunca se cansaba, lo cual era bueno, porque aún le quedaban 91.048 partidas por disputar, contando la que estaba jugando. Había un crío de doce años en el estado de Washington que afirmaba haber ganado todas las manos por orden, incluida la 64.523, en algo menos de cuatro años. Eso significaba 88 partidas al día, todos los días, incluidos Navidad, Año Nuevo y el Cuatro de Julio, de modo que, suponiendo que el crío se tomara un día libre de vez en cuando, para hacer cosas propias de críos o pillar una buena gripe, el número real debía de ascender a unas cien. Richards lo consideraba imposible. ¿No iba nunca al colegio? ¿No hacía los deberes? ¿Cuándo dormía el muy hijo de puta?
El despacho de Richards, como todos los espacios subterráneos del recinto, era poco más grande que una caja fluorescente, todo bombeado y filtrado. Hasta la luz parecía reciclada. Eran poco más de las dos y media de la mañana, pero Richards dormía menos de cuatro horas por noche, desde hacía años, de modo que no hizo caso. En la pared, encima de su mesa de trabajo, tres docenas de monitores con la hora sobreimpresa mostraban hasta el último rincón del recinto, desde los guardias que se estaban congelando el culo en la puerta principal hasta el comedor desierto, con sus mesas vacías y dispensadores de bebidas dormidos, pasando por las zonas de control de sujetos, dos pisos más abajo, con su cargamento luminoso y contagioso. Y más abajo, descendiendo otros quince metros de roca, las pilas nucleares que proporcionaban energía a toda la instalación y mantendrían las luces encendidas, la savia vital en movimiento, durante otros cien años, década más, década menos. Le gustaba tenerlo todo donde pudiera verlo de un vistazo, donde pudiera leerlo como las cartas. Entre las cinco y las seis de la mañana recibirían una entrega, y suponía que lo mejor sería que se quedase despierto hasta entonces. Se tardaba unas dos horas en tramitar un sujeto, a lo sumo. Si era necesario, ya dormitaría después ante su escritorio.
Entonces, en la pantalla del ordenador, vio la respuesta. Estaba debajo del seis: la reina negra que necesitaba para mover la jota y liberar el dos, y así sucesivamente. Un par de clics y todo acabó. Las cartas saltaron en la pantalla como los dedos de un pianista volando sobre los teclados.
¿Quieres jugar otra vez?
«Ya lo creo que quiero».
Porque el juego era el estado natural del mundo. Porque el juego era la guerra, siempre lo era, ¿y cuándo no había una guerra en marcha, en algún sitio, para mantener empleados a hombres como Richards? Los últimos veinte años habían sido amables con él, una estupenda partida sobre la mesa con sólo buenas noticias de las cartas. Sarajevo, Albania y Chechenia. Afganistán, Iraq e Irán. Siria, Pakistán, Sierra Leona, Chad. Filipinas, Indonesia. Nicaragua y Perú.
Richards recordaba el día (aquel glorioso y terrible día) en que vio los aviones estrellarse contra las torres, la imagen repetida en interminables bucles. Las bolas de fuego, los cuerpos que caían, la licuefacción de miles de millones de toneladas de acero y hormigón, las nubes de polvo gigantescas. La inyección de dinero del nuevo milenio, el reality show definitivo, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Richards estaba en Yakarta cuando sucedió, ni siquiera podía recordar por qué. Había pensado en aquel mismo momento…, no, lo había sentido en los huesos. Había sido una certeza pura, inquebrantable. Había que dar a los militares algo con lo que entretenerse, o empezarían a dispararse entre ellos. Pero a partir de aquel día, la antigua forma de hacer las cosas terminó. La guerra (la guerra real, la que se libraba desde hacía miles de años y seguiría durante otros miles de años más), la guerra entre Nosotros y Ellos, entre los Poseedores y los Desposeídos, entre mis Dioses y tus Dioses, fueran quienes fueran, la librarían hombres como Richards, hombres en cuyos rostros no te fijabas y de quienes luego te olvidabas, vestidos de camareros, taxistas o carteros, con silenciadores ocultos en la manga. La librarían madres jóvenes empujando cinco kilos de C-4 en cochecitos de bebé y colegialas que subirían al metro con frascos de gas sarín ocultos en sus mochilas de Hello Kitty. Se libraría desde el suelo de camionetas de reparto, habitaciones de hoteles anónimos cercanos a aeropuertos, y desde cuevas de las montañas en medio de ninguna parte. Se libraría en andenes de tren y cruceros, en centros comerciales, cines y mezquitas, en el campo y en la urbe, en la oscuridad y a plena luz del día. Se libraría en nombre de Alá, o del nacionalismo kurdo o los judíos, por Jesucristo o por los Yankees de Nueva York. (Los motivos no habían cambiado, y nunca cambiarían, pues todo se reducía, una vez eliminabas las chorradas, a los beneficios trimestrales de alguien y a quién debía sentarse dónde). Pero ahora la guerra estaba por todas partes, hacía metástasis como un millón de células maníacas que corrían como locas por todo el planeta, y todo el mundo participaba en ella.
Por eso Noé poseía cierta lógica en sus comienzos. Richards había participado en el proyecto desde el principio, desde el primer comunicado de Cole, que en paz descansase, pedazo de mierda. Supo que se trataba de algo importante cuando Cole fue a verlo a Ankara, de eso hacía cinco años. Richards estaba sentado a una mesa junto a la ventana cuando Cole entró, con un maletín que no debía de contener más que un móvil y un pasaporte diplomático. También llevaba una camisa hawaiana debajo del traje caqui, un estupendo detalle, como salido de una novela de Graham Greene. Richards estuvo a punto de echarse a reír. Pidieron una cafetera y Cole empezó a hablar, su cara animada por el entusiasmo. Cole procedía de una pequeña ciudad de Georgia, pero todos aquellos años en Princeton y Andover le habían tensado los músculos de la mandíbula, gracias a lo cual hablaba como si Bobby Kennedy estuviera imitando a Robert E. Lee. El tipo tenía unos dientes estupendos, además, dientes de la Ivy League, rectos como una verja y tan blancos que podías leer a su luz en una habitación a oscuras.
—Pues bien —empezó Cole—, piensa en la bomba atómica, en cómo lo cambió todo por el mero hecho de tenerla. Hasta que los rusos consiguieron la suya en 1949, el mundo era nuestro y podíamos hacer lo que nos diera la gana. Durante cuatro años reinó la Pax-Americana, chincha y rabia. Ahora, por supuesto, todo dios está fabricando una en el sótano, y al menos un centenar de ojivas oxidadas de la era soviética deambulan de un lado a otro en el mercado libre, y sólo sabemos de la existencia de ésas, y claro, India y Pakistán han hecho estallar las respectivas con todas las chorradas de rigor, un millón de gracias, tíos, habéis hecho incinerar a cien mil personas por un quítame allá esas pajas, un día como otro cualquiera en el despacho del subsecretario de la Guerra en Terra.
—Pero esto… —dijo Cole, y bebió café—. Nadie más puede hacer esto. Es el nuevo proyecto Manhattan. Es más grande que aquello. No puedo entrar en detalles, todavía no, pero, por ejemplo, piensa en la mismísima forma humana utilizada como arma. Piensa en el estilo de vida americano como algo absolutamente duradero. Permanente, para ser exactos.
Por eso Cole había ido a verlo. Necesitaba a alguien como Richards, explicó, alguien al margen de las normas, pero no sólo eso. Alguien práctico, con aptitudes prácticas. Aptitudes con la gente, diría él. Tal vez no justo entonces, pero sí en los meses venideros, cuando las piezas empezasen a conformar un todo. La seguridad era fundamental. La seguridad ocupaba el primer lugar en la lista de Cole. Por eso había viajado desde tan lejos con aquella ridícula camisa hawaiana. Para conseguir el sí. Para colocar en su sitio esa pieza del rompecabezas.
Todo habría salido a pedir de boca si las cosas hubieran ido de acuerdo con su plan, pero no fue así, ni por asomo, empezando con el hecho de que Cole estaba muerto. Muchas personas habían muerto, en realidad, y algunas… Bien, costaba saber dónde estaban. Sólo tres personas habían salido vivas de la selva, sin contar a Fanning, quien ya iba camino de estar…, bien, ¿qué? Más de lo que Cole había esperado, de eso estaba seguro. Podrían haber rescatado más supervivientes, pero la orden de Armas Especiales era clara: quien no consiguiera llegar al helicóptero de evacuación medicalizado era hombre muerto. El misil que silbó sobre las montañas se encargó de eso. Richards se preguntó qué habría dicho Cole de haber sabido que no se contaría entre de ellos.
Para entonces, para cuando Fanning estuvo a buen recaudo, Lear en Colorado, y todo lo ocurrido en Sudamérica borrado del sistema, Richards había averiguado de qué iba el rollo. EML, de Envejecimiento Muy Lento. Richards tenía que reconocer el mérito a quien lo había inventado. EML, de Estúpida Manía [de poner] Letras [iniciales]. Un virus, o mejor dicho, una familia de virus, ocultos en el mundo, en aves, monos o en el asiento sucio de un retrete. Un virus capaz, con las mejoras adecuadas, de devolver el pleno funcionamiento al timo. Richards había leído los primeros escritos de Lear, los que habían llamado la atención de Cole, el primero en Science y el segundo en Journal of Paleovirology, en el que lanzaba la hipótesis de la existencia de «un agente capaz de alargar de manera significativa la vida humana y aumentar el vigor físico, como ha sucedido en momentos trascendentales de la historia humana». Richards no necesitaba un doctorado en microbiología para saber que se trataba de un rollo peligroso: un rollo de vampiros, aunque nadie había utilizado jamás esa palabra en Armas Especiales. Si no lo hubiera escrito un científico de la talla de Lear, un microbiólogo de Harvard, nada menos, todo habría sonado como salido de las páginas de Noticias del Mundo. Pero de todos modos, el pensar en ello te tocaba la fibra. De niño, Richards había leído historias de ese tipo, no sólo en tebeos (Tales from the Crypt, Dark Shadows y toda la pesca), sino el original de Bram Stoker, y también había visto películas. Un montón de estupideces y sexo deficiente, incluso entonces se había dado cuenta, y sin embargo, ¿no tocaban cierta fibra sensible, o despertaban recuerdos? Los dientes, el ansia de sangre, la unión inmortal con la oscuridad… ¿Y si no eran fantasías, sino recuerdos, incluso un instinto, la sensación, grabada desde hacía eones en el ADN humano, de algún oscuro poder que residía en el animal humano? Tal vez un poder que podía ser reactivado, mejorado y controlado.
Eso era lo que Lear había creído, y Cole también. Una fe que los había conducido a la selva boliviana, en busca de un puñado de turistas muertos. Tal y como descubrieron, un puñado de turistas no muertos (a Richards no le gustaba la expresión, pero tampoco se le ocurría una mejor, pues, al fin y al cabo, «no muerto» era una descripción bastante acertada del estado en que se encontraban) que habían matado (descuartizado, en realidad) a lo que quedaba del equipo de investigadores, a todos salvo a Lear, Fanning, uno de los soldados y un joven estudiante graduado llamado Fortes. De no haber sido por Fanning, todo aquello se habría echado a perder.
Lear. Había que compadecer al tipo. Era probable que todavía pensara que estaba intentando salvar al mundo, pero había tirado por la ventana aquel sueño en el momento en que se había acostado con Cole y Armas Especiales. Y para ser sincero, era difícil saber lo que Lear pensaba últimamente. El tipo nunca salía del nivel 4, dormía en su laboratorio, en un catre sudado, y se preparaba las comidas en un calientaplatos. Era probable que no hubiera visto el sol desde hacía un año. Al principio, Richards había escarbado un poco y desenterrado cierto número de datos interesantes. El «Objeto 1» había sido la necrológica de la esposa de Lear en el Boston Globe, con fecha de seis meses antes de que Cole fuera a verlo a Ankara, un año antes del desastre de Bolivia. Elizabeth Macomb Lear, de cuarenta y un años, graduada en Smith, licenciada en Berkeley, y doctorada en Chicago. Profesora de inglés en el Boston College, editora asociada de Renaissance Quarterly, autora de Los monstruos de Shakespeare: Transformación bestial y el primitivo momento moderno (Cambridge University Press, 2009). Una larga batalla contra el linfoma, etcétera. También había una foto. Richards no habría dicho que Elizabeth Lear fuera un bombonazo, pero sí era bastante bonita, aunque un poco anoréxica. Una mujer seria, de ideas serias. Al menos, no había críos de por medio. Era probable que la radio y la quimio lo hubieran descartado.
Por lo tanto, y en esencia, ¿hasta qué punto el Proyecto Noé se podía reducir a la historia de un hombre abatido que se encierra en un sótano e intenta reparar la muerte de su esposa?
Cinco años después y quién sabía cuántos cientos de millones tirados por la ventana, todo cuanto podían exhibir a cambio de sus problemas eran unos trescientos monos muertos, un número indeterminado de perros y monos, media docena de sin techo muertos y once antiguos inquilinos del corredor de la muerte que brillaban en la oscuridad y acojonaban a todo el mundo. Al igual que los monos, los primeros sujetos humanos habían muerto al cabo de pocas horas, ardiendo de fiebre y sangrando como bocas de riego reventadas. Pero después, el primer presidiario, Babcock, había sobrevivido. (Giles Babcock era un chiflado como pocos. Todo el mundo en el nivel 4 lo llamaba el Charlatán, porque el tipo era incapaz de cerrar la boca un segundo, ni antes ni después). A Babcock lo siguieron Morrison, Chávez, Baffes y el resto, y cada perfeccionamiento debilitaba más el virus, de manera que los cuerpos de los presidiarios podían combatirlo. Once vampiros (¿por qué no utilizar la palabra?) que no servían de nada a nadie, en opinión de Richards. Sykes había confesado que no estaba seguro de poder matarlos, a menos que les lanzaran una granada propulsada en la garganta. EML, de Eh, Murciélago, Laméntate. El virus había transformado su piel en una especie de exoesqueleto con base de proteínas, tan duro que el Kevlar parecía mantequilla. Ese material sólo se podía perforar por encima del esternón, una zona de unos siete centímetros cuadrados. Pero incluso eso era teoría.
Y los fluorescentes rebosaban de virus. Seis meses antes, un técnico se había contagiado. Nadie pudo explicar cómo. Pero en un momento dado se encontraba bien, y al siguiente estaba vomitando sobre su protector facial y contorsionándose en el suelo. Y si Richards no lo hubiera visto en el monitor y aislado el nivel, quién sabe lo que habría podido pasar. Sólo tuvo que esterilizar la cámara y contemplar la muerte del hombre, y después llamar para que limpiaran. Creía que el técnico se llamaba Samuels, o Samuelson. Daba igual. Los limpias salieron libres de virus, y después de setenta y dos horas de cuarentena, Richards había abierto el nivel.
No dudaba ni por un momento de que desenchufaría cuando llegara el momento, si llegaba. El Protocolo Elizabeth. Richards reconocía el mérito de la persona que había elegido el nombre, si aquélla era su idea de una broma. El nombre era Cole en estado puro, cosecha de Cole, se podía decir, puesto que Cole ya no era Cole. Bajo aquel exterior de club de campo atildado siempre había latido el corazón de un auténtico discípulo de Maquiavelo. Elizabeth, por el amor de Dios. Sólo Cole habría podido ponerle el nombre de la esposa fallecida del tipo.
Richards presentía que todo iba a la deriva. Parte del problema residía en lo mortalmente aburrido que resultaba todo. No podías dejar caer a ochenta hombres en el interior de una montaña sin nada que hacer salvo contar pieles de conejo, y encima pedirles que se estuvieran quietos y mantuvieran la boca cerrada para siempre.
Y, además, estaban los sueños.
Richards también los tenía, o al menos eso creía. Nunca se acordaba bien. Pero a veces despertaba con la sensación de que había pasado algo extraño por la noche, como si se hubiera ido inopinadamente de viaje y acabara de regresar. Era lo que había pasado con los dos reclusos que habían desertado. Lo de los castrati había sido idea de Richards, y durante un tiempo había funcionado a pedir de boca. Nunca se había topado con un puñado de tipos tal dóciles, todos ellos dulces como Buda, y cuando la partida acabara por fin, nadie los iba a echar en falta. Los dos barrenderos, Jack y Sam, habían huido del recinto escondidos dentro de un par de cubos de basura. Cuando Richards los localizó a la mañana siguiente, ocultos en un motel de la cadena Red Roof que estaba contiguo a la carretera interestatal, a treinta kilómetros de distancia, a la espera de ser capturados, sólo podían hablar de eso, de los sueños. La luz anaranjada, los dientes, y las voces que los llamaban por sus nombres desde el viento. Estaban como putas cabras. Durante un rato se quedó sentado en el borde de la cama y los dejó hablar: eran dos delincuentes sexuales de edad madura, con la piel suave como la cachemira y los testículos del tamaño de uvas, que se sonaban con la mano y farfullaban como críos. En cierto modo era conmovedor, pero sólo podías escuchar algo semejante durante un tiempo limitado. «Es hora de marchar, muchachos —dijo Richards—. No pasa nada, nadie está enfadado con vosotros», y los condujo a un lugar que conocía, un bonito paraje con la vista de un río, con el fin de enseñarles el mundo que estaban a punto de abandonar, y les pegó sendos tiros en la frente.
Ahora Lear quería una cría. Hasta Richards tuvo que pararse a pensar en ello. Una cosa era el puñado de sin techo alcohólicos y de condenados a muerte con los que estaban trabajando, todos ellos humanos desechables en opinión de Richards, pero… ¿una niña? Sykes le había explicado que estaba relacionado con la glándula timo. Cuanto más joven, dijo a Richards, mejor para combatir el virus, para conducirlo a una especie de estasis. Lear estaba trabajando en ello. Obtendrían todos los beneficios, pero ninguna de las secuelas desagradables. ¡Secuelas desagradables! Richards se permitió una carcajada. Daba igual que en sus vidas humanas anteriores los fluorescentes hubieran sido hombres como Babcock, que le habían rebanado el pescuezo a su madre por un quítame allá ese pase de autobús. Por lo tanto, quizá estaba relacionado también con eso: Lear quería hacer borrón y cuenta nueva, alguien que todavía no tuviese el cerebro lleno de morralla. Por lo que Richards sabía, la siguiente vez pediría un bebé.
Y Richards había hecho los deberes. Unas cuantas semanas de indagaciones, hasta que había encontrado al sujeto adecuado: una Juana Nadie caucásica, de unos seis años, abandonada como una mala costumbre en un convento de Memphis por una madre que debía de estar demasiado agobiada para importarle. «No está fichada», le había dicho Sykes, y esa niña, Juana Nadie, de unos seis años de edad, era un milagro caído del cielo. El lunes, no obstante, estaría al cuidado de los servicios sociales, y ya podían despedirse de su trasero de seis años. Eso dejaba un margen de cuarenta y ocho horas para apoderarse de ella, suponiendo que la madre no volviera a reclamarla, como si fuera una maleta extraviada. En cuanto a las monjas, bien, Wolgast encontraría la forma de manejarlas. Ese tipo sería capaz de vender lámparas de rayos ultravioleta en un pabellón de enfermos de cáncer. Lo había demostrado con creces.
Richards se volvió para echar un vistazo a los monitores. Todos los niños estaban arrebujados en sus camas. Daba la impresión de que Babcock estaba farfullando como de costumbre, y su garganta se movía como la de una rana. Richards conectó el audio y escuchó un momento los chasquidos y gruñidos, mientras se preguntaba, como siempre, si significarían algo. «Dejadme salir de aquí», «Me apetecen unos conejos ahora mismo» o «Richards, lo primero que haré cuando salga de aquí es ir a por ti, hermano». El propio Richards hablaba una docena de idiomas (los europeos habituales, pero también turco, farsi, árabe, ruso, tagalo, hindú, y hasta un poco de swahili), y a veces, cuando escuchaba a Babcock en el monitor, tenía la clara sensación de que había palabras en el revoltijo, mutiladas y revueltas, aunque no pudiera enseñar a su oído a comprenderlas. Pero en esa ocasión sólo escuchó ruidos.
—¿No puedes dormir?
Richards se volvió y vio a Sykes en la puerta, sosteniendo una taza de café. Llevaba el uniforme, pero con la corbata desanudada y los faldones de la chaqueta fuera. Se pasó la mano por el pelo ralo y dio vuelta a una silla para sentarse de cara a Richards.
—Exacto —dijo Sykes—. Yo tampoco.
Richards pensó en preguntarle acerca de sus sueños, pero no lo hizo. La pregunta era irrelevante. Podía leer la respuesta en la cara de Sykes.
—No duermo —dijo—. No mucho, al menos.
—Sí, bien. —Sykes se encogió de hombros—. Claro que no. —Como Richards no dijo nada, ladeó la cabeza hacia los monitores—. ¿Todo está tranquilo abajo?
Richards asintió.
—¿Alguien más ha salido a pasear a la luz de la luna?
Se refería a Jack y Sam, los barrenderos. No era propio de Sykes mostrarse sarcástico, pero tenía derecho a estar exaltado. Cubos de basura, por el amor de Dios. Se suponía que los centinelas debían inspeccionar todo lo que entraba y salía, pero eran unos críos, alistados por el procedimiento habitual. Se comportaban como si todavía estuvieran en el instituto, porque eso era todo cuanto sabían. Tenías que estar siempre encima de ellos, y Richards había dejado que las cosas se relajaran.
—He hablado con el oficial de día. No creo que vaya a olvidar nunca la conversación.
—¿No vas a decirme qué fue de esos chicos?
Richards no tenía nada que decir al respecto. Sykes lo necesitaba, pero era imposible que llegara a caerle bien, o que consiguiera su aprobación.
Sykes se levantó y se acercó a los monitores. Ajustó el aumento y enfocó el de Cero.
—Eran amigos —dijo—. Lear y Fanning.
Richards asintió.
—Eso me han dicho.
—Sí, bien. —Sykes respiró hondo, con los ojos clavados en Cero—. Menuda forma de tratar a los amigos.
Sykes se volvió a mirar a Richards, quien seguía sentado ante su terminal. Daba la impresión de que Sykes llevaba dos días sin afeitarse, y sus ojos, que entornaba bajo la luz fluorescente, parecían nublados. Por un momento pareció un hombre que había olvidado dónde estaba.
—¿Y nosotros? —preguntó a Richards—. ¿Somos amigos?
Eso era nuevo para Richards. Los sueños de Sykes debían de ser peores de lo que imaginaba. ¡Amigos! ¿Qué más daba?
—Claro —dijo Richards, y se permitió otra sonrisa—. Somos amigos.
Sykes lo miró otro momento.
—Pensándolo mejor —dijo—, quizá no sea tan buena idea. —La desechó con un ademán—. Gracias, de todos modos.
Richards sabía lo que estaba preocupando a Sykes: la niña. Sykes tenía un par de críos, dos chicos ya adultos. Ambos se habían formado en West Point como su padre. Uno trabajaba en el Pentágono, en algo de inteligencia, y el otro en una unidad de tanques estacionada en el desierto de Arabia Saudita, y Richards pensó que tal vez habría también nietos de por medio. Quizá Sykes lo había mencionado de pasada, pero no solían hablar de esas cosas. En cualquier caso, lo de la niña no iba a sentarle bien. La verdad era que a Richards le importaba un bledo lo que Lear pidiera, fuera lo que fuera.
—Deberías dormir un poco —dijo Richards—. Tenemos admisión dentro de… —consultó su reloj— tres horas.
—Puede que me quede levantado. —Sykes se acercó a la puerta, donde se volvió y miró de nuevo a Richards con expresión preocupada—. Entre tú y yo, y si no te importa que lo pregunte, ¿cómo has conseguido que lo traigan tan deprisa?
—No fue difícil. —Richards se encogió de hombros—. Lo subí a un transporte de tropas que salía de Waco. Un puñado de reservistas, pero hace las veces de corredor federal. Aterrizaron en Denver poco después de medianoche.
Sykes arrugó el entrecejo.
—Corredor federal o no, es demasiado rápido. ¿Tienes alguna idea sobre a qué vienen tantas prisas?
Richards no lo sabía con certeza. La orden había llegado del enlace en Armas Especiales. Pero si tuviera que hacer cábalas, habría apostado a que estaba relacionado con el catre sudado, el calientaplatos incrustado de sopa y un año sin sol o aire puro, con las pesadillas, el Red Roof y toda la pesca. Joder, si reflexionabas sobre la situación con detenimiento (algo que no se molestaba en hacer desde hacía mucho tiempo), todo debía de remontarse a la bonita e intelectual Elizabeth Macomb Lear, la larga lucha contra el cáncer, etcétera.
—Pedí un favor y Langley se encargó de la purga. Sistema completo, de cabo a rabo. En un sentido amplio, Carter ya no es nadie. No podría comprar ni un paquete de chicles.
Sykes frunció el ceño
—Nadie es nadie. Siempre hay alguien interesado.
—Es posible. Pero este tipo se acerca.
Sykes se quedó mirando un momento más en la puerta, sin decir nada. Los dos sabían qué significaba aquel silencio.
—Bien —concluyó—. De todos modos, no me gusta. Si tenemos un protocolo es por algo. Tres prisiones, treinta días, y después los traemos.
—¿Es una orden?
Era una broma, en realidad. Sykes no podía darle órdenes. El que pudiera era una ficción que Richards sólo toleraba.
—No, olvídalo —dijo Sykes, y disimuló un bostezo con el dorso de la mano—. ¿Qué quieres que hagamos, devolverlo? —Tamborileó en la pared con la mano—. Llámame cuando llegue la furgoneta. Estaré arriba, despierto.
Qué curioso: cuando Sykes se marchó, Richards descubrió que le habría gustado que se quedara. Tal vez fueran amigos, en cierto sentido. Richards había tenido malos trabajos en el pasado. Sabía que había un momento en que el tono cambiaba así, como si hubieras dejado un vaso de leche fuera de la nevera durante demasiado tiempo. Te descubrías hablando como si nada importara, como si todo hubiera terminado ya. Era el momento en que te empezaba a gustar la gente, lo cual suponía un problema. Después de eso, las cosas se iban al carajo muy deprisa.
Carter no era nadie especial, era otro presidiario más cuya única moneda de cambio era su vida. Pero la niña… ¿Qué podía querer Lear de una niña de seis años?
La atención de Richards volvió a los monitores. Levantó los auriculares. Babcock había vuelto al rincón, sin dejar de farfullar. Era curioso: Babcock tenía algo que siempre lo reconcomía. Era como si Richards le perteneciera, como si Babcock fuera dueño de un fragmento de él. No podía quitarse de encima aquella sensación. Richards podía pasarse horas escuchando a aquel individuo. A veces se quedaba dormido delante de los monitores, todavía con los auriculares encasquetados.
Consultó de nuevo su reloj, a sabiendas de que no debía, pero incapaz de reprimirse. Acababan de dar las tres. No estaba de humor para otra partida de cartas, con independencia de lo que hiciera aquel hijo de puta de Seattle, y las horas de espera a que la furgoneta entrara en el recinto se abrieron de repente ante él como una boca que podía engullirlo por completo.
No opuso resistencia. Ajustó el volumen y se dispuso a escuchar, mientras se preguntaba qué estaban intentando comunicarle los sonidos que oía.