La hermana Lacey Antoinette Kudoto no sabía cuáles eran los deseos de Dios. Pero sabía que deseaba algo.
Hasta donde podía recordar, el mundo le había hablado así, en murmullos y susurros: en el susurro de las hojas de palmera que movía el viento del mar sobre el pueblo donde creció; en el sonido del agua fría que corría sobre las piedras en el arroyo de detrás de su casa, e incluso en los sonidos de los hombres cuando trabajaban, en los motores y las máquinas y las voces del mundo humano. Sólo era una niña, apenas seis o siete años, cuando había preguntado a la hermana Margaret, quien dirigía la escuela del convento de Port Loko, qué estaba oyendo, y la hermana rió.
—Lacey Antoinette, me sorprendes. ¿No lo sabes? —Bajó la voz y acercó la cara a la de Lacey—. Es nada más y nada menos que la voz de Dios.
Pero lo sabía. En cuanto lo dijo la hermana comprendió que siempre lo había sabido. Nunca habló a nadie más de la voz. A juzgar por la forma en que le había hablado la hermana, era como si sólo ellas dos lo supieran, pues le dijo que lo que oía en el viento y las hojas, en el mismo hilo de la existencia, era algo privado entre ambas. Había temporadas, que a veces duraban semanas o incluso un mes, en que la sensación disminuía y el mundo volvía a convertirse en un lugar corriente, hecho de cosas corrientes. Ella creía que así percibía el mundo la mayoría de la gente, incluso las personas más cercanas a ella, sus padres, hermanas y amigas del colegio. Vivían toda la vida en una prisión de monótono silencio, un mundo sin voz. Esa certeza la entristeció hasta tal punto que fue incapaz de dejar de llorar durante días seguidos, y sus padres la llevaron a un médico, un francés de largas patillas que chupaba caramelos con olor a alcanfor, el cual la palpó, examinó y tocó arriba y abajo con el disco frío como el hielo de su estetoscopio, pero no descubrió nada malo. «Es terrible, es terrible vivir así, siempre solo», pensó ella. Pero un día iba camino del colegio a través de campos de cocoteros, o estaba cenando con sus hermanas, o no hacía nada en absoluto sino que se limitaba a mirar una piedra del suelo o yacía despierta en la cama, y la oía de nuevo: la voz que no era una voz exactamente, que llegaba de su interior y también de todas partes, un susurro que daba la impresión de no estar hecho de sonido, sino de luz, que se movía con tanta suavidad como la brisa sobre el agua. Cuando cumplió dieciocho años e ingresó en la congregación, supo qué era aquello que la llamaba por el nombre.
—Lacey —le dijo el mundo—. Lacey: escucha.
Y entonces la oyó, tantos años después y a un océano de distancia, sentada en la cocina del convento de las Hermanas de la Misericordia de Memphis, en Tennessee.
Había encontrado la nota en la mochila de la niña poco después de que madre se marchara. Algo había inquietado a Lacey, y cuando miró a la niña comprendió lo que era: la mujer no le había dicho cómo se llamaba la niña. No cabía duda de que era su hija: el mismo pelo oscuro, la misma piel pálida y las largas pestañas que se curvaban hacia arriba en los extremos, como si una leve brisa las elevara. Era bonita, pero resultaba imprescindible peinarle el pelo (tenía marañas gruesas como las de un perro), y había dejado la chaqueta sobre la mesa, como si estuviera acostumbrada a salir pitando de los sitios. Parecía sana, aunque un poco delgada. Los pantalones eran demasiado cortos, y estaban acartonados a causa de la tierra. Cuando la niña terminó de comer, hasta la última miga, Lacey se sentó a su lado. Le preguntó si llevaba algo en la mochila con lo que quisiera jugar, o un libro que pudieran leer juntas, pero la niña, que no había dicho ni una palabra, se limitó a asentir y se la entregó. Lacey examinó la mochila, que era de color rosa y tenía unos personajes de dibujos animados pegados en la superficie (sus enormes ojos negros le recordaron los de la niña), y recordó lo que la mujer le había dicho, que llevaba a su hija al colegio.
Abrió la cremallera de la mochila y encontró dentro un conejo de peluche, un par de bragas y calcetines, además de un cepillo de dientes en un estuche, y una caja de barras de cereales con sabor a fresa, medio vacía. No había nada más en la mochila, pero entonces reparó en el bolsillo de fuera. Lacey comprendió que era demasiado tarde para ir al colegio. La niña no llevaba comida ni libros. Contuvo el aliento y abrió la cremallera del bolsillo. Encontró la hoja de papel doblada. «Lo siento. Se llama Amy. Tiene seis años».
Lacey la contempló durante largo rato. No las palabras, que eran muy claras. Lo que miraba era el espacio que rodeaba las palabras, una página sin nada. Tres breves frases eran todo cuanto la niña tenía para explicar quién era. Tres frases y los pocos objetos que había en la bolsa. Era casi lo más triste que Lacey Antoinette Kudoto había visto en su vida, de manera que ni siquiera pudo llorar.
Era absurdo perseguir a la mujer. A esas alturas, ya debía de estar muy lejos. Además, ¿qué haría Lacey si la encontraba? ¿Qué le diría? «Creo que ha olvidado algo». «Creo que ha cometido un error». Pero no había error posible. La mujer había hecho exactamente lo que se había propuesto, Lacey lo tenía muy claro.
Dobló la nota y la guardó en el bolsillo profundo de su falda.
—Amy —dijo, y como la hermana Margaret había hecho tantos años antes en el patio del colegio de Port Loko, acercó su cara a la de la niña y sonrió—. ¿Te llamas Amy? Es un nombre muy bonito.
La niña paseó la mirada a su alrededor con rapidez, casi de una manera furtiva.
—¿Puedo coger a Peter?
Lacey pensó un momento. ¿Un hermano? ¿El padre de la niña?
—Por supuesto —respondió—. ¿Quién es Peter, Amy?
—Está en la bolsa —dijo la niña.
Lacey se sintió aliviada. La primera petición que le hacía la niña era sencilla y fácil de satisfacer. Sacó el conejo de la mochila. Era de felpa aterciopelada, con algunas peladuras, un conejito de ojos negros y brillantes y orejas rígidas gracias a un alambre. Lacey lo entregó a Amy, quien lo depositó sobre su regazo sin grandes contemplaciones.
—Amy —empezó otra vez—, ¿adónde ha ido tu madre?
—No lo sé.
—¿Y Peter? —preguntó Lacey—. ¿Peter lo sabe? ¿Me lo podría decir?
—No sabe nada —contestó Amy—. Es un peluche. —La niña frunció el ceño de repente—. Quiero volver al motel.
—Dime, Amy, ¿dónde está ese motel?
—No debo decirlo.
—¿Es un secreto?
La niña asintió, con los ojos clavados en la superficie de la mesa. Un secreto tan profundo que ni siquiera podía decir que era un secreto, pensó Lacey.
—No puedo acompañarte al motel si no me dices dónde está, Amy. ¿Es eso lo que quieres? ¿Ir al motel?
—Está en la carretera transitada —explicó la niña, y le tiró de la manga.
—¿Vives allí con tu madre?
Amy no dijo nada. Tenía una forma de no mirar ni hablar, de estar sola con ella misma en presencia de otra persona, que Lacey jamás había visto. Aquello resultaba incluso aterrador. Cuando la niña lo hacía, era como si ella, Lacey, se hubiera esfumado.
—Tengo una idea —anunció Lacey—. ¿Quieres jugar a algo, Amy?
La niña la miró con escepticismo.
—¿A qué?
—Yo lo llamo secretos. Es fácil de jugar. Yo te cuento un secreto, y tú me cuentas uno. ¿Lo ves? Un trueque, mi secreto a cambio de tu secreto. ¿Qué te parece?
La niña se encogió de hombros.
—Bien.
—Muy bien. Empezaré yo. Allá va mi secreto. Una vez, cuando era muy pequeña, como tú, huí de casa. Fue en Sierra Leona, de donde yo vengo. Estaba muy enfadada con mi madre, porque no me dejaba ir a una feria si antes no hacía los deberes. Yo estaba muy emocionada con esa feria, porque había oído que hacían ejercicios con caballos, y yo estaba loca por los caballos. Seguro que a ti también te gustan los caballos, ¿verdad, Amy?
La niña asintió.
—Supongo.
—A todo el mundo le gustan los caballos. Pero a mí… ¡Yo estaba enamorada de ellos! Para demostrarle lo muy enfadada que estaba, me negué a hacer los deberes, y ella me envió a la cama sin cenar. ¡Cómo me enfadé! Paseé de un lado a otro de la habitación como una loca. Después, pensé que, si me fugaba, ella lamentaría haberme tratado así. A partir de entonces me dejaría hacer lo que me diera la gana. Yo era muy tonta, porque me lo creí a pies juntillas. De modo que aquella noche, después de que mis padres y mis hermanas se hubieran dormido, me fui de casa. No sabía adónde ir, de modo que me escondí en los campos que había detrás de nuestro patio. Hacía mucho frío y estaba muy oscuro. Tenía la intención de quedarme allí toda la noche, y por la mañana oiría a mi madre llamarme por el nombre, cuando despertara y no me encontrara. Pero no pude hacerlo. Me quedé en los campos durante un rato, pero al final tuve demasiado frío y me asusté. Volví a casa y me metí en la cama, y nadie supo nunca que me había ido. —Miró a la niña, que la estaba mirando con mucha atención, y forzó una sonrisa—. Nunca había contado esto a nadie, hasta ahora. Eres la primera en saberlo. ¿Qué te parece?
La niña miraba ahora a Lacey, atenta.
—¿Volviste a casa?
Lacey asintió.
—Ya no estaba tan enfadada. Por la mañana, todo me parecía un sueño. Ni siquiera estaba segura de que hubiera sucedido de verdad, aunque ahora, muchos años después, sé que pasó. —Palmeó la mano de Amy para darle ánimos—. Ahora te toca a ti. ¿Tienes algún secreto que contarme, Amy?
La niña bajó la cara y no dijo nada.
—¿Ni siquiera uno pequeño?
—Creo que ella no va a volver —dijo Amy.
Los agentes de policía que atendieron la llamada, un hombre y una mujer, tampoco obtuvieron ningún resultado. La agente, una corpulenta mujer blanca de pelo tan corto como el de un hombre, habló con la niña en la cocina, mientras que el otro agente, un apuesto negro de rostro barbilampiño y enjuto, tomó nota de la descripción de la madre que hizo Lacey. La ametralló a preguntas, pero Lacey intuyó que las hacía porque era su deber. ¿Parecía nerviosa? ¿Estaba borracha o drogada? ¿Cómo iba vestida? ¿Había visto Lacey el coche? Tampoco creía que la madre de la niña fuera a aparecer. Anotó sus respuestas con un lápiz diminuto en una libreta que, en cuanto terminaron, devolvió al bolsillo del pecho del uniforme. En la cocina hubo un destello de luz: la agente había tomado una foto a Amy.
—¿Quiere llamar a Protección de Menores, o prefiere que lo hagamos nosotros? —preguntó el policía a Lacey—. Porque, siendo usted quien es, sería lógico esperar. No serviría de nada integrarla en el sistema ahora mismo, sobre todo durante el fin de semana, si no le importa que se quede aquí. También ficharemos a la niña en la base de datos de niños desaparecidos. No es descartable que la madre vuelva, aunque si lo hace, será mejor que retenga a la niña y nos llame.
Pasaban unos minutos del mediodía. Las otras hermanas regresarían a la una de la despensa de la comunidad, donde habían dedicado la mañana a llenar las estanterías y repartir alimentos y cereales enlatados, salsa de espaguetis y pañales. Lo hacían todos los martes y viernes. Pero Lacey había estado incubando un resfriado durante toda la semana (incluso después de tres años en Memphis, aún no se había acostumbrado a los inviernos húmedos), y la hermana Arnette le había dicho que se quedara, porque era absurdo que su estado de salud empeorase. Era muy propio de la hermana Arnette tomar decisiones de ese tipo, aunque Lacey se había sentido perfecta al despertar.
Miró al agente y tomó una decisión sobre la marcha.
—Lo haré —dijo.
Por eso, cuando las hermanas volvieron, Lacey no fue capaz de decirles la verdad sobre la chica.
—Ésta es Amy —les dijo, mientras se quitaban las chaquetas y las bufandas en el vestíbulo—. Su madre es amiga mía, y ha tenido que ir a ver a un pariente enfermo, así que Amy pasará el fin de semana con nosotras.
Le sorprendió la facilidad con que le salió. No tenía práctica en el engaño, pero las palabras se ordenaron con rapidez en su mente y llegaron a sus labios sin el menor esfuerzo. Mientras hablaba miró a Amy, sin saber si la delataría, pero vio un destello de complicidad en los ojos de la niña. Lacey comprendió entonces que aquella niña estaba acostumbrada a guardar secretos.
—Hermana —dijo la anciana hermana Arnette con su tono de perpetua desaprobación—, me alegra ver que ha ofrecido nuestra ayuda a esta niña y a su madre, pero también es cierto que tendría que haberme consultado antes.
—Lo siento muchísimo —dijo Lacey—. Fue una emergencia. Sólo será hasta el lunes.
La hermana Arnette examinó a Lacey, y después a Amy, quien estaba de pie con la espalda apoyada contra la falda plisada de Lacey. Mientras las miraba, la hermana Arnette se quitó los guantes, un dedo cada vez. El frío aire del exterior todavía remolineaba en el espacio cerrado del vestíbulo.
—Esto es un convento, no un orfanato. No es un lugar apropiado para niños.
—Lo entiendo, hermana. Y lo siento muchísimo. No tuve más remedio que hacerlo.
Transcurrió otro instante. «Dios bendito —pensó Lacey—, ayúdame a querer a esta persona más de lo que hago. La hermana Arnette es brusca y pagada de sí misma, pero también es tu sierva, como yo».
—De acuerdo —dijo por fin la hermana Arnette, y exhaló un suspiro de irritación—. Hasta el lunes. Alójela en la habitación libre.
Fue entonces cuando la hermana Lacey se preguntó por qué. ¿Por qué había mentido, y por qué lo había hecho con tanta facilidad, como si no fuera una mentira, en el sentido más amplio de lo que es verdad y lo que no es verdad? Su historia estaba plagada de lagunas. ¿Qué pasaría si la policía volvía, o telefoneaba, y la hermana Arnette descubría lo que había hecho? ¿Qué pasaría el lunes, cuando tuviera que llamar al condado? Sin embargo, esos problemas no la asustaban. La niña era un misterio que Dios les había enviado, y no sólo a ellas, sino a ella. A Lacey. Su trabajo consistía en descubrir cuál era la respuesta a este misterio, y al mentir a la hermana Arnette (aunque aquello no había sido necesariamente una mentira, se dijo; ¿quién podía afirmar que la madre no había ido a ver a un pariente enfermo?), se había concedido el tiempo necesario para desvelarlo. Tal vez por eso había mentido con tal facilidad. El Espíritu Santo había hablado por su mediación, la había inspirado con la llama de una verdad diferente, más profunda, y lo que había dicho era que la niña tenía problemas y necesitaba que Lacey la ayudara.
Las demás hermanas se pusieron contentas. Nunca tenían visitas, o muy pocas veces, y éstas siempre eran religiosas, de sacerdotes u otras monjas. Pero una niña… Eso era algo nuevo. En cuanto la hermana Arnette subió a su habitación, todas empezaron a hablar al mismo tiempo. ¿Cómo había conocido la hermana Lacey a la madre? ¿Cuántos años tenía Amy? ¿Qué le gustaba hacer?, ¿comer, ver la tele o vestirse? Estaban tan emocionadas que apenas repararon en lo poco que hablaba Amy, en que, de hecho, apenas había dicho nada. Era Lacey la que hablaba por ambas. Para comer, a Amy le apetecían hamburguesas y perritos calientes (sus platos favoritos) con patatas fritas y helado de chocolate. Le gustaba dibujar, colorear y hacer manualidades, y le gustaba ver películas de princesas, y los conejos, si tenían alguno. Necesitaría ropa. Su madre, con las prisas, había olvidado la maleta de la niña, tan preocupada estaba por su misión caritativa (en Arkansas, cerca de Little Rock; la abuela de la niña era diabética y tenía problemas cardíacos), y cuando hubo dicho que iría a casa a buscarla, Lacey insistió en que ella se encargaría de la cría. Vertía las mentiras con tan buena disposición sobre unos oídos tan ansiosos de creerlas que, al cabo de una hora, daba la impresión de que cada hermana contaba con una versión algo diferente de la misma historia. La hermana Louise y la hermana Claire fueron con la furgoneta a Piggly Wiggly a buscar hamburguesas, perritos calientes y patatas fritas, y después al Wal-Mart, en busca de ropa, películas y juguetes. En la cocina, la hermana Tracy se dispuso a planificar la cena, y anunció que no sólo tendría las hamburguesas, perritos calientes y helados prometidos, sino que al helado lo acompañaría una tarta de chocolate de tres pisos. (Todas esperaban con ansia los viernes, el día en que la hermana Tracy cocinaba. Sus padres eran propietarios de un restaurante en Chicago, y antes de que entrara en la orden había estudiado en Cordon Bleu). Hasta la hermana Arnette pareció contagiarse del ambiente general, y se sentó con Amy y las demás hermanas en el estudio para ver La princesa prometida mientras preparaban la cena.
Durante todo ese tiempo, la hermana Lacey tenía su pensamiento puesto en Dios. Cuando terminó la película, que fue muy elogiada por todo el mundo, y la hermana Louise y la hermana Claire se llevaron a Amy a la cocina para enseñarle algunos de los juguetes que habían comprado en Wal-Mart (libros para colorear, lápices de colores, pegamento, cartulina, una caja con las mascotas de Barbie, que a la hermana Louise le había costado quince minutos liberar de su prisión del paquete de plástico con todos sus accesorios, peines y cepillos para los perros, y platos diminutos para el resto), Lacey subió las escaleras. En el silencio de su cuarto rezó para desentrañar ese misterio, el misterio de Amy, a la espera de que la voz que surgiera de su interior le comunicara cuál era Su voluntad, pero cuando elevó su mente a Dios, sólo experimentó la sensación de una pregunta sin respuesta concreta. Sabía que era una más de las formas que Dios elegía para hablar a la gente. Su voluntad era inescrutable casi siempre, y aunque esto resultaba frustrante, y sería estupendo que, de vez en cuando, decidiera hacer más explícitos Sus designios, las cosas no funcionaban así. Aunque la mayoría de las hermanas rezaban en la pequeña capilla situada detrás de la cocina, y Lacey también lo hacía, reservaba sus plegarias más enardecidas para cuando estaba a solas en su cuarto. Ni siquiera se arrodillaba, sino que se sentaba a su mesa o en la esquina de su estrecha cama. Depositaba las manos sobre el regazo, cerraba los ojos y enviaba su mente lo más lejos posible (desde la infancia, la había imaginado como una cometa al extremo de un hilo, que se iba elevando a medida que soltabas hilo), y luego esperaba a ver qué pasaba. Ahora, sentada en la cama, envió la cometa lo más alto que fue capaz, el imaginario ovillo de hilo cada vez más pequeño en su mano, la cometa apenas una mota de color en el cielo, pero lo único que sintió fue el viento del paraíso que la impulsaba, una fuerza de gran poder contra una cosa tan pequeña.
Después de la cena, las hermanas volvieron a la sala de estar para ver un programa de televisión, una serie sobre un hospital que habían seguido todo el año, y la hermana Lacey acompañó a Amy a su habitación para hacer la cama. Eran las ocho de la noche. Por lo general, las hermanas se acostaban a las nueve, para levantarse a las cinco de la mañana y rezar las oraciones matutinas, y Lacey supuso que sería un horario adecuado para una niña de la edad de Amy. La bañó, le restregó el pelo con champú de frambuesas y un poco de suavizante para las marañas, y después lo peinó para que quedara liso y lustroso. Su intenso tono negro se hizo más pronunciado a cada movimiento del peine, y después bajó la ropa sucia a la lavandería. Cuando volvió, Amy se había puesto el pijama que la hermana Claire le había comprado aquella tarde en el Wal-Mart. Era rosa, con un dibujo de estrellas y lunas de rostros sonrientes, hecho de un material que crujía y brillaba como la seda. Cuando Lacey entró en la habitación, vio que Amy se miraba las mangas con expresión perpleja frente al espejo. Eran demasiado largas, y le colgaban como a un payaso sobre las manos y los pies. Lacey se las arremangó. Mientras miraba, Amy se cepilló los dientes, devolvió el cepillo al estuche y se volvió a mirarla.
—¿Voy a dormir aquí?
Habían pasado tantas horas desde la última vez que oyó la voz de la niña, que no estaba segura de haber oído bien la pregunta. Escudriñó la cara de la niña. La pregunta, aunque extraña, tenía sentido.
—¿Por qué tendrías que dormir en el cuarto de baño, Amy?
La niña clavó la vista en el suelo.
—Mamá dice que tengo que estar callada.
Lacey no supo qué deducir de esto.
—No, claro que no. Dormirás en tu cuarto. Está al lado del mío. Te lo enseñaré.
La habitación estaba limpia y vacía, con las paredes desnudas y una cama, una cómoda y un pequeño escritorio. Ni siquiera había una alfombra en el suelo que le proporcionara algo de calidez, y Lacey pensó que debería hacer algo al respecto. Al día siguiente preguntaría a la hermana Arnette si podía comprar una pequeña alfombra para ponerla al lado de la cama, para que los pies de Amy no tuvieran que tocar las frías tablas por la mañana. Acomodó a Amy bajo las mantas y se sentó en el borde del colchón. A través del suelo oyó el tenue zumbido de la televisión de abajo, y el crujido de las cañerías que se dilataban detrás de las paredes, y fuera, el viento que acariciaba las hojas de los robles y los arces en marzo, y el runrún del tráfico nocturno en Poplar Avenue. El zoo se encontraba a dos manzanas detrás del convento, al final del parque. Las noches de verano, cuando las ventanas estaban abiertas, oían a veces a los monos que chillaban en sus jaulas. A Lacey le resultaba extraño y maravilloso, a tantos miles de kilómetros de casa, pero cuando fue al zoo descubrió que era un lugar horrible, como una cárcel. Los rediles eran pequeños, los felinos estaban encerrados en jaulas desnudas, detrás de muros de plexiglás, y los elefantes y las jirafas tenían las patas encadenadas. Todos los animales parecían deprimidos. La mayoría apenas podían moverse, y toda la gente que iba a verlos era grosera y ruidosa, y dejaba que sus hijos arrojaran palomitas de maíz a través de los barrotes para que los animales se fijaran en ellos. Era más de lo que Lacey podía soportar, y se había ido a toda prisa, al borde de las lágrimas. Le partía el corazón ver cómo se podía tratar a las criaturas de Dios con tamaña crueldad, con una indiferencia tan despiadada, sin ningún motivo.
Pero ahora, sentada en el borde de la cama, pensó que a Amy tal vez le gustaría. Tal vez nunca había estado en un zoo. Mientras Lacey no pudiera hacer nada por aplacar los sufrimientos de los animales, no parecía pecado, segundo error acumulado al primero, acompañar a una niña, que había conocido tan poca felicidad en su vida, a verlos. Por la mañana se lo consultaría a la hermana Arnette, cuando preguntara lo de la alfombra.
—Ya está —dijo, y ajustó la manta de Amy. La niña estaba tendida muy quieta, casi como si tuviera miedo de moverse—. Sana y salva. Si necesitas algo, estoy al lado. Mañana haremos algo divertido, ya verás. Las dos.
—¿Puedes dejar la luz encendida?
Lacey le dijo que sí. Después, se alzó y le dio un beso en la frente. El aire que las rodeaba olía como a mermelada, debido al champú.
—Me gustan tus hermanas —dijo Amy.
Lacey sonrió. Con todo lo que había pasado, no había pensado que se produciría aquel malentendido.
—Sí. Bien. Es difícil de explicar. En realidad, no somos hermanas, en la forma que estás pensando. No tenemos los mismos padres. Pero somos hermanas, de todos modos.
—Pero ¿cómo es posible?
—Hay otras maneras de ser hermanas. Somos hermanas en espíritu. Somos hermanas a los ojos de Dios. —Acarició la mano de Amy—. Hasta la hermana Arnette.
Amy frunció el ceño.
—Tiene mal humor.
—Sí, pero ella es así. Y se alegra de que estés aquí. Todo el mundo se alegra. Creo que ninguna se había dado cuenta de cuántas cosas nos habíamos perdido hasta que tú llegaste. —Tocó de nuevo la mano de Amy y se levantó—. Bien, basta de cháchara. Tienes que dormir.
—Prometo que no diré nada.
Lacey se detuvo en la puerta.
—No es necesario.
Aquella noche, Lacey soñó. En el sueño volvía a ser una niña, en los campos que había detrás de su casa. Estaba acurrucada bajo una palmera baja, cuyas largas hojas eran como una tienda a su alrededor, y le lamían la piel de la cara y los brazos. Sus hermanas también estaban allí, aunque no exactamente: sus hermanas estaban huyendo. Detrás de ellas oyó hombres, o mejor dicho, los intuyó, intuyó su oscura presencia. Oyó el tableteo de las armas de fuego y los gritos de su madre, diciéndoles: «Huid, niñas, lo más deprisa que podáis», aunque ella, Lacey, estaba petrificada de miedo. Tenía la sensación de haberse transformado en una nueva sustancia, una especie de madera viviente, y era incapaz de mover un músculo. Oyó más disparos, acompañados de destellos de luz, que cercenaron la oscuridad como un cuchillo. En aquellos instantes vio todo cuanto la rodeaba: su casa, los campos y los hombres que los atravesaban, hombres que hablaban como soldados pero que no iban vestidos de soldados, y barrían el suelo con los cañones de sus rifles. El mundo se le apareció como una serie de fotogramas. Tenía miedo, pero no podía apartar la vista. Tenía las piernas y los pies mojados, pero no sentía frío, sino calor. Comprendió que se había meado encima, aunque no lo recordaba. Notó el sabor amargo del humo en la nariz y la boca, y del sudor, y de algo más, que conocía pero no podía identificar. Era el sabor de la sangre.
Entonces, lo notó: había alguien cerca. Uno de los hombres. Oyó la respiración agitada en su pecho, sus pasos escrutadores. Percibió el olor del miedo y la ira, que su cuerpo proyectaba como vapor reluciente. «No te muevas, Lacey —dijo la voz, feroz y abrasadora—. No te muevas». Cerró los ojos, sin atreverse a respirar. Su corazón latía con tanta fuerza como si se hubiera convertido en eso, un corazón palpitante. La sombra del hombre cayó sobre ella, pasó sobre su cara y su cuerpo como una gran ala negra. Cuando volvió a abrir los ojos, se había marchado. Los campos estaban vacíos, y ella estaba sola.
Despertó sobresaltada y aterrorizada. Pero al mismo tiempo que tomaba conciencia de dónde estaba, notó que el sueño se hacía pedazos en su interior. Dobló una esquina y la perdió de vista. El roce de las hojas sobre su piel. Una voz, susurrante. Un olor, como de sangre. Pero ahora, incluso eso se había esfumado.
Entonces sintió algo más. Había alguien en la habitación con ella. Se sentó con brusquedad y vio a Amy de pie en la puerta. Lacey consultó su reloj. Era medianoche. Sólo había dormido un par de horas.
—¿Qué pasa, hija? —preguntó con dulzura—. ¿Te encuentras bien?
La niña entró en la habitación. Su pijama brilló a la luz de la farola situada ante la ventana de Lacey, de modo que su cuerpo parecía envuelto en estrellas y lunas. Lacey se preguntó por un momento si la niña sería sonámbula.
—¿Has tenido una pesadilla, Amy?
Pero Amy no dijo nada. En la oscuridad, Lacey no podía ver la cara de la niña. ¿Estaba llorando? Apartó el edredón para hacerle sitio.
—Ven aquí —dijo Lacey.
Sin decir palabra, Amy subió a la estrecha cama y se acostó a su lado. Su cuerpo desprendía oleadas de calor. No era fiebre, pero tampoco se trataba de algo normal. Brillaba como ascuas.
—No tienes nada que temer —dijo Lacey—. Aquí estás a salvo.
—Quiero quedarme —dijo la niña.
Lacey comprendió que no se refería a la habitación, ni a la cama de Lacey. Se refería a algo permanente, a quedarse a vivir. Lacey no supo qué responder. El lunes tendría que contar la verdad a la hermana Arnette, no le quedaba más remedio. Ignoraba qué sería después de las dos. Pero ahora lo comprendió con claridad: al mentir acerca de Amy, los destinos de ambas habían quedado unidos.
—Ya veremos.
—No se lo diré a nadie. No dejes que se me lleven.
Lacey sintió un escalofrío de miedo.
—¿Quién, Amy? ¿Quién se te va a llevar?
Amy no dijo nada.
—Procura no preocuparte —dijo Lacey. Rodeó a Amy con el brazo y la acercó a ella—. Duerme. Tenemos que descansar.
Pero en la oscuridad, durante horas y horas, Lacey se quedó despierta, con los ojos abiertos de par en par.
Eran más de las tres de la mañana cuando Wolgast y Doyle llegaron a Baton Rouge, donde se desviaron hacia el norte, en dirección a la frontera del estado de Misisipi. Doyle había conducido durante el primer tramo, encargado del volante desde Houston hasta un poco al este de Lafayette, mientras Wolgast intentaba dormir. Poco después de las dos habían parado en Waffle House, fuera de la autopista, para cambiar de sitio, y desde entonces, Doyle apenas se había movido. Lloviznaba, lo suficiente para cubrir de vaho el parabrisas.
Al sur se hallaba el distrito industrial federal de Nueva Orleans, que Wolgast se alegró de esquivar. Sólo pensar en él le deprimía. Había ido una vez a Nueva Orleans, un viaje al Mardi Gras con amigos de la universidad, y al instante se había sentido cautivado por la energía desenfrenada de la ciudad, su permisividad vibrante, su agudo sentido de la vida. Durante tres días apenas había dormido, ni sentido la necesidad de hacerlo. Una mañana se había encontrado en el Preservation Hall (que, pese a su nombre, era poco más que una chabola, donde hacía más calor que en la boca del infierno), escuchando a un cuarteto de jazz que tocaba «St. Louis Blues», y cayó en la cuenta que llevaba sin dormir casi cuarenta y ocho horas. El aire de la sala era tan pegajoso como el de un invernadero. Todo el mundo bailaba, iba de un lado a otro y daba palmas, una multitud de todas las edades y colores. ¿En qué otro lugar podías estar escuchando a seis negros viejos, ninguno de ellos menor de ochenta años, tocando jazz a las cinco de la mañana? Pero después, el Katrina se abalanzó sobre la ciudad en 2005, y el Vanessa unos años después, un huracán de categoría 5 que llegó empujado por vientos de 270 kilómetros por hora, con olas de nueve metros de altura, y ahí acabó todo. Ahora, la ciudad era poco más que una gigantesca refinería de petróleo, rodeada de tierras bajas inundadas tan contaminadas que el agua de sus hediondas lagunas podía fundirte la piel de la mano. Nadie vivía dentro de la ciudad propiamente dicha. Hasta el cielo que la cubría tenía prohibido el acceso, patrullado por un escuadrón de cazas de combate de la base aérea Keesler, de Biloxi. Toda la zona estaba rodeada de vallas y patrullada por fuerzas del Departamento de Seguridad Nacional en traje de campaña. Al otro lado del perímetro, con un radio de 15 kilómetros en todas direcciones, estaba el distrito urbano de N. O., un mar de remolques utilizados en otro tiempo para los evacuados, pero que ahora servía como gigantesca instalación de almacenamiento humano, la cual daba cobijo a los miles de trabajadores que hacían funcionar el complejo industrial de la ciudad, día y noche. Era poco más que una gran pocilga al aire libre, un cruce entre un campamento de refugiados y un puesto de avanzada fronterizo del Salvaje Oeste. Entre las fuerzas de la ley se sabía que la tasa de asesinatos en el interior de N. O. era monstruosa, pero como oficialmente no era nada parecido a una ciudad, y ni siquiera formaba parte del estado, no se informaba sobre este hecho.
Ahora, poco antes de amanecer, el puesto de control de la frontera del estado de Misisipi apareció ante ellos, una aldea centelleante de luces en la oscuridad previa al alba. Incluso a esa hora, las colas eran largas, sobre todo de camiones cisterna que se dirigían al norte, hacia San Luis o Chicago. Guardias con perros, contadores geiger y largos espejos montados sobre palos se movían arriba y abajo de las colas.
Wolgast paró detrás de un tráiler con cortinas de Sam Bigotes y una pegatina en el parachoques que rezaba: ECHO DE MENOS A MI MUJER, PERO SÉ QUE PUEDO MEJORAR.
Doyle se removió a su lado y se frotó los ojos. Se incorporó y paseó la vista a su alrededor.
—¿Ya hemos llegado, papi?
—Es un punto de control. Vuelve a dormir.
Wolgast salió de la cola y frenó ante el uniforme más cercano. Bajó la ventanilla y enseñó sus credenciales.
—Agentes federales. ¿Puede hacernos pasar?
El guardia era sólo un crío, con la cara fofa y sembrada de espinillas. El chaleco antibalas le dotaba de un aspecto abultado, pero Wolgast calculó que no sería más que un peso welter. «Debería estar en casa —pensó Wolgast—, dondequiera que viva, metido en la cama y soñando con alguna chica de la clase de álgebra, en vez de estar parado en una autopista de Misisipi, cargado con doce kilos de Kevlar y sosteniendo un fusil de asalto».
Echó un vistazo a las credenciales de Wolgast con escaso interés, y después ladeó la cabeza hacia el edificio de hormigón que se alzaba a un lado de la autopista.
—Tendrá que parar en el puesto de guardia, señor.
Wolgast exhaló un suspiro de irritación.
—Hijo, no tengo tiempo para esto.
—Si quiere saltarse la cola, hágalo.
En aquel momento, los faros del coche alumbraron a un segundo guardia. Se volvió hacia su vehículo y se descolgó el arma. «Vaya mierda», pensó Wolgast.
—Por el amor de Dios. ¿De veras es necesario esto?
—¡Las manos donde podamos verlas, señor! —ladró el segundo hombre.
—Grita un poco más —dijo Doyle.
El primer guardia se volvió hacia el hombre iluminado por los faros. Movió la mano para indicarle que bajara el arma.
—Tranqui, Duane. Son federales.
El segundo hombre vaciló, se encogió de hombros y se marchó.
—Lo siento. Den la vuelta. Será rápido.
—Más les vale —dijo Wolgast.
En el puesto, el oficial de día tomó sus credenciales y les pidió que esperaran mientras telefoneaba para comprobar sus números de identificación. FBI, Seguridad Nacional, incluso la policía estatal y local, todo el mundo estaba en un sistema centralizado, y tenían controlados sus movimientos. Wolgast se sirvió una taza de café barroso de la cafetera, le dio un par de sorbitos desganados y lo tiró al cubo de la basura. Había un letrero de PROHIBIDO FUMAR, pero la habitación olía como un cenicero viejo. El reloj de la pared indicaba que eran las seis pasadas. El sol saldría en cosa de una hora.
El oficial de día volvió al mostrador con sus credenciales. Era un hombre delgado, anodino, con el uniforme gris ceniza del Departamento de Seguridad Nacional.
—De acuerdo, caballeros, pueden seguir adelante. Sólo una cosa: el sistema dice que habían reservado billetes para volar a Denver esta noche. Debe de ser un error, pero necesito comprobarlo.
Wolgast tenía la respuesta preparada.
—Es cierto, pero nos desviaron a Nashville para recoger a un testigo federal.
El oficial de día reflexionó un momento, y después asintió. Tecleó la información en su ordenador.
—Está bien. Menuda injusticia. Deben de ser unos mil quinientos kilómetros.
—Dígamelo a mí. Yo voy adonde me ordenan.
—Amén, hermano.
Regresaron a su coche, y el guardia les indicó la salida. Momentos después, estaban de vuelta en la autopista.
—¿Nashville? —preguntó Doyle.
Wolgast asintió, con los ojos clavados en la autopista.
—Piénsalo un momento. La I-55 tiene puntos de control en Arkansas e Illinois, uno al sur de San Luis y otro a mitad de camino entre Normal y Chicago. Pero si tomas la 40 Este que atraviesa Tennessee, el primer punto de control está al otro lado del estado, en el intercambiador de la I-40 y la 75. Ergo, éste es el último punto de control que hay de aquí a Nashville, de modo que el sistema no se enterará de que nunca fuimos allí. Podemos recoger al sujeto en Memphis, entrar en Arkansas, saltarnos el punto de control de Oklahoma rodeando Tulsa, entrar en la 70 al norte de Wichita y reunirnos con Richards en la frontera de Colorado. Un punto de control de aquí a Telluride, y Sykes se encargará de eso. Y en ningún lugar pone que fuimos a Memphis.
Doyle frunció el ceño.
—¿Y el puente de la cuarenta?
—Tendremos que evitarlo, pero el desvío es bastante fácil. Unos setenta y cinco kilómetros al sur de Memphis, hay un puente más antiguo que cruza el río y comunica con una autopista estatal del lado de Arkansas. El puente está prohibido a los grandes camiones cisterna que vienen del noroeste, de modo que sólo pasan coches particulares, casi todos automáticos. El escáner de código de barras nos captará, y también lo harán las cámaras, pero nos resultará fácil ocuparnos de eso más adelante, si fuera necesario. Después, subiremos hacia el norte y entraremos en la I-40 al sur de Little Rock.
Continuaron su viaje. Wolgast pensó en encender la radio, tal vez para oír el parte meteorológico, pero desistió. Todavía estaba despejado, pese a la hora, y tenía que mantener la mente concentrada. Cuando el cielo viró a gris, estaban un poco al norte de Jackson, conforme al horario previsto. La lluvia amainó, y después arreció. La tierra que los rodeaba presentaba suaves elevaciones, como olas en alta mar. Aunque experimentaba la sensación de haberlo recibido hacía días, Wolgast todavía estaba pensando en el mensaje de Sykes.
PD significaba «Pasar Desapercibidos».
«No te limites a cazar a un fantasma, agente Wolgast: sé un fantasma».
—¿Quieres que conduzca? —preguntó Doyle, rompiendo el silencio, y Wolgast dedujo por el tono de su voz que estaba pensando lo mismo. Amy SAC. ¿Quién era Amy SAC?
Meneó la cabeza. A su alrededor, las primeras luces del alba se estaban esparciendo sobre el delta del Misisipi como una manta empapada. Conectó los limpiaparabrisas para eliminar la condensación.
—No —dijo—. Estoy bien.