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Situada sobre 1.600 hectáreas de bosque de pinos y pradera de hierba corta, y con un aspecto parecido al de un complejo de oficinas o un instituto público de grandes dimensiones, la Unidad Polunsky del Departamento de Justicia Penal de Texas, también llamada Terrell, significaba una cosa: si eras un hombre condenado a la pena capital en Texas, allí era donde ibas a morir.

Aquella mañana de marzo, Anthony Lloyd Carter, preso número 999.642, condenado a muerte mediante inyección letal por el asesinato de Rachel Wood, una madre de dos hijos residente en Houston cuyo césped había segado todas las semanas por cuarenta dólares y un vaso de té helado, residía en el Bloque de Segregación Administrativa de la Unidad Terrell desde hacía mil trescientos treinta y dos días, menos que muchos y más que algunos, aunque eso para Carter era lo de menos. Nadie te daba un premio por llevar más tiempo que nadie. Comía solo, hacía ejercicio solo, se duchaba solo, y una semana era lo mismo que un día o un mes para él. Lo único que marcaría la diferencia sería el día en que el alcaide y el capellán aparecieran en su celda, y lo acompañaran hasta la habitación de la aguja, y aquel día no estaba muy lejano. Le permitían leer, pero no le resultaba fácil, nunca lo había sido, y ya hacía mucho tiempo que había dejado de intentarlo. Su celda era una caja de cemento de dos por tres, con una ventana y una puerta de acero cuya ranura era lo bastante ancha para deslizar las manos a través, pero eso era todo, y casi siempre estaba tumbado en el catre, con la mente tan en blanco como un cubo vacío. La mitad del tiempo no habría podido afirmar si estaba despierto o continuaba dormido.

El día empezó como cualquier otro, a las tres de la mañana, cuando encendieron las luces e introdujeron las bandejas del desayuno por las ranuras. Por lo general, eran cereales fríos, huevos en polvo o crepes. Los buenos desayunos eran aquéllos en los que ponían mantequilla de cacahuete sobre las crepes, y aquél era de los buenos. El tenedor era de plástico y se rompía la mitad de las veces, de modo que Carter se sentaba en el catre y comía las crepes dobladas, como si fueran tacos. Los demás hombres del ala H se quejaban de la comida, de lo desagradable que era, pero Carter no creía que, en conjunto, fuera mala. Las había tenido peores, y muchos días se había quedado sin comer, de modo que la visión de las crepes con mantequilla de cacahuete por las mañanas era siempre bienvenida, aunque en realidad no fuera de mañana.

Había días de visita, por supuesto, pero Carter sólo había tenido un visitante en Terrell durante toda su estancia, cuando el marido de la mujer había ido a verlo para decirle que había encontrado a Jesucristo, que era el Señor, y que había rezado por lo que Carter había hecho, le había arrebatado a él y a sus hijos su hermosa esposa para siempre jamás, y que tras muchas semanas y meses de rezar, se había reconciliado con aquello y decidido perdonarlo. El hombre lloró mucho, sentado al otro lado del cristal con el teléfono apretado contra la cabeza. Carter había sido cristiano de vez en cuando, y agradecía lo que el marido de la mujer le estaba diciendo, pero la forma en que pronunciaba las palabras transmitía la sensación de que perdonar a Carter era algo que él había elegido para sentirse mejor. Desde luego, no dijo nada acerca de tratar de impedir lo que le iba a pasar a Carter. Éste no creía que hablar del tema pudiera mejorar la situación, de manera que dio las gracias al hombre, y dijo «Que Dios lo bendiga» y «Lo siento, si veo a la señora Wood en el cielo le diré que usted ha venido hoy», lo cual provocó que el hombre se fuera a toda prisa y lo dejara con el teléfono en la mano. Ésa fue la última vez en que Carter recibió visitas en Terrell, y ya habían transcurrido dos años.

La cuestión era que la mujer, la señora Wood, había sido siempre amable con él, le daba cinco o diez dólares de más, y salía con el té helado los días de calor, siempre sobre una pequeña bandeja, como hacía la gente en los restaurantes, y lo que había pasado entre ellos era confuso. Carter lo lamentaba, lo lamentaba profundamente, pero aún no lo entendía, por más vueltas que le diera. Nunca dijo que no lo hubiera hecho, pero no se le antojaba justo morir por algo que no entendía, al menos antes de que tuviera la oportunidad de solucionar el enigma. Le daba vueltas en la cabeza, pero después de cuatro años no había logrado aclararlo. Tal vez el problema estribara en que, a diferencia del señor Wood, Carter no había conseguido reconciliarse con lo ocurrido. En cualquier caso, todo le parecía más absurdo que nunca, y con los días, semanas y meses amontonados en su cerebro, ni siquiera estaba seguro de recordar bien el incidente, para empezar.

A las seis de la mañana, cuando cambió el turno, los guardias volvieron a despertar a todo el mundo, a gritar nombres y números, y avanzaron por el pasillo con las bolsas de lavandería para recoger calzoncillos y calcetines. Eso significaba que era viernes. Carter sólo podía ducharse una vez a la semana e ir al barbero cada sesenta días, de modo que era agradable tener ropa limpia. Su piel pegajosa empeoraba en verano, cuando uno sudaba todo el día aunque yaciera inmóvil como una piedra, pero a juzgar por lo que su abogado le había dicho en la carta enviada hacía seis meses, no tendría que soportar nunca más otro verano texano. El 2 de junio terminaría todo.

Dos golpes fuertes en la puerta interrumpieron sus pensamientos.

—Carter. Anthony Carter.

La voz pertenecía a Pincher, el jefe de turno.

—Vamos, Pincher —dijo Anthony desde el catre—. ¿Quién te crees que está aquí?

—Presenta las muñecas para que te pueda esposar, Tone.

—No es la hora del recreo. Tampoco es mi día de ducha.

—¿Crees que me voy a pasar toda la mañana hablando del asunto?

Carter se levantó del catre, desde donde había estado contemplando el techo y pensando en la mujer y el vaso de té helado sobre la bandeja. Sentía el cuerpo dolorido y flojo, y con un esfuerzo se puso de rodillas de espaldas a la puerta. Lo había hecho mil veces, pero seguía sin gustarle. Lo más difícil era conservar el equilibrio. Una vez arrodillado, encogía los omóplatos, echaba los brazos hacia atrás y guiaba las manos, con las palmas hacia arriba, a través de la ranura por la que entraba la comida. Sintió el mordisco frío del metal cuando Pincher le esposó las muñecas. Todo el mundo lo llamaba Pincher, El Que Aprieta, por la fuerza con que ceñía las esposas.

—Levántate, Carter.

Carter adelantó un pie, y la rodilla izquierda le chirrió cuando cambió su centro de gravedad, y después se puso en pie con cautela, al tiempo que retiraba las manos esposadas de la ranura. Al otro lado de la puerta se oyó el sonido metálico del gran llavero de Pincher, y después la puerta se abrió, y aparecieron Pincher y el guardia, Dennis, a quien llamaban Daniel el Travieso debido a su pelo, que se parecía al chico del cómic, y al hecho de que le gustaba amenazar con su bastón. Tenía la habilidad de encontrar lugares de tu cuerpo que jamás te habían dolido tanto con tan sólo un pequeño toque de la madera.

—Parece que alguien ha venido a verte, Carter —dijo Pincher—. Y no es tu madre ni tu abogado.

No sonrió ni nada, pero daba la impresión de que Dennis se lo estaba pasando en grande. Movió su bastón como una majorette.

—Mi madre está con Jesús desde que yo tenía diez años —le dijo Carter—. Ya lo sabes, Pincher. Te lo he dicho cien veces. ¿Quién quiere verme?

—No lo sé. Esto es cosa del alcaide. Yo me limito a llevarte a las jaulas.

Carter supuso que aquello no sería bueno. Había pasado mucho tiempo desde que el marido de la mujer había ido a verlo. Tal vez había acudido a despedirse, o a decirle que había cambiado de opinión. «No te perdono; vete al infierno, Anthony Carter». En cualquier caso, Carter no tenía nada que decir al hombre. Había dicho «Lo siento», una y otra vez, y ya estaba harto.

—Vamos —dijo Pincher.

Lo condujeron por un pasillo. Pincher le agarraba con fuerza del codo para guiarlo como a un niño a través de una multitud, o como a una chica con la que estuviera bailando. Así lo llevaban a todas partes, incluso a la ducha. En parte, te acostumbrabas a sentir las manos de la gente encima de ti de esa manera, y en parte no. Daniel el Travieso los precedía, abrió la puerta que separaba Segregación Administrativa del resto del ala H, y después la segunda puerta que daba acceso al pasillo donde habitaban los reclusos comunes y que conducía a las jaulas. Habían pasado casi dos años desde la última vez que Carter había salido del ala A (A de «agujero infernal», A de «atízame un poco más en mi culo negro con el bastón», A de «ay, mamá, me voy a ver a Dios de un momento a otro»), y mientras andaba con la vista clavada en el suelo iba mirando a su alrededor, aunque sólo fuera para que sus ojos vieran algo nuevo. Pero seguía estando en Terrell, un laberinto de cemento, acero y puertas pesadas, el aire húmedo y agrio a causa del olor de los hombres.

En la zona de visita se presentaron al oficial del día y entraron en una jaula vacía. El aire del interior estaba diez grados más caliente, y olía tanto a lejía que irritó los ojos de Carter. Pincher le quitó las esposas. Mientras Dennis apoyaba la punta del bastón contra el punto blando situado bajo la mandíbula de Carter, le volvieron a esposar con las manos por delante, y también le pusieron grilletes en los pies. Había letreros que cubrían toda la pared y advertían a Carter de lo que podía y no podía hacer, pero él no quería tomarse la molestia de leerlos, ni siquiera de mirarlos. Lo arrastraron hasta la silla y le dieron el teléfono, que Carter consiguió sujetar contra la oreja subiendo las piernas hasta la mitad del pecho (otra vez el chirrido húmedo de las rodillas), y tensando la cadena sobre su pecho como una cremallera larga.

—La última vez no tuve que llevar los grilletes —dijo Carter.

Pincher lanzó una desagradable carcajada.

—Lo siento, ¿hemos olvidado tratarte con cortesía? Que te den por el culo, Carter. Tienes diez minutos.

Se marcharon, y Carter esperó a que la puerta del otro lado se abriera para ver quién había ido a verlo después de tanto tiempo.

El agente especial Brad Wolgast odiaba Texas. Odiaba todo lo relacionado con Texas.

Odiaba el clima, que era tórrido como un horno en un momento dado, y glacial al siguiente, con el aire tan húmedo como si llevaras una toalla mojada en la cabeza. Odiaba el aspecto del lugar, empezando con los árboles, enclenques y patéticos, con las ramas retorcidas como si hubieran salido de alguna historia del doctor Seuss, y la nada llana y barrida por el viento. Odiaba las vallas publicitarias, las autovías, las hileras de casas anónimas y la bandera texana, que ondeaba sobre todas las cosas, siempre grande como la carpa de un circo. Odiaba las gigantescas camionetas que todo el mundo conducía, ajenas al hecho de que cinco litros de gasolina costaran trece pavos y el mundo se estuviera recalentando poco a poco, camino de la muerte, como una lata de guisantes en un microondas. Odiaba las botas, las hebillas y la forma de hablar de la gente, como si se pasaran el día lanzando lazos y cabalgando, sin lavarse los dientes, vendiendo seguros y haciendo cuentas, como hacía la gente en todas partes.

Sobre todo la odiaba porque sus padres lo habían obligado a vivir allí, mientras estudiaba secundaria. Wolgast tenía cuarenta y cuatro años, y todavía estaba en forma, pero sus múltiples achaques y el pelo ralo confirmaban su edad. Sexto quedaba muy lejos, y no tenía nada que lamentar, pero aun así, mientras iba con Doyle por la autovía 59 Norte desde Houston, rodeado de Texas en primavera, la herida se reabrió. Texas, desdichada chuleta de cerdo del tamaño de un estado. En un momento dado era un niño de lo más feliz en Oregón, donde pescaba en el muelle situado en la desembocadura del río Coos y jugaba con los amigos en el bosque que había detrás de su casa, durante incesantes horas de ocio. Al siguiente estaba encerrado en el pantano urbano de Houston, en una destartalada casa tipo rancho en la que no había la menor sombra, iba a la escuela con treinta y siete grados de temperatura, y experimentaba la sensación de que un gran zapato aplastara su cabeza. Pensó que aquello era el fin del mundo. Y allí estaba él. El fin del mundo era Houston, en Texas. El primer día de sexto, el profesor le había obligado a ponerse en pie para recitar el juramento de fidelidad a la bandera de Texas, como si se hubiera alistado para vivir en un país diferente. Fueron tres años desdichados. Nunca se había alegrado tanto de abandonar un lugar, incluso teniendo en cuenta las circunstancias de la partida. Su padre era ingeniero mecánico. Sus padres se habían conocido cuando su padre comenzó a trabajar, un año después de acabar la universidad, de profesor de matemáticas en la reserva de Grande Ronde, donde su madre, que era medio chinook y se apellidaba Po-Bear, trabajaba de auxiliar de clínica. Habían ido a Texas por el dinero, pero despidieron a su padre cuando la crisis del petróleo del 86. Intentaron vender la casa, pero no pudieron, y al final su padre dejó las llaves en el banco. Se trasladaron a Michigan, después a Ohio, y luego al norte del estado de Nueva York, aceptando empleos de poca monta, pero su padre nunca se recuperó después de eso. Cuando murió de cáncer de páncreas dos meses antes de que Wolgast se graduara en el instituto (el tercero en otros tantos años), le resultó fácil echarle la culpa a Texas. Su madre había regresado a Oregón, pero ahora también había muerto. Todo el mundo había muerto.

Había recogido al primer hombre, Babcock, en Nevada. Luego llegaron otros, procedentes de Arizona y Luisiana, de Kentucky y Wyoming, de Florida e Indiana, y de Delaware. A Wolgast tampoco le gustaban mucho esos lugares, pero cualquier cosa era mejor que Texas.

Wolgast y Doyle habían volado a Houston desde Denver la noche anterior. Habían pasado la noche en Raddison, cerca del aeropuerto (su idea inicial era desplazarse hasta la ciudad, y tal vez incluso pasarse por su antigua casa, pero después se preguntó por qué demonios quería hacer eso), después de haber recogido el coche de alquiler en la agencia por la mañana, un Chrysler Victory tan nuevo que olía como la tinta de un billete de dólar, y a continuación habían partido hacia el norte. El día estaba despejado, con un cielo azul del color del aciano. Wolgast conducía mientras Doyle bebía su café con leche y leía el expediente, una masa de papeles que descansaba sobre su regazo.

—Te presento a Anthony Carter —dijo Doyle, y levantó la foto—. Es el Sujeto Número Doce.

Wolgast no quería mirar. Sabía lo que vería: otra cara fofa, otros ojos que apenas habían aprendido a leer, otra alma que se había contemplado a sí misma durante demasiado tiempo. Aquellos hombres eran blancos o negros, gordos o delgados, jóvenes o viejos, pero los ojos siempre eran iguales: vacíos, como desagües capaces de absorber todo el mundo. Era fácil compadecerse de ellos en abstracto, pero sólo en abstracto.

—¿Quieres saber qué hizo?

Wolgast se encogió de hombros. No tenía prisa, pero aquél era un momento tan bueno como cualquier otro.

Doyle se bebió el café con leche y leyó.

—«Anthony Lloyd Carter. Afroamericano, 1,60 metros, 48 kilos». —Doyle alzó la vista—. Eso explica el mote. Adivina.

Wolgast ya se sentía cansado.

—Me rindo. ¿Little Anthony?

—Estás demostrando lo viejo que eres, jefe. Es D-Tone. Con D de «diminuto», creo, aunque nunca se sabe. Madre fallecida, ningún padre en las fotos de familia desde el mismo día del nacimiento, una serie de casas de acogida a cargo del condado. Mal principio desde el primer momento. Unos cuantos antecedentes, pero poca cosa: mendicidad…, alteración del orden público…, ese tipo de cosas. Bien, vayamos al grano. Nuestro amigo Anthony corta el césped de una señora todas las semanas. Ella se llama Rachel Wood, vive en River Oaks, tiene dos niñas y su marido es un abogado importante. Viven entre bailes de caridad, funciones benéficas y clubes de campo. Se toma a Anthony Carter como un empeño personal. Empieza cortándole el césped un día cuando lo ve parado bajo un paso elevado con un letrero que dice: TENGO HAMBRE. AYÚDEME, POR FAVOR, o algo por el estilo. Sea como sea, se lo lleva a casa, le prepara un bocadillo, hace algunas llamadas y le encuentra un sitio, una especie de refugio para el que recauda dinero. Después llama a sus amigos de River Oaks y dice: «Vamos a ayudar a este tipo, ¿necesitas que haga algo en tu casa?». De pronto se convierte en una chica exploradora de pies a cabeza, arenga a las tropas. Así que el tipo empieza a cortarles el césped, podar los setos y todo eso que necesitan las casas grandes. Esto se prolonga durante unos dos años. Todo va a pedir de boca hasta que un día, nuestro Anthony va a cortar el césped, y una de las niñas se ha quedado en casa porque está enferma. Tiene cinco años. Mamá está hablando por teléfono o haciendo algo, la niña sale al patio y ve a Anthony. Sabe quién es, lo ha visto muchas veces, pero esta vez algo se tuerce. La asusta. Hay especulaciones acerca de si la tocó, pero el psiquiatra del tribunal tiene sus dudas. Sea como sea, la niña se pone a chillar. Mamá sale corriendo de la casa, se pone a chillar, todo el mundo chilla, de repente parece un concurso de chillidos, las Olimpíadas de los chillidos. En un momento dado era un hombre simpático que llega puntual para cortar el césped, y al siguiente es un negro que está con tu hija, y todo el rollo a lo Madre Teresa se va a tomar por saco. Llegan a las manos. Hay un forcejeo. Mamá cae o la empujan a la piscina. Anthony salta tras ella, tal vez para ayudarla, pero ella le sigue chillando y lo rechaza. Ahora todo el mundo está mojado, chilla y patalea. —Doyle le miró con aire inquisitivo—. ¿Sabes cómo termina?

—¿La ahoga?

—Bingo. Allí mismo, delante de la niña. Un vecino oyó el jaleo y llamó a la poli, de modo que, cuando llegan, él sigue sentado al borde de la piscina, y la señora está flotando en el agua. —Meneó la cabeza—. No es un espectáculo bonito.

Wolgast se sentía preocupado a veces por la energía que Doyle dedicaba a esas historias.

—¿Existe alguna probabilidad de que fuera un accidente?

—Resulta que la víctima era miembro del equipo de natación universitario de la SMU, la universidad metodista. Aún hacía cincuenta largos todas las mañanas. La acusación metió mucha bulla con ese pequeño detalle. Eso, y el hecho de que Carter admitió que la había matado.

—¿Qué dijo cuando lo detuvieron?

Doyle se encogió de hombros.

—Que sólo quería que la mujer dejara de gritar. Después pidió un vaso de té helado.

Wolgast meneó la cabeza. Las historias siempre eran horribles, pero lo que le impresionaba eran los pequeños detalles. Un vaso de té helado. Santo Dios.

—¿Cuántos años has dicho que tenía?

Doyle pasó un par de páginas.

—No lo he dicho. Treinta y dos. Tenía veintiocho cuando lo detuvieron. Y aquí está el detalle: no tiene ningún pariente. El último que fue a visitarlo a Polunsky fue el marido de la víctima, hace algo más de dos años. Su abogado también se fue del estado cuando rechazaron la apelación. Carter ha sido reasignado a otro de la oficina del Departamento de Policía del condado de Harris, pero ni siquiera han abierto el expediente. Nadie se ocupa de él. Anthony Carter recibirá la inyección el 2 de junio por asesinato en primer grado con el agravante de indiferencia, y ni una sola alma en la tierra presta atención. Ese tipo ya es un fantasma.

Tardaron noventa minutos en llegar a Livingston, los últimos treinta por una carretera rural que los condujo al este de Huntsville a través de la sombra intermitente de bosques de pinos y descampados de hierba de las praderas salpicada de lupinos azules. Sólo era mediodía. Si tuvieran suerte, pensó Wolgast, podrían haber terminado a la hora de comer, con tiempo suficiente para volver a Houston, devolver el coche alquilado y subir a un avión con destino a Colorado. Era mejor que esos viajes fueran rápidos. Cuando se alargaban demasiado, si el tipo vacilaba y remoloneaba (daba igual que, al final, siempre aceptara el trato), empezaba a notar que el estómago se le revolvía. Siempre le hacía pensar en una obra teatral que había leído en el instituto, El hombre que vendió su alma, y que él, Wolgast, era el diablo en ese trato. Doyle era diferente. Para empezar, era más joven, ni siquiera había cumplido los treinta años, un chico del campo de Indiana que interpretaba de buen grado el papel de Robin con el Batman de Wolgast, a quien llamaba «jefe», y tenía una vena tan acusada del patrioterismo anticuado del Medio Oeste que Wolgast le había visto ponerse a cantar el himno nacional al principio de un partido de los Rockies…, un partido que emitían por televisión. Wolgast no sabía que aún fabricasen gente como Phil Doyle. Y no cabía duda de que Doyle era listo, y que le aguardaba un buen futuro. Recién salido de Purdue, todavía le estaban tramitando el título en la Facultad de Derecho. Doyle había entrado en la Agencia justo después de la matanza del Mall de América, en la que los yijadistas iraníes habían ametrallado a trescientos compradores domingueros. Todo el horror había sido capturado por las cámaras de seguridad y repetido una y otra vez, con todos los detalles espeluznantes, en la CNN. Daba la impresión de que aquel día la mitad del país estaba decidida a apuntarse a algo, lo que fuera, y después de terminar su entrenamiento en Quantico lo habían trasladado a la oficina de campo de Denver, en el Departamento de Antiterrorismo. Cuando el ejército había ido en busca de dos agentes de campo, Doyle había sido el primero en presentarse voluntario. Wolgast era incapaz de imaginarlo. Sobre el papel, el proyecto Noé parecía un callejón sin salida, y Wolgast había aceptado la misión por un único motivo. Acababa de divorciarse. Más que terminarse, su matrimonio con Lila se había evaporado, y lo que más le sorprendió fue cuánta tristeza sintió al oír la sentencia; así pues, el pasarse unos meses de viaje se le había antojado una manera muy adecuada de aclarar las ideas. Había conseguido un buen pellizco del divorcio (su parte del valor de la casa que compartían en Cherry Creek, más un tanto por ciento del fondo de pensiones de Lila sufragado por el hospital), y había llegado a pensar en dejar la Agencia, regresar a Oregón y utilizar el dinero para abrir algún negocio: una ferretería, tal vez, o complementos de deporte, aunque no supiera nada de lo uno ni de lo otro. Los tipos que abandonaban la Agencia siempre acababan de vigilantes de seguridad, pero a Wolgast le atraía mucho más la idea de montar una pequeña tienda, algo sencillo y limpio, con las estanterías abarrotadas de guantes de béisbol o martillos, objetos que basta mirar para saber su propósito. Y lo de Noé le había parecido pan comido, una buena forma de pasar su último año en la Agencia, si llegaba el caso.

Por supuesto, había resultado ser algo más que papeleo y ejercer de canguro, mucho más, y se preguntó si Doyle ya lo sabía.

Al llegar a Polunsky pidieron que se identificaran y dejaran las armas, y después fueron al despacho del alcaide. Polunsky era un lugar deprimente, pero todos lo eran. Mientras esperaban, Wolgast utilizó su PDA para buscar los vuelos nocturnos que despegaran de Houston. Había uno a las ocho y media, de modo que si se daban prisa podrían tomarlo. Doyle no decía nada, pasaba las páginas de un ejemplar de Sports Illustrated, como si estuviera esperando en la consulta del dentista. Era la una y pico cuando la secretaria los invitó a entrar.

El alcaide era un negro de unos cincuenta años, con el pelo veteado de gris y el pecho de un levantador de pesas aplastado bajo el chaleco del traje. Ni se levantó ni hizo ademán de estrecharles la mano cuando entraron. Wolgast le entregó los documentos para que los examinara.

Terminó de leer y alzó la vista.

—Agente, esto es lo más absurdo que he visto en mi vida. ¿Para qué coño quieren a Anthony Carter?

—Me temo que no puedo decírselo. Hemos venido para encargarnos del traslado.

El alcaide dejó a un lado los papeles y enlazó las manos sobre el escritorio.

—Entiendo. ¿Y si me niego?

—Le daré un número al que tendrá que llamar, y la persona que conteste hará lo posible por explicarle que se trata de un asunto de seguridad nacional.

—Un número.

—Exacto.

El alcaide lanzó un suspiro de irritación, giró en su silla y señaló hacia los ventanales que tenía detrás.

—Caballeros, ¿saben lo que hay ahí fuera?

—No le sigo.

Se volvió hacia ellos de nuevo. No parecía enfadado, pensó Wolgast. Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya.

—Texas. Los 696.000 kilómetros cuadrados de Texas, para ser exacto. Y la última vez que miré, agente, trabajaba para Texas. No para alguien de Washington, de Langley, o de donde coño esté ese teléfono. Anthony Carter es un presidiario, está a mi cargo, y los ciudadanos del estado me han encomendado que se cumpla su sentencia. Y, a no ser que se interponga una llamada del gobernador, es justo lo que pienso hacer.

«Me cago en Texas», pensó Wolgast. Aquello iba a tenerlo ocupado todo el día.

—Eso puede arreglarse, alcaide.

El hombre levantó los papeles para que Wolgast los cogiera.

—Muy bien, agente. Será mejor que lo arregle.

Recogieron sus armas en la entrada de visitantes y volvieron al coche. Wolgast llamó por teléfono a Denver, que le pasó con el coronel Sykes por una línea codificada. Wolgast le contó lo sucedido. Sykes se mostró irritado, pero dijo que se encargaría de arreglarlo y que tardarían un día como máximo. Debían esperar la llamada, y después encargarse de que Anthony Carter firmara los papeles.

—Para que lo sepáis, puede que se produzca un cambio de protocolo —añadió Sykes.

—¿Qué clase de cambio?

Sykes vaciló.

—Ya os informaré. Conseguid que Carter firme.

Volvieron a Huntsville y se inscribieron en un motel. La negativa del alcaide no constituía ninguna novedad. Ya había sucedido otras veces. El retraso era exasperante, pero eso era lo que había. En cuestión de días, una semana a lo sumo, Carter se habría integrado en el sistema, y las pruebas de su existencia se habrían borrado de la faz de la tierra. Hasta el alcaide juraría que jamás había oído hablar de aquel individuo. Alguien tendría que hablar con el marido de la fallecida, por supuesto, y el abogado de River Oaks con sus dos hijitas tendría que superarlo, pero ése no era problema de Wolgast. Habría una partida de defunción, y tal vez una historia acerca de un infarto y una incineración a toda prisa, y que la justicia, al final, se había cumplido. Daba igual. Había que hacer el trabajo.

A las cinco no les habían dicho nada, de modo que se quitaron los trajes, se pusieron pantalones vaqueros y salieron a la calle en busca de un sitio donde cenar. Eligieron un asador en una zona comercial, embutido entre un Costco y un Best Buy. Era una filial de una cadena, lo cual era conveniente. En teoría debían viajar con discreción, y dejar la menor huella posible en el mundo que los rodeaba. El retraso había puesto nervioso a Wolgast, pero daba la impresión de que a Doyle no le importaba. Una buena cena y un poco de tiempo libre en una ciudad desconocida, por cortesía del gobierno federal… ¿Qué más se podía pedir? Doyle se zampó un gigantesco filete Chateaubriand, mientras Wolgast se decantaba por un plato de costillas, y cuando pagaron la cuenta (en metálico, con billetes nuevos extraídos de un fajo que Wolgast guardaba en el bolsillo), acercaron un par de taburetes a la barra.

—¿Crees que firmará? —preguntó Doyle.

Wolgast agitó los cubitos de su whisky.

—Siempre lo hacen.

—Supongo que no les quedan muchas alternativas. —Doyle contempló su vaso con el ceño fruncido—. La inyección, o lo que haya detrás de la cortina número dos. Pero aun así…

Wolgast sabía lo que Doyle estaba pensando: lo que hubiera detrás de la cortina, fuese lo que fuese, no era bueno. De otro modo, ¿para qué iban a necesitar presos condenados a muerte, hombres que no tuvieran nada que perder?

—Aun así —admitió.

Retransmitían un partido de baloncesto por la televisión que había encima de la barra, los Houston Rockets contra los Golden State Warriors, y durante un rato lo miraron en silencio. El partido acababa de empezar, y los dos equipos parecían perezosos, movían el balón sin hacer gran cosa más.

—¿Sabes algo de Lila? —preguntó Doyle.

—La verdad es que sí. —Wolgast hizo una pausa—. Se va a casar.

Los ojos de Doyle se abrieron de par en par.

—¿Con ese tipo? ¿El médico?

Wolgast asintió.

—Qué rapidez. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Qué va a hacer?, ¿invitarte a la boda?

—No exactamente. Me envió un correo electrónico, pensó que debería saberlo.

—¿Y tú qué respondiste?

Wolgast se encogió de hombros.

—Nada.

—¿No dijiste nada?

Había más, pero Wolgast no quiso abundar en el tema. «Querido Brad, he pensado que debías saber que David y yo estamos esperando un hijo. Nos vamos a casar la semana que viene. Espero que puedas sentirte contento por nosotros», había escrito Lila. Se había quedado sentado delante del ordenador, contemplando el mensaje en la pantalla, durante sus buenos diez minutos.

—No hay nada que decir. Estamos divorciados, y ella puede hacer lo que le dé la gana. —Vació su whisky y sacó más billetes para pagar—. ¿Vienes?

Doyle barrió la sala con la mirada. Cuando se sentaron a la barra, el local estaba casi vacío, pero había entrado más gente, incluido un grupo de chicas jóvenes que habían juntado unas mesas altas y estaban bebiendo margaritas y hablando a voz en grito. Había una universidad cerca, Sam Houston State, y Wolgast supuso que eran estudiantes, o que trabajaban juntas en alguna empresa. El mundo podía irse al infierno a la menor oportunidad, pero la hora feliz era siempre la hora feliz, y las chicas guapas seguirían llenando los bares de Huntsville, en Texas. Llevaban blusas ceñidas y pantalones vaqueros de cintura baja, con rotos a la moda en las rodillas, la cara y el pelo arreglados para pasar una noche en la ciudad, y estaban bebiendo con entusiasmo. Una de las chicas, algo gordita, sentada de espaldas a ellos, llevaba los pantalones tan bajos que Wolgast pudo ver los corazoncitos de sus bragas. No supo si deseaba mirar con más detenimiento o darle una manta para que se tapara.

—Puede que me quede un rato —dijo Doyle, y levantó el vaso en señal de brindis—. Veré el partido.

Wolgast asintió. Doyle no estaba casado, y ni siquiera tenía novia. En teoría tenían que mantener sus interacciones al mínimo, pero la forma en que Doyle pasara la noche no era asunto suyo. Sintió una punzada de envidia, y después desechó el pensamiento.

—De acuerdo. Recuerda que…

—Vale —contestó Doyle—. Como dice el oso Smokey en los carteles del Servicio Forestal, limítate a tomar fotos y que las únicas huellas que dejes sean de pisadas. En este momento soy un comercial de fibra óptica de Indianápolis.

Detrás de ellos, la chica se puso a reír. Wolgast percibió el tequila en sus voces.

—Bonita ciudad, Indianápolis —dijo Wolgast—. Mejor que ésta, en cualquier caso.

—Oh, yo no diría eso —contestó Doyle, y esbozó una sonrisa maliciosa—. Creo que me va a gustar.

Wolgast salió del restaurante y caminó por la autopista. Había dejado la PDA en el motel, convencido de que los llamarían durante la cena y tendrían que irse, pero descubrió que no había recibido mensajes. Después del ruido y de la actividad del restaurante, el silencio de la habitación era inquietante, y empezó a arrepentirse de no haberse quedado con Doyle, aunque sabía que de un tiempo a esa parte no era un compañero de juergas muy divertido. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama vestido para ver el final del partido, aunque el resultado le daba igual, pero por lo menos consiguió que su mente se concentrara en algo. Por fin, poco después de la medianoche (las once en Denver, un poco demasiado tarde, pero qué coño), hizo lo que se había ordenado no hacer, y marcó el número de Lila. Contestó una voz de hombre.

—David, soy Brad.

David guardó silencio un momento.

—Es tarde, Brad. ¿Qué quieres?

—¿Está Lila?

—Ha tenido un día muy largo —dijo David con firmeza—. Está cansada.

«Ya sé que está cansada —pensó Brad—. He dormido en la misma cama con ella durante seis años».

—Pásamela, por favor.

David suspiró y dejó caer el teléfono con un golpe sordo. Wolgast oyó el crujido de sábanas, y después la voz de David, que decía a Lila: «Es Brad. Por el amor de Dios, dile que la próxima vez llame a una hora decente».

—¿Brad?

—Siento llamarte tan tarde. Ni me había fijado en la hora que era.

—Eso no te lo crees ni tú. ¿Qué quieres?

—Estoy en Texas. En un motel, de hecho. No puedo decirte dónde.

—Texas. —Ella hizo una pausa—. Odias Texas. Creo que no me has llamado para decir que estás en Texas, ¿verdad?

—Lo siento, no tendría que haberte despertado. Creo que David se ha enfadado.

Lila suspiró al otro lado del auricular.

—No pasa nada. Todavía somos amigos, ¿verdad? David es un gran chico. Lo superará.

—Recibí tu correo electrónico.

—Bien. —La oyó respirar—. Ya me lo imaginaba. Supongo que ése es el motivo de tu llamada. Daba por hecho que me llamarías en algún momento.

—¿Ya os habéis casado?

—Sí. El fin de semana pasado, aquí en casa. Unos cuantos amigos. Mis padres. De hecho, preguntaron por ti, preguntaron a qué te dedicabas. Siempre les caíste bien. Deberías llamarlos, si quieres. Creo que mi padre te echa más de menos que a nadie.

Wolgast pasó por alto su comentario. ¿Más que a nadie? ¿Más que a ti, Lila? Esperó a que dijera algo más, pero ella no lo hizo, y una imagen se formó en su mente, una imagen que era un recuerdo: Lila en la cama, con una vieja camiseta y los calcetines que llevaba siempre porque tenía los pies fríos, fuera cual fuese la estación del año, una almohada embutida entre sus rodillas para enderezar su columna vertebral, debido al bebé. El bebé de ambos, Eva.

—Sólo quería decirte lo que siento.

Lila habló en voz baja.

—¿Y qué sientes, Brad?

—Me siento… feliz por ti. Me lo preguntabas. Estaba pensando que deberías, ya sabes, dejar el trabajo en esta ocasión. Tomarte un tiempo libre, ocuparte de ti. Siempre me he preguntado si…

—Lo haré —interrumpió Lila—. No te preocupes. Todo va bien, todo es normal.

Normal. «Nada es normal», pensó.

—Yo sólo…

—Por favor. —Respiró hondo—. Me estás poniendo triste. Tengo que madrugar.

—Lila…

—He dicho que tengo que colgar.

Sabía que estaba llorando. No emitió el menor sonido, pero lo sabía. Los dos estaban pensando en Eva, y pensar en Eva la hacía llorar, y por eso ya no estaban juntos. ¿Cuántas horas de su vida la había abrazado mientras lloraba? Y ésa era la cuestión: nunca había sabido qué decir cuando Lila lloraba. Hasta mucho después (hasta que era demasiado tarde) no se había dado cuenta de que no debía decir nada en absoluto.

—Maldita sea, Brad. No quería hacer esto, ahora no.

—Lo siento, Lila. Es que… estaba pensando en ella.

—Lo sé. Maldito seas. Maldito seas. No vuelvas a hacer esto.

La oyó sollozar, y después la voz de David.

—No vuelvas a llamar, Brad. Te lo digo en serio. Tómate en serio lo que estoy diciendo.

—Que te den por el culo —replicó Wolgast.

—Como quieras. No vuelvas a molestarla. Déjanos en paz.

Y colgó el teléfono.

Wolgast miró su PDA una vez más, antes de arrojarla al otro lado de la habitación. Describió un hermoso arco, dando vueltas como un disco volador, antes de estrellarse contra la pared, encima de la televisión, con el crujido de un plástico al romperse. Se arrepintió al instante. Pero cuando se arrodilló para recoger el aparato descubrió que la tapa de la batería se había soltado y el aparato funcionaba a la perfección.

Wolgast sólo había estado una vez en el recinto de Noé, el verano anterior, para reunirse con el coronel Sykes. No fue lo que se dice una entrevista de trabajo. Habían dejado claro a Wolgast que el empleo era suyo si él lo quería. Un par de soldados lo acompañaron en una furgoneta con las ventanillas tintadas, pero Wolgast adivinó que lo estaban llevando al oeste de Denver, hacia las montañas. El recorrido duró seis horas, y cuando entraron en el recinto había conseguido dormirse. Salió de la furgoneta a la brillante luz de una tarde de verano. Se estiró y paseó la vista a su alrededor. A juzgar por la topografía, supuso que se encontraba en los alrededores de Ouray. Podría ser más al norte. Notó el aire tenue y limpio en los pulmones, y la cabeza turbia debido a la altitud.

Un civil lo recibió en el aparcamiento, un hombre corpulento vestido con pantalones vaqueros y una camisa caqui con las mangas subidas, además de unas gafas de aviador anticuadas que colgaban sobre su ancha nariz bulbosa. Era Richards.

—Espero que el viaje no haya sido demasiado duro —dijo Richards mientras se estrechaban las manos—. Aquí estamos muy altos. Si no está acostumbrado, será mejor que se lo tome con calma.

Richards acompañó a Wolgast a través del aparcamiento hasta un edificio llamado el Chalé, que hacía honor a su nombre: un amplio edificio estilo Tudor, de tres pisos de altura. Las vigas que quedaban a la vista recordaban a las de la cadena hotelera Sportsmen’s Lodge. Wolgast sabía que, en otro tiempo, habían proliferado en las montañas, enormes reliquias de una era anterior a las multipropiedades y los modernos centros turísticos. El edificio daba a un jardín al aire libre, y al otro lado, a unos cien metros, había un grupo de edificios más funcionales: barracones de bloques de ceniza, media docena de tiendas militares hinchables, un edificio bajo similar a un motel de carretera. Vehículos militares, 4×4 y todoterrenos más pequeños, además de camiones de cinco toneladas, se movían de un lado a otro del camino. En el centro del jardín, un grupo de hombres de pecho ancho y pelo muy corto, desnudos hasta la cintura, estaban tomando el sol en tumbonas.

Cuando Wolgast entró en el Chalé, tuvo la sensación de estar mirando detrás de un decorado cinematográfico. Parecía como si hubiesen destripado la mansión, y su arquitectura original hubiera sido sustituida por las texturas neutras de un moderno edificio de oficinas: alfombras grises, iluminación institucional y techos de paneles acústicos. Habría podido estar en la consulta de un dentista, o en el rascacielos situado frente a la autopista donde se reunía con su asesor fiscal una vez al año para hacer la declaración de la renta. Se detuvieron ante el mostrador de la entrada, donde Richards le pidió que dejara su PDA y el arma, que entregó al guardia, un chico con traje de camuflaje, quien les ató una etiqueta. Había un ascensor, pero Richards pasó de largo y guió a Wolgast por un estrecho pasillo hasta una pesada puerta metálica que daba a un tramo de escaleras. Subieron al segundo piso y siguieron otro pasillo hasta el despacho de Sykes.

Sykes se levantó de detrás del escritorio cuando entraron. Era un hombre alto y fornido en uniforme, con el pecho tachonado de las barras y colorines que Wolgast nunca había conseguido entender. Su despacho estaba limpio como una patena. La disposición de los objetos, incluidas las fotos enmarcadas de su mesa, daba la impresión de haber sido pensada para lograr la máxima eficiencia. En el centro de la mesa destacaba una gruesa carpeta de manila llena de papeles. Wolgast estaba casi seguro de que contenía su expediente personal, o alguna versión de éste.

Se estrecharon las manos y Sykes le ofreció café, que Wolgast aceptó. No tenía sueño, pero sabía que la cafeína aliviaría su dolor de cabeza.

—Lamento la chorrada de la furgoneta —dijo Sykes, y le indicó que se sentara en una silla—. Pero así es como hacemos las cosas.

Un soldado entró con el café, una jarra de plástico y dos tazas de porcelana sobre una bandeja. Richards continuó de pie detrás de la mesa de Sykes, de espaldas al ventanal que daba a los bosques que rodeaban el recinto. Sykes explicó a Wolgast lo que quería que hiciera. Todo era muy sencillo, dijo, y a esas alturas Wolgast conocía ya lo básico. El ejército necesitaba entre diez y veinte presos condenados a muerte para que participaran en la tercera fase de los ensayos de una terapia farmacéutica experimental, cuyo nombre en código era Proyecto Noé. A cambio de su consentimiento, la condena a muerte de esos reclusos se conmutaría por la de cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional. El trabajo de Wolgast consistiría en obtener las firmas de esos hombres, nada más. Todo era legal, pero como el proyecto era un asunto de seguridad nacional, todos esos hombres serían declarados legalmente muertos. Después, pasarían el resto de sus vidas al cuidado del sistema penal federal en un campamento de prisioneros de guante blanco, bajo identidades falsas. Los criterios de selección se basaban en ciertos factores, pero todos ellos debían tener entre veinte y treinta y cinco años, sin parientes en primer grado vivos. Wolgast sólo respondería ante Sykes. No tendría otro contacto, aunque técnicamente seguiría siendo empleado de la Agencia.

—¿Tengo que elegirlos yo? —preguntó Wolgast.

Sykes negó con un movimiento de cabeza.

—Ése es nuestro cometido. Yo le daré las órdenes. Lo único que debe hacer es conseguir su consentimiento. En cuanto hayan firmado, el ejército se ocupará de ellos. Serán trasladados al penal federal más próximo, y después los transportarán hasta aquí.

Wolgast pensó un momento.

—Coronel, debo preguntar…

—¿Qué estamos haciendo?

En aquel momento dio la impresión de que se permitía una sonrisa casi humana.

Wolgast asintió.

—Sé que no puedo ser muy concreto, pero voy a pedirles que firmen para toda la vida. Debo decirles algo.

Sykes intercambió una mirada con Richards, quien se encogió de hombros.

—Tengo que irme —dijo Richards, y se despidió de Wolgast con un cabeceo—. Agente.

Cuando Richards se marchó, Sykes se reclinó en su silla.

—No soy bioquímico, agente. Tendrá que contentarse con la versión para legos. Éstos son los antecedentes, o al menos la parte que puedo contar. Hará unos diez años, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, el CDC, recibió una llamada de un médico de La Paz. Tenía cuatro pacientes, todos ellos estadounidenses, que estaban afectados por algo que parecía un hantavirus: fiebre alta, vómitos, dolores musculares, dolor de cabeza e hipoxemia. Los cuatro formaban parte de un grupo de ecoturismo que se había adentrado en la selva. Afirmaban que el grupo se componía de catorce personas, pero que se habían separado de los demás y habían vagado por la selva durante semanas. Por pura suerte se toparon con una remota factoría dirigida por un puñado de monjes franciscanos, quienes se encargaron de conseguirles transporte hasta La Paz. El hantavirus no es un resfriado común, pero tampoco es raro, de modo que nada de esto habría sido más de un blip en el radar del CDC, de no ser por una cosa. Todos eran pacientes terminales de cáncer. El viaje estaba organizado por una institución llamada Últimas Voluntades. ¿Ha oído hablar de ella?

Wolgast asintió.

—Pensaba que llevaban a la gente a lanzarse en paracaídas, y cosas por el estilo.

—Eso creía yo también. Pero, por lo visto, no es así. De los cuatro, uno tenía un tumor cerebral inoperable, dos padecían leucemia linfocítica aguda, y la cuarta cáncer de ovarios. Y todos se pusieron bien. No sólo del hantavirus, o de lo que fuera. Del cáncer. No quedó ni rastro de él.

Wolgast se sintió perdido.

—No lo entiendo.

Sykes se bebió el café.

—Bien, tampoco lo entiende nadie del CDC. Pero había pasado algo, alguna interacción entre sus sistemas inmunitarios y algo, lo más probable vírico, que habían contraído en la selva. ¿Algo que comieron? ¿El agua que bebieron? Nadie fue capaz de descifrarlo. Ni siquiera supieron decir dónde habían estado exactamente. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Sabe lo que es el timo?

Wolgast negó con la cabeza.

Sykes se señaló el pecho, justo encima del esternón.

—Es una cosita que hay aquí dentro, entre el esternón y la tráquea, del tamaño de una bellota. En la mayoría de la gente está completamente atrofiada en la pubertad, y podría pasarse toda la vida sin enterarse de su existencia, a no ser que enfermara. Nadie sabe con exactitud lo que hace, o al menos no lo sabían hasta que examinaron a esos pacientes. De alguna forma, el timo se había conectado. Más que eso, había triplicado el tamaño habitual. Parecía un tumor maligno, pero no lo era. Y sus sistemas inmunitarios habían puesto la superdirecta. Una tasa muy acelerada de regeneración celular. Y había más ventajas. Recuerde que todos eran enfermos de cáncer, y que tenían más de cincuenta años. Parecía como si volvieran a ser adolescentes. Olfato, oído, visión, tono de piel, volumen de los pulmones, fuerza y resistencia físicas, incluso la función sexual. De hecho, a uno de los hombres le creció una buena mata de pelo.

—¿Un virus hizo eso?

Sykes asintió.

—Como ya he dicho, ésta es la versión para legos. Pero ahí abajo tengo gente convencida de que eso fue lo que pasó. Algunos están licenciados en cosas que ni siquiera sé deletrear. Me hablan como a un niño, y no se equivocan.

—¿Qué les pasó? A los cuatro pacientes.

Sykes se reclinó en su silla, y su rostro se ensombreció un poco.

—Bien, ésta no es la parte más feliz de la historia, me temo. Están todos muertos. El que más sobrevivió tardó ochenta y seis días en morir. Tuvo un aneurisma cerebral, un infarto y una apoplejía. Como si se les hubieran fundido los fusibles.

—¿Y los demás?

—Nadie lo sabe. Desaparecieron sin dejar huella, incluido el operador turístico, que resultó ser un personaje bastante turbio. Es probable que actuara de camello y utilizara las giras a modo de tapadera. —Sykes se encogió de hombros—. Es probable que haya hablado demasiado, pero creo que esto le ayudará a hacerse una idea. No estamos hablando de curar una enfermedad, agente. Estamos hablando de curarlo todo. ¿Cuánto tiempo viviría un ser humano sin el cáncer, las enfermedades coronarias, la diabetes o la enfermedad de Alzheimer? Hemos llegado al punto en que necesitamos experimentar con seres humanos de manera absolutamente imperiosa. No es una expresión muy feliz, pero no existe otra. Y ahí es donde entra usted. Necesito que me consiga a esos hombres.

—¿Por qué no el Cuerpo de Alguaciles? ¿No es más competencia de ellos?

Sykes meneó la cabeza en un gesto de rechazo.

—Pues porque son funcionarios de prisiones ambiciosos, y perdone que se lo diga así. Créame, empezamos con ellos. Si tuviera un sofá y necesitara subirlo por unas escaleras, serían los primeros a los que llamaría. Pero para esto no.

Sykes abrió el expediente que tenía en su mesa y empezó a leer.

—«Bradford Joseph Wolgast, nacido en Ashland, en Oregón, el 29 de septiembre de 1974. Licenciado en Derecho Penal en 1996, en la Universidad de Nueva York de Buffalo, con matrícula de honor. Es reclutado por la Agencia, pero declina la oferta. Acepta una beca de investigación en Stony Brook para doctorarse en Ciencias Políticas, pero abandona al cabo de dos años para entrar en la Agencia. Después del adiestramiento en Quantico es enviado a…» —Enarcó las cejas y miró a Wolgast—. ¿Dayton?

Wolgast se encogió de hombros.

—No fue muy emocionante.

—Bien, a todos nos ha pasado alguna vez. Dos años en el culo del mundo, un poco de esto y un poco de lo otro, sobre todo mierda de poca monta, pero buenas notas siempre. Después del 11-S pide que lo trasladen a Antiterrorismo, vuelve a Langley dieciocho meses, asignado a la oficina de campo de Denver en septiembre de 2004 como enlace con el Tesoro, investiga fondos movidos a través de bancos estadounidenses por ciudadanos rusos, o sea, de la mafia rusa, aunque no los llamemos así. En el aspecto personal, no tiene ninguna filiación política, no es miembro de nada, y ni siquiera está suscrito a un periódico. Sus padres han fallecido. Ha salido con algunas chicas, pero no tiene novia oficial. Se casa con Lila Kyle, cirujana ortopédica. Se divorcia cuatro años después. —Cerró el expediente y miró a Wolgast—. Lo que necesitamos, agente, es alguien que, para ser sincero, tenga mano derecha. Buenas dotes para la negociación, no sólo con los reclusos, sino con las autoridades carcelarias. Alguien que sepa ser discreto, sin dejar una gran impresión. Lo que estamos haciendo es perfectamente legal. Joder, puede ser la investigación médica más importante de la historia de la humanidad. Pero sería fácil malinterpretarla. Le estoy diciendo todo cuanto puedo, porque creo que le ayudará a comprender lo que nos estamos jugando.

Wolgast supuso que Sykes le estaba contando quizá un 10 por ciento de la historia, un 10 por ciento convincente, pero nada más.

—¿Existe algún peligro?

Sykes se encogió de hombros.

—Sí y no. No le voy a mentir. Existen riesgos, pero haremos lo posible por minimizarlos. A nadie le interesa que esto acabe mal. Además, le recuerdo que son reclusos condenados a muerte. No son los hombres más agradables que habrá conocido en su vida, y la verdad es que no tienen muchas alternativas. Les damos la oportunidad de seguir viviendo, y tal vez realizar una contribución importante a la ciencia médica al mismo tiempo. No es un mal acuerdo, ni mucho menos. Aquí, todos somos defensores de la ley.

Wolgast pensó unos momentos. Era un poco difícil asimilar todo.

—Creo que no entiendo qué pintan los militares en todo esto.

Sykes se puso tenso al oír aquello. Casi pareció ofendido.

—¿No? Piénselo, agente. Digamos que un soldado destinado en Jorramabad o Grozny recibe un fragmento de metralla. Una bomba en la cuneta de la carretera, un puñado de explosivo plástico C-4 en un tubo de plomo relleno de tornillos. Tal vez una pieza conseguida en el mercado negro ruso. Créame, he visto con mis propios ojos los efectos de esas cosas. Tenemos que sacarlo de allí, tal vez muere desangrado durante el trayecto, pero si tiene suerte llega al hospital de campo donde un cirujano de urgencias, dos médicos y tres enfermeras le remiendan lo mejor que pueden antes de evacuarlo a Alemania o Arabia Saudita. Es doloroso, es horroroso, qué mala suerte, y es probable que no vuelva a la guerra. Es un activo averiado. Hemos dilapidado el dinero que invertimos en su entrenamiento. Y la cosa empeora. Vuelve a casa deprimido, furioso, tal vez falto de un miembro o algo peor, sin nada bueno que decir sobre nada ni nadie. En la taberna de la esquina habla con sus amigos: «He perdido la pierna y tendré que mear en una bolsa el resto de mi vida, ¿y todo esto para qué?». —Sykes se reclinó en su silla y dejó que Wolgast asimilara la historia—. Llevamos quince años en guerra, agente. Por lo que parece, tendremos suerte si la cosa dura quince años más. No lo engañaré. El mayor reto al que se enfrentan los militares, al que se han enfrentado siempre, es mantener a los soldados en activo. Bien, digamos que el mismo soldado recibe el mismo fragmento de metralla, pero al cabo de medio día su cuerpo se ha regenerado y vuelve a su unidad, a luchar por Dios y por la patria. ¿Cree que a los militares no les interesa algo por el estilo?

Wolgast se sintió reprendido.

—Entiendo a qué se refiere.

—Bien, porque es necesario. —La expresión de Sykes se suavizó. La lección había terminado—. Por lo tanto, es posible que sean los militares quienes paguen el cheque. Lo que digo es que les dejemos hacer, porque la verdad, lo que hemos gastado hasta el momento le dejaría patidifuso. No sé usted, pero me gustaría conocer a mis tataranietos. Joder, me gustaría darle a una pelota de golf y enviarla a trescientos metros de distancia el día en que cumpla cien años, y después volver a casa para hacer el amor con mi mujer hasta que camine espatarrada durante una semana. ¿Por qué no? —Miró a Wolgast con aire escrutador—. Hay que defender el bien, agente. Nada más y nada menos. ¿Trato hecho?

Se dieron un apretón de manos, y Sykes lo acompañó hasta la puerta. Richards lo estaba esperando para acompañarlo a la furgoneta.

—Una última pregunta —dijo Wolgast—. ¿Por qué Noé? ¿Qué significa?

Sykes lanzó una rápida mirada a Richards. En aquel momento, Wolgast notó que el equilibrio de poder cambiaba en la habitación. Puede que Sykes estuviera técnicamente al mando, pero, de alguna manera, Wolgast estaba seguro de que también respondía ante Richards, quien debía de ser el enlace entre los militares y el verdadero director del espectáculo: el USAMRIID, Interior, y tal vez la NSA.

Sykes se volvió hacia Wolgast.

—No significa nada. Mirémoslo de esta manera. ¿Ha leído la Biblia alguna vez?

—Algo. —Wolgast miró a los dos hombres—. Cuando era pequeño. Mi madre era metodista.

Sykes se permitió una segunda y última sonrisa.

—Consúltela. La historia de Noé y el arca. Investigue su longevidad. No diré nada más.

Aquella noche, de regreso en su apartamento de Denver, Wolgast hizo lo que Sykes había dicho. No tenía Biblia, no le había echado un vistazo desde el día de su boda. Pero encontró una en Internet.

«El total de los días de Noé fue de novecientos cincuenta años, y murió».

Fue entonces cuando comprendió cuál era la pieza que faltaba, lo que Sykes no había dicho. Constaría en su expediente, por supuesto. Era el motivo por el que lo habían elegido a él de entre todos los agentes federales.

Lo habían elegido debido a Eva, porque había tenido que ver morir a su hija.

Por la mañana, lo despertó el gorjeo de la PDA. Estaba soñando, y en el sueño Lila llamaba para decirle que la niña había nacido, no la de ella y David, sino la de ambos. Por un momento, Wolgast se sintió feliz, pero entonces su mente recobró la lucidez y recordó dónde estaba (en Huntsville, en un motel), y su mano localizó el teléfono en la mesita de noche y apretó el botón de recepción sin ni siquiera mirar la pantalla para ver quién era. Oyó la estática de la codificación, y después la frase inicial.

—Todo preparado —dijo Sykes—. No debería haber más problemas. Consiga que Carter firme, y no haga las maletas todavía. Puede que tengamos otro recado para usted.

Miró el reloj: eran las 6:58. Doyle estaba en la ducha. Wolgast oyó que el grifo se cerraba con un gruñido, y después el zumbido del secador. Le rondaba un vago recuerdo de haber oído a Doyle volver del bar (una ráfaga de ruidos procedentes de la calle al abrirse la puerta, una disculpa mascullada, y después el sonido del agua al abrirse un grifo), y al mirar el reloj vio que eran las dos pasadas.

Doyle entró en la habitación con una toalla alrededor de la cintura. El vapor humedeció el aire a su alrededor.

—Bien, ya estás levantado.

Le brillaban los ojos y tenía la piel sonrosada debido al calor de la ducha. Wolgast no podía entender cómo era posible que hubiera estado bebiendo la mitad de la noche y todavía tuviera aspecto de disponerse a correr una maratón.

Wolgast carraspeó.

—¿Cómo va el negocio de la fibra óptica?

Doyle se dejó caer en la otra cama y se pasó una mano por el pelo mojado.

—Te sorprendería descubrir lo interesante que es ese negocio. Creo que la gente lo subestima.

—Déjame adivinar. ¿Fue la de las bragas?

Doyle sonrió y enarcó las cejas.

—Todas llevaban bragas, jefe. —Ladeó la cabeza en dirección a Wolgast—. ¿Qué te ha pasado? Tienes pinta de haberte caído de un coche.

Wolgast se miró y descubrió que había dormido con la ropa puesta. Se estaba convirtiendo en una costumbre. Desde que había recibido el correo electrónico de Lila, se pasaba casi todas las noches en el sofá de su apartamento, viendo la televisión hasta que se quedaba dormido, como si irse a la cama como hacía la gente normal fuera algo para lo que ya no estaba cualificado.

—Olvídalo —dijo—. Debió de ser un partido aburrido. —Se levantó y estiró los miembros—. Sykes ha llamado. Acabemos de una vez.

Desayunaron en un Denny’s y volvieron a Polunsky. El alcaide los estaba esperando en su despacho. Wolgast pensó que o bien tenía el estado de ánimo propio de esas horas de la mañana, o bien él tampoco tenía pinta de haber dormido demasiado bien.

—No se molesten en tomar asiento —dijo el alguacil, y les entregó un sobre.

Wolgast examinó el contenido. Estaba más o menos lo que esperaba: una orden de conmutación de condena de la oficina del gobernador y una orden judicial que transfería a Carter a su custodia como preso federal. Suponiendo que Carter firmara, a la hora de la comida ya estaría de camino al penal federal de El Reno. Desde allí lo trasladarían a otras tres instalaciones federales, y su rastro se iría desdibujando, hasta que al cabo de dos o tres semanas, un mes a lo sumo, una furgoneta negra llegaría al recinto y de ella bajaría el hombre a quien a partir de ese momento se conocería como Número Doce, deslumbrado por el sol de Colorado.

Los últimos documentos del sobre eran la partida de defunción de Carter y un informe del forense, los dos con fecha de tres días después, el 23 de marzo. Durante la mañana del día 23, Anthony Lloyd Carter moriría en su celda debido a un aneurisma cerebral.

Wolgast devolvió los documentos al sobre y lo guardó en el bolsillo, con un escalofrío recorriéndole la espalda. Qué fácil era lograr que un ser humano desapareciera, así como así.

—Gracias, alcaide. Agradecemos su colaboración.

El alcaide los miró, primero a uno y luego al otro, con la mandíbula tensa.

—También me han ordenado que diga que nunca los he visto.

Wolgast forzó una sonrisa.

—¿Y eso es un problema?

—Suponiendo que lo fuera, uno de esos informes del M. E. aparecería con mi nombre en él. Tengo hijos, agente. —Descolgó y marcó un número—. Que dos carceleros lleven a Anthony Carter a las jaulas, y después vengan a mi despacho. —Colgó el teléfono y miró a Wolgast—. Si no le importa, me gustaría esperar fuera. Si sigo mirándolos, me costará mucho olvidar todo esto. Buenos días, caballeros.

Diez minutos después, un par de guardias entraron en la oficina exterior. El mayor tenía el mismo aspecto benévolo y obeso que un Papá Noel de grandes almacenes, pero el otro guardia, que a duras penas aparentaba más de veinte años, exhibía una cara de pocos amigos que a Wolgast no le gustó. Siempre había un guardia a quien le gustaba el trabajo por motivos equivocados, y ése era uno de ellos.

—¿Buscan a Carter?

Wolgast asintió y mostró sus credenciales.

—Exacto. Agentes especiales Wolgast y Doyle.

—Da igual quiénes sean ustedes —dijo el gordo—. Si el alcaide dice que los acompañemos, los acompañaremos.

Condujeron a Wolgast y Doyle a la zona de visitas. Carter estaba sentado al otro lado del cristal, con el teléfono encajado entre el oído y el hombro. Era bajo, tal y como Doyle había dicho, y su mono le venía grande, como la ropa de un muñeco de Ken. Había muchas maneras de parecer un condenado, como Wolgast había descubierto, y Carter no parecía asustado ni enfurecido, sólo resignado, como si el mundo lo hubiera ido devorando poco a poco a lo largo de su vida.

Wolgast señaló los grilletes y miró a los guardias.

—Quíteselos, por favor.

El guardia más viejo negó con un movimiento de cabeza.

—Es el procedimiento habitual.

—Me da igual lo que sea. Quíteselos. —Wolgast descolgó el teléfono—. ¿Anthony Carter? Soy el agente especial Wolgast. Éste es el agente especial Doyle. Somos del FBI. Estos hombres van a quitarle los grilletes. Yo se lo he pedido. Colaborará con ellos, ¿verdad?

Carter asintió con tirantez. Habló en voz baja.

—Sí, señor.

—¿Desea algo más para sentirse cómodo?

Carter lo miró extrañado. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que le habían preguntado algo así por última vez?

—Estoy bien —dijo.

Wolgast se volvió hacia los guardias.

—¿Y bien? ¿Qué pasa? ¿Estoy hablando con la pared, o voy a tener que llamar al alcaide?

Transcurrió un momento, mientras los guardias se miraban el uno al otro y decidían qué iban a hacer. Después, el que se llamaba Dennis salió de la habitación y reapareció un momento después al otro lado del cristal. Wolgast mantuvo la vista clavada en el guardia mientras quitaba los grilletes.

—¿Ya está? —preguntó el guardia duro.

—Ya está. Queremos que nos dejen solos un rato. Avisaremos al oficial de día cuando hayamos terminado.

—Como quieran —dijo el guardia, y salió, cerrando la puerta a su espalda.

Sólo había una silla en la habitación, una silla de metal plegable, como salida del salón de actos de un instituto. Wolgast la cogió y se plantó ante el cristal, mientras Doyle continuaba de pie detrás de él. Quien se encargaba de hablar era Wolgast. Descolgó el teléfono de nuevo.

—¿Mejor?

Carter vaciló un momento, lo examinó y asintió.

—Sí, señor. Gracias. Pincher siempre las aprieta demasiado.

Pincher. Wolgast tomó nota mental.

—¿Tiene hambre? ¿Le han dado ya el desayuno?

—Crepes. —Carter se encogió de hombros—. Hace cinco horas.

Wolgast se volvió para mirar a Doyle, con un arqueo de cejas. Doyle asintió y salió de la habitación. Wolgast se limitó a esperar durante unos minutos. Pese al letrero grande de PROHIBIDO FUMAR, el borde de la mesa estaba sembrado de marcas de quemaduras.

—¿Ha dicho que es del FBI?

—Exacto, Anthony.

Una leve sonrisa iluminó el rostro de Carter.

—¿Como en la serie?

Wolgast no sabía de qué estaba hablando Carter, pero daba igual. De esta forma, Carter podría explicar algo.

—¿A qué serie te refieres, Anthony?

—La de la mujer. La de los alienígenas.

Wolgast pensó un momento, y entonces cayó en la cuenta. Por supuesto. Expediente X. ¿Cuánto hacía que no la emitían?, ¿veinte años? Carter debía de haberla visto de pequeño, en reposiciones. Wolgast no recordaba gran cosa, tan sólo una vaga idea, abducciones alienígenas, una especie de conspiración para silenciar según qué cosas. Ésa era la impresión que se había forjado Carter del FBI.

—A mí también me gustaba esa serie. ¿Lo tratan bien aquí?

Carter se puso derecho.

—¿Ha venido para preguntarme eso?

—Eres un chico listo, Anthony. No, ése no es el motivo.

—Entonces, ¿cuál es?

Wolgast se inclinó más hacia el espejo. Le sostuvo la mirada a Carter.

—Conozco este lugar, Anthony. Unidad Terrell. Sé lo que pasa aquí dentro. Sólo quiero asegurarme de que te tratan bien.

Carter le miró con escepticismo.

—Tolerable, supongo.

—¿Los guardias te tratan bien?

—Pincher aprieta mucho las esposas, pero casi siempre se porta bien. —Carter encogió sus huesudos hombros—. Dennis no es amigo mío. Algunos de los demás tampoco.

La puerta se abrió detrás de Carter, y Doyle entró con una bandeja amarilla de la cantina. Dejó la bandeja delante de Carter: hamburguesa con queso y patatas fritas, relucientes de grasa, que descansaban sobre papel parafinado en una cestita de plástico. Al lado había una taza de cartón de chocolate con leche.

—Adelante, Anthony —dijo Wolgast, y señaló la bandeja—. Hablaremos cuando hayas terminado.

Carter dejó el auricular sobre el mostrador y se llevó la hamburguesa a la boca. Tres mordiscos, y la dejó a la mitad. Carter se secó la boca con el dorso de la mano y atacó las patatas fritas, mientras Wolgast miraba. La concentración de Carter era total. Era como ver comer a un perro, pensó Wolgast.

Doyle había vuelto al lado de Wolgast.

—Maldita sea —dijo en voz baja—. Menuda hambre arrastraba ese tipo.

—¿Hay algo de postre por ahí?

—Un montón de pasteles de aspecto reseco. Unos palos de crema que parecen cagarrutas de perro.

Wolgast reflexionó un momento.

—Pensándolo bien, olvídate del postre. Consíguele un vaso de té helado. Que quede bonito. Disfrázalo un poco.

Doyle frunció el ceño.

—Ya tiene la leche. Ni siquiera sé si tienen té helado aquí. Esto es como un corral.

—Estamos en Texas, Phil. —Wolgast suprimió la impaciencia en su tono de voz—. Confía en mí, tendrán té. Ve a buscarlo.

Doyle se encogió de hombros y volvió a salir. Cuando Carter hubo terminado de comer, se lamió la sal de los dedos, uno a uno, y lanzó un profundo suspiro. Cuando descolgó el auricular, Wolgast lo imitó.

—¿Cómo va eso, Anthony? ¿Te encuentras mejor?

Wolgast oyó por el auricular la acuosa pesadez de la respiración de Carter. Sus ojos se veían vidriosos y apagados a causa del placer. Todas aquellas calorías, todas aquellas proteínas, todos aquellos carbohidratos complejos estaban machacando su sistema como un martillo. Era como si Wolgast le hubiera dado un lingotazo de whisky.

—Sí, señor. Gracias.

—Un hombre debe comer. Un hombre no puede vivir de crepes.

Se hizo un momento de silencio. Carter se lamió los labios poco a poco. Su voz, cuando habló, fue casi un susurro.

—¿Qué quiere de mí?

—Es al revés, Anthony —dijo Wolgast, y cabeceó—. Soy yo quien ha venido para saber qué puedo hacer por ti.

Carter dirigió la mirada a la mesa, los restos grasientos de su desayuno.

—Lo ha enviado él, ¿verdad?

—¿Quién, Anthony?

—El marido de la mujer. —Carter frunció el ceño al recordar—. El señor Wood. Vino una vez. Me dijo que había encontrado a Jesús.

Wolgast recordó lo que Doyle le había dicho en el coche. Hacía dos años de aquello, y aún seguía grabado en la mente de Carter.

—No, Anthony, él no me ha enviado. Te doy mi palabra.

—Le dije que lo sentía —insistió Carter, y se le quebró la voz—. Se lo dije a todo el mundo. No voy a repetirlo otra vez.

—Nadie ha dicho que debas hacerlo, Anthony. Sé que lo sientes. Por eso he venido desde tan lejos para verte.

—¿Desde tan lejos?

—Desde muy lejos, Anthony. —Wolgast asintió poco a poco—. Muy, muy lejos.

Wolgast hizo una pausa y escudriñó la cara de Carter. Era diferente de los demás. Notó que el momento se abría como una puerta.

—Anthony, ¿qué me responderías si yo te dijera que puedo sacarte de este lugar?

Detrás del cristal, Carter le miró con cautela.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que acabo de decirte. Ahora mismo. Hoy. Podrías irte de Terrell y no volver jamás.

La incomprensión flotó en los ojos de Carter. Las implicaciones de aquella idea eran demasiado grandes como para asimilarla.

—Diría que ahora sé que me está tomando el pelo.

—No miento, Anthony. Por eso he venido desde tan lejos. Puede que no lo sepas, pero eres un hombre especial. Podría decirse que eres único.

—¿Está hablando de sacarme de aquí? —Carter frunció el ceño—. Eso es absurdo. Después de tanto tiempo, no. No puedo apelar. El abogado me lo dijo en una carta.

—No se trata de apelar, Anthony. Mejor todavía. Largarte de aquí. ¿Qué te parece?

—Me parece fantástico. —Carter se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho con una carcajada desafiante—. Parece demasiado estupendo para ser cierto. Esto es Terrell.

A Wolgast siempre le había asombrado lo mucho que la idea de la conmutación de condena recordaba a las cinco fases del duelo. En ese momento, Carter estaba en la de negación. Era incapaz de asimilar la idea.

—Sé dónde estás. Conozco este lugar. Es el pasillo de la muerte, Anthony. Tú no debes estar aquí. Por eso he venido. Y no por cualquiera. No he venido por los demás. He venido por ti, Anthony.

El gesto de Carter se relajó.

—Yo no soy especial. Lo sé.

—Pero lo eres. Puede que no lo sepas, pero lo eres. Necesito que me hagas un favor, Anthony. Es un acuerdo bilateral. Puedo sacarte de aquí, pero a cambio tienes que hacer algo por mí.

—¿Un favor?

—Anthony, la gente para la que trabajo supo lo que iba a pasarte aquí. Saben lo que pasará en junio, y cree que no es justo. Creen que no te han tratado bien, y que tu abogado te ha dejado en la estacada. Y se dieron cuenta de que podían hacer algo al respecto, y que podías hacer un trabajo para ellos.

Carter frunció el ceño, confuso.

—¿Cortar el césped, como el de la señora?

«Dios bendito —pensó Wolgast—. Piensa que le voy a pedir que corte el césped».

—No, Anthony. Nada de eso. Se trata de algo mucho más importante. —Wolgast volvió a bajar la voz—. Ésa es la cuestión. Te necesito para algo tan importante que no puedo decirte lo que es. Porque ni siquiera yo lo sé.

—¿Cómo sabe que es muy importante, si no sabe lo que es?

—Eres un hombre inteligente, Anthony, y tienes derecho a preguntar eso. Pero vas a tener que confiar en mí. Puedo sacarte de aquí ahora mismo. Basta con que digas que quieres hacerlo.

Fue entonces cuando Wolgast sacó del bolsillo el sobre del alcaide y lo abrió. Siempre se sentía como un mago en aquel momento, como si se dispusiese a sacar un conejo de una chistera. Con la mano libre, aplastó el documento contra el cristal para que Carter lo viera.

—¿Sabes lo que es esto? La orden de conmutación, Anthony, firmada por la gobernadora Jenna Bush. Lleva fecha de hoy, aquí al pie. ¿Sabes lo que significa conmutación?

Carter clavó la vista en el papel.

—¿No ir a la inyección?

—Exacto, Anthony. Ni en junio, ni nunca.

Wolgast devolvió el papel al bolsillo de la chaqueta. Ahora se había convertido en un cebo, algo deseado. El otro documento, el que Carter tendría que firmar, y que firmaría, de eso Wolgast estaba seguro, cuando sus dudas se hubieran disipado, aquel en el que Anthony Lloyd Carter, recluso de Texas número 999.642, entregaba el cien por cien de su persona terrenal, pasada, presente y futura, al Proyecto Noé, estaba pegado al primero. Se trataba de que no leyese ese segundo documento cuando llegase el momento de sacarlo a relucir.

Carter asintió.

—Siempre me cayó bien. Ya me caía bien cuando era la primera dama.

Wolgast no corrigió el error.

—Es una más de las personas para las que trabajo, Anthony. Hay otras. Tal vez reconocerías los nombres si te los dijera, pero no puedo decírtelos. Me han pedido que venga a verte, para decirte cuánto te necesitan.

—De modo que si hago esto por usted, ¿me sacará de aquí? ¿Pero no puede decirme qué es?

—Ése es el trato, Anthony. Dime que no, y me iré por donde he venido. Dime que sí, y esta noche ya no dormirás en Terrell. Así de sencillo.

La puerta de la jaula se abrió una vez más. Doyle entró con el té. Había hecho lo que Wolgast le había pedido, con el vaso sobre un platillo con una cuchara larga al lado, una rodaja de limón y paquetes de azúcar. Lo dejó todo delante de Carter. Éste miró el cristal, con el rostro relajado. Fue entonces cuando Wolgast pensó en ello. Anthony Carter no era culpable, al menos no en el sentido en que el tribunal lo había condenado. Cuando Wolgast hablaba con los demás, tenía claro desde el primer momento con quién se las veía, que había lo que había. Pero ese caso era diferente. Aquel día había pasado algo en el patio. La mujer había muerto, pero había algo más, tal vez mucho más. Mientras miraba a Carter, aquél era el espacio en el que Wolgast sentía que su mente se estaba moviendo, como una habitación oscura sin ventanas y una puerta cerrada con llave. Sabía que aquél era el lugar en el que encontraría a Anthony Carter (lo encontraría en la oscuridad), y cuando lo hiciera, Carter le enseñaría la llave que abría la puerta.

Habló con los ojos clavados en el cristal.

—Yo sólo quiero… —empezó.

Wolgast esperó a que terminara. Como no lo hizo, volvió a hablar.

—¿Qué quieres, Anthony? Dímelo.

Carter acercó la mano libre al lado del cristal y lo rozó con las yemas de los dedos. El cristal estaba frío, cubierto de humedad. Carter apartó la mano y tocó las gotas de agua entre el índice y el pulgar, poco a poco, los ojos clavados en el gesto con total atención. Estaba concentrado de una manera tan intensa que Wolgast notó que la mente del hombre se estaba abriendo, absorbiendo la información. Era como si la sensación del agua fría en las yemas de sus dedos fuera la clave de todo el misterio de su vida. Alzó los ojos hacia Wolgast.

—Necesito tiempo… para comprender —dijo con suavidad—. Lo que pasó. Con la señora.

«El total de los días de Noé fue de novecientos cincuenta años…»

—Yo puedo concederte ese tiempo, Anthony —dijo Wolgast—. Todo el tiempo del mundo. Un océano de tiempo.

Transcurrió otro momento. Después, Carter asintió.

—¿Qué tengo que hacer?

Wolgast y Doyle llegaron al aeropuerto intercontinental George Bush poco después de las siete. El tráfico era horroroso, pero aun así llegaron con hora y media de adelanto. Devolvieron el coche de alquiler y tomaron la lanzadera hasta la terminal de Continental, enseñaron sus credenciales para saltarse seguridad, y se abrieron paso entre las masas hasta la puerta situada al final de la explanada.

Doyle se excusó para ir en busca de algo que comer. Wolgast no tenía hambre, aunque sabía que tal vez se arrepentiría de su decisión más tarde, sobre todo si el vuelo se retrasaba. Consultó su PDA. No había recibido ningún mensaje de Sykes. Se alegró. Lo único que quería era largarse de Texas. Unos cuantos pasajeros estaban esperando en la puerta: un par de familias, unos estudiantes conectados con blu-rays o iPods, un puñado de hombres trajeados que hablaban por los móviles o tecleaban en sus ordenadores portátiles. Wolgast consultó su reloj: eran las ocho menos cinco. Pensó que, a esas alturas, Anthony Carter debía de estar en la parte posterior de una furgoneta camino de El Reno, dejando atrás una lluvia de documentos triturados y un tenue recuerdo de que alguna vez había existido. Al terminar el día, hasta su número de identificación federal habría desaparecido. El hombre llamado Anthony Carter no sería más que un rumor, una vaga alteración no mayor que una ola en la superficie del mundo.

Wolgast se reclinó en su asiento y se dio cuenta de lo agotado que estaba. Siempre le sucedía igual, como un puño al abrirse de repente. Estos viajes le dejaban física y emocionalmente vacío, y con la conciencia intranquila, que siempre debía aplacar con cierto esfuerzo. Era demasiado bueno para esto, demasiado bueno para descubrir el gesto, las palabras exactas. Un hombre encerrado en una caja de cemento el tiempo suficiente, pensando en su muerte, hervía hasta convertirse en polvo lechoso, como agua en una tetera olvidada sobre un fogón. Para comprenderlo tenías que descubrir de qué estaba hecho el polvo, qué quedaba de él después de que el resto de su vida, pasada y futura, se hubiera transformado en vapor. Por lo general, era algo simple: ira, tristeza o vergüenza, o tan sólo la necesidad de recibir perdón. Algunos no deseaban nada. Lo único que perduraba era una rabia sorda animal contra el mundo y su funcionamiento. Anthony era diferente. Wolgast había tardado un rato en descubrirlo. Anthony era como un signo de interrogación humano, la viva imagen de la confusión en estado puro. De hecho, no sabía por qué estaba en Terrell. Tampoco comprendía su sentencia. Eso estaba claro, y lo había aceptado, como hacían casi todos, porque era necesario. Bastaba con leer las últimas palabras de los condenados para saberlo. «Digan a toda la gente a la que quiero que lo siento. Está bien, alcaide, allá vamos». Siempre palabras por el estilo, que te causaban escalofríos cuando las leías, como Wolgast había hecho demasiadas veces. Pero Anthony Carter aún tenía que encontrar una pieza del rompecabezas. Wolgast lo había comprendido cuando Carter tocó el lado del cristal, o antes incluso, cuando había preguntado por el marido de Rachel Wood y afirmado que lo sentía sin decirlo. Wolgast no estaba seguro de si Carter recordaba lo que había sucedido aquel día en el patio de los Wood, ni si conseguía hacer encajar sus acciones con el hombre que creía ser. En cualquier caso, Anthony Carter necesitaba encontrar aquella pieza de sí mismo antes de morir.

Desde su asiento, Wolgast tenía una buena panorámica del aeródromo a través de los ventanales de la terminal. El sol se estaba poniendo, sus últimos rayos caían nítidos sobre los fuselajes de los aviones aparcados. El vuelo de vuelta a casa siempre le sentaba bien. Unas pocas horas en el aire, persiguiendo el ocaso, y se sentía como nuevo. Nunca bebía, leía ni dormía, sino que se quedaba sentado muy quieto, respirando el aire embotellado del avión con los ojos clavados en la ventanilla, mientras la tierra desaparecía en la oscuridad. En cierta ocasión, cuando volvía desde Tallahassee, el avión de Wolgast había rodeado una tormenta tan enorme que parecía una cordillera aérea, con su seno iluminado como una guardería a causa de los rayos. Sucedió una noche de septiembre. Estaban sobrevolando Oklahoma, le parecía, o tal vez Kansas; en todo caso, un lugar llano y desierto. Podría haber sido más al oeste. La cabina estaba a oscuras. Casi todo el mundo estaba durmiendo, y también Doyle, que estaba sentado a su lado con una almohada apretada contra la mejilla sin afeitar. Durante veinte minutos, el avión había seguido la periferia de la tormenta sin apenas moverse. Nunca antes había visto Wolgast nada semejante, nunca había sentido de una manera tan abrumadora la presencia de la inmensidad de la naturaleza, de aquella potencia del tamaño de un planeta. El aire del interior de la tormenta era un cataclismo de puro voltaje atmosférico. Pero allí estaba él, encerrado en el silencio, surcando el firmamento con nada más que nueve mil metros de aire vacío debajo, mirándolo todo como si fuera una película proyectada sobre una pantalla, una película muda. Esperó a que la voz del piloto se oyera en los altavoces y comentara algo acerca del tiempo, para que los demás pasajeros gozaran del espectáculo, pero eso no llegó a suceder, y cuando aterrizaron en Denver, con cuarenta minutos de retraso, Wolgast no se lo contó a nadie, ni siquiera a Doyle.

Pensó que le gustaría llamar a Lila para contárselo. La sensación fue tan intensa y definida que tardó un momento en darse cuenta de que era una locura, que sólo estaba hablando la máquina del tiempo. La máquina del tiempo: ése era el nombre que le había puesto la consejera. Era una amiga de Lila del hospital, a la que habían ido a ver un par de veces, una mujer de treinta y pico años de pelo largo, prematuramente gris, y ojos grandes, siempre húmedos de compasión. Le gustaba quitarse los zapatos al empezar cada sesión y sentarse con las piernas cruzadas bajo el cuerpo, como una asesora de campamento de vacaciones a punto de dirigirles en una canción, y hablaba tan bajo que Wolgast tuvo que inclinarse hacia adelante desde el sofá para oírla. De vez en cuando, explicó con su voz casi inaudible, la mente les gastaba malas pasadas. No era una advertencia, por su forma de decirlo. Sólo estaba manifestando un hecho. Lila y él podían hacer o ver algo, y entonces el pasado se manifestaba con intensidad. Por ejemplo, podían encontrarse en la cola de la caja del supermercado con un paquete de pañales en el carrito, o pasar de puntillas ante la habitación de Eva, como si estuviera dormida. Aquéllos serían los momentos más duros, explicó la mujer, porque tendrían que revivir su pérdida una vez más. Pero a medida que transcurrieran los meses, les aseguró, eso sucedería cada vez con menos frecuencia.

El problema consistía en que aquellos momentos no eran duros para Wolgast. Todavía le sucedía de vez en cuando, incluso tres años después de los hechos, y cuando sucedía, le daba igual. Eran regalos inesperados de su mente. Pero sabía que, para Lila, aquello era diferente.

—¿Agente Wolgast?

Se volvió en su silla. El traje gris vulgar, los zapatos baratos pero cómodos y la corbata olvidable, todo en él era como si Wolgast se estuviera mirando en un espejo. Pero la cara le resultaba nueva.

Se levantó y llevó la mano al bolsillo para extraer su identificación.

—Soy yo.

—Agente especial Williams, oficina de campo de Houston. —Se dieron un apretón de manos—. Me temo que no va a tomar este vuelo. Hay un coche fuera esperándolos.

—¿Hay algún mensaje?

Williams sacó un sobre del bolsillo.

—Creo que esto es lo que busca.

Wolgast aceptó el sobre. Dentro había un fax impreso. Se sentó y lo leyó, y después volvió a leerlo. Aún seguía leyendo cuando regresó Doyle, bebiendo de una pajita y cargado con una bolsa de Taco Bell.

Wolgast miró a Williams.

—¿Nos concede un segundo, por favor?

William se alejó por la explanada.

—¿Qué pasa? —preguntó Doyle en voz baja—. ¿Algo va mal?

Wolgast sacudió la cabeza. Pasó el fax a Doyle.

—Por el amor de Dios, Phil. Es una civil.