Antes de convertirse en la Chica de Ninguna Parte (La Que Entró, La Primera, Última y Única, que vivió mil años), era tan sólo una niña de Iowa llamada Amy. Amy Harper Bellafonte.
El día en que nació Amy, su madre, Jeanette, tenía diecinueve años. Jeanette puso a Amy el nombre de su madre, que había fallecido cuando Amy era pequeña, y le añadió el segundo nombre, Harper, por Harper Lee, la señora que había escrito Matar un ruiseñor, el libro favorito de Jeanette, aunque, la verdad sea dicha, era el único libro que había conseguido terminar durante todo el instituto. También podría haberla llamado Scout, por la niña de la novela, porque quería que su hija creciera así, dura, graciosa y lista, algo que ella, Jeanette, no había logrado. Pero Scout era un nombre de chico, y ella no quería que su hija fuera por la vida explicando algo así.
El padre de Amy era un hombre que había llegado un día al restaurante en el que Jeanette servía las mesas desde que cumpliera dieciséis años, un restaurante al que todo el mundo llamaba la Caja, porque era eso lo que parecía: una gran caja de zapatos de cromo, apartada a un lado de la carretera, con la parte de atrás asomada a campos de maíz y alubias; nada más en kilómetros a la redonda excepto un autolavado de coches, de esos que metes monedas en la máquina y te hace todo el trabajo. El hombre, que se llamaba Bill Reynolds, vendía cosechadoras y trastos grandes por el estilo, hablaba con dulzura y le dijo a Jeanette, mientras ésta le servía café, y también después, una y otra vez, lo bonita que era, cuánto le gustaba su pelo negro como el carbón, sus ojos color de avellana y sus muñecas esbeltas, y lo dijo como si lo creyera a pies juntillas, no como hacían los chicos de la escuela, como si fuera necesario pronunciar las palabras para que ella las dejara obrar a su libre albedrío. El hombre tenía un coche grande, un Pontiac nuevo, con un tablero que brillaba como una nave espacial y asientos de cuero del color de la crema de la mantequilla. Podría haber amado a aquel hombre, pensaba, haberlo amado de veras. Pero sólo se quedó unos días en la ciudad, y después continuó su camino. Cuando contó a su padre lo sucedido, él dijo que iría en su busca y le obligaría a asumir sus responsabilidades. Pero lo que Jeanette sabía y no dijo era que Bill Reynolds era un hombre casado. Tenía una familia en Lincoln, allá en Nebraska. Hasta le había enseñado fotografías de sus hijos, Bobby y Billy, dos críos con uniformes de béisbol. Por lo tanto, pese a las veces que su padre le preguntó quién era el hombre que le había hecho aquello, ella no lo dijo. Ni siquiera le dijo cómo se llamaba.
Y la verdad era que todo le dio igual: el embarazo, que fue fácil hasta el final; el parto, que fue doloroso pero rápido, y el tener a su hija, la pequeña Amy. Para hacer saber a Jeanette que la había perdonado, su padre había convertido el antiguo dormitorio de su hermano en el cuarto de la niña, y bajó del desván la antigua cuna, la misma en la que Jeanette había dormido años antes. Había ido con Jeanette a Wal-Mart, antes de que Amy llegara, para comprar algunas cosas que iba a necesitar, como pijamas, un pequeño tubo de plástico y un móvil que colgara sobre la cuna. Había leído en un libro que los bebés necesitaban mirar cosas como ésas, con el fin de que sus pequeños cerebros se conectaran y empezaran a funcionar como era debido. Desde el primer momento, Jeanette siempre había pensado en el bebé en femenino, porque en el fondo de su corazón deseaba una niña, pero sabía que no podía decir esas cosas a nadie, ni siquiera a ella misma. Le hicieron un escáner en el hospital de Cedar Falls. Una señora con una bata floreada pasó una pequeña pala de plástico sobre el estómago de Jeanette, y ella le preguntó si le podía decir qué iba a ser. Pero la mujer rió, mientras miraba las imágenes del bebé de Jeanette en la pantalla, dormido en su seno, y dijo:
—Cariño, este bebé es tímido. Unas veces puedes saberlo y otras no, y ésta va a ser de las que no.
Así pues, Jeanette se quedó sin saberlo, decidió que le daba igual, y después de que ella y su padre vaciaran la habitación de su hermano y bajaran sus banderines y carteles antiguos (José Canseco, y un grupo musical llamado Killer Picnic, y unas chicas Budweisser), y vieran lo descoloridas y destrozadas que estaban las paredes, las pintaron de un color que la etiqueta de la lata llamaba «Tiempo de Sueños», que era rosa y azul a la vez, y por lo tanto adecuado, fuera cual fuese el sexo del bebé. Su padre colgó una cenefa de papel pintado a lo largo del borde del techo, un dibujo repetido de patos que chapoteaban en un charco, y limpió una vieja mecedora de arce que encontró en una sala de subastas, de manera que cuando Jeanette volviera con la niña a casa, tuviera un sitio donde sentarse y acunarla.
La niña llegó en verano, la niña que ella deseaba y a la que llamó Amy Harper Bellafonte. Parecía inútil utilizar el apellido Reynolds, el apellido de un hombre a quien Jeanette suponía que no volvería a ver, y a quien, ahora que Amy estaba aquí, ya no deseaba. Y Bellafonte… No había apellido mejor. Significaba «fuente bella», y eso era Amy. Jeanette le daba de mamar, la mecía y cambiaba, y cuando Amy lloraba en plena noche porque estaba mojada, tenía hambre o no le gustaba la oscuridad, Jeanette se dirigía a su habitación tambaleante, fuera la hora que fuese, aunque estuviera cansada de trabajar en la Caja, la cogía y le decía que estaba allí, que siempre estaría allí:
—Si lloras, vendré corriendo, es un trato entre nosotras. Tú y yo, para siempre, mi pequeña Amy Harper Bellafonte.
Y la abrazaba y mecía hasta que el alba empezaba a clarear las persianas, y oía los pájaros cantar en las ramas de los árboles de fuera.
Después, Amy cumplió tres años y Jeanette se quedó sola. Su padre había muerto, le dijeron que de un infarto, o tal vez de una apoplejía. Era algo que no valía la pena comprobar. Fuera lo que fuera, le pilló una mañana temprano, cuando se dirigía hacia su camioneta para ir a trabajar al elevador de grano. Tuvo el tiempo justo de dejar el café sobre el guardabarros antes de caer y morir, sin derramar ni una sola gota. Ella todavía trabajaba en la Caja, pero el dinero no llegaba, ni para Amy ni para lo demás, y su hermano, que estaba en la Marina, no contestaba a sus cartas.
—Dios inventó Iowa para que la gente pueda marcharse y no regresar jamás —solía decir. Jeanette se preguntó qué iba a hacer.
Y un día entró un hombre en el restaurante. Era Bill Reynolds. Estaba diferente, y el cambio no había sido a bien. El Bill Reynolds a quien ella recordaba (y tenía que admitir que todavía pensaba en él de vez en cuando, sobre todo por nimiedades, como la forma en que el pelo rubio le caía sobre la frente cuando hablaba, o cuando soplaba el café antes de beberlo, incluso cuando ya no quemaba) tenía algo, una especie de luz cálida que irradiaba de su interior, y que querías tener cerca. Le recordaba aquellos bastoncitos de plástico que rompías, y que brillaban gracias al líquido de dentro. Era el mismo hombre, pero el resplandor había desaparecido. Parecía más viejo, y más delgado. Vio que no se había afeitado ni peinado el pelo, grasiento y revuelto, y que no llevaba el polo planchado, sino una camisa de trabajo vulgar como las que había utilizado su padre, con los faldones fuera y manchada bajo las axilas. Tenía aspecto de haber pasado la noche al raso, o en el coche. Le hizo una señal con la mirada desde la puerta, y ella lo siguió hasta un reservado del fondo.
—¿Qué haces aquí?
—La he dejado —dijo él, y cuando la miró, ella notó el olor a cerveza en su aliento, y el olor a sudor y ropa sucia—. Lo he hecho, Jeanette. He dejado a mi mujer. Soy un hombre libre.
—¿Has venido hasta aquí para decirme eso?
—He pensado en ti. —Carraspeó—. Mucho. He pensado en nosotros.
—¿Qué quieres decir con «nosotros»? De nosotros, nada. No puedes presentarte así como así y decir que has estado pensando en nosotros.
Él se irguió.
—Bien, pues lo estoy haciendo. Lo estoy haciendo en este momento.
—¿No te das cuenta de que tengo trabajo? No puedo estar hablando contigo. Tendrás que pedir algo.
—Bien —contestó él, pero no miró el menú de la pared, sino que mantuvo los ojos clavados en ella—. Tomaré una hamburguesa con queso. Una hamburguesa con queso y una Coca-Cola.
Mientras ella tomaba nota del pedido y las palabras daban vueltas ante sus ojos, se dio cuenta de que había empezado a llorar. Experimentó la sensación de no haber pegado ojo en un mes, en un año. Tan sólo una ínfima hebra de voluntad impedía que se desplomara agotada. En otros tiempos había deseado hacer algo con su vida, ser peluquera, tal vez, sacarse el bachillerato, abrir una tiendecita, mudarse a una ciudad de verdad, como Chicago o Des Moines, alquilar un apartamento o tener amigos. Por algún motivo, siempre había conservado en la memoria la imagen de sí misma sentada en un restaurante, una cafetería, pero agradable. Era otoño, fuera hacía frío, y estaba sentada sola a una mesa pequeña al lado de la ventana, leyendo un libro. Sobre la mesa había una taza de té humeante. Alzaba la vista hacia la ventana para ver pasar a la gente de la ciudad donde estaba, que iba de un lado a otro con sus abrigos gruesos y sombreros, y veía reflejada su cara en la ventana, que flotaba sobre la imagen de toda la gente de fuera. Pero aquellas ideas se le antojaban propias de una persona muy diferente. Ahora tenía a Amy, que estaba enferma la mitad del tiempo, resfriada o con unos trastornos estomacales que había pillado en la guardería, donde pasaba el día mientras Jeanette trabajaba en la Caja, y su padre muerto en un plis plas, tan deprisa como si hubiera caído por una trampilla abierta en la superficie de la tierra, y Bill Reynolds sentado a la mesa como si sólo hubiera transcurrido un segundo en lugar de cuatro años.
—¿Por qué me haces esto?
Él le sostuvo la mirada durante un buen rato, y después le tocó la cabeza.
—Reúnete conmigo más tarde. Por favor.
Acabó viviendo en la casa, con ella y con Amy. Jeanette era incapaz de decidir si ella lo había invitado, o si había ocurrido así como así. Sea como fuere, lo lamentó enseguida. ¿Quién era en realidad ese tal Bill Reynolds? Había abandonado a su esposa e hijos, Bobby y Billy, con sus uniformes de béisbol, allá en Nebraska. El Pontiac ya no existía, y tampoco tenía trabajo. Eso también estaba finiquitado. Tal como iba la economía, explicó, nadie compraba una mierda. Dijo que tenía un plan, pero el único plan que Jeanette había advertido consistía en que él se quedaba en casa sin hacer nada por Amy, ni siquiera retirar los platos del desayuno, mientras ella trabajaba todo el día en la Caja. La pegó por primera vez al cabo de tres meses. Estaba borracho, y en cuanto lo hizo, se puso a llorar y dijo, una y otra vez, que lo sentía mucho. Se puso de rodillas, lloriqueando, como si ella le hubiera hecho algo. Tenía que entenderlo, dijo, lo difícil que resultaba todo…, los cambios ocurridos en su vida… y todo ello era algo más de lo que un hombre, cualquier hombre, podía aguantar. La quería, lo sentía y no volvería a ocurrir, nunca más. Lo juró. Ni a ella ni a Amy. Al final, ella se oyó decir que también lo sentía.
Le había pegado por dinero. Cuando llegó el invierno, y ella no tuvo suficiente dinero en la cuenta corriente para pagar al hombre del combustible para la calefacción, le volvió a pegar.
—Maldita seas, mujer. ¿Es que no ves la situación en que me encuentro?
Ella estaba en el suelo de la cocina y se aferraba un lado de la cabeza. La había golpeado con fuerza suficiente para arrojarla al suelo. Lo curioso es que vio lo sucio que estaba el suelo, manchado y mugriento, con bolas de polvo y a saber qué más cosas amontonadas contra los pies de los armarios, donde no podían verse. La mitad de su mente tomaba nota de aquello, mientras la otra mitad le decía: «No piensas bien, Jeanette. Bill te ha pegado y se te ha desprendido una neurona, de modo que ahora te preocupas por el polvo». Algo curioso pasaba también con los sonidos del mundo. Amy estaba viendo la televisión arriba, en el pequeño aparato de su habitación, pero Jeanette oía a Barney, el dinosaurio púrpura, y una canción para lavarse los dientes, como si estuvieran dentro de su cabeza. Y después, desde muy lejos, el sonido del camión del combustible que se alejaba, el rechinar del motor al salir del camino de entrada y tomar la carretera comarcal.
—Ésta no es tu casa —dijo ella.
—En eso tienes razón. —Bill sacó una botella de Old Crow de debajo del fregadero y vertió un poco en un tarro de jalea, aunque sólo eran las diez de la mañana. Se sentó a la mesa, pero no cruzó las piernas como cuando lo hacía para estar más cómodo—. Ni tampoco es mi combustible.
Jeanette intentó levantarse, pero no pudo. Lo vio beber durante un buen rato.
—Lárgate.
El hombre rió, meneó la cabeza y tomó un sorbo de whisky.
—No deja de ser curioso que me lo digas tirada en el suelo.
—Te lo digo en serio. Lárgate.
Amy entró en la habitación. Sujetaba el conejo de peluche que todavía llevaba a todas partes y vestía los pantalones de peto buenos, los que Jeanette le había comprado en el centro comercial, los HoshKosh B’Gosh, con fresas estampadas en el peto. Uno de los tirantes se había desabrochado y le colgaba de la cintura. Jeanette comprendió que debía de haberlo hecho la propia Amy, porque seguramente necesitaba ir al baño.
—Mamá, estás en el suelo.
—Estoy bien, cariño. —Se puso en pie para demostrarlo. El oído izquierdo le zumbaba un poco, como en los dibujos animados, con pájaros volando alrededor de la cabeza. Vio que tenía un poco de sangre en la mano. No sabía de dónde había salido. Levantó a Amy y forzó una sonrisa—. ¿Lo ves? Mamá se ha caído, eso es todo. ¿Tienes que ir, cariño? ¿Tienes que utilizar el lavabo?
—Mírate —decía Bill—. Mírate bien. —Meneó la cabeza de nuevo y siguió bebiendo—. Puta estúpida. Es probable que ni siquiera sea mía.
—Mamá —dijo la niña, y señaló—, te has cortado. Tienes un corte en la nariz.
Fuera por lo que había oído o por la sangre, la niña se puso a llorar.
—¿Ves lo que has hecho? —dijo Bill. Miró a Amy—. Vale ya. No ha sido nada. A veces la gente discute, eso es todo.
—Te he dicho que te vayas.
—Qué cosas dices. Pero si ni siquiera eres capaz de llenar el depósito de combustible.
—¿Te crees que no lo sé? Te juro por Dios que no necesito que me lo digas.
Amy se había puesto a aullar. Jeanette la abrazó y sintió un calor húmedo sobre su cintura cuando la niña liberó la vejiga.
—Por el amor de Dios, haz callar a esa cría.
Ella apretó a Amy con fuerza contra su pecho.
—Tienes razón. No es tuya. No es tuya y nunca lo será. Si no te vas, llamo al sheriff. Lo digo en serio.
—Bien, voy a hacerlo. Es justo lo que voy a hacer.
Se puso en pie y fue de un lado a otro de la casa recogiendo sus cosas, que tiró en las cajas de cartón que había utilizado para transportarlas hacía unos meses. ¿Por qué no lo había pensado Jeanette entonces? ¿No era extraño que ni siquiera tuviera una maleta como Dios manda? Estaba sentada a la mesa de la cocina, sosteniendo a Amy sobre su regazo, mirando el reloj que había encima de los fogones y contando los minutos, hasta que él volviera a la cocina para pegarle de nuevo.
Pero entonces oyó cómo se abría la puerta principal, y los pasos pesados de Bill en el porche. Estuvo entrando y saliendo durante un rato, cargado con las cajas, dejando la puerta abierta para que el aire frío se colara por la casa. Por fin entró en la cocina, dejando rastros de nieve en el piso con las suelas de sus botas.
—Bien. Bien. ¿Quieres que me marche? Pues mírame bien. —Cogió la botella de Old Crow de la mesa—. Es la última oportunidad —dijo.
Jeanette no dijo nada, ni siquiera lo miró.
—De modo que eso es lo que quieres. Bien. ¿Te importa que me tome una antes de irme?
Fue entonces cuando Jeanette extendió la mano y arrojó su vaso al otro lado de la cocina, lo golpeó con la mano abierta como si fuera una raqueta golpeando una pelota de ping-pong. Sabía que iba a hacerlo medio segundo antes de mover la mano, a sabiendas de que no era la mejor idea del mundo, pero ya era demasiado tarde. El vaso impactó contra la pared con un ruido sordo y cayó al suelo sin romperse. Cerró los ojos y abrazó con fuerza a Amy, sabiendo lo que se avecinaba. Por un momento dio la impresión de que lo único que existía en la cocina era el sonido del vaso que rodaba en el suelo. Notó que Bill proyectaba ira como oleadas de calor.
—Ya verás lo que te depara el mundo, Jeanette. Acuérdate de lo que te digo.
Entonces, sus pasos lo condujeron fuera de la cocina y se marchó.
Pagó lo que pudo al hombre del combustible y bajó el termostato a diez grados, para que durara.
—¿Lo ves, Amy, cariño? Es como si fuéramos de acampada —dijo, mientras embutía unos mitones en las manitas de la niña y le encasquetaba un gorro en la cabeza—. Ya no hace frío. Es como una aventura.
Durmieron juntas bajo un montón de viejos edredones. La habitación estaba tan helada que su aliento se condensaba en el aire sobre sus rostros. Tomó un trabajo nocturno, de mujer de la limpieza en el instituto, y dejó a Amy con una señora del vecindario, pero cuando la mujer enfermó y tuvo que ingresar en el hospital, Jeanette se vio obligada a dejar sola a Amy. Le explicó lo que debía hacer:
—Quédate en la cama, no abras la puerta, cierra los ojos y estaré en casa antes de que te des cuenta.
Se aseguraba de que Amy estuviera dormida antes de salir de puntillas por la puerta, y después bajaba a toda prisa por el camino de entrada incrustado de nieve donde tenía aparcado el coche, lejos de la casa, para que Amy no oyera el sonido del motor.
Pero una noche cometió el error de contárselo a alguien, otra mujer de la brigada de trabajo, en una pausa para fumar. A Jeanette nunca le había gustado fumar y no quería gastar dinero, pero el tabaco la ayudaba a mantenerse despierta, y si le quitaban el descanso que suponía echarse un cigarrillo no le quedaba nada a lo que aferrarse, sólo más retretes que restregar y más pasillos que fregar. Pidió a la mujer, que se llamaba Alice, que no se lo contara a nadie, porque sabía que podía meterse en líos si dejaba sola a Amy, pero lo que Alice hizo fue, por supuesto, chivarse al encargado, quien despidió a Jeanette en el acto. «Dejar sola a una niña no está bien», le dijo en su despacho situado al lado de las calderas, una habitación de no más de tres metros cuadrados, con un escritorio de metal mellado y una antigua silla con el relleno salido, y un calendario en la pared que ni siquiera era de aquel año. El aire siempre era tan caliente y enrarecido que Jeanette apenas podía respirar.
—Y tienes suerte de que no te eche encima al condado —le dijo.
Se preguntó cuándo se había convertido en alguien a quien se le podía decir eso sin equivocarse. Hasta entonces, había sido bastante amable con ella, y tal vez podría hacerle comprender la situación, que sin el dinero del empleo no sabría qué hacer, pero estaba demasiado cansada como para encontrar las palabras. Cogió su último cheque y volvió a casa en el destartalado coche, el Kia de segunda mano que había comprado en el instituto, un armatoste que ya entonces tenía seis años y se estaba descuajaringando a tal velocidad que casi podía ver las piezas rebotar en el pavimento por el espejo retrovisor, y cuando paró en Quick Mart para comprar un paquete de Capris y el motor no se quiso poner en marcha, empezó a llorar. No pudo parar de llorar durante media hora.
El problema era la batería. Comprar una nueva le costó 83 dólares en Sears, pero para entonces ya llevaba una semana sin trabajar y también había perdido su empleo en la Caja. Le quedaba el dinero justo para marcharse, guardar sus cosas en un par de bolsas de colmado y las cajas de cartón que Bill se había dejado.
Nadie volvió a saber nada más de ellas. La casa se quedó vacía. Las tuberías se helaron y estallaron como fruta madura. Cuando llegó la primavera, el agua se escapó de ellas durante días, hasta que en la compañía comprendieron que nadie iba a pagar la factura y enviaron a un par de hombres para cortar el agua. Los ratones invadieron la casa, y cuando la ventana de arriba se rompió a consecuencia de una tormenta de verano, también lo hicieron las golondrinas. Construyeron sus nidos en el dormitorio donde Jeanette y Amy habían dormido ateridas de frío, y la casa no tardó en impregnarse del sonido y el olor de los pájaros.
En Dubuque, Jeanette trabajaba en el turno de noche de una gasolinera. Amy dormía en el sofá de la trastienda, hasta que el propietario lo descubrió y la despidió. Era verano, estaban viviendo en el Kia, y utilizaban el baño que había detrás de la gasolinera para lavarse, por lo que para marcharse bastaba con subir al coche y alejarse. Durante un tiempo se alojaron en casa de una amiga de Jeanette en Rochester, una chica que había conocido en el instituto y se había mudado a esa ciudad para diplomarse en enfermería. Jeanette encontró empleo fregando suelos en el mismo hospital donde trabajaba su amiga, pero le pagaban el salario mínimo, y el apartamento de la amiga era demasiado pequeño para que se quedaran. Se mudó a un motel, pero nadie podía cuidar de Amy, la amiga tampoco podía encargarse, y no conocía a nadie que pudiera hacerlo, de modo que terminaron viviendo de nuevo en el Kia. Era septiembre, y el frío se notaba ya en el aire. En la radio no paraban de hablar de guerra. Se dirigió hacia el sur, y consiguió llegar a Memphis antes de que el Kia muriera de una vez por todas.
El hombre que las recogió en el Mercedes dijo llamarse John; una mentira, supuso ella, por la forma en que lo dijo, como un niño que contara una trola acerca de quién había roto la lámpara, y la miró de arriba abajo durante un momento antes de hablar. «Me llamo… John». Ella le echó unos cincuenta años, pero no era muy buena para esas cosas. Lucía una barba bien cuidada y vestía un traje oscuro ceñido, como el director de una funeraria. Mientras conducía, miraba de vez en cuando a Amy por el retrovisor, se acomodaba en el asiento, preguntaba a Jeanette cosas sobre ella, adónde iba, qué le gustaba hacer, qué la había llevado hasta el Gran Estado de Tennessee. El coche recordó a Jeanette el Grand Prix de Bill Reynolds, sólo que más bonito. Con las ventanas cerradas apenas se podía oír nada del exterior, y los asientos eran tan blandos que tenía la impresión de estar sentada en una gran copa de helado. Le entraron ganas de dormir. Cuando frenaron ante un motel, casi le daba igual lo que sucediera. Se le antojaba inevitable. Estaban cerca del aeropuerto. La tierra era llana, como en Iowa, y en el crepúsculo vio las luces de los aviones que daban vueltas alrededor de la pista, que describían lentos y soñolientos arcos, como blancos en una galería de tiro.
—Amy, cariño, mamá se va dentro con este hombre tan simpático. Será sólo un momento, ¿vale? Mira tu libro de ilustraciones, cariño.
El hombre se mostró educado, fue a lo suyo, la llamó nena y toda la pesca, y antes de irse dejó cincuenta dólares sobre la mesita de noche, lo suficiente para que Jeanette alquilara una habitación donde pasar la noche con su hija.
Pero otros no fueron tan amables.
Durante la noche, encerraba a Amy en la habitación con la tele encendida para hacer un poco de ruido y salir a la autopista, donde se apostaba delante del motel, y no tardaba mucho. Alguien paraba, siempre un hombre, y después de negociar el asunto lo llevaba al motel. Antes de dejar pasar al hombre, entraba y depositaba a Amy en el cuarto de baño, donde le improvisaba una cama en la bañera con algunas mantas y almohadas.
Amy tenía seis años. Era silenciosa, casi nunca hablaba, pero había aprendido a leer sola, a base de mirar los mismos libros una y otra vez, y sabía contar. En cierta ocasión estaban viendo La Ruleta de la Fortuna, y cuando a la mujer le tocó gastar el dinero que había ganado, la niña sabía lo que podía comprar, y que no podía permitirse unas vacaciones en Cancún, pero sí amueblar la sala de estar, y aún le sobraba dinero para los palos de golf de ella y de él. Jeanette pensó que Amy debía de ser lista para calcular aquello, quizá más que lista, y supuso que debería ir a la escuela, pero no sabía dónde había escuelas en las cercanías. Todo eran talleres de reparación de coches, casas de empeños y moteles como aquél en el que vivían, el SuperSix. El propietario era un hombre que se parecía un montón a Elvis Presley, pero no al guapo, sino al viejo y gordo del pelo grasiento y las gruesas gafas doradas, que dotaban a sus ojos del aspecto de peces nadando en un acuario, y vestía una chaqueta de raso con un rayo en la espalda, igual que Elvis. Casi siempre estaba sentado detrás del mostrador, haciendo solitarios y fumando un puro pequeño con una boquilla de plástico. Jeanette le pagaba en metálico la habitación todas las semanas, y si le colaba uno de cincuenta, el hombre no la molestaba para nada. Un día le preguntó si tenía algo con que protegerse, si quería que le vendiera una pistola. Ella dijo que claro, que cuánto le iba a costar, y él respondió que cien más. Le enseñó un revólver de aspecto oxidado, un 22, y cuando lo depositó en su mano, en el despacho, no le pareció gran cosa, y mucho menos que aquello pudiera matar a alguien. Pero era lo bastante pequeño como para que cupiera en el bolso que ella se llevaba a la autopista, y no creyó que fuera mala cosa llevarlo encima.
—Cuidado con dónde apuntas —le dijo el director.
Y Jeanette pensó: «Vale, si tienes miedo, es que funciona. Te has comprado un arma».
Y se alegraba de haberlo hecho. El mero hecho de saber que estaba en su bolso la indujo a comprender que antes había tenido miedo y ahora no, o al menos no tanto. El arma era como un secreto, el secreto de quién era ella, como si transportara en el bolso el último ápice de su ser. La otra Jeanette, la que aguardaba en la autopista con el body y la falda, que ladeaba la cadera, sonreía y decía: «¿Qué quieres, nene? ¿Puedo ayudarte en algo esta noche?», esa Jeanette era una persona ficticia, como la mujer de una historia cuyo final no estaba segura de querer saber.
El hombre que la recogió aquella noche no fue el que ella había imaginado. A los malos los pillaba enseguida, y a veces decía «No, gracias» y continuaba andando. Pero aquél parecía agradable, un estudiante universitario, supuso, o al menos lo bastante joven como para ir a la universidad, e iba bien vestido, con pantalones de color caqui y una de esas camisas con un hombrecillo a caballo dándole vueltas a un martillo. Daba la impresión de que iba a una cita, y se rió para sí cuando subió al vehículo, un gran Ford Expo con una rejilla en el techo para transportar bicicletas o algo por estilo.
Pero entonces, sucedió algo extraño. No la llevó al motel. Algunos hombres querían hacerlo en el coche, sin tan siquiera molestarse en aparcar, pero cuando empezó a hacer lo acostumbrado, convencida de que era eso lo que deseaba, el joven la apartó con suavidad. Quería llevarla a otro sitio, dijo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—A un lugar agradable —explicó el joven—. ¿No te gustaría ir a un lugar agradable? Te pagaré más de lo habitual.
Pensó en Amy dormida en el cuarto, y supuso que no habría una gran diferencia entre una cosa y otra.
—Mientras no tardemos más de una hora —dijo—. Y luego tendrás que traerme de vuelta.
Pero fue más de una hora, mucho más. Cuando llegaron a su punto de destino, Jeanette tenía miedo. El joven paró delante de una casa con un gran letrero encima del porche, que exhibía tres formas casi parecidas a letras, pero no del todo, y Jeanette supo lo que era: una fraternidad. Un lugar donde un puñado de chicos ricos vivían y se emborrachaban a cuenta del dinero de sus padres, mientras fingían ir a la universidad para llegar a ser abogados y médicos.
—Te gustarán mis amigos —dijo el joven—. Vamos, quiero presentártelos.
—No pienso entrar ahí —replicó Jeanette—. Volvamos.
El hombre hizo una pausa, con ambas manos sobre el volante, y cuando ella vio su cara y lo que acechaba en sus ojos, el ansia lenta y demencial, ya no le pareció un chico agradable.
—No contemplo esa posibilidad —dijo el hombre—. Yo diría que, en este momento, no consta en el menú.
—Y una mierda que no.
Abrió la puerta del vehículo y se puso a caminar, sin importarle el hecho de no saber dónde estaba, pero él también bajó y la agarró del brazo. Estaba muy claro lo que le esperaba dentro de la casa, lo que él deseaba, y que todo estaba empezando a tomar forma. La culpa era de ella, por no haberlo comprendido antes, mucho antes, tal vez desde el día en que Bill Reynolds entró en la Caja. Se dio cuenta de que el chico también estaba asustado, de que alguien le estaba obligando a hacer esto, tal vez los amigos que aguardaban dentro de la casa, o al menos eso creía él. Pero a ella le daba igual. El hombre se puso detrás de ella e intentó pasarle el brazo alrededor del cuello para inmovilizarla con el codo, y ella le pegó un violento puñetazo donde más dolía, y él lanzó un chillido, la llamó puta, zorra y todo lo demás, y le propinó un bofetón en la cara. Ella perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, y él se le tiró encima, con las piernas a horcajadas sobre su cintura como un jinete a caballo, mientras ella se debatía y pegaba, y trató de inmovilizarle los brazos. Si lo conseguía, todo habría terminado. A él le daría igual que estuviera consciente o no, pensó Jeanette, cuando lo hiciera. A todos les daría igual. Introdujo la mano en el bolso, que había caído a la hierba. Su vida se le antojaba tan extraña como si ya no le perteneciera, suponiendo que alguna vez le había pertenecido. Pero para una pistola, todo tenía sentido. Una pistola sabía de qué iba el rollo, y notó que el frío metal del revólver se deslizaba en su palma, como si deseara estar allí. Su mente dijo: «No pienses, Jeanette», y apretó el cañón contra la cabeza del chico, notó la presión sobre piel y hueso, calculó que, estando tan cerca, no podía fallar, y después apretó el gatillo.
Tardó el resto de la noche en volver a casa. Después de que el chico se desplomara en el suelo, había corrido con toda la velocidad que le permitieron sus piernas hacia la carretera más grande que pudo ver, un amplio bulevar que brillaba bajo la luz de las farolas, con el tiempo justo de alcanzar un autobús. No sabía si llevaba la ropa manchada de sangre, pero el conductor apenas la miró mientras le explicaba cómo volver al aeropuerto, y ella se sentó donde nadie pudiera verla. En cualquier caso, el autobús iba casi vacío. No tenía ni idea de dónde estaba. El autobús avanzaba a paso de tortuga entre barrios de casas y almacenes, todo a oscuras. Dejó atrás una iglesia grande, después los letreros de un zoo, y por fin se adentró en el centro de la ciudad, donde esperó un segundo autobús aterida bajo una marquesina de plexiglás. Había perdido el reloj, no sabía cómo, e ignoraba qué hora era. Tal vez se había desprendido cuando estaba peleando, y la policía lo utilizaría como pista. Pero era un vulgar Timex que había comprado en Walgreens, y pensó que no les diría gran cosa. La pistola sí les serviría. La había arrojado a la hierba, al menos eso creía recordar. Todavía tenía la mano un poco entumecida por el retroceso del arma cuando se disparó, y los huesos aún vibraban como un diapasón que no pudiera parar.
Cuando llegó al motel, estaba amaneciendo. Notó que la ciudad despertaba a su alrededor. Bajo la luz cenicienta, entró en la habitación. Amy estaba dormida con la televisión encendida, un programa de teletienda que ofrecía una especie de máquina de ejercicios. Un hombre musculoso con coleta y una enorme boca, similar a la de un perro, ladraba en silencio desde la pantalla. Jeanette supuso que debían de quedarle un par de horas antes de que alguien se presentara. Qué tontería había cometido al abandonar el arma, pero ya no servía de nada preocuparse por eso. Se mojó la cara con agua y se cepilló los dientes, sin mirarse en el espejo, después se puso unos pantalones vaqueros y una camiseta, y tiró al cubo de la basura maloliente que había detrás del motel la ropa vieja, el top, la faldita y la chaqueta con flecos que se ponía para ir a la autopista, manchados de sangre y otras cosas que prefería dejar atrás.
Daba la impresión de que el tiempo se había comprimido como un acordeón. Todos los años que había vivido, y todo lo que le había pasado, aplastados de repente bajo el peso de este único momento. Recordó las madrugadas, cuando Amy era un bebé y ella la mecía junto a la ventana, hasta quedarse dormida con frecuencia. Habían sido buenas mañanas, algo que siempre recordaría. Embutió algunas cosas en la mochila de las Supernenas de Amy, además de algo de ropa y dinero en una bolsa de supermercado para ella. Después apagó la televisión y despertó con delicadeza a Amy.
—Vamos, cariño, despierta. Tenemos que irnos.
La niña estaba medio dormida, pero dejó que Jeanette la vistiera. Siempre estaba así por las mañanas, aturdida y como ida, y Jeanette se alegró de que no fuera otro momento del día, cuando habría tenido que ser más perentoria y dar explicaciones. Dio a la niña una barra de cereales y una lata de zumo de uva tibio para beber, y después las dos salieron a la autopista, donde el autobús había dejado a Jeanette.
Recordó haber visto, durante el camino de regreso al motel, la gran iglesia de piedra con un letrero delante: NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES. Si acertaban con el autobús, imaginó que las dejaría delante.
Se sentó con Amy en la parte de atrás, con un brazo alrededor de ella para tenerla más cerca. La niña no dijo nada, excepto en una ocasión, para anunciar que volvía a tener hambre, y Jeanette sacó otra barra de cereales de la caja que había metido en la mochila de Amy, con la ropa limpia, el cepillo de dientes y el Peter Rabbit de Amy. «Amy, eres una niña buena, una niña muy buena, lo siento, lo siento», pensó. Cambiaron de autobús en el centro de la ciudad y siguieron viaje media hora más, y cuando Jeanette vio el letrero del zoo se preguntó si habrían pasado de largo, pero entonces recordó que la iglesia estaba antes del zoo, de modo que ahora, si iban en dirección contraria, estaría después del zoo.
Entonces la vio. A la luz del día parecía diferente, no tan grande, pero sería suficiente. Bajaron por la puerta de atrás, Jeanette subió la cremallera de la chaqueta de Amy y le colgó la mochila mientras el autobús se alejaba.
Miró y vio el otro letrero, el que recordaba de la noche, que colgaba de un poste clavado al borde de un camino de entrada que corría detrás de la iglesia: CONVENTO DE LAS HERMANAS DE LA MISERICORDIA.
Tomó la mano de Amy y subieron por el camino. Estaba flanqueado de árboles enormes, una especie de robles, con largos brazos musgosos que se cernían sobre ambas. No sabía qué aspecto tenían los conventos, pero éste resultó ser como una casa, aunque era bonita: hecha de piedra que relucía un poco, con un tejado de tablillas y ribetes blancos alrededor de las ventanas. Había un herbario delante, y pensó que las monjas debían de hacer eso, cuidar de los cultivos. Subió hasta la puerta principal y tocó el timbre.
La mujer que abrió no era vieja, como había imaginado Jeanette, y ni siquiera llevaba hábito, o como se llamara aquello. Era joven, no mucho mayor que Jeanette y, salvo por el velo que le cubría la cabeza, iba vestida como todo el mundo, con falda, blusa y un par de mocasines marrones. Además era negra. Antes de irse de Iowa, sólo había visto a uno o dos negros en toda su vida, salvo en la televisión y el cine. Pero Memphis estaba llena de negros. Sabía que alguna gente tenía problemas con ellos, pero Jeanette no, de momento, y supuso que una monja negra serviría para sus propósitos.
—Siento molestarla —empezó Jeanette—. Mi coche se ha averiado en la calle, y me estaba preguntando…
—Por supuesto —dijo la mujer. Su voz era extraña, y no se parecía a nada que Jeanette hubiera oído antes, como si hubiera notas musicales atrapadas dentro de las palabras—. Entren, entren.
La mujer se apartó para dejarlas pasar al vestíbulo. Jeanette sabía que en algún lugar del edificio habría más monjas (que quizá fueran negras también), durmiendo, cocinando, leyendo o rezando, pues eso suponía que hacían las monjas casi todo el día. Reinaba el silencio, y supuso que no se equivocaba. Lo que debía conseguir era que la mujer la dejara a solas con Amy. Lo sabía con certeza, como sabía que aquella noche había matado a un muchacho, y todo lo demás. Lo que estaba a punto de hacer iba a herirla mucho más, pero tampoco existía tanta diferencia, sólo más dolor en el mismo punto.
—¿Señorita…?
—Ah, puede llamarme Lacey —dijo la mujer—. Aquí somos muy informales. ¿Es hija suya? —Se arrodilló delante de Amy—. Hola, ¿cómo te llamas? Tengo una sobrinita de tu edad, casi tan bonita como tú. —Miró a Jeanette—. Su hija es muy tímida. Tal vez se deba a mi acento. Soy de Sierra Leona, en África Oriental. —Se volvió de nuevo hacia Amy y le tomó la mano—. ¿Sabes dónde está eso? Está muy lejos.
—¿Todas las monjas son de allí? —preguntó Jeanette.
La mujer se puso en pie y lanzó una carcajada, que mostró sus dientes blancos.
—¡Dios, no! Me temo que soy la única.
Durante un momento ninguna de las dos dijo nada. A Jeanette le gustaba aquella mujer, le gustaba escuchar su voz. Le gustaba cómo trataba a Amy, su forma de mirarla a los ojos cuando le hablaba.
—Iba a llevarla al colegio —dijo Jeanette— cuando el coche se averió.
La mujer asintió.
—Síganme, por favor.
Condujo a Jeanette y Amy por un pasillo hasta la cocina, una gran sala con una enorme mesa de roble y armarios con etiquetas: LOZA, LATAS o PASTA Y ARROZ. Jeanette nunca había pensado que las monjas comieran. Supuso que, dada la cantidad de monjas que vivían en aquel edificio, era de ayuda saber dónde estaba cada cosa en la cocina. La mujer señaló el teléfono, uno antiguo de color marrón con un cable largo que colgaba de la pared. Jeanette había planeado bastante bien la siguiente parte. Marcó un número mientras la mujer preparaba un plato con galletas para Amy (no compradas en una tienda, sino hechas a mano por alguien), y después, cuando una voz grabada le dijo al otro lado de la línea que haría un día nublado con una temperatura de trece grados y cierta posibilidad de chubascos hacia el anochecer, fingió que estaba hablando con la Triple A[1], sin dejar de asentir durante todo el rato.
—La grúa viene de camino —dijo, al tiempo que colgaba—. Han dicho que saliera a su encuentro. De hecho, tienen un taller aquí al lado.
—Bien, ésa es una buena noticia —dijo la mujer—. Hoy es su día de suerte. Si quiere, puede dejar a su hija conmigo. Será difícil tenerla controlada en una calle con tanto tráfico.
Ya estaba. Jeanette no tendría que hacer nada más. Tan sólo decir que sí.
—¿No será una molestia?
La mujer volvió a sonreír.
—Estaremos bien aquí. ¿Verdad? —Dirigió una mirada alentadora a Amy—. ¿Lo ve? Está muy a gusto. Vaya a encargarse de su coche.
Amy estaba sentada en una silla junto a la gran mesa de roble, con un plato de galletas sin tocar y un vaso de leche delante de ella. Se había quitado la mochila y la estaba acunando sobre el regazo. Jeanette la miró durante todo el rato que se pudo permitir, y después se arrodilló y la abrazó.
—Ahora estarás bien —dijo, y Amy asintió contra su hombro. Jeanette quería decir algo más, pero no encontró las palabras. Pensó en la nota que había dejado dentro de la mochila, la hoja de papel que sin duda encontrarían cuando Jeanette no regresara a buscarla. La abrazó durante tanto tiempo como se atrevió. Se sintió embargada de la presencia de Amy, el calor de su cuerpo, el olor de su pelo y de su piel. Jeanette sabía que estaba a punto de llorar, algo que la mujer (¿Lucy? ¿Lacey?) no podía ver, pero abrazó a Amy un momento más, con la intención de guardar aquella sensación en algún lugar de su mente, un lugar seguro donde pudiera conservarla. Después soltó a su hija y, antes de que nadie dijera una palabra más, Jeanette salió de la cocina, bajó por el camino de entrada hasta la calle, y siguió caminando.