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Despertó al frío y a la visión de las estrellas. Estrellas a centenares, a millares, a millones. Estrellas que giraban lentamente, remolineaban sobre su cara, y algunas caían. Alicia las veía caer, iba contando los segundos. Un segundo, mil, dos segundos, mil, tres segundos, mil. Llevaba la cuenta de la duración de su descenso mientras surcaban los cielos, y al hacerlo comprendió que el mundo estaba donde lo había dejado y ella seguía con vida.

¿Cómo podía estar viva?

Se incorporó. Quién sabía qué hora era. La luna se había puesto, sumiendo el cielo en la negrura. Nada había cambiado. Ella era la misma.

Y no obstante:

Alicia, ven a mí.

El sonido de su nombre, susurrado en el viento.

Ven a mí, Alicia. Los demás se han ido, tú serás la mía. Ven a mí ven a mí ven a mí…

Sabía de quién era la voz.

Alicia subió desde la alcantarilla. A quince metros de distancia, Soldado estaba pastando en un bosquecillo de malas hierbas helado. Al oír que salía, levantó la cabeza: Ah, estás ahí. Estaba empezando a preguntármelo. Sus grandes cascos levantaron grumos blancos cuando se acercó a ella con su poderoso paso.

—Buen chico —dijo ella. Acarició su hocico, el aliento del animal llenó sus palmas con un olor a tierra—. Espléndido, noble muchacho. Qué bien me conoces. Supongo que no hemos terminado, a fin de cuentas.

Su mochila estaba tirada en la alcantarilla. No llevaba pistola, pero sí sus bandoleras, con los cuchillos envainados en sus fundas. Se pasó las correas de cuero sobre el pecho y las ciñó a su cuerpo. Montó en la grupa sin silla de Soldado y chasqueó la lengua, al tiempo que le orientaba hacia el este.

Ven a mí, Alicia. Ven a mí ven a mí ven a mí…

Ya lo creo que iré, pensó ella. Se inclinó hacia delante, aferrando la enorme crin, puso al trote a Soldado, después a medio galope, y por fin al galope, desenfrenado a través de la nieve.

Hijo de puta. Ya voy.