Acudió a ella por última vez. O fue ella quien acudió a él. Acudieron uno al encuentro del otro, para decirse adiós por última vez.
Para Wolgast empezó con una sensación de movimiento abstracto. Estaba en una especie de ninguna parte, flotando en un espacio infinito, pero poco a poco la escena se fue definiendo, sus parámetros espaciales y temporales se afirmaron, y fue consciente de que iba, nada más y nada menos, pedaleando en una bicicleta. ¡Una bicicleta! Bien, eso sí que era extraño. ¿Por qué iba en bicicleta? No había montado en una desde hacía años, pero de pequeño le había encantado: la sensación de absoluta libertad y elevación giroscópica, la energía de su cuerpo fluyendo a través de aquel maravilloso mecanismo que le unía con el viento. Wolgast iba en bicicleta, recorriendo una polvorienta carretera rural, y Amy pedaleaba a su lado, subida en su propia bicicleta. Este hecho le sorprendió ni más ni menos que los demás elementos de la escena, simplemente era así, del mismo modo que Amy era una niña y una mujer adulta al mismo tiempo, y durante un rato pedalearon juntos sin hablar, aunque la misma idea del tiempo le resultaba extraña. ¿Qué era el tiempo? ¿Cuánto tiempo llevaban pedaleando? Un período de horas, tal vez, o incluso días, y no obstante la luz era siempre la misma, un permanente crepúsculo de penumbras que enriquecía los colores de todo cuanto le rodeaba con un resplandor dorado: los campos y los árboles, el polvo que se alzaba bajo sus ruedas, las pequeñas formas blancas de las casas en la distancia. Todo se le antojaba muy cercano; todo estaba muy lejos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Wolgast.
Amy sonrió.
—Oh, ya falta poco.
—¿Qué… es este lugar?
Ella no dijo nada más. Continuaron su camino. El corazón de Wolgast estaba henchido de gozo, como si volviera a ser un niño, un niño que iba en bicicleta al ponerse el sol, esperando la llamada que le devolvería a su casa.
—¿Estás cansado? —preguntó Amy.
—En absoluto. Me siento de maravilla.
—¿Por qué no paramos en la cima de la colina siguiente?
Se detuvieron. Un valle herboso se abría bajo ellos. A lo lejos, rodeada de árboles, había una casa: pequeña, blanca, como las demás, con un porche y postigos negros. Amy y Wolgast dejaron las bicicletas en el suelo y permanecieron juntos en silencio. No soplaba nada de viento.
—Una vista muy bonita —dijo Wolgast—. Creo que sé dónde estoy.
Amy asintió.
—Es extraño. —Wolgast respiró hondo y expulsó el aire poco a poco—. No recuerdo bien cómo sucedió, pero supongo que así es mejor. ¿Siempre es así?
—No estoy segura. Creo que a veces sí.
—Recuerdo haber pensado que tenía que ser valiente.
—Lo fuiste. El hombre más valiente que he visto en mi vida.
Wolgast meditó sobre estas palabras.
—Bien, eso es estupendo. Me alegra saberlo. Al final, creo que es lo mínimo que cualquier persona puede pedir. —Desvió su vista de nuevo hacia el valle—. Esa casa. Supongo que debo ir allí, ¿no?
—Creo que sí.
Se volvió a mirarla. Transcurrió un segundo. Después, esbozó la sonrisa de alguien que acaba de descubrir algo.
—Espera un momento. Estás enamorada. Lo veo en tu cara.
—Creo que sí.
Wolgast meneó la cabeza, admirado.
—Caramba. ¿Qué te parece? Mi pequeña Amy, toda una mujer, enamorada. ¿Y te corresponde, esa persona?
—Creo que sí. Espero que sí.
—Bien, sería un idiota en caso contrario. Repítele lo que he dicho.
Por un momento, ninguno de los dos habló. Amy esperó.
—Bien —empezó él de nuevo. Su voz estaba ronca de emoción—. Supongo que eso significa que mi trabajo aquí ha terminado. Creo que siempre supe que este día llegaría. Voy a echarte de menos, Amy.
—Yo también te echaré de menos.
—Eso fue siempre lo peor, echarte de menos. Creo que por eso nunca pude obligarme a partir. Siempre pensé: ¿qué va a hacer mi Amy sin mí? Es curioso que, al final, fuera al revés. Supongo que todos los padres sienten lo mismo. Pero contigo es diferente. —Las palabras se atragantaron en su garganta—. Hagámoslo rápido, ¿de acuerdo?
Ella le rodeó en sus brazos. También estaba llorando, pero sin tristeza. Aunque quizá con un poco sí.
—Todo saldrá bien, te lo prometo.
—¿Cómo lo sabes?
Al final del valle, en el borde de los campos, la puerta de la casa se había abierto.
—Porque eso es el cielo —dijo Amy—. Es abrir la puerta de una casa al anochecer, y que toda la gente que hay dentro te quiera. —Le apretó con fuerza contra ella—. Es hora de que vuelvas a casa, Papá. Te he retenido lo máximo posible, pero ahora has de marcharte. Te están esperando.
—¿Quiénes están esperando, Amy?
Una mujer había aparecido en el porche, sosteniendo un bebé en los brazos. Amy retrocedió y tocó la cara mojada de lágrimas de Wolgast.
—Ve a ver —dijo.