69

Esta vez, el conductor era una mujer. Amy bajó su letrero y subió al coche.

—¿Cómo estás, Amy? —La mujer le ofreció la mano—. Soy Rachel Wood.

Se estrecharon la mano. Por un momento, Amy se quedó sin habla, fascinada por la belleza de la mujer: un rostro de huesos delicados y perfectos, como cincelado con las mejores herramientas; piel que irradiaba salud juvenil; un cuerpo esbelto y fuerte, los brazos articulados de músculo sin grasa. El pelo recogido en una cola de caballo, rubio con mechas doradas. Vestía lo que Amy sabía que era ropa de tenis, aunque daba la impresión de que su conocimiento procedía de algún otro sitio, pues la idea de tenis carecía de cualquier referencia significativa. Sobre la cabeza llevaba gafas de sol con diminutas joyas incrustadas en las patillas.

—Lamento no haber llegado antes para recogerte —continuó Rachel—. Anthony pensó que, la primera vez, te gustaría ver un rostro conocido.

—Me alegro mucho de conocerte —contestó Amy.

—Eres muy amable. —Rachel sonrió, exhibió los dientes, muy pequeños, rectos y blancos—. Ponte el cinturón.

Se alejaron del paso elevado. Todo era igual que la última vez: las mismas casas, tiendas y aparcamientos, la misma luz de verano resplandeciente, el mismo mundo ajetreado que desfilaba ante la ventanilla. En el mullido cuero del asiento, Amy se sentía como si estuviera flotando en un baño. Rachel parecía estar como en casa al volante del inmenso vehículo, mientras tarareaba una cancioncilla indefinida para sí y las guiaba con seguridad a través del tráfico. Cuando una camioneta de grandes dimensiones frenó delante de ellas y bloqueó el carril, Rachel le hizo luces y la adelantó con destreza.

—Por el amor de Dios —suspiró—, esa gente… ¿Dónde han aprendido a conducir? —Miró a Amy a toda prisa y devolvió los ojos a la carretera—. Debo decirte que no eres como había imaginado.

—¿No?

—Oh, no en un sentido negativo —la tranquilizó Rachel—. No me refería a eso. La verdad, eres muy bonita. Me gustaría tener una piel como la tuya.

—¿En qué soy diferente?

La mujer titubeó, y eligió las palabras.

—Pensaba que serías, bueno… Más joven.

Continuaron su viaje. La brusca llegada de Amy a aquel lugar había producido cierta desorientación, acompañada de un amortiguamiento de los sentimientos. Pero a medida que pasaban los minutos, sintió que su mente se abría a las circunstancias, y las imágenes y las reacciones a ellas se fueron definiendo más. Qué notable era todo, pensó Amy. Muy, muy notable. Estaban en el interior del barco, el Chevron Mariner, pero no tenía una conciencia física de ello. Como antes, con Wolgast, cada detalle de la escena poseía una firme apariencia de realidad. Tal vez era real, en cierto sentido alternativo de la palabra. Al fin y al cabo, ¿qué era «real»?

—Justo aquí es donde me paré con él la primera vez. —Rachel indicó una manzana de tiendas a través de la ventanilla—. Se me había metido en la cabeza que le apetecerían dónuts. Dónuts, ¿te imaginas? —Antes de que Amy pudiera articular una respuesta, la mujer prosiguió—: Hay que ver, haciendo de guía turística. Estoy segura de que lo sabes todo al repecto. Y estarás cansada, después de un viaje tan largo.

—Tranquila —contestó Amy—. No me importa.

—Vaya pinta que tenía. —Rachel meneó la cabeza con tristeza—. Aquel pobre hombre. Me partió el corazón. Me dije: Rachel, has de hacer algo. Por una vez en tu corta vida, vive la realidad. Pero estaba pensando en mí, por supuesto, como de costumbre. Ésa es la cuestión. Tengo suficientes remordimientos sobre ese asunto para llenar cien vidas. Yo no era digna de él, en absoluto.

—Yo diría que él no se cree eso.

La mujer aminoró la velocidad para desviarse por una calle residencial.

—Es maravilloso. Lo que estás haciendo. Lleva mucho tiempo solo.

No tardaron en frenar delante de la casa.

—Bien, ya hemos llegado —anunció Rachel con voz cantarina. Había aparcado, aunque el motor seguía en marcha, como Wolgast había hecho—. Ha sido un placer conocerte por fin, Amy. Fíjate dónde pisas cuando bajes.

—¿Por qué no me acompañas? Sé que le gustaría verte.

—Oh, no. Es muy amable por tu parte, pero temo que las cosas no funcionan así. Es contrario a las normas.

—¿Qué normas?

—Sólo… las normas.

Amy esperó a que se explicara mejor, pero sin éxito. No podía hacer otra cosa que bajar del coche. Junto a la puerta abierta se volvió para mirar a Rachel, que estaba esperando con las manos sobre el volante. El aire estaba cargado y tibio bajo el gran dosel verde de árboles. Los insectos zumbaban por todas partes con su música alegre y caótica, como las notas de una orquesta que estuviera afinando los instrumentos.

—Dile que pienso en él, por favor. Dile que Rachel le envía un beso.

—No entiendo por qué no puedes acompañarme.

Rachel miró hacia la casa por encima del salpicadero. Amy pensó que estaba buscando algo, pues sus ojos, que se habían nublado por una pena repentina, se iban deteniendo en las numerosas ventanas. Aparecieron lágrimas en las comisuras de sus ojos.

—No puedo porque sería absurdo.

—¿Por qué sería absurdo?

—Porque, Amy, ya estoy allí.

Le encontró arrodillado entre los parterres, trabajando en la tierra. Cerca había una carretilla. Pilas de abono oscuro, que proyectaba un fuerte olor a tierra, estaban dispersas entre los parterres. Cuando se acercó, el hombre se puso en pie, se quitó el sombrero de paja de ala ancha y los guantes.

—Señorita Amy, llega justo a tiempo. Me iba a poner a trabajar en el jardín, pero supongo que eso puede esperar. —Movió el sombrero en dirección al patio, donde esperaban vasos de té—. Venga a sentarse un rato.

Se acomodaron a la mesa. Amy alzó la cara hacia las copas de los árboles y dejó que el sol la bañara. Los aromas a hierba y flores impregnaron sus sentidos.

—Pensé que se sentiría más cómoda así —dijo Carter—. Así podremos hablar. Para matar el tiempo.

—Sabía que él estaría aquí, ¿verdad?

Carter se secó la frente con un trapo.

—No le envié, si es eso lo que me está preguntando. Wolgast lo quiso así. Cuando se le mete una idea en la cabeza, no hay forma de disuadirle.

—Pero ¿cómo es posible que los demás no supieran quién era? En ese caso, le habrían matado.

Carter movió la cabeza.

—Su raza nunca pudo entenderme, de una u otra forma. Podría decirse que hemos estado alejados un tiempo. Es una calle de doble sentido, y no les he enviado nada desde el principio. Cerré mi mente a todos. —Carter se incorporó en la silla y devolvió el trapo al bolsillo de atrás—. Lo ha hecho bien, señorita Amy. Wolgast también. Fue algo duro y terrible. Lo sé.

De pronto, Amy se sintió sedienta. Disfrutó el té frío y dulce cuando resbaló por su garganta y dejó un intenso sabor a limón en su lengua. Carter la observaba, mientras movía despacio el sombrero para darse aire en la cara.

—¿Y Cero?

—Espero que aún quede tiempo, pero vendrá a por nosotros. Esto se ha convertido en algo personal. Es sin duda el peor de ellos. Entre todos no le llegan a la altura del zapato. Ya nos ocuparemos de ese problema cuando llegue el momento.

—Y hasta entonces, nos quedaremos aquí.

Carter asintió paciente.

—Sí. Aquí nos quedaremos.

Siguieron sentados en silencio, pensando en lo que se avecinaba.

—Nunca he cuidado de un jardín —dijo Amy—. ¿Quiere enseñarme?

—Siempre hay mucho trabajo que hacer. Supongo que me iría bien una ayudita. El cortacésped es complicado, no obstante.

—Estoy segura de que podría aprender.

—Yo también —dijo el hombre con una sonrisa—. Imagino que ése es el caso.

Amy recordó su promesa.

—Rachel me dijo que le diera recuerdos de su parte.

—Vaya. Estaba pensando en ella. ¿Qué aspecto tenía?

—Está muy guapa. Nunca había podido verla con claridad hasta ahora. Pero también triste. Estaba mirando la casa, como si contuviera algo que ella deseara.

Carter pareció sorprenderse.

—Pues claro, sus hijos, señorita Amy. Pensaba que lo sabía.

Amy negó con la cabeza.

—Haley y el pequeño. La mujer, donde está, no puede verlos ni tocarlos. Siempre está soñando con sus chavales. Es su pena más amarga.

Amy comprendió por fin. Rachel se había ahogado, abandonando a sus hijos.

—¿Volverá a verlos algún día?

—Espero que sí, cuando esté preparada. Es a ella misma a quien ha de perdonar, por abandonarlos como lo hizo.

Dio la impresión de que sus palabras flotaban en el aire, no sólo los sonidos, sino cosas con forma y sustancia. La temperatura estaba bajando. Las hojas habían empezado a caer.

—Ella no es la única, señorita Amy. Algunas personas son incapaces de encontrar su camino. Para algunas es una mala sensación en la mente. Otras no pueden olvidarlo. Son las que aman demasiado.

En la piscina, el cuerpo de Rachel Wood había completado su largo ascenso y flotaba en la superficie. Amy contempló la mesa. Sabía lo que Carter le estaba diciendo. Cada día corto el césped, pensó. Cada día ella emerge.

—Ha de ir a verle —dijo Carter—. Enseñarle el camino.

—Es que… —Notó sus ojos clavados en la cara—. No sé cómo.

El hombre extendió la mano por encima de la mesa, tomó su barbilla y le levantó el rostro.

—La conozco, señorita Amy. Es como si hubiera estado dentro de mí toda la vida. Fue usted hecha para enderezar este mundo. Pero Wolgast sólo es un hombre. Ha llegado su momento. Ha de devolverlo.

Las lágrimas temblaron en su garganta.

—Pero ¿qué haré sin él?

—Lo que siempre ha hecho —dijo Anthony Carter, y la miró sonriente a los ojos—. Lo que hace ahora. Ser Amy.