68

El día de la partida llegó con un amanecer radiante y frío. El equipo de avanzadilla se reunió en el estadio: treinta hombres y mujeres, seis camiones y dos repostadores. Eustace y Nina habían ido a despedirlos, así como Lore y Greer.

Una pequeña multitud se había congregado, familiares y amigos de quienes se marchaban. Sara y los demás ya se habían despedido de Michael la noche anterior, en el hospital. Idos, dijo, con la cara congestionada, largaos de aquí. ¿Cómo voy a poder descansar? Pero la tarjeta que Kate le había escrito fue su perdición. Te qiero, tio Michel, ponte vien. Ay, voladores, dijo él, ven aquí, y apretó con fuerza a la niña contra su pecho, mientras brotaban lágrimas de sus ojos.

Cargaron las últimas provisiones en los camiones, y todo el mundo subió. Peter iría en la primera camioneta con Hollis. Kate y Sara, en uno de los transportes grandes de la retaguardia. Cuando Peter encendió el motor, Greer se acercó a la ventanilla. En ausencia de Peter, el comandante había accedido a ocupar su puesto, con Eustace como lugarteniente, y se hallaba ahora a cargo de la evacuación.

—No sé dónde está ella, Peter. Lo siento.

¿Tan evidente era? Una vez más, Lish le había dejado plantado ante el altar.

—Sólo estoy preocupado por ella. Algo no va bien.

—Sufrió mucho en aquella celda. Creo que no nos ha contado ni la mitad. Se recuperará. Siempre lo hace.

No había nada más que decir sobre el asunto. Ni sobre el otro, que desde los días del levantamiento había flotado sobre ellos con su peso de dolor no verbalizado. La explicación lógica era que Amy había muerto en la explosión, desintegrada con los demás virales, pero en el fondo no podía aceptarlo. Era como una extremidad fantasma, una parte invisible de él.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

—Ve con cuidado, ¿de acuerdo? —dijo Greer—. Tú también, Hollis. Ahí fuera hay otro mundo, pero nunca se sabe.

Peter asintió.

—Ojo avizor, comandante.

Greer se permitió una de sus raras sonrisas.

—Confieso que me gusta cómo suena eso. ¿Quién sabe? Tal vez me readmitirán, a pesar de todo.

Había llegado el momento de partir. Peter puso la primera. Con una vibración de motores pesados, la hilera de vehículos atravesó la puerta. Por el retrovisor, Peter vio que los edificios de la Patria se iban perdiendo de vista, hasta fundirse con el blanco invernal.

—Estoy seguro de que ella se encuentra en alguna parte, Peter —dijo Hollis.

Peter se preguntó a quién se refería.

Desde su escondite en la alcantarilla, Alicia vio que el convoy se alejaba. Durante muchos días había vivido aquel momento por anticipado, con la intención de prepararse. ¿Cuál sería la sensación? Ni siquiera ahora sabía decirlo. Definitiva, eso era todo. Una sensación de conclusión. La hilera de camiones describió un amplio arco alrededor de las vallas de la ciudad y giró hacia el sur. Durante mucho tiempo Alicia la siguió con la mirada, la imagen cada vez más pequeña, el sonido de los motores disminuyendo en la distancia. Aún seguía mirando cuando desapareció.

Quedaba una cosa por hacer.

Se había llevado la sangre del hospital, ocultando bajo su túnica la bolsa de plástico cuando Sara le dio la espalda. Había precisado de toda su fuerza de voluntad para no hundir las mandíbulas en ella y bañarse la cara, la boca y la lengua con su riqueza terrenal. Pero cuando pensó en Peter, en Amy y en Michael, y en todos los demás, había encontrado fuerzas para esperar.

Había enterrado la bolsa en la nieve, y señalizado el punto con una piedra. Ahora, la sacó de su escondrijo: un bloque de hielo rojo, pesado en la mano. Soldado la estaba mirando desde el borde de la alcantarilla. Alicia le habría dicho que se marchara, pero él no habría obedecido, por supuesto. Serían el uno del otro hasta el final. Encendió un fuego de arbustos chisporroteantes, derritió la nieve en una olla, esperó a que subieran las burbujas y hundió la bolsa en el agua humeante, como si, pensó, estuviera preparando té. Poco a poco, el contenido se fue ablandando. Cuando la sangre se derritió por completo, Alicia quitó la bolsa y se tendió en la nieve, acunando su calor contra el pecho. En el interior del envoltorio de plástico aguardaba un destino aplazado. Desde el día en que el viral la había mordido en la montaña, cinco años antes, había sabido su destino en lo más hondo. Ahora iría a su encuentro. Iría a su encuentro y moriría.

El sol de la mañana se estaba alzando hacia un cielo invernal carente de nubes. El sol. Alicia entornó los ojos para protegerse de su brillo. El sol, pensó. Mi enemigo, mi amigo, mi última liberación. Se la llevaría por delante. Dispersaría sus cenizas en el viento. Date prisa, dijo Alicia al sol, pero no demasiada. Quiero sentir cómo me abandona.

Se llevó la bolsa a los labios, abrió el cierre y bebió.

Al anochecer, el convoy había recorrido noventa kilómetros. La ciudad se llamaba Grinnell. Se refugiaron en una tienda abandonada a la entrada, que por lo visto había vendido zapatos. Cajas y cajas se alineaban en las estanterías. Un lugar al que valdría la pena regresar, algún día. Comieron sus raciones, se acostaron y durmieron.

O lo intentaron. No era el frío. Peter estaba acostumbrado a eso. Estaba demasiado espabilado, simplemente. Los acontecimientos ocurridos en el estadio habían sido demasiado enormes para asimilarlos al instante. Casi un mes después, todavía se sentía atrapado en sus emociones, y por su mente desfilaban las imágenes de manera incesante.

Peter se puso la parka y las botas, y salió. Habían apostado un solo guardia, que estaba sentado en una silla plegable metálica que habían sacado del comercio. Peter cogió el rifle del hombre y le envió a la cama. La luna brillaba, el aire era como hielo en sus pulmones. Se irguió en silencio, absorbió la claridad absoluta de la noche. Durante los días posteriores al levantamiento, Peter había intentado imbuirse de alguna emoción que estuviera a la altura de la magnitud de los acontecimientos (felicidad, triunfo, o sólo alivio), pero lo único que sentía era soledad. Recordaba las palabras de Greer al despedirse: Ahí fuera hay otro mundo. En efecto, Peter ya lo sabía. Pero no lo parecía. Como mucho, el mundo se parecía todavía más a lo que era. Los campos helados, como un enorme mar en calma; el inconmensurable cielo tachonado de estrellas; la luna con su mirada ictérica de párpados pesados, como la respuesta a una pregunta que nadie había formulado. Todo era igual que antes, y así continuaría, mucho después de que todos hubieran muerto, sus nombres, recuerdos y todo cuanto eran sepultados como sus huesos en el polvo del tiempo, que se lo llevaría todo.

Un ruido detrás de él: Sara cruzó la puerta, con Kate apoyada sobre su cadera. Los ojos de la niña estaban abiertos y miraban a su alrededor. Sara se puso al lado de Peter, y sus botas pisaron la nieve con un crujido.

—¿No podías dormir? —preguntó él.

Ella hizo una mueca de exasperación.

—Créeme, yo sí puedo. Es culpa mía. La dejé dormir demasiado rato en el camión.

—Hola, Peter —dijo la pequeña.

—Hola, corazón. ¿No deberías estar en la cama? Mañana nos espera otro largo día.

Ella apretó los labios.

—Mmmm.

—¿Lo ves? —dijo Sara.

—¿Quieres que me la quede un rato? Puedo hacerlo, ya sabes.

—¿Aquí fuera, quieres decir?

Peter se encogió de hombros.

—Un poco de aire puro le sentará bien. Y a mí no me iría mal un poco de compañía. —Sara no contestó—. No te preocupes, estaré ojo avizor. ¿Qué dices, Kate?

—¿Estás seguro? —insistió Sara.

—Pues claro que estoy seguro. ¿Qué voy a hacer, si no? En cuanto se duerma, entraré con ella. —Apoyó el rifle contra el edificio y extendió los brazos—. Anda, dámela. No aceptaré un no como respuesta.

Sara asintió y entregó la niña a Peter. Kate le rodeó con sus piernas y aferró la solapa de la parka para equilibrar su peso.

Sara retrocedió unos pasos para contemplarlos.

—Debo decir que ésta es una versión de ti que no había visto nunca.

Peter se dio cuenta de que sonreía.

—Cinco años. Muchas cosas pueden cambiar.

—Bueno, te sienta bien. —Un repentino bostezo se apoderó de ella—. En serio, si te da mucho la paliza…

—No lo hará. ¿Quieres irte ya? Duerme un poco.

Sara los dejó a solas. Peter se sentó en la silla, acomodó a Kate sobre su regazo y volvió su cuerpo hacia el cielo invernal.

—¿De qué quieres hablar?

—No sé.

—¿No estás cansada?

—No.

—¿Quieres que contemos estrellas?

—Eso es aburrido. —Cambió de postura para acomodarse—. Cuéntame un cuento —ordenó.

—Un cuento. ¿De qué clase?

—Un cuento de érase-una-vez.

No estaba muy seguro de cómo, porque nunca lo había hecho. No obstante, mientras meditaba sobre la petición de la niña, un torrente de recuerdos desfiló por su mente: los días de Pequeño en el Asilo, sentado en círculo con los demás niños, con las piernas cruzadas bajo el cuerpo; Profesora, su rostro de luna pálido y los cuentos que narraba, de animales parlanchines con chalecos y faldas, y reyes en sus castillos, y barcos que surcaban los mares en busca de un tesoro; la sensación somnolienta de las palabras que le transportaban a mundos y tiempos lejanos, como si estuviera abandonando su cuerpo. Eran recuerdos de otra vida. Eran tan lejanos que parecían históricos, pero sentado en el frío del invierno con la hija de Sara en el regazo, no parecían ajenos a él. Sintió una punzada de arrepentimiento: nunca había contado un cuento a Caleb.

—Bien. —Carraspeó, con el fin de ganar tiempo y ordenar sus pensamientos. Pero la verdad era que no sabía nada. Todos los cuentos de su infancia se habían borrado de repente de su mente. Tendría que inventar—. Vamos a ver…

—Tiene que haber una chica —colaboró Kate.

—Y la hay. Estaba llegando a eso. Bien, érase una vez una niña pequeña…

—¿Qué aspecto tiene?

—Ummm. Bien, era muy guapa. Se parecía mucho a ti, en realidad.

—¿Era una princesa?

—¿Vas a dejar que te cuente el cuento o no? Pero ahora que lo dices, sí que lo era. La princesa más hermosa que jamás existió. Pero la cuestión estriba en que ella no sabía que era princesa. Ésa es la parte interesante.

Kate frunció el ceño con aire mandón.

—¿Por qué no lo sabía?

Entonces, algo encajó en su sitio. Percibió que los contornos de una historia se estaban formando en su mente.

—Es una pregunta excelente. Lo que ocurrió fue esto: cuando era muy pequeña, apenas un bebé, sus padres, el rey y la reina, se la llevaron de excursión al bosque real. Era un día de sol, y la niña, cuyo nombre era princesa…

—Elizabeth.

—Princesa Elizabeth, vio una mariposa. Una mariposa asombrosa. Sus padres no le estaban prestando atención, y ella siguió a la mariposa al bosque e intentó atraparla. Pero la cuestión es que no se trataba de una mariposa. Era… la reina de las hadas.

—¿De veras?

—De veras. Bien, la cuestión es que las hadas no confían en la gente. Son muy reservadas, porque les gusta ser así. Pero la reina de las hadas era diferente. Siempre había querido tener una hija. Las hadas no tienen hijos. Le entristecía mucho no tener una hija a quien cuidar, y cuando vio a la princesa Elizabeth, su belleza la conmovió hasta tal punto que no lo pudo evitar. Se llevó a la niña al corazón del bosque. Muy pronto, la niña se extravió y empezó a llorar. La reina de las hadas se posó sobre su nariz, y secó sus lágrimas con sus delicadas alas, y dijo: «No te pongas triste. Yo cuidaré de ti. Ahora serás mi hijita». Y se la llevó a su gran árbol hueco donde vivía con las demás hadas, sus súbditas, y le dio de comer y una mesa a la que sentarse y una pequeña cama donde dormir, y al cabo de muy poco la princesa Elizabeth ya no recordaba ninguna otra vida, salvo su vida entre las hadas del bosque.

Kate estaba asintiendo.

—¿Qué sucedió entonces?

—Bueno, nada. De inmediato no. Durante un tiempo fueron muy felices juntas, sobre todo la reina de las hadas. Era maravillosa la sensación de tener una hija. Pero cuando Elizabeth creció, empezó a experimentar la sensación de que algo no iba bien. ¿Sabes qué era?

—¿No era un hada?

—Exacto. Bien por ti. Por deducirlo. No era un hada, era una niña pequeña, y ya no tan pequeña. ¿Por qué soy tan diferente?, se preguntaba. Y cuanto más crecía, más le costaba a la reina de las hadas disimular este hecho. Por qué los pies sobresalen de mi cama, le preguntaba Elizabeth, y la reina de las hadas contestaba: Porque las camas son muy pequeñas, por eso sobresalen. Por qué es mi mesa tan diminuta, preguntaba Elizabeth, y la reina de las hadas respondía: Lo siento, no es culpa de la mesa, es que has de dejar de crecer. Cosa que, por supuesto, no hizo. Creció y creció, y casi no cabía ya dentro del árbol. Todas las demás hadas se quejaban. Tenían miedo de que se comiera toda su comida y no les quedara nada. Tenían miedo de que las aplastara sin querer. Había que hacer algo, pero la reina de las hadas se negaba. ¿Me sigues?

Kate asintió, fascinada.

—Bien, el rey y la reina, los padres de Elizabeth, nunca habían dejado de buscarla. Habían peinado hasta el último milímetro del bosque, y de todas las tierras del reino. Pero el árbol estaba muy bien escondido. Entonces, un día oyeron el rumor de que una niña pequeña vivía en el bosque con las hadas. ¿Podría ser su hija?, se preguntaron. Hicieron lo único que se les ocurrió. Ordenaron a los leñadores reales que talaran todos los árboles hasta que encontraran el que albergaba a Elizabeth.

¿Todos?

Peter asintió.

—Hasta el último. Lo cual no era una buena idea. Los bosques no sólo eran el hogar de las hadas, sino de toda clase de animales y aves. Pero los padres de Elizabeth estaban muy desesperados, habrían hecho cualquier cosa con tal de recuperar a su hija. De modo que los leñadores se pusieron a trabajar y talaron el bosque, mientras el rey y la reina iban a caballo y la llamaban por su nombre. «¡Elizabeth! ¡Elizabeth! ¿Dónde estás?». ¿Y sabes qué pasó?

—¿Los oyó?

—Sí, los oyó. Pero el nombre de Elizabeth no significaba nada para ella. Ahora llevaba un nombre de hada, y había olvidado todo sobre su vida anterior. Pero la reina de las hadas sabía que los estaba oyendo, y se sentía fatal por dicha causa. ¿Cómo había podido hacer algo tan terrible?, pensó. ¿Cómo podía haber secuestrado a Elizabeth? Pero aun así, no fue capaz de salir del árbol para decir a los padres de Elizabeth dónde estaba. Quería demasiado a la niña para dejarla marchar. «Estate muy callada —dijo a Elizabeth—. No emitas el menor sonido». Los leñadores se iban acercando cada vez más. Caían árboles por todas partes. Todas las hadas estaban asustadas. «Devuélvela —dijeron a la reina de las hadas—. Por favor, devuélvela antes de que destruyan todo el bosque».

—Caramba —jadeó Kate,

—Lo sé. Es una historia terrorífica. ¿Quieres que pare?

—Tío Peter, por favor.

Él se rió.

—Vale, vale. Bien, los leñadores llegaron al árbol que albergaba a Elizabeth y a las hadas. Era un árbol especialmente magnífico, alto y ancho, con un gran dosel de hojas. Un árbol de hadas. Pero cuando un leñador echó el hacha hacia atrás, el rey cambió de opinión. El árbol era demasiado bonito para cortarlo. Estoy seguro de que los seres del bosque quieren este árbol tanto como yo quiero a mi hija, dijo. No sería justo arrebatárselo, sólo porque he perdido algo que amo. Que todo el mundo baje las hachas, vuelva a casa, y deje que mi mujer y yo lloremos a nuestra hija, a la que nunca volveremos a ver. Fue muy triste. Todo el mundo estaba deshecho en lágrimas. Los padres de Elizabeth, los leñadores, hasta la reina de las hadas, que había escuchado cada palabra. Porque ella sabía que Elizabeth jamás podría ser su verdadera hija, por más que lo deseara. De modo que la tomó de la mano, la sacó del árbol y dijo: «Perdonadme, majestades, fui yo quien robó a vuestra hija. Deseaba tanto una hija que no pude evitarlo. Pero ahora sé que os pertenece. Lo siento mucho, muchísimo». ¿Y sabes qué dijeron el rey y la reina?

—¿Decapitadla?

Peter reprimió una carcajada.

—Justo lo contrario. Pese a todo cuanto había ocurrido, eran tan felices de haber recuperado a su hija, y estaban tan conmovidos por el arrepentimiento de la reina de las hadas, que decidieron recompensarla. Emitieron una proclamación real para que dejaran vivir en paz a las hadas, y para que todos los niños del reino pudieran tener una amiga hada especial. Por eso, a día de hoy, sólo los niños pueden verlas.

Kate guardó silencio un momento.

—¿Así termina?

—Pues sí. —Peter se sentía algo avergonzado—. No lo había hecho nunca. ¿Qué tal?

La niña meditó, y después asintió.

—Me ha gustado. Ha sido un buen cuento. Cuéntame otro.

—No estoy seguro de saber otro. ¿Aún no estás cansada?

Por favor, tío Peter.

La noche estaba despejada, las estrellas brillaban en lo alto. Todo estaba en silencio, ni la menor huella de movimiento o sonido. Peter pensó en Caleb, y se dio cuenta con una intensidad que le asombró de lo mucho que le echaba de menos, de cuánto deseaba estrecharle en sus brazos. Alicia tenía razón, y Tifty también. Pero sobre todo, Amy. Él te quiere, ¿sabes? La verdad fue como una ráfaga de aire invernal. Peter volvería a casa y aprendería a ser padre.

—Bien, de acuerdo…

Habló y habló. Contó todos los cuentos que sabía. Cuando terminó, Kate estaba bostezando. Su cuerpo se había desplomado en sus brazos. Peter bajó la cremallera de su chaqueta y la giró sobre su regazo, rodeándola con los faldones.

—¿Tienes frío, corazón?

La niña habló en voz baja, adormilada.

—Nooo.

La acurrucó contra él. Sólo un minuto más, pensó Peter, y cerró los ojos. Sólo un minuto más, y la llevaré dentro. Sentía el calor del aliento de Kate sobre su cuello. Su pecho se movía suavemente contra el de él, subía y bajaba, como olas largas sobre una playa. Pero transcurrió un minuto, y después otro y otro, y a esas alturas Peter ya no podía ir a ningún sitio, porque se había dormido como un tronco.

Lucius Greer se estaba afeitando en el lavabo de la herboristería.

Aquel día, y casi toda la noche, había desaparecido bajo una avalancha de deberes. Una reunión del Consejo de Alojamientos, durante la cual Eustace había intentado primero volver a explicar, y después justificar una vez más, la lotería del procedimiento de evacuación; la recogida de datos del censo, que había revelado numerosos formularios duplicados, algunos erróneos, otros con intentos deliberados de aumentar las probabilidades de ser elegido; una bronca en el centro de detención cuando un grupo de tres cols, medio muertos de hambre después de semanas de esconderse en un almacén abandonado, habían intentado entregarse, pero fueron interceptados por una pequeña multitud que vigilaba delante del edificio; nueve bodas que le habían pedido oficiar cuando uno de los jueces de paz había caído enfermo (lo único que debía hacer Lucius era leer cuatro frases de una tarjeta, pero le sorprendió el peso que cobraban cuando las leía en voz alta); la primera reunión oficial de los equipos de apoyo a la evacuación, y el reparto de responsabilidades en vistas a la primera partida; y así sucesivamente. Un día dedicado a una cosa, y después otro y otro. Lucius ya no recordaba qué o cuándo había comido, si lo había hecho, apenas se había sentado en todo el día, pero ahí estaba, pasada la medianoche, contemplando su rostro canoso e hirsuto en el espejo, con una navaja en una mano y unas tijeras en la otra.

Empezó con las tijeras. Tijeretazo a tijeretazo, el desgreñado torrente de su pelo y barba fue cayendo, y las greñas blancas se fueron acumulando en el suelo junto a sus pies como ventisqueros de nieve. Cuando hubo terminado calentó una olla de agua, empapó un trapo, lo escurrió y lo apoyó sobre su cara para ablandar la barba que quedaba. Untó sus mejillas con jabón, áspero y de olor químico, y después se puso a trabajar con la navaja: primero las mejillas, después el largo arco de su cuello, y por fin la cabeza, trabajando hacia atrás, desde la frente hasta la base del cráneo, pasando por la coronilla, con breves y medidos movimientos. La primera vez que se había afeitado de esta forma, la noche anterior a prestar el juramento de los Expedicionarios, se había cortado en unos veinte sitios. Por lo general, decían que no necesitabas mirar el uniforme para reconocer a un recluta novato; bastaba con echar un vistazo a su cabeza. Pero con el tiempo y la práctica, Greer, como todos sus camaradas, había llegado a coger el tranquillo, y fue un placer para él descubrir que no había perdido su toque. Podría haberlo hecho a ciegas en la oscuridad en caso necesario, pero resultaba satisfactorio observar un ritual que, después de tantos años, todavía poseía el poder de un bautismo. Poco a poco, su rostro fue quedando al descubierto, y cuando finalizó la tarea, Greer retrocedió para examinar su cara en el espejo, y recorrió con una mano la fría extensión rosada de su carne descubierta de nuevo, para luego dedicar un cabeceo de asentimiento a la imagen que veía.

Se pasó una toalla por la cara, limpió y secó la navaja, y guardó los utensilios. Habían transcurrido muchos días desde que había dormido como es debido, y todavía no se sentía cansado. Se puso la parka y las botas, salió por la parte de atrás y recorrió la callejuela. Era casi la una de la mañana y no había ni un alma a la vista, pero Greer intuía a su alrededor una especie de inquietud molecular, un zumbido de vida que el oído era incapaz de percibir. Dejó atrás la Cúpula en ruinas, bajó la colina, atravesó la planicie hasta el estadio. Cuando llegó, la luna estaba baja. Prefirió no entrar en el edificio, sino quedarse inmóvil y asimilarlo en su conjunto, aquella mancha oscura contra el cielo estrellado. Se preguntó: ¿recordaría la historia aquel lugar? La gente del futuro, fuera cual fuera, ¿le daría un nombre, uno que fuera digno de los acontecimientos que habían tenido lugar allí, para documentarlo de cara a la posteridad? Un pensamiento esperanzado, algo prematuro, pero que valía la pena acariciar. Y Lucius Greer prestó un juramento silencioso. Si ese futuro llegara, si la batalla final por el dominio de la Tierra concluía en victoria, él sería quien tomaría pluma y papel para describir la historia con palabras.

No sabía cuándo tendría lugar esa batalla. Amy no se lo había dicho. Sólo que llegaría.

Entonces comprendió cuál había sido la fuerza que le había guiado hasta aquel lugar. Estaba buscando una señal. Ignoraba qué forma adoptaría dicha señal. Podría llegar en ese momento, podría llegar más adelante, puede que no llegara nunca. Tal era el peso de su fe. Abrió la mente y esperó. Transcurrió un intervalo de tiempo. La noche, las estrellas, el mundo viviente: todo pasó a través de él, como una bendición.

Después:

Lucius. Amigo mío. Hola.

Y aquella noche milagrosa, Peter, sentado delante de la zapatería, despertó con la sensación de que, en realidad, no estaba despierto, de que un sueño había dado paso al siguiente, como una puerta detrás de una puerta. Un sueño en el cual estaba sentado con la hija de Sara en sus brazos al borde de campos nevados, y todo lo demás era lo mismo (el cielo oscuro, el frío del invierno, lo avanzado de la hora), salvo por el hecho de que no estaban solos.

Pero no era un sueño.

Ella estaba acuclillada delante de él, al estilo de los de su especie. Su tranformación era absoluta. Hasta su melena negra había desaparecido. Pero cuando sus ojos se encontraron y sostuvieron la mirada, la imagen fluctuó en su mente. No estaba viendo a un viral. Era una chica, y después una mujer, y luego ambas a la vez. Ella era Amy, la Chica de Ninguna Parte; era Amy de las Almas, Última de los Doce; era tan sólo ella misma. Extendió un brazo hacia él con la palma hacia arriba. Peter le contestó de la misma forma. Una fuerza de anhelo en estado puro se encendió en su corazón cuando los dedos se tocaron. Era una especie de beso.

Peter no supo cuánto rato estuvieron así. Entre ellos, en el cálido refugio de su abrigo, Kate dormía ajena a todo. El tiempo había soltado amarras. Peter y Amy iban a la deriva en su corriente. Pronto despertarían los niños, o Sara vendría, o Hollis, y Amy habría desaparecido. Se alejaría en un rayo de luz estelar. Peter devolvería la niña dormida a la cama, y en el gris amanecer invernal estirarían los huesos, cargarían con sus cosas y continuarían su largo viaje hacia el sur. El momento pasaría, como todas las cosas, al recuerdo.

Pero todavía no.