67

El tiempo no quería cooperar. Enero en Iowa: ¿qué podían esperar? Un día agotador seguía a otro día agotador. Comida, combustible, agua, electricidad, la compleja empresa de mantener en funcionamiento una ciudad de setenta mil almas… Preocupaciones más mundanas habían calmado en poco tiempo la alegría de la victoria. De momento, la insurgencia había asumido el control, aunque Eustace ya había admitido que carecía de cualidades para la tarea. Se sentía abrumado por el volumen de detalles, y el gobierno provisional formado a toda prisa, compuesto de delegados designados por cada uno de los alojamientos, hacía poco para aligerar su carga. Era demasiado numeroso y desorganizado, la mitad de la sala se dedicaba a disputar siempre con la otra mitad, de modo que Eustace alzaba las manos al cielo y tomaba todas las decisiones al final. Perduraba cierto grado de docilidad entre la población, pero no duraría mucho. Se habían producido saqueos en el mercado antes de que Eustace pudiera tomar medidas de seguridad, y cada día corrían más historias de represalias. Muchos cols habían intentado mezclarse de forma anónima entre el populacho, pero sus rostros eran conocidos. Sin un sistema judicial que juzgara a los que se habían rendido, o a los que habían sido capturados por la insurgencia adelantándose a las masas, era difícil saber qué hacer con ellos. El centro de detención estaba a reventar. Eustace había sugerido la posibilidad de modernizar el Proyecto (parecía lo bastante seguro y poseía la ventaja adicional del aislamiento), pero eso llevaría tiempo y no haría nada por solucionar el problema de qué hacer con los prisioneros cuando la población empezara a trasladarse al sur.

Y todo el mundo se estaba congelando. Bien, qué le vamos a hacer, pensó Peter. ¿Qué era un poco de frío?

Había establecido una estrecha amistad con Eustace. En parte, se debía a que compartían el vínculo de ser oficiales de los Expedicionarios, pero había algo más: habían descubierto, a medida que pasaban los días, que poseían temperamentos compatibles. Decidieron que Peter iría al frente del equipo de avanzadilla que viajaría al sur para preparar Kerrville en vistas a la llegada de refugiados. Al principio se opuso. No le parecía justo contarse entre los primeros en marchar. Pero era la elección lógica, y al final Alicia dio carpetazo al asunto. Caleb te está esperando, le recordó. Ve a ver a tu muchacho.

El éxodo tendría que esperar a la primavera. Suponiendo que Kerrville pudiera enviar vehículos y personal, Eustace planeaba trasladar a cinco mil personas cada vez. La composición de los grupos la determinaría una lotería. El viaje sería difícil (todo el mundo debería ir a pie, salvo los muy pequeños y los muy ancianos), pero con suerte la Patria se vaciaría al cabo de dos años.

—No todo el mundo querrá marcharse —dijo Eustace.

Los dos estaban sentados en el despacho de Eustace, que era el cuarto interior de la herboristería, entrando en calor con sendas tazas de infusión. Casi todos los edificios del mercado habían sido requisados por el gobierno provisional para ejercer diversas funciones. El último proyecto que les ocupaba era la elaboración de un censo. Como toda la documentación de los ojosrojos había sido destruida junto con la Cúpula, no tenían ni idea de quién era quién, o de cuánta gente había. Setenta mil era la cifra aceptada en general, pero no había manera de precisarla hasta que los contaran.

—¿Por qué no?

Eustace se encogió de hombros. Llevaba vendada todavía la parte izquierda de la cabeza, lo cual dotaba a su cara de un aspecto torcido, si bien equilibrado por su ojo malo. Sara había quitado a Peter los últimos puntos el día anterior. Su pecho y brazos parecían ahora un mapa de carreteras compuesto por cicatrices largas y rosadas. En momentos de intimidad, Peter no podía reprimir el impulso de tocarlas, asombrado no sólo por el hecho de que él mismo se había infligido aquellas heridas, sino de que, en el calor del momento, no había sentido nada.

—Sólo conocen esto. Han vivido aquí toda la vida. Pero no es el único motivo. Es estupendo acabar con un abuso. No sé cuántos pensarán así una vez empecemos a trasladar a gente al sur, pero algunos lo harán.

—¿Cómo se las arreglarán?

—Supongo que de la forma habitual. Elecciones, el peliagudo asunto de construir una vida. —Bebió la infusión—. Será complicado. Puede que no llegue a funcionar. Pero al menos será de ellos.

Nina llegó del frío y dio patadas en el suelo para soltar la nieve de sus botas.

—¡Jesús!, ahí fuera está helando —dijo.

Eustace le ofreció su taza.

—Toma, para que entres en calor.

Ella cogió la taza entre las manos y bebió, y después se inclinó para darle un fugaz beso en la boca.

—Gracias, esposo mío. Necesitas un buen afeitado.

Eustace se rió.

—¿Con una cara como la mía? ¿A quién le importa?

Que los dos eran pareja constituía, tal como había averiguado Peter, el secreto peor guardado de la insurgencia. Una de las primeras cosas que había hecho Eustace había sido promulgar una orden ejecutiva para permitir que los lugareños se casaran. En muchos casos era un simple tecnicismo. Había gente que vivía en pareja desde hacía años, incluso décadas. Pero el matrimonio nunca había sido sancionado oficialmente. La lista de parejas que esperaban casarse ascendía a centenares, y Eustace tenía a dos jueces de paz trabajando día y noche en una tienda de la manzana. Nina y él habían sido de los primeros, al igual que Hollis y Sara.

—Buenas noticias —dijo Nina—. Acabo de llegar del hospital.

—¿Y?

—Dos bebés más han nacido esta mañana, ambos saludables. Las madres se encuentran bien.

—Bien, qué te parece. —Eustace sonrió a Peter—. ¿Qué te decía yo? Incluso en la noche más oscura, amigo mío, la vida se abre paso.

Peter bajó la colina, encorvado para protegerse del viento. Como miembro del estado mayor ejecutivo, se le permitía el uso de un vehículo, pero prefería caminar. Al llegar al hospital se dirigió a la habitación de Michael. La electricidad se había restablecido sólo en parte, pero el hospital había sido uno de los primeros edificios en recuperar la luz. Encontró a Michael despierto y sentado. La pierna derecha, envuelta en un yeso desde el tobillo a la cadera, estaba suspendida de un cabestrillo, situado en un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación con la cama. Su estado había sido crítico durante unos días, y Sara creía que iba a perder la pierna, pero Michael era un luchador, y ahora, tres semanas después, se encontraba oficialmente en vías de curación.

Lore estaba sentada al lado de la cama, manipulando un par de agujas de tejer. Eustace la había puesto a trabajar de capataz en la planta de biodiésel, pero en sus escasos momentos libres estaba en el hospital, al lado de Michael.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Peter.

—Y yo qué sé. Tenía que ser un jersey, pero me están saliendo unos calcetines.

—Deberías ceñirte a hacer lo que sabes —aconsejó Michael.

—Espera a que te hayan sacado el yeso, amigo mío. Te enseñaré lo que sé. No lo olvidarás jamás. —Miró a Peter, y sonrió furtivamente para asegurarse de que había entendido la broma—. Oh, lo siento, Peter. Me he pasado un poco. Supongo que me olvidé de que estabas delante.

Peter se rió.

—No pasa nada.

Lore movió una aguja.

—Sólo quiero decir, en caso de que el estado de nuestro chico aquí presente empeore, que siempre te he considerado muy atractivo. Además, eres un héroe de guerra. Me interesa todo cuanto quieras decir, teniente.

—Me lo pensaré.

—De eso no me cabe la menor duda. —Dejó caer el hilo sobre el regazo—. Resulta que mi turno empieza dentro de media hora, de modo que os abandonaré para que habléis de mí. —Se levantó, metió su labor en una bolsa, dio una palmada a Michael en el brazo, se lo pensó mejor, y le dio un beso en la cabeza—. ¿Necesitas algo antes de que me vaya?

—Estoy bien.

—No estás bien, Michael. Te encuentras muy lejos de estar bien. Lo que hiciste me dejó acojonada.

—Ya dije que lo sentía.

—Pues sigue repitiéndolo, tío. Algún día te creeré. —Le besó de nuevo—. Caballeros…

Cuando Lore se fue, Peter se sentó.

—Lo siento —dijo Michael.

—No sé por qué sigues disculpándote en su nombre, Michael. Eres el tipo más afortunado del planeta Tierra, en mi opinión. —Inclinó la cabeza hacia la cama—. ¿Cómo va la pierna?

—Duele como un demonio. Me alegro de que hayas venido por fin.

—Lo lamento. Eustace me ha mantenido ocupado.

—¿A cuántos has encontrado?

Peter comprendió que Michael estaba preguntando por los demás habitantes de Primera Colonia.

—La cifra que nos ha llegado es de cincuenta y seis. Todavía estamos intentando localizar a todos. Hasta el momento hemos encontrado a las hijas de Jimmy, Alice y Avery. Constance Chou, Russ Curtis, Penny Darrell. Tardaremos un poco en identificar a los Pequeños. Todo el mundo está esparcido por el recinto.

—Buenas noticias, supongo.

Michael calló, sin terminar la frase. Muchos otros habían muerto.

—Hollis me contó lo que hiciste —dijo Peter.

Michael se encogió de hombros. Parecía un poco avergonzado, pero también orgulloso.

—En aquel momento, me pareció que era lo adecuado.

—Si alguna vez quieres trabajar con los Exped, avísame. Suponiendo que me vuelvan a admitir. La próxima vez que hablemos, tal vez sea en la prisión.

—Peter, seamos serios. Es probable que te nombren general. O eso, o te presentas a presidente.

—Eso quiere decir que no conoces al ejército como yo. —No obstante, por un momento pensó si sería posible—. Nos vamos dentro de unos días.

—Ya me lo imaginaba. No te olvides de abrigarte. Saluda a Kerrville de mi parte.

—Te meteremos en el siguiente viaje, te lo prometo.

—No sé, hombre, el servicio es muy bueno aquí. Este lugar me sienta bien. ¿Quién irá contigo?

—Sara, Hollis y Kate, pero eso es evidente. Greer se queda para colaborar en la evacuación. Eustace está reuniendo un equipo.

—¿Y Lish?

—Se lo preguntaría si pudiera localizarla. Apenas la he visto en todo este tiempo. Ha salido a cabalgar en ese caballo suyo. Le llama Soldado. No tengo ni idea de lo que está haciendo.

—Siento que no coincidierais. Pasó a verme esta mañana.

—¿Lish ha estado aquí?

—Dijo que quería saludarme. —Michael le miró—. ¿Por qué? ¿Tan raro es eso?

Peter frunció el ceño.

—Supongo que no. ¿Qué aspecto tenía?

—¿Qué crees? El de Lish.

—O sea, no has observado ninguna diferencia.

—No me he fijado. No estuvo mucho rato. Dijo que iba a ayudar a Sara con las donaciones.

Como directora provisional de salud pública, Sara había descubierto que el edificio que hacía las veces de hospital era, como sospechaba desde hacía tiempo, un hospital sólo de nombre. Casi no había equipo médico, y ni una gota de sangre. Con tanta gente herida en el asedio, los niños que nacían y todo lo demás, había ordenado que trajeran un congelador de la instalación de procesamiento de comida, y había instituido un programa de donación de sangre.

—Lish, enfermera —dijo Peter, y meneó la cabeza ante la ironía—. Ya me gustaría verlo.

Nunca comprendieron del todo qué había sido de los ojosrojos. Los que no habían muerto en el estadio habían dejado de existir. La única conclusión que se podía extraer, apoyada por la historia de Sara sobre Lila, era que la destrucción de la Cúpula, y la muerte del hombre conocido como la Fuente, habían provocado una reacción en cadena similar a la que habían visto en los descendientes de Babcock en la montaña de Colorado. Los que la habían presenciado la describían como un veloz envejecimiento, como si cien años de vida tomados de prestado hubieran transcurrido en escasos segundos: carne arrugada, pelo cayendo a puñados, rostros marchitados hasta convertirse en calaveras. Los cuerpos que habían encontrado, todavía vestidos con traje y corbata, no eran más que una pila de huesos de color marrón. Daba la impresión de que llevaban décadas muertos.

A medida que se iba acercando el día de la partida, Sara se encontró trabajando prácticamente las veinticuatro horas del día. Cuando corrió la voz por la planicie de que se habían instaurado cuidados médicos de verdad, cada vez más gente había acudido. Las dolencias abarcaban desde el resfriado común a las aflicciones propias de la vejez, pasando por la malnutrición. Algunos sólo parecían sentir curiosidad por ver cómo sería un médico. Sara trataba a los que podía, consolaba a los que no. Al final, el resultado no era muy diferente.

Abandonaba el hospital sólo para ir a dormir, y a veces para comer, o bien Hollis le llevaba la comida, siempre acompañado de Kate. Se alojaban en un apartamento del complejo situado en la periferia de la ciudad, un lugar curioso, con amplias ventanas tintadas que creaban una luz nocturna permanente en el interior. Producía una sensación inquietante, sabiendo que sus anteriores ocupantes habían sido ojosrojos, pero era cómodo, con grandes camas provistas de sábanas de hilo, agua caliente y una cocina de gas que funcionaba, en la cual pergeñaba Hollis sopas y guisos a base de ingredientes de los que ella no quería saber nada, pero que resultaban deliciosos. Comían juntos en la oscuridad iluminada con velas, caían en la cama a continuación y hacían el amor con serena ternura, con el fin de no despertar a su hija.

Aquella noche, Sara decidió tomarse un descanso. Estaba muerta de cansancio, hambrienta por añadidura, y echaba mucho de menos a su familia. Su familia: después de todo lo ocurrido, aquellas dos palabras eran de lo más notable. Parecía el milagro más grande en la historia del habla humana. Cuando había visto a Hollis irrumpir en tromba por la entrada de la Cúpula, su corazón había sabido al instante lo que sus ojos eran incapaces de creer. Por supuesto que había ido a por ella. Hollis había removido cielos y tierra, y ahí estaba. ¿Cómo habría podido ser de otra manera?

Subió la colina, dejó atrás los restos de la Cúpula (sus vigas de madera habían ardido durante días) y atravesó la ciudad vieja. Moverse con libertad, sin miedo, se le antojaba todavía un poco irreal. Sara pensó en pasar por la herboristería para saludar a Eustace y a quien estuviera con él, pero sus pies rechazaron este impulso, que se pasó enseguida. Espoleado su paso por la impaciencia, subió los seis tramos de escalera que conducían al apartamento.

—¡Mamá!

Hollis y Kate estaban sentados juntos en el suelo, jugando con judías y tazas. Antes de que Sara pudiera quitarse el pañuelo del cuello, la niña se puso en pie de un brinco y voló a sus brazos, una tierna colisión. Sara subió a Kate hasta su cintura para mirarla a los ojos. Nunca había dicho a Kate que la llamara de esta forma, para no acrecentar su confusión, pero tampoco había sido necesario: la niña había adoptado la costumbre. Como nunca había tenido padre, Kate había tardado un poco más en adaptarse al papel de Hollis en su vida, pero un día, una semana después de la liberación, había empezado a llamarle Papá.

—Bien, aquí estáis —dijo Sara muy contenta—. ¿Cómo ha ido el día? ¿Te has divertido con Papá?

La niña envolvió la nariz de Sara con el puño y fingió que se la arrancaba de la cara, se la metía en la boca y empujaba la lengua contra la parte interna de la mejilla.

—Me voy a comer tu nariz —dijo.

—Devuélvemela.

Kate, con una gran sonrisa, el rubio pelo bailando alrededor de la cara, movió la cabeza en señal de juguetón desafío.

—Nooo. Es mía.

Así, las cosquillas, risas por todos lados, el robo de más partes del cuerpo y la devolución final de la nariz de Sara. Cuando el forcejeo terminó, Hollis se había sumado a ellas. Apoyó la mano sobre la nuca de Kate, dio un veloz beso a Sara, con su barba (cálida, familiar, impregnada de su olor) apretada como lana contra sus mejillas.

—¿Hambrienta?

Ella sonrió.

—No me iría mal comer algo.

Hollis le dio un cuenco. Kate y él ya habían cenado. Se sentó con ella a la pequeña mesa, mientras ella devoraba. La carne, confesó, podría haber sido de cualquier animal, pero las zanahorias y las patatas estaban pasables. A Sara le daba igual. Nunca le había sabido tan bien la comida como en las últimas semanas. Hablaron de sus pacientes, de Peter, Michael y los demás, de Kerrville y lo que les aguardaba allí, del viaje al sur, para el cual ya faltaban pocos días. Hollis había sugerido al principio que esperaran a la primavera, cuando el viaje sería menos difícil, pero Sara no quiso saber nada al respecto. Demasiadas cosas habían sucedido en el recinto, le dijo. No sé dónde está mi hogar, pero de momento que sea Texas.

Lavaron los platos, los guardaron en el escurridor y prepararon a Kate para acostarse. Mientras Sara pasaba el camisón por encima de la cabeza de Kate, ya estaba medio dormida. La arroparon y volvieron a la sala de estar.

—¿De veras has de volver al hospital? —preguntó Hollis.

Sara descolgó su abrigo y se lo puso.

—Sólo serán unas horas. No me esperes levantado. —Aunque eso sería lo que haría. Sara habría hecho lo mismo—. Ven aquí.

Le besó durante unos segundos.

—Lo digo en serio. Vete a la cama.

Pero cuando apoyó la mano sobre el pomo, él la detuvo.

—¿Cómo lo supiste, Sara?

Casi comprendió lo que le estaba preguntando, pero no del todo.

—¿Cómo supe qué?

—Que era ella. Que era Kate.

Era extraño. Sara nunca había pensado en formularse esa pregunta. Nina había confirmado la identidad de Kate en su encuentro clandestino en el cuarto trasero de la herboristería, pero se lo podría haber ahorrado: jamás había existido la menor duda en la mente de Sara. Era algo más que el parecido físico de la niña. La certeza había surgido de algo más profundo. Sara había mirado a Kate y comprendido al instante que, de todos los niños del mundo, aquel ser era de ella.

—Llámalo instinto maternal. Fue como… conocerme a mí misma. —Se encogió de hombros—. No puedo explicarlo de una manera mejor.

—De todos modos, somos afortunados.

Sara nunca le había hablado del paquete de papel de plata. No lo haría nunca.

—No estoy seguro de que pueda calificarse de suerte algo semejante —dijo—. Sólo sé que estamos aquí.

Era pasada la medianoche cuando terminó sus rondas. Disimuló un bostezo con la mano, su mente ya a medio camino de casa. Entró en el último cuarto de reconocimiento y encontró a una joven sentada sobre la mesa.

—¿Jenny?

—Hola, Dani.

Sara se vio forzada a reír, no sólo del nombre, que parecía algo perteneciente a un sueño lejano, sino de la presencia de la chica. No fue hasta verla que Sara cayó en la cuenta de que la había dado por muerta.

—¿Qué te pasó?

La joven se encogió de hombros avergonzada.

—Siento haberme marchado. Después de lo que sucedió en el cebadero, me entró el pánico. Uno de los cocineros me escondió en un barril de harina y me sacó en uno de los camiones de reparto.

Sara sonrió para tranquilizarla.

—Bien, me alegro de verte. ¿Qué tienes?

—Creo que estoy embarazada.

Sara la examinó. Si lo estaba, era demasiado pronto para saberlo. Pero estar embarazada te conseguía un hueco en la primera evacuación. Rellenó el formulario y se lo entregó.

—Lleva esto a la oficina del censo y diles que yo te he enviado.

—¿De veras?

—De veras.

La muchacha contempló la hoja de papel que sostenía en la mano.

—Kerrville. No puedo creerlo. Apenas me acuerdo.

Sara estaba rellenando una orden de evacuación por duplicado en su tablilla. Su pluma se detuvo en el aire.

—¿Qué has dicho?

—Que no puedo creerlo.

—No, lo otro. Lo de que no te acordabas.

La chica se encogió de hombros.

—Nací allí. Al menos eso creo. Era muy pequeña cuando me secuestraron.

—Jenny, ¿se lo has dicho a alguien?

—Sí. Se lo dije al encuestador del censo.

Voladores, ¿cómo se le había pasado por alto aquello?

—Bien, me alegro de que me lo hayas dicho a . Es posible que alguien te esté buscando. ¿Cuál es tu apellido?

—No estoy del todo segura, pero creo que era Apgar.