La explosión en el sótano, alimentada por la feroz ignición de mil cuatrocientos cincuenta kilos de éter etílico, produjo una liberación de energía equivalente más o menos a la colisión de un pequeño avión a reacción de pasajeros. Encajonada, la fuerza explosiva salió disparada hacia arriba, en busca de cualquier conducto que acomodara su expansión cada vez más oxigenada (pozos de escalera, pasillos, cañerías), antes de replegarse sobre sí misma y atravesar el suelo. Una vez liberada en los espacios más amplios del edificio, el resto fue coser y cantar. Las ventanas volaron en pedazos. Los muebles salieron despedidos por los aires. De repente, las paredes dejaron de existir. Se elevó, y mientras se elevaba dejaba una estela de destrucción, como un tornado invertido. Todo salió proyectado hacia arriba y hacia fuera desde su corazón al rojo vivo, hasta que encontró los huesos del edificio, las vigas de metal, y cinceló meticulosamente los bloques de piedra caliza que habían sostenido su techo sobre la pradera de Iowa desde los tiempos de los pioneros, y todo saltó en pedazos.
La Cúpula empezó a caer.
A cinco kilómetros de distancia, los espectadores del estadio experimentaban la destrucción de la Cúpula como una cadena de sucesos sensoriales discretos: primero un destello, después un estruendo, seguido de un temblor sísmico profundo y una nube de negrura cuando la central eléctrica de la ciudad se vino abajo. Todo el mundo se quedó petrificado, pero al instante siguiente algo cambió. Una nueva fuerza cobró vida en su interior. ¿Quién sabría decir quién la inició? Los insurgentes infiltrados en las gradas ya habían iniciado su ataque contra los guardias, pero ahora ya no estaban solos. La muchedumbre se alzó con violencia, una masa enloquecida. Tan feroz era su furia incontenible que, cuando cayeron sobre sus captores, fue como si su individualidad se hubiera disuelto en un solo colectivo animal. Un enjambre. Una estampida. Una vaina. Se convirtieron en su enemigo, como todos deben hacer. Dejaron de ser sus esclavos, y de esta forma cobraron vida.
En el campo, Guilder se estaba… disolviendo.
Lo sintió primero en el dorso de las manos, una repentina constricción de la piel, como si se estuviera encogiendo. Las levantó hasta la cara. Perplejo y paralizado (el dolor aún no había llegado), vio que la carne de sus manos se arrugaba y empezaba a agrietarse en largas vetas ensangrentadas. La sensación se extendió, bailó sobre la superficie de su cuerpo. Las yemas de los dedos encontraron su cara. Fue como tocar una calavera. Se le estaba cayendo el pelo, los dientes. Su espalda se dobló hacia dentro, y se quedó encorvado como un anciano. Cayó de rodillas en el barro. Sintió que sus huesos se derrumbaban y convertían en polvo.
—Grey, ¿qué has hecho?
Cayó una sombra.
Guilder levantó la cara. Los virales ocupaban su visión borrosa con una imagen final de su magnificencia. Hermanos míos, pensó, ¿qué me está pasando? Ayudadme, hermanos míos. Me muero. Pero no vio solidaridad en sus ojos.
Traidor.
Traidor.
Traidor traidor traidor…
Otras cosas estaban ocurriendo: disparos, gritos, figuras que corrían en la oscuridad. Pero la conciencia de Guilder de dichos acontecimientos se vio superada al instante por una conciencia más amplia, fría y definitiva, de lo que estaba a punto de sucederle.
Shawna, pensó. Shawna, yo sólo deseaba un poco de compañía. Lo único que deseaba era no morir solo.
Y cayeron sobre él.
El desarrollo definitivo de los acontecimientos, que supuso tan sólo treinta y siete segundos en la vida de los participantes, tuvo lugar en marcos superpuestos de movimientos simultáneos desmoronados hacia el centro. Iluminada únicamente por la luz del fuego (los barriles de la periferia continuaban ardiendo) y el resplandor de los virales, la escena ofrecía una cierta visión del infierno. Los virales, una vez terminaron con Guilder, su cuerpo esparcido en pedazos resecos que eran más polvo que cadáver, habían formado una fila irregular. Daba la impresión de que estaban observando a Amy con precaución. Tal vez desconocían todavía sus intenciones. Tal vez le tenían miedo. Peter, con el arma recargada, estaba disparando ráfagas contra sus inmensas figuras, aunque sin efecto visible. Las balas rebotaban en sus cuerpos blindados con chispas brillantes. Ni siquiera miraban en su dirección. Desde el otro lado del campo, Alicia estaba avanzando con la pistola levantada, justo cuando Nina y Tifty corrían para rodearlos. El plan se había ido al traste. Sólo los sostenía el instinto. Amy, erguida en la plataforma, alzó los brazos. De cada muñeca colgaba un largo fragmento de cadena. Las lanzó al aire y empezó a girarlas alrededor de las muñecas, describiendo amplios arcos acelerados. Peter comprendió que Amy lo estaba haciendo para desorientar a los virales. Cada vez más veloces, las cadenas zumbaban en el aire sobre su cabeza, un hipnótico movimiento borroso. Los seres estaban petrificados, como en trance. Con un veloz movimiento de ave, la cabeza de Amy se inclinó a un lado. Su mirada calculó el ángulo de ataque. Peter supo lo que estaba a punto de suceder.
Amy Harper Bellafonte, transformada en arma. Amy, la Chica de Ninguna Parte, arma aérea.
Cuando saltó hacia delante, dejó que las cadenas volaran, las desprendió de su cuerpo como un par de látigos. Al mismo tiempo, inclinó la cabeza sobre el pecho y alineó su postura en pleno vuelo, para colisionar contra el más cercano con los pies por delante, a la altura del pecho, su persona física transformada en el momento del impacto en un ariete provisto de alas de hierro de seis metros de longitud. Medía una fracción de su tamaño, pero la aceleración la beneficiaba. Arremetió contra el primero, que cayó de espaldas. Cuando Amy aterrizó, las cadenas ya habían encontrado sus objetivos, enrolladas alrededor del cuello de otros dos. Con un violento tirón acercó el de la izquierda hacia ella, sepultó la cara debajo de su mandíbula y le sacudió como un perro con un trapo en la boca.
El viral aulló.
Y, con un chorro de sangre y un crujir de huesos rotos, murió.
Amy desprendió la cadena con un giro de la muñeca e hizo girar el cuerpo como una peonza. Concentró su atención en el segundo viral, pero el equilibrio había cambiado. El elemento sorpresa se había desvanecido, diluido el efecto hipnótico de las cadenas giratorias. El ser se lanzó hacia ella, y sus cuerpos se encontraron en una colisión incontrolada que los envió a los dos dando volteretas lejos de la plataforma. Amy liberó la cadena, pero parecía desorientada. Aterrizó a cuatro patas sobre el suelo. Una especie de onda recorrió todo el cuerpo de los restantes virales, al tiempo que su conciencia compartida se coordinaba y concentraba de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos caerían sobre ella como una manada de animales.
Cosa que habrían hecho, de no ser por el pequeño.
La mente de Peter todavía los consideraba un colectivo. Ahora, se vio obligado a distinguirlos. Uno de los virales era diferente. En tamaño y estatura no parecía mayor que un hombre. En el instante previo a que los demás saltaran sobre Amy les ganó la mano. Con un salto aéreo aterrizó entre ella y sus atacantes, se volvió para plantarles cara, con las garras alzadas, el cuerpo en una postura desafiante. Su cuerpo se hinchó cuando inhaló una gran bocanada de aire. Abrió los labios y exhibió los dientes.
El bramido que siguió no estaba en proporción con el tamaño del cuerpo que lo había emitido. Era un aullido de rabia en estado puro. Era un rugido que habría podido talar un bosque, aplanar una montaña, desviar a un planeta de su eje. Peter se sintió literalmente empujado hacia atrás por el grito. Sus tímpanos crujieron de dolor. El pequeño viral sólo había conseguido conceder un segundo a Amy, pero fue suficiente. Cuando ella se puso en pie, los demás saltaron hacia delante.
Caos.
De repente, resultó imposible discernir qué estaba sucediendo o adónde disparar, pues las imágenes de la batalla eran demasiado rápidas para que el ojo humano las asimilara. Peter cayó en la cuenta de que había disparado el último cartucho, pero el arma ya no le servía de nada, en cualquier caso. Vio que Alicia estaba avanzando por el otro lado del campo, todavía disparando su pistola.
¿Dónde estaban Tifty y Nina?
Miró al fondo del campo. Nina estaba corriendo hacia la plataforma, con la bomba apretada contra el pecho. Tifty la seguía. Ella agitaba la mano libre sobre la cabeza, al tiempo que gritaba a pleno pulmón: «¡Hijos de puta! ¡Mirad aquí! ¡Eh!».
El que se fijó, ¿comprendió sus intenciones? ¿Captó el significado de lo que sujetaba la mujer? Se precipitó hacia ella, y aterrizó a cuatro patas como una araña en la tela. Tifty lo vio antes. Cuando levantó el arma intentó apartar a un lado a Nina, pero el esfuerzo llegó demasiado tarde. Como con todas las cosas que caen, la lentitud del descenso del viral era engañosa. Se desplomó sobre los dos, y Tifty se llevó la peor parte. Peter esperaba que la bomba estallara, pero eso no ocurrió. El viral asió a Nina del brazo y la lanzó por los aires. Después, se volvió hacia Tifty. Cuando éste levantó el arma, el ser le envolvió.
Un grito. Un disparo.
No fue una decisión. No había pros ni contras. Peter dejó caer la pistola y se abalanzó hacia la bomba caída en el suelo, corriendo como si le fuera la vida en ello.
Las únicas dos personas que lo vieron todo fueron Lore y Greer. Incluso entonces, fue únicamente Greer, el hombre de fe, cuyas oraciones le habían permitido una comprensión más profunda de la escena, quien le extrajo mayor sentido.
Desde la sala de control, la perspectiva del campo era más abarcable, y la distancia permitía que fuera más descifrable. En un extremo estaba tendido Eustace, inconsciente o muerto; y entre ellos y la plataforma, el cuerpo de Tifty Lamont. Nina había desaparecido, proyectada hacia la oscuridad. Alicia, en el lado opuesto, era la única que continuaba disparando. Amy, tras haber escapado de la refriega, había saltado sobre la parte superior del armazón. Su túnica estaba hecha jirones, manchada de sangre oscura. Con una mano engarfiada se agarraba el costado, como para restañar una herida. Incluso desde aquella distancia, Greer distinguió que le costaba respirar. Su transformación era completa, pero todavía perduraba un vestigio humano: el pelo. Negro y desgreñado, caía sin trabas alrededor de su cara. Al cabo de otro momento, sus atacantes cargarían con fuerza abrumadora, pero su postura no comunicaba la menor intención de rendirse. Proyectaba la sensación de ser invencible, algo casi majestuoso.
Entonces vio a Peter, que corría por el campo. ¿Adónde iba? ¿Hacia el tráiler?
No.
Greer salió corriendo de la habitación y bajó la escalera. Se abriría paso entre la muchedumbre con el cuerpo, con los puños, con el cuchillo si fuera necesario. Amy, Amy, ya voy.
Nada impediría la venganza de Alicia. Había consagrado su existencia a este acto sagrado. Lo había sentido desde la cueva: un singular anhelo que la arrastraba hacia delante, como si tiraran de ella desde el fondo de un túnel. Mientras corría hacia los virales y disparaba su arma (sabía que las balas no producían ningún daño concreto; sólo deseaba atraer su atención), era un ser dominado por un solo pensamiento, una sola visión, un solo deseo.
Louise, te vengaré. No te hemos olvidado. Louise, tú también eres mi hermana de sangre.
—¡Muéstrate, hijo de puta!
Sus balas rebotaban y destellaban. Tiró el cargador vacío, introdujo otro y continuó disparando. Avanzaba con los dientes apretados, mientras murmuraba su oscura oración. La conocía, la sentía; no podía ser de otra manera. El destino había dictaminado que fuera ella quien debía matarle, borrarle de la faz de la Tierra. Era Julio Martínez, Décimo de los Doce. Era el Cabrón del banco y de las exhalaciones como gruñidos. Era todos los hombres en todos los años de historia que habían violado a mujeres de esta manera, y ella hundiría su cuchillo en su oscuro corazón y le sentiría morir.
Uno de los virales giró hacia ella. Por supuesto, pensó Alicia. Le habría reconocido en cualquier parte. Su físico era idéntico al de los demás, pero no obstante había algo diferente en él, un aire de altivez que sólo ella era capaz de detectar. La contempló con sus ojos carentes de alma, preñados de una languidez aburrida. Dio la impresión, casi, de que sonreía. Alicia nunca había visto una expresión en la cara de un viral; ahora sí. Te conozco, parecía decir su rostro inexpresivo y arrogante. ¿Verdad que te conozco? No me lo digas, deja que lo adivine. Estoy seguro de que te conozco de algún sitio.
Ya lo creo que me conoces, pensó ella, y sacó la bayoneta del cinto.
Se lanzaron el uno hacia el otro al mismo tiempo, Alicia con la hoja alzada sobre la cabeza, Martínez con sus grandes manos provistas de garras, extendidas hacia delante como una proa de cuchillos. Una fuerza imparable al encuentro de un objeto inamovible: sus trayectorias se cruzaron en una colisión frontal, cuerpo a cuerpo. Martínez, mucho más corpulento, la envió dando vueltas por encima de su cabeza. En el momento de vuelo incontrolado, Alicia reconoció, pero no sintió todavía, las laceraciones en brazos y cara que le habían dejado las garras de Martínez cuando desgarraron su carne. Tocó suelo y rodó una, dos, tres veces, y cada giro atenuaba su aceleración, hasta que se puso en pie de un salto. Estaba aturdida, tambaleante, su cabeza zumbaba a causa del impacto. Había conseguido mantener agarrada la bayoneta. Perderla significaría aceptar la derrota, algo impensable.
Martínez, a seis metros de distancia, se había acuclillado como un sapo, con las manos extendidas como palas sobre la tierra. La sonrisa se había metamorfoseado en otra cosa, algo más juguetón, pletórico de placer. Daba la impresión de estar a punto de reírse. Maldita sea su cara risueña, pensó Alicia, y levantó la bayoneta una vez más.
Una sombra estaba cayendo sobre ellos.
La bomba, la bomba, ¿dónde estaba la bomba?
Entonces, Peter la vio, caída a escasos metros del cuerpo de Tifty. Resbaló en la tierra y la apretó contra su pecho. El émbolo estaba intacto, los cables todavía conectados. ¿Qué sentiría? Nada, pensó. No sentiría nada.
Algo le golpeó por detrás, duro como una pared. Por un momento, le abandonó todo: aliento, pensamientos, gravedad. La bomba se alejó dando vueltas. El suelo se desplegó bajo él, y un destello de negrura mental. Entonces, Peter descubrió que estaba caído boca arriba en el barro.
El viral se cernía sobre él. Escasos centímetros separaban sus rostros. Aquella visión dio la sensación de cruzar los cables de los sentidos de Peter, como si estuviera saboreando el anochecer, o escuchando el rayo. Cuando el ser inclinó la cabeza, Peter hizo lo último que se le ocurrió, convencido de que sería el último gesto de su vida: ladeó la cabeza al mismo tiempo, ordenó a su mente que se concentrara por completo y miró al viral directamente a los ojos.
Soy Wolgast.
Entonces, Peter lo vio: estaba sosteniendo la bomba.
Ayúdame.
Alicia, hermana. Alicia, tuyo es.
Martínez no la vio venir. En la fracción de segundo anterior a desplegar su enorme cuerpo, Amy aterrizó detrás de él. Con un movimiento brusco de las muñecas lanzó hacia delante las cadenas para rodear su bulto como un par de lazos, inmovilizando sus manos a los costados. La sonrisa se convirtió en una expresión de sorpresa.
Ahora, dijo Amy.
Con un fuerte tirón elevó a Martínez, dejando al descubierto la enorme masa de su pecho. Cuando Martínez cayó hacia atrás, Alicia aterrizó, se sentó a horcajadas sobre su cintura e inmovilizó su cuerpo contra el suelo. Tenía la bayoneta alzada sobre la cabeza, sujeta con las dos manos. Sin embargo, no la bajó.
—¡Dilo! —gritó sobre el rugido de sus oídos—. ¡Di su nombre!
Los ojos del viral querían enfocarla. ¿Louise?
Y con estas palabras, y todo cuanto ella era, Alicia bajó la bayoneta y la hundió en su presa, matándola a la antigua usanza.
Los segundos finales de la batalla del campo fueron, para las multitudes de las gradas, una incomprensible sucesión de movimientos borrosos. No para Lucius Greer. Éste comprendió, más que nadie, lo que iba a suceder. Las cadenas que Amy había utilizado para sujetar a Martínez la estaban ahora apretando contra el cuerpo del viral. Alicia se estaba esforzando por darle la vuelta con el fin de liberarla. Estaban fuera de juego, pero todavía había que terminar con los demás virales. Tal vez la muerte de Martínez había provocado una ruptura en su línea de pensamientos común. Tal vez la conmoción de ver perecer a uno de los suyos a manos de un humano los había dejado paralizados. Tal vez sólo deseaban prolongar el momento de victoria, y así extraer toda la satisfacción posible de su ataque final. Tal vez era otra cosa.
Era otra cosa.
Mientras Greer atravesaba el campo a toda la velocidad que le permitan sus piernas, otra figura corría a su derecha. Sólo necesitó una mirada para que sus ojos asimilaran lo que su mente ya sabía. Era Peter. Estaba gritando, agitando los brazos. Pero algo era diferente. Los virales también lo presintieron. Se pusieron en estado de alerta, y olfatearon el aire con la nariz.
—¡Mirad aquí, hijos de puta!
Peter iba desnudo hasta la cintura, con el torso cubierto de sangre, tibia, fresca, ríos vivos de sangre que resbalaban sobre sus brazos y el pecho desde las largas heridas curvas de la hoja que todavía aferraba en la mano. Sus intenciones eran claras: alejar a los virales de Amy y Alicia para que se lanzaran sobre él. Él era el cebo. ¿Cuál era la trampa?
Y Greer oyó:
Soy Wolgast.
Soy Wolgast.
Soy Wolgast.
Greer corrió.
Alicia también lo vio.
Amy estaba todavía sujeta al cuerpo de Martínez. Las cadenas que la inmovilizaban habían girado sobre sí mismas. Cada vez que tiraba de ellas, se tensaban más. Alicia lanzó un aullido de frustración y vio que Peter corría hacia los virales. Vio que sus cuerpos giraban, ladeaban la cabeza, los ojos llameantes de atracción animal, el placer de matar.
Peter, no, suplicó. Tú no. Después de todo, tú no.
Jamás supo cómo se había soltado Amy. En un momento dado estaba a su lado, y al siguiente no. Los grilletes vacíos estaban donde se encontraba Amy antes, sujetos a las cadenas todavía unidas al cuerpo de Martínez. Durante los días venideros, cada uno de ellos reflexionaría sobre el significado de este hecho, y cada opinión sería diferente. Para algunos significaba una cosa; para otros, algo diferente. Era un misterio, del mismo modo que Amy era un misterio. Y como misterio, decía tanto sobre quien miraba como sobre lo mirado.
Pero esto fue después. En la fracción de segundo que restaba, todo cuanto Alicia supo fue que Amy se había ido. Se estaba alejando a toda la velocidad que le permitan sus piernas. Una franja de luz, como una estrella fugaz, y después cayó sobre Peter.
—Amy…
Pero eso fue lo único que dijo.
Porque Wolgast la quería.
Porque Amy era el hogar.
Porque la había salvado, y ella a él.
Y Peter Jaxon, teniente de los Expedicionarios, oyó y vio y sintió todo. En un solo cruce de miradas, toda la vida de Wolgast se había vertido sobre la de él. Todas sus penas. Sus amargas pérdidas y dolorosos remordimientos. Su amor por la niña olvidada, y su largo viaje a través de cien años de noche. Vio rostros, figuras, imágenes del pasado. Un bebé en su cuna, una mujer que lo levantaba para acunarlo en sus brazos, las dos bañadas en una luz casi sagrada. Vio a Amy tal como había sido, una niña diminuta, henchida de una extraña intensidad, sola en el mundo, y las luces de un tiovivo y estrellas en un cielo invernal y las formas de ángeles tallados en la nieve. Era como si estas visiones siempre hubieran formado parte de él, como un sueño recurrente que sólo se recuerda más tarde, y se sintió profundamente agradecido por haberlos visto, por atestiguar a su favor en los últimos segundos de su vida.
Venid a mí, pensó. Venid a mí.
Se lanzó de cabeza. Se arrojó a las manos de Dios. Presintió, pero no vio, que Greer corría hacia él, y a Wolgast lanzado como un cañón con la bomba apretada contra el pecho, con el cuerpo dirigido hacia el núcleo de la vaina. Y en el último instante, Peter oyó las palabras:
Corre, Amy.
Y: Padre…
Y: Te quiero.
Y cuando Wolgast se zambulló entre ellos, con el pulgar de la garra apoyado sobre el émbolo; y cuando Amy se arrojó sobre Peter para llevárselo a rastras, con el fin de recibir la peor parte de la destrucción en su lugar; y cuando los supervivientes de los Doce se abalanzaron con toda su furia sobre Wolgast (Wolgast el Auténtico, el Padre de Todo, el Que Amaba), se abrió un agujero en el espacio donde había estado, la noche oscura dio paso al día más brillante, y los truenos hendieron el cielo.