64

—Dani, despierta.

La voz era familiar. La voz pertenecía a alguien conocido. Flotó hasta ella como desde muy arriba, pronunciando aquel curioso nombre que apenas recordaba.

—Dani, has de abrir los ojos. Necesito que lo intentes.

Sara sintió que su mente emergía, que su cuerpo tomaba forma a su alrededor. De pronto, sintió frío. Tenía la garganta seca y tensa, con un sabor dulce. Se suponía que debía abrir los ojos (eso era lo que la voz le estaba diciendo), pero parecía que los párpados le pesaran mil toneladas cada uno.

—Voy a darte algo.

¿Era la voz de Lila? Sara sintió un pinchazo en el brazo. Nada. Después:

¡Oh!

Se irguió como impulsada por un resorte, se dobló en dos por la cintura, mientras el corazón martilleaba contra su caja torácica. Un chorro de aire invadió sus pulmones, expulsado por una tos seca que resbaló sobre el forro reseco de su garganta.

Lila apretó un vaso contra sus labios, mientras sostenía la nuca de Sara con la palma.

—Bebe.

Sara probó agua, agua fría. Las imágenes que la rodeaban empezaron a cobrar forma. Su corazón latía desbocado todavía como el de un pájaro. Pinchazos de dolor, tanto reales como recordados, aguijoneaban sus extremidades. Notaba la cabeza como algo vagamente relacionado con el resto del cuerpo.

—Te encuentras bien —dijo Lila—. No te preocupes. Soy médico.

¿Lila era médico?

—Hemos de proceder con celeridad. Sé que no será fácil, pero ¿puedes ponerte de pie?

Sara creía que no podría, pero Lila la obligó a intentarlo. Bajó las piernas por un lado de la camilla, mientras Lila la sujetaba por el codo. Bajo el dobladillo de la bata de Sara, vendajes blancos rodeaban la parte superior de sus muslos. Más vendajes cubrían la parte inferior de sus brazos. Todo esto había ocurrido sin que ella fuera consciente de nada.

—¿Qué me han hecho?

—Extirpan la médula. Empiezan por las caderas. Es el dolor que sientes.

Sara apoyó los pies en el suelo. Sólo entonces se le ocurrió que la presencia de Lila era una aberración, porque la estaba poniendo en libertad.

—¿Por qué llevas una pistola, Lila?

La mujer frágil e insegura que Sara había conocido ya no existía. Su rostro proyectaba apremio.

—Vamos.

Sara vio el primer cadáver cuando salieron al pasillo, un hombre con bata de laboratorio tendido de bruces en el suelo, los brazos y piernas extendidos en la disposición aleatoria de una muerte rápida. Le habían partido el cráneo, y su contenido estaba desparramado sobre la pared. Había dos más cerca, uno con un disparo en el pecho, el otro en la garganta, aunque el segundo no estaba muerto. Se hallaba sentado contra la pared, rodeándose el cuello con las manos, mientras su pecho se agitaba. Era el doctor Verlyn. A través del hueco de su garganta, su veloz respiración emitía unos chasquidos. Sus labios se movían sin cesar, y miró a Sara con ojos suplicantes.

Lila la estaba tirando del brazo.

—Hemos de darnos prisa.

No tuvo que repetirlo. Más cadáveres (salpicaduras de sangre, posturas de estupor, expresiones de sorpresa en ojos que no veían) fueron desfilando. Una masacre. ¿Era posible que fuera obra de Lila? Llegaron al final del pasillo, cuya pesada puerta de acero estaba abierta. Había un col tendido al lado, con un disparo en la cabeza.

—Sácala del edificio —ordenó Lila—. Es lo último que te pediré. Haz lo que debas.

Sara comprendió que estaba hablando de Kate.

—¿Qué estás haciendo, Lila?

—Lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo. —Una expresión de paz había aparecido en su rostro. Sus ojos brillaban de ternura—. Pronto habrá terminado todo, Dani.

Sara vaciló.

—No me llamo Dani.

—Ya me lo imaginaba. Dime.

—Soy Sara.

Lila asintió poco a poco, como si aceptara que ése era el nombre que le correspondía. Tomó la mano de Sara.

—Serás una buena madre para ella, Sara. —Apretó su mano—. Lo sé. Ahora, corre.

El silencio se hizo entre la multitud cuando Guilder salió al campo, setenta mil caras vueltas en su dirección. Permaneció inmóvil un momento, absorbiendo el silencio mientras sus ojos recorrían las tribunas. Entraría con humildad, como un sacerdote. Dio la impresión de que el tiempo se dilataba mientras caminaba hacia la plataforma. ¿Quién sabía lo que tardaría en recorrer cincuenta metros? El silencio que le rodeaba parecía hacerse más profundo a cada paso que daba.

Llegó a la plataforma. Contempló a la multitud, primero un lado del campo, después el otro. Se llevó la mano a la cintura y localizó el interruptor de palanca.

—Todos en pie para cantar el himno nacional.

No pasó nada. ¿Le había dado al botón correcto? Miró hacia Suresh, parado en la línea de banda, que efectuaba frenéticos movimientos circulares con la mano.

—He dicho que os levantéis, por favor.

La multitud se puso en pie de mala gana.

—Patria, nuestra Patria —empezó a cantar Guilder—, juramos dar la vida por ti…

Te ofrecemos nuestros sacrificios, sin recompensa ni honorarios. Patria, nuestra Patria, una nación se alza aquí. Seguridad, esperanza, salvación, de mar en mar rutilante

Guilder se dio cuenta desolado de que casi nadie estaba cantando el himno. Oyó algunas voces aisladas (personal de Recursos Humanos y, por supuesto, el estado mayor, que graznaban la letra con valentía desde la línea de cincuenta metros), pero eso sólo lograba aumentar la impresión de que la muchedumbre estaba en huelga.

Patria, nuestra Patria, de paz y justicia. La luz del cielo brilla sobre tu belleza abundante y única. ¡Una mente! ¡Un alma! Sólo vemos tu amor. Combinemos todo con el corazón y la mano: ¡una Patria, fuerte y libre!

La canción no finalizó. No era una buena señal. La primera de varias gotas de sudor brotó de su axila y resbaló sobre su torso sin obstáculos. Tal vez habría debido buscar a alguien que supiera cantar para animar a la multitud. De todos modos, Guilder había planeado algunas cosas para captar la atención de las masas en las festividades de transformación de la velada. Carraspeó, miró hacia Suresh una vez más, recibió el cabeceo de aprobación del hombre, y habló.

—Aparezco ante vosotros en la víspera de una nueva era…

—¡Asesino!

Un murmullo de voces recorrió la multitud. El grito había llegado desde detrás de él, en las gradas superiores. Guilder giró en redondo y escudriñó ciegamente el mar de caras.

—¡Criminal!

Era una voz de mujer. Guilder la vio parada ante la barandilla. Agitaba un puño en el aire.

—¡Carnicero!

—¡Que alguien detenga a esa mujer! —bramó Guilder en el micrófono, en voz demasiado alta.

Estalló un clamor de abucheos. Volaron objetos por los aires, que aterrizaron sobre el campo. La multitud estaba arrojando lo único que tenía. Le estaba tirando los zapatos.

—¡Monstruo! ¡Asesino! ¡Torturador!

Guilder estaba petrificado. Todo aquello le resultaba de lo más inesperado.

—¡Demonio! ¡Tirano! ¡Cerdo!

—¡Diablo! ¡Satanás! ¡Desalmado!

Si no hacía algo enseguida, perdería el control por completo. Hizo la señal a Suresh. Accionaron el interruptor. Tras una explosión organizada de luces de colores y humo, la camioneta cargada con la mujer entró en el campo, con el tráiler detrás. Al mismo tiempo, los equipos encargados del fuego corrieron alrededor de los bordes del campo, encendiendo barriles con leña empapada en etanol, creando así un perímetro de llamas. Cuando la camioneta frenó ante la plataforma, el tráiler describió un amplio círculo y empezó a retroceder. Los guardias dejaron caer la puerta de la camioneta, tiraron de la mujer sentada en el suelo y la arrojaron al suelo embarrado, en la base de la plataforma.

—Levántate.

La multitud prorrumpió en chillidos: abucheos, silbidos, y zapatos lanzados como misiles.

—He dicho que te levantes.

Guilder le propinó una patada en las costillas. Como la mujer no gritó, volvió a darle una patada, después la levantó por la fuerza y acercó su cara a la de él tanto que el extremo de sus narices prácticamente se tocaba.

—No tienes ni idea de a qué estás a punto de enfrentarte.

—Pues resulta que sí. Podría decirse que nos conocemos desde hace mucho tiempo.

No supo qué deducir de aquella curiosa afirmación, pero tampoco le importó. Indicó a los guardias que se la llevaran. La mujer no ofreció resistencia cuando la arrastraron hasta la base del armazón y la obligaron a ponerse de rodillas. Tenía manchas de barro en las mejillas, en la túnica, en el pelo. Bajo las luces cegadoras parecía menuda, casi una muñeca, y, no obstante, Guilder pudo discernir el desafío en sus ojos, un absoluto rechazo a acobardarse. Confió en que los virales procedieran con calma, y en que tal vez la sacudieran un poco. Los guardias abrieron sus grilletes, y después sujetaron sus muñecas a las cadenas que colgaban del armazón.

Empezaron a subirla con el cabrestante.

A cada paso de la ascensión, los rugidos de la multitud se intensificaban. ¿En señal de protesta? ¿De impaciencia? ¿El estremecimiento emocional de ver a una persona destripada? Le odiaban, Guilder lo comprendía, pero ahora formaban parte del espectáculo. Su oscura energía se había unido al poder transformador de la noche.

La mujer quedó suspendida en el aire, con los brazos extendidos, el cuerpo oscilante.

—¿Últimas palabras?

Ella pensó un momento.

—¿Adiós?

Guilder se rió.

—Ésa es la idea.

—Lo has entendido al revés.

Guilder ya había oído bastante. Se volvió hacia la parte posterior del tráiler. Dos cols con pesados trajes acolchados estaban apostados junto a las puertas. Suresh le estaba mirando fijamente desde la línea de banda. Guilder le miró y asintió.

Oye, Lila, pensó, vieja gloria chiflada, fíjate en esto.

Y de repente se hizo el silencio. Todo movimiento cesó cuando el estadio se sumió en la oscuridad.

Un estallido azul.

La hora de actuar había llegado. Greer y Lore salieron de su escondite y ascendieron por la escalera. Un solo col montaba guardia en la puerta de la sala de control. Greer fue el primero en llegar.

—¿Qué coño…? —El guardia se fijó en los cuchillos—. Caramba.

Greer le agarró por las orejas, convenientemente grandes, proyectándose desde cada lado de su cabeza como un par de asas, y golpeó el cráneo del hombre con la frente. Se desplomó como un saco.

Atravesaron corriendo la puerta. Una vez más, sólo esperaba un hombre, un ojorojo. Provisto de auriculares voluminosos con micrófono, estaba sentado ante un panel de luces e interruptores. Una muralla de ventanas daba al campo, bañado en luz azul. Los auriculares les confirieron ventaja: el hombre no los vio entrar. El entendimiento tácito entre Greer y Lore decía que ahora le tocaba a ella.

El ojorojo levantó la cara.

—No deberíais estar aquí.

—Es verdad —dijo Lore, quien se puso detrás de él, apoyó la mano sobre su frente y le rajó con el cuchillo la garganta, frágil como papel.

Las puertas del tráiler se abrieron.

Salieron en toda su magnificencia, como reyes. Sus movimientos eran majestuosos, decididos. No demostraban prisa, sólo la excelsa serenidad de su especie. Nadie podía confundirse al verlos. Se alzaban en toda su estatura. Ocupaban el espacio con una gloriosa inmensidad de altura y anchura. Se habían alimentado de sangre durante generaciones, hasta convertirse en colosos. Incluso Carter, con sus modestas dimensiones, parecía, en compañía de sus iguales, compartir su magnificencia. Ante aquel maravilloso espectáculo, la multitud respiró hondo al unísono. Se oyeron chillidos a continuación, un hecho del que Guilder no había dudado, pero en el momento de la aparición de los once virales reinaba un silencio de anticipación. Los poderosos seres avanzaron en una exhibición ostentosa. Caminaban con la espalda erguida, las poderosas garras articuladas como inmensos instrumentos de dolor. Tenían el aspecto de gigantes. Eran leyendas hechas carne, los grandes jinetes de la Tierra. Los guardias corrieron hacia las líneas de banda para sobrevivir un día más, aunque Guilder no prestó atención. Su mente estaba llena de gloria.

Hermanos míos, pensó. Os ofrezco este obsequio, este anticipo. Este tierno bocado, este principio. Hermanos míos, venid y juntos gobernaremos la Tierra.

El equipo de asesinos de Nina subió corriendo la escalera. Emergieron al nivel del campo en una caseta que había justo debajo de las gradas donde estaban sentados los miembros de la dirección. En cuanto Eustace iniciara su carrera saltarían al campo, se volverían hacia sus enemigos y liberarían el contenido de sus automáticas de cañón corto.

Pero ahora, acuclillados en los momentos finales previos a entrar en acción, experimentaban como todos los presentes una emoción que era en parte terror, en parte admiración, y en parte algo que carecía de cualquier punto de referencia en su vida. Peter estaba intentando procesar al mismo tiempo tres datos visuales en disputa. Lo que quedaba de los Doce estaba ante él, a escasos metros de distancia. Amy, suspendida de las cadenas, era el cebo que los había atraído. Amy no era Amy, sino una mujer adulta. Greer y Alicia habían intentado prepararla, pero ninguna palabra habría podido prepararla para la realidad.

¿Dónde estaba Eustace?

Entonces, Peter le vio. Estaba parado ante la barandilla de la zona final, un lugareño más, asumiendo el papel de testigo. Los once virales se alzaban ante Guilder, como un pelotón de soldados que esperaran órdenes. Maldita sea, pensó Peter, estáis demasiado apartados. Acercaos unos a otros, hijos de puta.

Guilder levantó los brazos.

Lila, sola. La Cúpula se hallaba en silencio, como un gran animal que contuviera el aliento. Este lugar, pensó. Este tabernáculo de dolor. ¿Cómo habían podido permitir la existencia de semejante lugar en la Tierra?

La pistola estaba vacía. La dejó en el suelo y volvió al pasillo. Detrás de cada puerta había una persona sobre una losa, mientras le chupaban poco a poco la vida. No había tiempo para salvarlos, lamentó Lila, pero al menos podría liberarlos de su tormento.

Se desplazó de habitación en habitación, abriendo las puertas con el llavero que había quitado al guardia. Unas palabras de bendición para cada alma atrapada en el interior. Después, fue abriendo las válvulas de los depósitos. Un dulzor empalagoso impregnó el aire. Sus movimientos se fueron haciendo más perezosos. Tendría que darse prisa. Dejó las puertas abiertas y avanzó por el corredor. Los letreros de advertencia estaban colocados a intervalos regulares en las paredes del pasillo: ÉTER EN EL AIRE. NO ENCENDER FUEGO.

Llegó a la última puerta. Probó una llave, y después otra y otra, con dedos pesados y torpes, el gas había penetrado en sus pulmones. Los bordes dentados encajaron.

El corazón de Lila se partió cuando le vio. Le habían encadenado al suelo. Yacía desnudo en su degradación, suspendido eternamente en el precipicio de la muerte. ¡Monstruos! ¿Cómo había podido permitir que tuviera lugar aquella escena de angustia? ¿Cómo había podido esperar cien años a aliviar su dolor?

—Lawrence, ¿qué te han hecho?

Se arrodilló a sus pies junto a él. Tenía los ojos abiertos, pero daba la impresión de estar mirando otro mundo. Ella acarició sus mejillas arrugadas, su frente marchita. Inclinó la cabeza y sus frentes se tocaron, mientras le acariciaba la cara.

—Lawrence —susurró una y otra vez—, mi Lawrence.

Los labios de él formaron palabras por fin.

—Sálvame…

—Por supuesto, querido. —Un torrente de lágrimas se desbordó de sus ojos. El gas había invadido el pasillo. Lila sacó la caja de cerillas del bolsillo de la bata—. Nos salvaremos mutuamente.

Greer y Lore, desde su posición elevada, estaban esperando también a que los once virales se movieran.

—Maldita sea —dijo Greer, con los prismáticos apretados contra los ojos—. ¿Por qué no hacen nada?

Guilder tenía todavía las manos levantadas. ¿Qué estaba pasando? Las dejó caer a los costados y volvió a levantarlas, para luego agitarlas. No hubo reacción.

¡Cabrón!

La mano de Lore estaba apoyada sobre el interruptor. Habló con voz frenética.

—¿Qué debería hacer? ¿Qué debería hacer?

—¡No lo sé!

Entonces, Greer distinguió movimientos en el campo. Una figura estaba corriendo hacia la zona final: Eustace.

—¡Hazlo! ¡Enciende las luces!

Incluso entonces, ya era demasiado tarde.

Sara, corriendo. Cruzó el atrio (¿sonaban disparos fuera?) y se dirigió por el pasillo hasta el apartamento de Lila, cuya puerta atravesó como una exhalación.

—¡Kate!

La niña estaba dormida en su cama. Cuando la levantó en brazos, abrió los ojos.

—¿Mamá?

—Estoy aquí, nena, estoy aquí.

Ahora estaba segura: se oían disparos fuera. (Aunque no podía saberlo, aquél era el momento en que su hermano Michael subía corriendo la escalera, recibía un balazo en el muslo derecho, un dolor que consideró carente de toda importancia, tan acelerado iba debido a la descarga de adrenalina. Hollis no había mentido: en cuanto las cosas empezaban a rodar, disparar contra alguien no resultaba nada difícil, y abatió a dos guardias antes de que su pierna cediera bajo su cuerpo y el arma resbalara de su mano —de todos modos, la pistola estaba ya descargada—.) Sara corría también por el pasillo, con su hija en brazos. Mi hija, mi hija. Vivirían o morirían, pero fuera lo que fuera lo harían juntos. Nunca más volverían a separarse.

Llegó al atrio justo cuando un hombre atravesaba las puertas exteriores. Tenía la camisa manchada de sangre. Sostenía una pistola. En su barbudo rostro se pintaba una expresión de feroz determinación. Sara paró en seco.

¿Hollis?

Suspendida en el aire, Amy abarcaba toda la escena. La multitud, compuesta de miles de personas, y el fragor de sus voces; Guilder, con las manos levantadas inútilmente; la salida del equipo de Nina de la caseta, y las ráfagas que dispararon a continuación contra las filas de hombres trajeados, que chillaban, buscaban refugio o no hacían nada, sentados con una compostura perpleja, mientras rosados arcos de muerte brotaban de sus cuerpos; la aparición de Alicia en el campo, con el arma desenvainada, preparada para cargar; la carrera de Eustace hacia ellos desde la zona final, con la bomba sujeta al pecho, y detrás de él el col que hincaba una rodilla, levantaba el rifle y le apuntaba; el chorro de sangre, Eustace que caía y rodaba, mientras la bomba salía despedida. Estos acontecimientos se movían a su alrededor como planetas en sus órbitas, un cosmos giratorio de actividad, pero su presencia tan sólo la rozaba, acariciaba sus sentidos como una brisa. Se alzaba en el centro, ella y sus familiares, y sería entonces, en aquella fase, cuando todo se decidiría.

—Hola, hermanos míos. Ha pasado mucho tiempo.

Somos Morrison-Chávez-Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt

—Soy Amy, vuestra hermana.

Fue entonces cuando le presintió. En el seno del mal, una luz brillante. Amy buscó a Carter con los ojos. Se hallaba algo apartado, con el cuerpo acuclillado en la postura de su especie.

No era Carter.

—Padre.

Sí, Amy. Estoy aquí.

Un torrente de amor inundó su corazón. Las lágrimas ascendieron hasta su garganta.

—Oh, Papá. Lo siento. No mires. No mires.

Cuando la luz bañó el campo, Amy cerró los ojos. Sería como abrir una puerta. Era así como lo había imaginado. No un acto de voluntad, sino de rendición, de desprenderse de esta vida, de este mundo. Desfilaron imágenes por su mente, más veloces que el pensamiento. Su madre arrodillada para abrazarla, la fuerza luminosa de su abrazo, la visión de su espalda cuando se alejaba; Wolgast, con su gran mano apoyada contra su columna vertebral, parado a su lado mientras ella giraba en el tiovivo bajo las luces y la música; una visión del cielo nocturno iluminado por las estrellas, la noche en que habían fabricado ángeles de nieve; Caleb, que la miraba con ojos cómplices mientras le arropaba en la cama, y preguntaba: «¿Te quiere alguien?»; Peter, parado en la puerta del orfanato, cuando sus manos se encontraron en el espacio, diciendo con su tacto lo que no podían decir con palabras. Los días desfilaron uno a uno, y cuando hubieron pasado, Amy envió su mente hacia sus seres queridos y dijo adiós.

Abrió la puerta.

En el borde del campo, Peter y los demás, tras haber vaciado sus cargadores contra las filas inferiores, estaban extrayendo los cargadores para recargar. Todavía no sabían que habían abatido a Eustace, sólo que las luces se habían encendido tal como habían planeado, lo cual señalaba el principio de su huida. En cualquier momento, esperaban oír la explosión a sus espaldas.

No pasó nada.

Peter giró hacia la plataforma. Los virales, deslumbrados por la luz, habían adoptado diversas posturas de autoprotección. Algunos estaban retrocediendo dando tumbos con el rostro hundido en el hueco del brazo. Otros se habían arrojado al suelo, aovillados como bebés en su cuna. Era un espectáculo espantoso, que Peter recordaría todos los días de su vida, pero palidecía en comparación con lo que estaba ocurriendo sobre la plataforma.

Algo le estaba pasando a Amy. Se debatía contra las cadenas, recorrida por una serie de contracciones de tal violencia que daba la impresión de que iba a romperse en pedazos. Espasmo tras espasmo, cada vez más intensos. Se derrumbó con una última sacudida estremecedora. Por un momento, Peter confió en que todo hubiera terminado.

No había terminado.

Con un profundo aullido animal, Amy echó la cabeza hacia atrás. Ahora, Peter comprendió lo que estaba viendo. Algo que habría debido tardar horas estaba sucediendo en cuestión de segundos. Las facciones del rostro se fundieron en una indefinición fetal. La columna vertebral se alargó, los dedos de manos y pies se estiraron hasta transformarse en garras prensiles. Los dientes salieron como filas de estacas, y la piel se endureció hasta metamorfosearse en su grueso caparazón cristalino. El espacio que la rodeaba había empezado a brillar, como si estuviera iluminado por la fuerza acelerada de su transformación. Con una violenta sacudida, Amy tiró de las cadenas sobre su pecho, las arrancó y, cuando llegó al suelo, acuclillada con gracia líquida para amortiguar la fuerza del impacto de la caída, ya no había once virales en el campo, sino doce.

Estaban los Doce.

Amy se levantó. Rugió.

Fue entonces cuando, en el sótano de la Cúpula, Lila Kyle y Lawrence Grey, cuyo destino jamás llegaría a conocerse, se tomaron de las manos, contaron hasta tres, encendieron la cerilla, y todas las luces se apagaron.