63

Los acontecimientos se habían desarrollado tal como Amy había previsto. Fijaron el momento y el lugar de su ejecución. Sólo faltaba revelar el método, el detalle final del cual dependía su plan. ¿Se limitaría Guilder a fusilarla? ¿A colgarla? Pero si sólo pretendía llevar a cabo una exhibición tan pobre, ¿por qué había ordenado que toda la población, las setenta mil almas de la Patria, fuera testigo? Amy había mordido el anzuelo. ¿Lo mordería Guilder?

Peter pasó los cuatro días siguientes debatiéndose entre polos emocionales, alternando estados de preocupación y estupefacción, ambos teñidos de una poderosa sensación de déjà vu. Todo poseía una sorprendente familiaridad, como si no hubiera transcurrido ni un segundo desde que había plantado cara a Babcock en lo alto de la montaña de Colorado. Aquí estaban todos juntos una vez más. Peter, Alicia, Michael, Hollis, Greer. Habían convergido en ese lugar por diferentes rutas, por diferentes motivos. No obstante, había sido Amy, una vez más, quien los había dirigido.

Greer había relatado la historia de su transformación: Houston, Carter, el Chevron Mariner; el viaje de Amy a las entrañas del barco, y después su regreso. Todo lo sucedido entre Amy y Carter, Greer lo ignoraba. Sólo sabía que Carter los había dirigido ahí. Más allá de eso, Amy no podía o no quería decirlo.

Aquella noche en el orfanato, los dos parados ante la puerta, las yemas de sus dedos encontrándose en el espacio. ¿Sabía ella lo que le estaba pasando? ¿Y él? Peter había sentido en el tacto de Amy la presión de algo no verbalizado. Me voy lejos. La chica que conoces no será la misma cuando volvamos a encontrarnos. Y así había sido: la chica que era Amy había desaparecido. En su lugar, había ahora una mujer.

El grupo disimulaba su angustia con la innecesaria repetición de los diversos preparativos. Limpiar las armas. Examinar planos y mapas. Repasar las listas y los diversos inventarios mentales que llevarían a la guerra. Hollis y Michael se habían convertido, durante los últimos días, en una especie de bucle cerrado. Su propósito se había reducido a Sara y Kate. Alicia manejaba su angustia de la misma forma que manejaba todo lo demás: fingía que no era importante. La bala de la pistola de Peter había errado el hueso y salido con limpieza, una cuestión de pura suerte, pero aun así… Curaría en uno o dos días, pero entretanto el cabestrillo del brazo era un recordatorio constante de lo cerca que había estado Peter de matarla. Cuando no estaba bramando órdenes, se recluía en un silencio inexorable, con el fin de informar a Peter, sin necesidad de verbalizarlo, de que ella había entrado en zona de batalla. Greer barruntaba que algo le había sucedido en la celda, que la habían golpeado con saña, pero cualquier intento de preguntarle más al respecto era rechazado con brusquedad. «Estoy perfectamente», decía Alicia en un tono perentorio que sólo podía significar todo lo contrario. «No te preocupes por mí. Sé cuidar de mí misma». De hecho, daba la impresión de evitarle activamente, y desaparecía durante ratos prolongados. De no haberla conocido mejor, habría dicho que estaba enfadada con él. Regresaba horas después oliendo a sudor de caballo, pero cuando Peter preguntaba adónde había ido, se limitaba a decir que había ido a explorar el perímetro. Él no tenía motivos para dudarlo, pero la explicación se le antojaba poco convincente, una tapadera de algo no explicado.

También Tifty había experimentado un cambio, sutil pero significativo. Su reunión con Greer había dado más frutos de lo esperado por Peter. Habían servido juntos en los Expedicionarios, un vínculo indiscutible, pero Peter no había imaginado la profundidad de su amistad. Un auténtico cariño flotaba entre ellos. Peter reflexionó sobre la circunstancia al principio, pero el motivo era evidente: Greer y Tifty ya habían pasado por eso, con Crukshank, muchos años antes. La historia del campo, y de Dee, y de las dos niñas pequeñas. De entre todos los hombres vivos, Greer era quien mejor conocía el corazón de Tifty Lamont.

De esta forma, las horas, y después los días, fueron transcurriendo. Dos preguntas planeaban sobre todo: ¿funcionaría el plan? Y en ese caso, ¿podrían salvar a Amy a tiempo?

La tercera noche, cuando Peter ya no podía soportar la espera ni un segundo más, abandonó el sótano de la comisaría de policía donde todo el mundo estaba durmiendo, subió la escalera y salió a la calle. La fachada del edificio estaba protegida por un amplio saliente que mantenía la zona despejada de nieve. Alicia estaba sentada con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas subidas hasta el pecho. El cabestrillo había desaparecido. En una mano sostenía una larga y reluciente bayoneta, aserrada cerca de la base. En la otra, una piedra de afilar. Con movimientos serenos y uniformes estaba pasando la hoja del cuchillo a lo largo de la piedra, primero un lado y después el otro, y hacía una pausa al concluir cada pase para examinar su obra. Dio la impresión de que, al principio, no se había fijado en Peter, tan concentrada estaba. Pero después, intuyó su presencia y alzó los ojos hacia él. Pareció que iba a hablar, pero no dijo nada. Su rostro no expresaba la menor emoción, aparte de una especie de vaga distracción.

—¿Te apetece un poco de compañía?

—Siéntate, si quieres.

Se acomodó a su lado en el suelo. Entonces, lo sintió. El aire que la rodeaba parecía hervir de rabia contenida. Lo proyectaba su cuerpo como una corriente eléctrica.

—Menudo cuchillo.

Ella había continuado afilando la hoja.

—Me lo dio Eustace.

—¿Crees que ya está bastante afilada?

—Así mantengo las manos ocupadas.

Peter intentó decir algo más, pero no encontró las palabras. ¿Adónde has ido a parar, Lish?

—Debería estar enfadado contigo —dijo—. Podrías haberme dicho cuáles eran tus órdenes.

—¿Y qué habrías hecho? ¿Seguirme?

—Estoy ausente sin permiso. Unos días más no habrían significado una gran diferencia.

Alicia sopló sobre la punta del cuchillo.

—No eran tus órdenes, Peter. No me malinterpretes. Me alegro de verte. Ni siquiera estoy sorprendida. En cierto sentido retorcido, es lógico que estés aquí. Eres un buen oficial, y te vamos a necesitar. Pero todos tenemos que hacer nuestro trabajo.

Se quedó patidifuso. ¿Un buen oficial? ¿Eso era lo único que iba a decirle?

—Eso no es muy propio de ti.

—Da igual. Las cosas son así. Tal vez ya fuera hora de que alguien lo dijera.

No supo qué responder. Aquélla no era la Alicia que él conocía. Lo que había sucedido en aquella celda la había impulsado a replegarse tanto en su interior que era como si no estuviera.

—Estoy preocupado por ti.

—Bien, no deberías.

—Lo digo en serio, Lish. Algo pasa. Puedes contármelo.

—No hay nada que contar, Peter. —Le miró a los ojos—. Tal vez sólo estoy… despertando. Afrontando la realidad. Tú también deberías. Esto no va a ser fácil.

Se sintió ofendido. Escudriñó su cara en busca de alguna pizca de ternura, y no descubrió ninguna. Peter fue el primero en romper el contacto visual.

—¿Qué crees que le está pasando? —preguntó.

No tuvo que concretar más. Alicia sabía a quién se estaba refiriendo.

—Intento no pensar en eso.

—¿Por qué la dejaste ir?

—Yo no la dejé hacer nada, Peter. La decisión no era mía.

Se hizo un gélido silencio.

—Me apetece un trago —dijo Peter.

Ella se rió en voz baja.

—Vaya, qué novedad. Creo que nunca te había oído pronunciar esas palabras.

—Hay una primera vez para todo. ¿Recuerdas aquella noche en el búnker de Twentynine Palms, cuando encontramos el whisky?

La botella estaba en un cajón del escritorio. Para celebrar la reparación de los Humvees y su inminente partida del búnker, se la habían ido pasando y brindando por la gran aventura que los esperaba en su viaje hacia el este, en dirección a Colorado.

—Dios, qué borrachera pillamos —dijo Alicia—. Michael fue el peor. Lo vomitó todo.

—No, creo que fue Zapatillas. ¿Te acuerdas de que rompió uno de los bastones de luz y se manchó la cara con aquella sustancia viscosa? «¡Fijaos, fijaos, soy un viral!». Aquel chico era muy divertido.

Su equivocación fue evidente al instante. Cinco años después, la muerte del muchacho era todavía una herida abierta. En todo aquel tiempo, Peter nunca había oído a Alicia ni siquiera pronunciar su nombre.

—Lo siento, no quería…

Una luz brillante destelló sobre el horizonte. ¿Un rayo? ¿En invierno? Momentos después escucharon el estallido, apagado pero inconfundible.

Eustace apareció al pie de la escalera.

—Yo también lo he oído. ¿Desde qué dirección?

Había llegado del norte. Era difícil calcular la distancia, pero imaginaron unos ocho kilómetros.

—Bien —dijo Eustace, mientras cabeceaba—, supongo que nos enteraremos de algo más por la mañana.

Poco después del amanecer llegó un mensajero enviado por Nina. Los explosivos del escondite habían hecho su trabajo. Su treta había tenido éxito. Se rumoreaba que el ministro Suresh, a quien Guilder había enviado en persona para supervisar su captura, se contaba entre los muertos. Un anticipo, confiaba todo el mundo, de lo que se avecinaba.

Pero era la segunda parte del mensaje la más prometedora. Un tráiler estaba aparcado delante del Proyecto desde la noche anterior. Estaba custodiado por un numeroso destacamento de seguridad, veinte hombres como mínimo. La última pieza había encajado en su sitio. Los virales iban a efectuar su movimiento. Guilder había revelado sus intenciones.

Todo el mundo sabía las implicaciones de lo que iban a intentar. El plan parecía sólido, pero las probabilidades eran escasas. Las órdenes de Guilder de trasladar la población al estadio implicaban que el resto de la ciudad estaría muy poco protegida, y si todo procedía según lo previsto, los insurgentes lograrían de un solo golpe decapitar todos los estamentos del régimen. Pero la coordinación sería fundamental. Con tantos elementos de la insurgencia actuando de manera independiente, y teniendo en cuenta la falta de capacidad para comunicarse mutuamente en cuanto hubiera empezado el asedio, no costaría mucho que todo se viniera abajo. Cualquier variable podía arrojar al caos la operación.

La mayor variable era Sara. Suponiendo que estuviera en el sótano de la Cúpula, organizar una operación de rescate sería engorroso desde un punto de vista estratégico, y nadie sabía dónde estaba su hija. Podía estar en la Cúpula, o en otro lugar muy diferente. En cuanto invadieran el edificio y empezara el tiroteo, distinguir entre amigos y enemigos sería casi imposible. La decisión que tomaron fue que Michael y Hollis irían al frente de un grupo de avanzadilla con destino al sótano. Contarían únicamente con cinco minutos. Después, el edificio y todos sus habitantes se convertirían en objetivos.

Eustace encabezaría la operación contra el estadio. El contenido del paquete de explosivos, una especie de nitroglicerina, había sido robado de la obra del Proyecto durante la construcción, y modificado con posterioridad a tenor de sus propósitos, de manera que dio como resultado un producto más potente pero altamente inestable. Era del mismo tipo que habían entregado a Sara en la Cúpula, y que ahora se consideraba perdido. Pese a su potencia, la única forma de garantizar el resultado era entregarlo a los once virales, como decía Eustace, «en persona, una bomba con patas». Al principio, Peter no lo entendió. Después captó el significado: las patas serían las de Eustace.

Sus equipos entrarían en la ciudad por cuatro puntos, todos conectados con la tubería de desagüe principal. El equipo de Eustace, que incluía a Peter, Alicia, Tifty, Lore y Greer, aprovecharía la confusión en el estadio para infiltrarse entre la muchedumbre. Elementos de la insurgencia al mando de Nina ya habrían ocupado posiciones en las gradas para hacerse con el control cuando llegara el momento. Habían escondido armas en los váteres y debajo de la escalera que conducía a las gradas de arriba. La aparición de Eustace en el campo sería la señal de atacar.

Se pusieron en marcha nada más oscurecer. Era absurdo disimular sus huellas. Pasara lo que pasara, no volverían nunca. La noche estaba despejada, el cielo inmenso e iluminado por las estrellas, una gigantesca presencia indiferente que los observaba. Bien, pensó Peter, tal vez no tan indiferente. Confiaba en que alguien allí arriba se preocupara de ellos, tal como había dicho Greer. Costaba creer que sólo habían transcurrido unas pocas semanas desde su conversación en la prisión. Llegaron a la tubería y se pusieron a andar. Peter se descubrió pensando no tan sólo en Amy, sino también en la hermana Lacey. Amy era una cosa; la hermana, otra. La mujer se había enfrentado a Babcock sin el menor temor, aceptando sin más el resultado. Peter esperaba demostrarse digno de ella.

En la base de la alcantarilla más próxima al estadio, el grupo intercambió las últimas palabras. Los demás grupos, que avanzaban hacia sus posiciones a través de la Patria, se esconderían bajo tierra hasta oír la detonación en el estadio, que sería la señal de iniciar los ataques. Sólo Hollis y Michael entrarían en acción antes. No había forma de predecir el momento de actuar. Tendrían que seguir su intuición.

—Buena suerte —dijo Peter. Los tres hombres se estrecharon la mano, y después, como les pareció inadecuado, se abrazaron. Lore se puso de puntillas para besar a Hollis en su barbuda mejilla.

—Recuerda lo que te dije —le espetó—. Ella te está esperando. La encontrarás. Lo sé.

Hollis y Michael se alejaron por el túnel, sus imágenes se difuminaron, y después desaparecieron. Entre apretones de manos y deseos de buena suerte, los demás grupos partieron a continuación. Peter y los demás esperaron. El frío era entumecedor. Todos tenían los pies húmedos, y los zapatos empapados de las aguas fétidas. Eustace vestía una chaqueta verde oliva, la carga mortífera escondida debajo. Nadie habló, pero el silencio que rodeaba al hombre era más profundo. En un momento de intimidad, Eustace había asegurado a Peter que no existía otra alternativa. De hecho, estaba contento de hacerlo. Mucha gente había ido a la muerte siguiendo sus órdenes. Era justo que hubiera llegado su turno.

Pasaban unos minutos de las 17.00 cuando, desde lo alto de la escalera, Tifty habló.

—Va a empezar. Hemos de proceder.

Irían saliendo de uno en uno a intervalos de un minuto. La abertura se encontraba debajo de una camioneta que un miembro del equipo de Nina había dejado aparcada en el lado sur del estadio. Tarde o temprano, alguien se fijaría en ella y haría el comentario (¿Qué está haciendo ese vehículo ahí?), pero hasta el momento había escapado a la atención. Desde la alcantarilla, cada uno de ellos se mezclaría con las colas de gente que irían camino del estadio. Un momento delicado, pero sólo el primero de muchos más.

Eustace fue primero. Greer le observaba desde lo alto de la escalera.

—De acuerdo —dijo—. Creo que lo ha conseguido.

Lore y Greer le siguieron. Una vez dentro se citarían en puntos concretos del interior del edificio. Alicia sería la penúltima. Tifty cerraría la marcha. Peter tomó posiciones en la base de la escalera. Alicia estaba parada detrás de él. Como todos los demás, iba disfrazada con una raída túnica de lugareña y pantalones.

—Siento lo de tu brazo —dijo él por enésima vez.

Alicia le dedicó su sonrisa de complicidad. Era la primera sonrisa que le había visto en días.

—Bien, supongo que ya era hora de que alguno de los dos disparara contra el otro. Hemos hecho prácticamente todo lo demás. Me alegro de que tengas tan mala puntería.

—La escena es conmovedora —dijo Tifty con sequedad—, pero hemos de irnos.

Peter vaciló. No quería que aquellas palabras fueran las últimas que se intercambiaran.

—Te dije que tendrías tu oportunidad, ¿verdad? —Alicia le dio un rápido abrazo—. Ya has oído a ese hombre: hay que ponerse en marcha. Nos veremos cuando el polvo se aposente.

Pero no le miró cuando habló, sino que evitó su mirada con ojos empañados.

La pregunta que se le planteaba era: ¿cómo demonios debía vestirse?

La era de los trajes y las corbatas había llegado a su fin para Horace Guilder. Esa parte de su vida había concluido. Un traje era el atuendo de una autoridad del Gobierno, no del sumo sacerdote del Templo de la Vida Eterna.

Todo era un poco angustiante. Nunca había ido mucho a la iglesia, ni siquiera de niño. Su madre le llevaba de vez en cuando, pero su padre no la pisaba nunca. Pero, como recordaba Guilder, se imponía una especie de hábito. Algo en la línea de un vestido.

—¡Suresh!

El hombre entró cojeando en la habitación. Menudo panorama. Tenía el rostro hinchado y rosado. Se le habían chamuscado las cejas y las pestañas, y en su mirada se reflejaba el miedo. Tenía cortes y morados por todas partes, algunos en carne viva. Todo se curaría en cuestión de días, pero, entretanto, el hombre parecía un cruce entre un jamón al horno y el perdedor de un combate de boxeo desigual.

—Consígueme un vestido de asistenta.

—¿Para qué?

Guilder le indicó la puerta con un ademán.

—Tú consíguelo. Grande.

Recibió la prenda solicitada. Suresh se quedó, con la esperanza de recibir alguna explicación de la curiosa petición de Guilder, o quizá tan sólo para ver la pinta de Guilder con la indumentaria en cuestión.

—¿No te necesitan en otra parte?

—Pensaba que querías que me quedara.

—No seas tan duro de mollera, por favor. Ve a encargarte del coche.

Suresh se fue. Guilder se colocó delante del espejo de cuerpo entero, sujetando el vestido delante de él. Por el amor de Dios, iba a parecer un payaso. Pero el reloj estaba desgranando los minutos. En cualquier momento, Recursos Humanos llegaría al estadio con los lugareños. Un pequeño retraso no era negativo (alimentaría la impaciencia), pero el control de la multitud podía convertirse en un problema si se demoraba demasiado. Lo mejor era afrontar las consecuencias. Se pasó el vestido por encima de la cabeza. Al fin y al cabo, la imagen del espejo no era la de un payaso, sino más bien la de la novia de una boda amish. La prenda era informe por completo. Sacó un par de corbatas de la percha del armario, las ató y se ciñó el resultado a la cintura. Una mejora definitiva, pero faltaba algo. Los sacerdotes que recordaba de los roces de su infancia con la religión siempre llevaban una especie de chal. Guilder caminó hacia la ventana. Las cortinas estaban sujetas contra el marco de la ventana por pesadas cuerdas doradas con borlas en los extremos. Las desanudó y colocó sobre los hombros, con las borlas oscilando a la altura de su cintura, y volvió al espejo. No estaba mal para alguien que no sabía absolutamente nada de religión ni, por descontado, de modas. Sería toda una sorpresa para los historiadores del futuro averiguar que Horace Guilder, Sumo Sacerdote del Templo de la Vida Eterna, Reconstructor de la Civilización, Pastor del Alba de la Nueva Era de la Cooperación Entre Humanos y Virales, se había consagrado a sí mismo con un par de cuerdas para sujetar cortinas.

Abrió la puerta y vio que Suresh le estaba esperando. En el rostro del hombre se manifestó su sorpresa.

—No digas ni una palabra.

—No iba a hacerlo.

—Bien, pues no lo hagas.

Bajaron en ascensor al vestíbulo. Reinaba un silencio sepulcral en el edificio. Guilder había enviado casi todo su destacamento personal al estadio. Esto disminuía las fuerzas de cols y ojosrojos, pero mantener el estadio bajo control era fundamental. Los vehículos estaban esperando, lanzando gases de escape al frío: el coche de Guilder, un tráiler con su magnífico cargamento, un par de camiones de escolta y una furgoneta de seguridad. Caminó a buen paso hacia la furgoneta, donde dos cols estaban esperando en la parte posterior. Un detalle del atuendo de un sacerdote: no ofrecía mucho calor en una noche de invierno. Tendría que haberse puesto un abrigo.

—Ábrela.

Costaba creer que la figura sentada ante él en el banco hubiera sido la causante de tantos problemas. Se la podría considerar guapa, si los pensamientos de Guilder fueran en esa dirección. Tampoco era delicada. Debajo de las hinchazones y el descoloramiento, no cabía duda de que se trataba de un espécimen sólido. Ojos hundidos, facciones definidas, un cuerpo de carnes prietas y musculoso que, no obstante, era femenino. Pero en la imaginación de Guilder, Sergio siempre había sido un hombre, y no sólo cualquier hombre. El retrato mental que había imaginado era una réplica de Che Guevara, un revolucionario de alguna república bananera con ojos como puntas de alfiler y barba rala y desaliñada. Ésta era Juana de Arco.

—¿Quieres alegar algo en tu defensa?

A Guilder no habría podido importarle menos. Con la pregunta sólo pretendía divertirse.

Tenía las muñecas y los tobillos esposados. Sus labios partidos e hinchados enronquecieron su voz, como si estuviera muy resfriada.

—Me gustaría decir que lo lamento.

Guilder se rió. ¡Sergio lo lamentaba!

—Dime, ¿qué es lo que lamentas?

—Lo que te va a suceder.

Desafiante hasta el final. Guilder suponía que iba incluido en el lote, pero no dejaba de resultar irritante. No le habría importado sacudirla un poco más.

—Última oportunidad —dijo la mujer.

—Tu punto de vista es muy interesante —replicó Guilder. Se alejó de la puerta abierta—. Encerradla.

Durante mucho rato, sentada en el borde de la cama, Lila la observó. Rayos de luz oblicuos caían desde la ventana sobre el rostro dormido de la niña, con los rubios rizos desparramados sobre la almohada. Durante días había sido imposible consolarla, y había alternado entre horas de hosco silencio y arrebatos explosivos en que los juguetes volaban por los aires, pero en el sueño sus defensas se disolvían y volvía a convertirse en una niña: confiada, plácida.

¿Cómo te llamas?, pensó Lila. ¿Con quién estás soñando?

Extendió la mano para tocar el pelo de la niña, pero se contuvo. La pequeña no se despertaría. Ése no era el motivo. Se debía a que la mano de Lila no era digna de ello. Tantas Evas durante tantos años… Y no obstante, sólo había existido una.

Lo siento, pequeña. No te merecías esto. Ninguna de ellas lo merecía. Soy la mujer más egoísta del mundo. Lo que hice, lo hice por amor. Espero que puedas perdonarme.

La niña se removió, se ciñó más las mantas y volvió la cara hacia Lila. Flexionó la mandíbula. Emitió un leve gemido. ¿Iba a despertarse? No. Deslizó la palma bajo la curva de su mejilla, un sueño dio paso al siguiente, y el momento pasó.

Mejor así, pensó Lila. Mejor que me disuelva en la oscuridad. Se levantó con cautela de la cama. Se giró en la puerta para mirar por última vez, bañada en recuerdos: de una época en la que se había parado en la puerta del cuarto de la niña con Brad, en la casa que habían construido juntos con su amor, para mirar a su hijita, aquel bulto neonato, aquel milagro en la Tierra, dormida en su cuna. Lila se arrepintió de no haber muerto muchos años atrás. Si el cielo era un lugar de sueños, ése era el sueño en el que habría morado durante toda la eternidad.

Hasta la vista, pensó. Hasta la vista, hija de otra.

La escena que se desarrollaba ante el estadio era de caos controlado, una masa humana en movimiento. Peter se mezcló con el torrente. Nadie le miró. Era un rostro anónimo más, una cabeza afeitada y un cuerpo sucio vestido con andrajos como los demás.

—¡Moveos, moveos!

Subieron una rampa en cuatro hileras y atravesaron una puerta de hierro que daba acceso al estadio. A la izquierda de Peter, una serie de escaleras de hormigón subían a puertas señaladas con letras. Delante, un tramo más largo ascendía a las gradas superiores. Estaban dividiendo a la multitud: dos filas a las tribunas de abajo, dos escaleras arriba. El campo estaba muy bien iluminado. Entraba luz por todas las puertas. Peter intentó divisar a Lore o a Eustace, pero se le habían adelantado demasiado. Tal vez ya se habían separado. Las letras seguían el orden alfabético: P, Q, R, y después S.

Peter dobló una rodilla y fingió que se ataba los cordones de los zapatos. El siguiente de la cola tropezó con él y emitió un gruñido de sorpresa. Estaba prohibido parar.

—Lo siento, continúa.

La cola se apiñó, al tiempo que fluía a su alrededor. Entre las piernas que se arrastraban divisó al guardia más cercano. Estaba mirando vagamente en la dirección de Peter desde una distancia de diez metros, tal vez con la intención de descubrir el motivo de la interrupción. Mira a otro lado, pensó Peter.

El col parpadeó, y Peter se zambulló en el angosto espacio que había debajo de la escalera. Nadie gritó detrás de él. O había pasado desapercibido, o a la multitud le daba igual, bloqueada por su hábito de obediencia. La entrada del lavabo de hombres se hallaba a escasa distancia, en la base de las gradas. No había puerta, sólo una pared de bloque de cemento construida en ángulo para preservar la privacidad. Peter se asomó a la escalera. Una barrera protectora de lugareños que desfilaban. Ahora.

La habitación era sorprendentemente grande. A la derecha había una larga hilera de urinarios y reservados. Corrió hacia el último, empujó la puerta y vio a una mujer de aspecto feroz, de pelo corto y oscuro, subida al borde del retrete, que apuntaba un revólver de culata pesada a su cara.

—Sergio vive.

La mujer bajó la pistola.

—¿Peter?

Él asintió.

—Nina. Vámonos.

Ella le condujo hasta una diminuta habitación que había detrás de los váteres: un escritorio y una silla, cubos de ruedas con fregonas y una hilera de taquillas metálicas. De una de las casillas, Nina sacó un par de pistolas de un tipo que Peter nunca había visto, algo a medio camino entre un rifle y una pistola grande, con un cargador extralargo y una segunda culata que sobresalía de la parte inferior del cañón.

—¿Sabes utilizarlas?

Peter echó hacia atrás el cerrojo para demostrar que sí.

—Sólo ráfagas cortas, y disparas desde la cintura. Tendrás doce balas por segundo. Si dejas apretado el gatillo, el cargador se vaciará deprisa.

Le entregó tres cargadores más, y después abrió un panel en la pared similar a un cajón.

—¿Qué es eso? —preguntó Peter.

—El bajante de la basura.

Peter se subió a la silla, se introdujo en la abertura y cayó con los pies por delante. El corredor estaba inclinado como un tobogán, lo cual amortiguó su descenso, pero no lo suficiente. Aterrizó con violencia, y sus pies resbalaron bajo su cuerpo.

—¿Quién demonios eres?

Había dos hombres vestidos con traje. Ojosrojos. Tendido indefenso de espaldas, Peter no podía hacer nada. Aferraba la pistola sobre su pecho, pero los disparos se oirían. Mientras huía a gatas, al tiempo que intentaba ponerse en pie, los dos hombres sacaron las pistolas de su funda.

Entonces, Tifty. Apareció detrás del de la derecha y descargó la culata del rifle sobre la cabeza del hombre. Cuando el segundo se volvió, Tifty le hizo caer de una patada, dobló las rodillas para colocarse a horcajadas sobre su espalda, le tiró del pelo para levantar su cabeza, rodeó su cuello con el brazo libre y lo torció. Un crujido, después el silencio.

—¿Bien?

Tifty miró a Peter. La cabeza del hombre muerto, todavía sujeta por el antebrazo de Tifty, estaba caída en un ángulo anormal. Peter miró al otro ojorojo. Sangre oscura estaba manando de su cabeza y formaba un charco en el suelo.

—Sí —logró articular Peter.

Un ruido metálico detrás y Nina bajó. Aterrizó como un gato y barrió la habitación con el arma.

—Veo que llego tarde. —Apuntó al techo con el arma—. ¿Tú eres Tifty?

Por un momento, el hombre no dijo nada. La estaba mirando fijamente.

—Puedes soltarle —dijo ella—. No puede estar más muerto.

Tifty desvió la mirada. Soltó la cabeza del muerto y se levantó. Parecía un poco conmocionado. Peter se preguntó qué le habría afectado.

—Será mejor que escondamos estos cuerpos —dijo Tifty—. ¿Eustace logró entrar?

—Nos habríamos enterado si no lo hubiera hecho.

Se hallaban en una especie de zona de carga. Un túnel lo bastante ancho para que pasara un camión de buen tamaño conducía a la izquierda, quizás al exterior. A la derecha había un pasadizo más pequeño. Una flecha pintada en la pared iba acompañada por las palabras VESTUARIO DE VISITANTES.

Arrastraron los cadáveres, los dejaron detrás de una pila de cajas y siguieron por el pasadizo. Ahora se encontraban debajo del campo, en la parte sur. El pasadizo terminaba en un tramo de escaleras que subían. Apenas había luz suficiente para verse. Peter oyó arriba el rugido de la multitud.

—Esperaremos aquí hasta que empiece —dijo Nina.

En la parte posterior de la furgoneta, Amy no podía ver nada. Una pequeña ventana separaba la zona de carga de la cabina, pero el conductor la había dejado cerrada. Tenía la sensación de que un caballo desbocado había arrastrado su cuerpo, pero su mente estaba despejada y concentrada en el momento. La furgoneta descendió la colina y llegó a terreno llano, los neumáticos levantaron barro y nieve, que se metieron en los huecos de las ruedas.

—Eh, tú, la de atrás.

La ventanilla se había abierto. El conductor miró a Amy a través del espejo con una sonrisa de perverso placer.

—¿Cómo te va?

El hombre del asiento del pasajero se rió. Amy no dijo nada.

—Hijos de puta —dijo el conductor. Entornó los ojos—. ¿Sabes a cuántos amigos míos habéis matado?

—¿Los llamas así?

—En serio —dijo el hombre con una siniestra carcajada—, deberías ver esas cosas. Van a descuartizarte.

La furgoneta saltaba sobre los baches, de modo que las cadenas se agitaban.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Amy.

El conductor frunció el ceño. No era la clase de pregunta que esperaba de una mujer que iba a ser ejecutada.

—Anda, díselo —dijo el otro hombre. Después, desplazó su peso para volverse hacia la abertura—. Se llama Ween.

—¿Ween? —repitió Amy.

—Sí, todo el mundo le llama así porque la tiene corta[8].

—Ja, ja —se rió el conductor—. Ja, ja, ja, ja.

Dio la impresión de que la conversación había terminado. Entonces, el conductor desvió de nuevo los ojos hacia el espejo.

—Eso que dijiste a Guilder —dijo. Amy percibió la incertidumbre en su voz—. Sobre lo que iba a suceder. O sea, te estabas echando un farol, ¿no?

Amy enganchó un pie bajo el banco y concentró sus pensamientos en los ojos del hombre. Al instante, el conductor pisó el freno, lo cual provocó que el segundo hombre saliera disparado hacia el parabrisas. El golpe le hizo rebotar hacia atrás, al tiempo que el vehículo que los seguía golpeaba el parachoques de la furgoneta con un sonido de cristales rotos y metal aplastado.

—¿Qué demonios te pasa? —El segundo hombre tenía la mano apretada contra la cara. Brotaba sangre entre sus dedos—. ¡Me has roto la nariz, gilipollas!

El convoy se había detenido. Amy oyó que alguien llamaba con los nudillos a la puerta del conductor.

—¿Qué pasa? ¿Por qué te has detenido?

—No lo sé —contestó el conductor lentamente—. Se me ha dormido el pie o algo por el estilo.

—¡Jesús!, mira esto —dijo el segundo guardia. Había extendido sus manos ensangrentadas para que las viera el hombre de la ventanilla—. Mira lo que ha hecho este idiota.

—¿Necesitáis otro conductor?

Amy miró la cara del conductor a través del espejo. El hombre negó con la cabeza.

—Estoy bien. Es que… No sé. Fue raro. Me encuentro bien.

El hombre de la ventanilla hizo una pausa.

—Bien, ve con cuidado, ¿de acuerdo? Casi hemos llegado. No os separéis.

Se alejó. La furgoneta empezó a avanzar poco a poco.

—Eres un capullo de mierda, ¿lo sabías?

El conductor no contestó. Desvió los ojos hacia los de Amy, y sus miradas se encontraron en el espejo. Una fracción de segundo, pero Amy vio miedo en ellos. Después, el conductor desvió la vista.

Las 21.40 horas. Hollis y Michael estaban acuclillados en la callejuela situada detrás de la herboristería. Vieron con los prismáticos que cargaban a Amy en la furgoneta, y después el convoy continuó en dirección al estadio. El equipo de asalto que tomaría la Cúpula, una docena de hombres y mujeres armados con pistolas y bombas caseras, seguía oculto en la alcantarilla, cinco metros más abajo.

—¿Cuánto más vamos a esperar? —preguntó Michael.

Era una pregunta retórica. Hollis se limitó a encogerse de hombros. Aunque la ciudad parecía vacía, la entrada a la Cúpula continuaba defendida por un contingente de veinte hombres, como mínimo, que veían desde el callejón. Lo que callaban era que no había forma de saber si Sara y Kate se encontraban todavía en el edificio, ni de cómo localizarlas si seguían allí, en el supuesto de que pudieran burlar la vigilancia de los guardias, un cúmulo de contingencias que, en abstracto, se les había antojado insuperable, pero que en ese momento se alzaba ante ellos con prístina definición.

—No te preocupes por Lore —dijo Hollis—. Esa chica sabe cuidar de sí misma, créeme.

—¿He dicho que estuviera preocupado?

Pues claro que lo estaba. Estaba preocupado por todos ellos.

—Me gusta —comentó Hollis. Continuaba examinando la escena con los prismáticos—. Sería buena para ti. Mejor que Lish.

Michael se quedó estupefacto.

—¿De qué estás hablando?

Hollis apartó los prismáticos y le miró a los ojos.

—Por favor, Circuito. Nunca has sabido mentir. ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños, lo bien que os llevabais? No habría podido ser más evidente, incluso entonces.

—¿De veras?

—Para mí sí, en cualquier caso. Todo. Tú, ella. —Volvió a encoger sus anchos hombros y miró una vez más por los prismáticos—. Sobre todo tú. A Lish nunca la supe descifrar.

Michael intentó inventar una negativa, pero tal intento fracasó. Desde que tenía uso de razón, Lish siempre había ocupado un lugar en su mente. Había hecho lo posible por reprimir esos sentimientos, puesto que nada bueno saldría de ellos, pero nunca había logrado eliminarlos por completo.

—¿Crees que Peter lo sabe?

—De quien hay que preocuparse es de Lore. A esa chica no se le escapa una, pero a él tendrías que preguntárselo. Yo diría que sí, pero no hay forma de saber algo sin averiguarlo. —Hollis se puso en tensión—. Atención.

Un vehículo se estaba aproximando. Se aplastaron contra la entrada. Unos faros barrieron la callejuela. Michael contuvo el aliento. Cinco segundos, después diez; el camión se alejó.

—¿Has disparado alguna vez contra alguien? —preguntó en voz baja Hollis.

—Sólo contra virales.

—Confía en mí. En cuanto empiece la acción, no será tan difícil como crees.

Pese al frío, Michael había empezado a sudar. Su corazón martilleaba contra las costillas.

—Pase lo que pase, rescátala, ¿de acuerdo? Rescátalas a las dos.

Hollis asintió.

—Hablo en serio. Yo te cubriré. Cruza esa puerta.

—Iremos los dos.

—No, tal como pinta la situación. Has de hacerlo tú, Hollis. ¿Comprendido? No te detengas.

Hollis le miró.

—Sólo para dejarlo claro —dijo Michael.

Al igual que los demás, Lore y Greer se habían mezclado con éxito entre la multitud. Cuando las colas de lugareños se separaron, se abrieron paso a codazos entre el torrente desviado hacia la segunda fila, después la tercera, y por fin la última. Se encontraron debajo de la escalera que conducía a las salas de control.

—Bien hecho —susurró Greer.

Recuperaron sus armas: un par de revólveres antiguos, que sólo utilizarían como último recurso, y dos cuchillos de quince centímetros de longitud, con empuñaduras de acero curvas. Los últimos lugareños estaban entrando en el estadio. Green se quedó maravillado de la disciplina de los lugareños, de la aturdida sumisión con la que se dejaban dirigir. Eran esclavos, pero no lo sabían, o quizá sí, pero hacía mucho tiempo que habían aceptado aquel hecho. ¿Todos? Puede que todos no. Los que no lo aceptaran constituirían el factor decisivo.

—¿Te gustaría rezar conmigo? —preguntó.

Lore le miró con escepticismo.

—Ha pasado mucho tiempo. No estoy segura de saber cómo.

Se pusieron de rodillas uno frente al otro.

—Coge mis manos —dijo Greer—. Cierra los ojos.

—¿Ya está?

—Intenta no pensar. Imagina una habitación vacía. Ni siquiera una habitación. Nada.

Ella aceptó sus manos, con expresión algo avergonzada. Tenía las palmas mojadas de sudor a causa de la angustia.

—Estaba pensando que ibas a decir algo, como hacen las hermanas. Santo esto y Dios bendiga lo otro.

Él negó con la cabeza.

—Esta vez no.

Greer vio que cerraba los ojos, y luego él hizo lo mismo. El momento de la inmersión: sentía un calor cada vez más intenso. Al cabo de otro momento su mente se dispersó en una impensable energía infinita. Oh, Dios mío, rezó, acompáñanos. Acompaña a Amy.

Pero algo no iba bien. Greer sintió dolor. Un dolor terrible. Después, el dolor se disipó, oculto por la oscuridad, una oscuridad que rodó sobre su conciencia como una sombra que cruzara un campo. Un eclipse de muerte, terror, maldad en estado puro.

Soy Morrison-Chávez-Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt

Se apartó de un salto. El hechizo se había roto. Estaba de vuelta en el mundo. ¿Qué había visto? Los Doce, sí, pero ¿qué era el otro? El dolor que había experimentado, Lore, todavía arrodillada, con las manos vacías extendidas, también lo había sentido. Greer lo vio en su rostro alterado.

—¿Quién es Wolgast? —preguntó.

Los pies de Lila apenas parecían tocar el suelo cuando recorrió el pasillo en dirección al atrio. Sus acciones tenían un aire de invencibilidad. Una vez tomadas ciertas decisiones, no había vuelta atrás. La escalera que buscaba estaba situada al final del largo pasillo que había en el lado opuesto del edificio. Cuando dobló la esquina se puso a correr en dirección a la puerta como si la persiguieran. El corpulento guardia se levantó de la silla para detenerla.

—¿Adónde crees que vas?

—Por favor —jadeó ella—, me muero de hambre. Todo el mundo se ha ido.

—Has de salir de aquí.

Lila se levantó el velo.

—¿Sabes quién soy?

El guardia se sobresaltó.

—Lo siento, señora —tartamudeó—. Por supuesto.

Sacó la llave de un cordel fijo al cinto y la introdujo en la cerradura.

—Gracias —dijo Lila, fingiendo alivio—. Eres una bendición del cielo.

Bajó la escalera. Al final se encontró con un segundo guardia, parado ante la puerta de acero que conducía a la instalación de procesamiento de sangre. Hacía muchos años que no bajaba allí, pero lo recordaba con claridad en todo su horror despiadado: los cuerpos sobre las mesas, los inmensos frigoríficos, las bolsas de sangre, el olor dulzón del gas que conservaba a los sujetos en un crepúsculo eterno. El guardia la estaba mirando con la mano apoyada sobre la culata de la pistola. Lila no había disparado un arma en su vida. Confió en que no fuera difícil.

Avanzó hacia él con paso resuelto y levantó la cara en el último instante para mirarle a los ojos.

—Estás cansado.

Oculta tras la caseta que había en el lado norte del estadio, Alicia dejó caer el cargador de la semiautomática, lo examinó sin el menor interés, sopló un polvo imaginario de la parte superior, la cogió por la empuñadura y la devolvió a su lugar con la base de la palma. Ya había quitado y vuelto a introducir el cargador diez veces. La pistola era una 45 ACP con culata de madera rayada, doce balas en cada cargador. Doce, pensó Alicia, y reparó en la ironía. Era extraño, aunque no desagradable, cómo el universo funcionaba a veces.

Un murmullo se elevó de la multitud. Alicia se puso de rodillas para mirar el campo. ¿Ya había empezado? Estaban entrando a remolque en el campo un objeto curioso, un armazón de acero en forma de Y, de unos seis metros de altura, sujeto a una ancha plataforma. Colgaban cadenas de los aguilones. El camión se detuvo en medio del campo. Aparecieron dos cols y corrieron hacia el tráiler. Colocaron topes debajo de los neumáticos, subieron con un cabrestante el morro, desengancharon el tráiler del camión y se fueron en él.

Hizo los preparativos finales. Llevaba sujeta al muslo la bayoneta con una tosca cuerda. Tras soltarla, la ciñó al cinto.

Amy, pensó. Amy, mi hermana de sangre. Sólo te pido una cosa.

Deja que sea yo la que mate a Martínez.

Cuando la fila de vehículos se detuvo ante la rampa principal del estadio, Guilder aún estaba de los nervios por culpa del choque con la furgoneta. Tenían suerte de que no hubiera sido peor.

Pero si había pensado que llegar sano y salvo le aportaría cierto alivio, la visión del estadio, rutilante de luz en la oscuridad invernal, pronto le disuadió de dicha idea. Bajó del coche entre un inmenso clamor de humanidad. No eran vítores (aquella gente estaba demasiado acobardada para eso), sino que una muchedumbre de setenta mil personas apretujadas en un lugar emitía su propio ruido, intrínseco a su masa. Setenta mil pares de pulmones abriéndose y cerrándose; setenta mil pares de pies ociosos dando pataditas; setenta mil espaldas removiéndose en las gradas de hormigón, con la intención de ponerse cómodas. En la mezcla también había voces, y toses, niños que lloraban, pero lo que más oía Guilder era una especie de estruendo subterráneo, como después de un terremoto.

—Conducidla a su sitio —ordenó.

Los guardias la sacaron de la furgoneta. Guilder no experimentó la necesidad de mirarla cuando se la llevaron a rastras. Indicó con un gesto a Suresh que ordenara al tráiler ocupar su lugar. El camión avanzó y subió la rampa hacia la zona del final.

Guilder había reflexionado largo y tendido sobre el problema de la presentación. Haría falta un poco de pompa. Había dado vueltas a qué debía hacer, hasta que encontró una analogía muy apropiada de cara a la multitud: la ensayada llegada al campo de juego de una franquicia deportiva importante. Suresh ejercería las funciones de director de escena, y coordinaría los diversos elementos visuales y auditivos que elevarían la exhibición de la noche al nivel de espectáculo. Juntos habían repasado los puntos de la lista: sonido, iluminación, exhibición. Aquella tarde habían llevado a cabo un simulacro. Habían surgido algunos problemas, pero nada que no pudiera solucionarse, y Suresh le había asegurado que todo saldría a pedir de boca.

Subieron la rampa. Suresh, cojeando, hizo lo posible por no rezagarse. Personal de Recursos Humanos flanqueaba los dos lados del tráiler. Las autoridades ya estaban sentadas en los palcos inferiores. Daba la impresión de que el ruido de la muchedumbre flotaba hacia Guilder como una ola y le sumergía en su energía. Los arados habían barrido el campo de nieve, dejando un paisaje embarrado. En el centro aguardaban la plataforma y el armazón. Un invento ingenioso. Había sido idea de Suresh. La insurgencia había estado a punto de volarle en pedazos. ¿Quién no estaría un poco loco? Como médico, también parecía conocer mejor que nadie fórmulas interesantes de matar a la gente. Suspenderla en el aire proporcionaría a todo el mundo la oportunidad de ver desenmarañarse sus tripas. Ella sufriría más de esa forma, y más rato.

Mientras Guilder revisaba sus notas, Suresh le colocó el micrófono, cuyo cable bajaba por su espalda hasta el transmisor, que sujetó al improvisado cinturón de corbatas de Guilder.

—Cuando accione esto —Suresh atrajo su atención hacia el interruptor de palanca—, lo oirá todo el mundo.

Suresh retrocedió. Se puso los auriculares, ajustó el micrófono y empezó la cuenta atrás:

—Cabina de sonido.

(Comprobada).

—Luces.

(Comprobado).

—Bomberos.

(Comprobado).

Y así sucesivamente. Guilder, quien escuchaba distraído, sacudió los brazos cubiertos por el hábito como un boxeador que se preparara para subir al cuadrilátero. Siempre se había sentido intrigado por aquel gesto, que se le antojaba una exhibición vacua. Ahora, comprendía su significado.

—Cuando quiera —dijo Suresh.

Bien: por fin había llegado el momento. Menuda sorpresa se iba a llevar la muchedumbre. Guilder se caló las gafas y respiró hondo.

—Muy bien, todo el mundo —dijo—. Ánimo. Ha llegado la hora.

Avanzó y salió a la luz.