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En la base de la escalera, Amy acercó la antorcha al plano. El papel ardió al instante, destruido en un destello de llamas azules. Apagó la antorcha en el riachuelo de agua que corría a sus pies, subió la escalera y apartó a un lado la tapa.

Estaba en el callejón situado detrás de la herboristería. Enroscó la tapa y se asomó a la esquina del edificio. La Cúpula se alzaba imponente sobre el corazón de la ciudad, su superficie reluciente de luz. Se bajó el velo y se alejó a buen paso del callejón. Hombres con perros paseaban por las barricadas. Se acercó a la caseta del guardia, donde dos hombres se estaban soplando en las manos, y exhibió su pase.

—No me parece correcto. —Lo empujó hacia el segundo hombre—. ¿A ti te parece correcto?

El col le lanzó una veloz mirada, y después miró a Amy.

—Levántate el velo.

Ella obedeció.

—¿Pasa algo?

El hombre estudió su cara un momento. Después, le devolvió el pase.

—Olvídalo. Está bien.

Amy entró y subió la escalera. Ninguno de los demás hombres le prestó atención. Los guardias de la puerta habían verificado que su presencia estaba autorizada. Ya dentro, dejó atrás al guardia del mostrador, quien apenas la miró, cruzó el vestíbulo en dirección al ascensor y subió al sexto piso.

El ascensor se abrió en una galería circular que seguía el atrio del edificio. Cuatro pasillos se alejaban en otras tantas direcciones, como radios de una rueda. Amy rodeó la galería hasta el tercer corredor y continuó por él hasta la última puerta, donde el guardia, un hombre de cara mustia con una tonsura de pelo gris, estaba sentado en una silla metálica plegable, pasando las páginas quebradizas de una revista con cien años de antigüedad. En la portada se veía la imagen de una mujer con biquini naranja, que se estaba mesando el pelo.

—El Director ha pedido verme —dijo Amy, al tiempo que se subía el velo.

El hombre apartó los ojos de la página, miró los de Amy, y eso fue suficiente. Ella lo derribó, apoyó su espalda contra la pared y le arrebató la llave del cinturón. El hombre tenía la barbilla apoyada contra el pecho. Amy acercó los labios a su oído.

—Ahora voy a entrar. Quiero que cuentes hasta sesenta. ¿Sabrás hacerlo?

El hombre tenía los ojos cerrados. Asintió apenas y emitió un murmullo de asentimiento.

—Bien. Cuenta hasta sesenta, y cuando termines, arrójate por la galería.

Abrió la puerta y entró. La habitación proyectaba una sensación engañosamente benévola. Dos sillones de orejas se encontraban encarados a un enorme escritorio, cuya pulida superficie despedía un leve brillo. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra, que apagaba todos los sonidos salvo la respiración de Amy. Una pared entera estaba forrada de libros. Otra exhibía un cuadro de grandes dimensiones, iluminado por un diminuto foco, de tres figuras sentadas a una larga barra y un cuarto hombre con sombrero blanco, todo visto a través de la ventana en una calle mal iluminada. Amy se detuvo a leer la pequeña placa situada en la base del marco: Edward Hopper, Nighthawks, 1942.

A su derecha había un par de puertas de salón con ventanas de vidrio emplomado. Amy giró el pomo y entró.

Guilder estaba tumbado encima de las mantas en ropa interior. Una pila de carpetas de cartón flotaba en el mar de ropa de cama a su lado. Suaves ronquidos surgían de su nariz. ¿Dónde se colocaría? Eligió el pie de la cama.

—Director Guilder.

El hombre despertó con brusquedad y su mano voló debajo de la almohada. Se incorporó contra la cabecera, al tiempo que se alejaba de ella. Levantó la pistola con ambas manos y la amartilló. Estaba temblando tanto, que Amy pensó que podría dispararle sin querer.

—¿Cómo has entrado aquí?

Amy intuyó su inseguridad. El hábito de una asistenta, pero una cara desconocida.

—El guardia fue muy amable. ¿Por qué no baja eso?

—Maldita sea, ¿quién eres?

Oyó voces en el pasillo, puños que golpeaban la puerta exterior.

—Soy Sergio —dijo—. He venido a entregarme.