Dos días habían transcurrido desde que habían establecido contacto con la insurgencia. Al principio, Nina no les había creído, como era natural. La historia era demasiado fantástica, demasiado compleja. Fue Alicia quien ideó por fin una forma de demostrar sus aseveraciones. Recuperó la antena direccional de su mochila, condujo a la mujer a lo alto de la colina y señaló hacia la Cúpula. Green estaba contemplando el valle. A esa distancia, Alicia estaba preocupada por si no podía recibir una señal. ¿Qué harían para convencer a la mujer? Pero allí estaba, fuerte y clara, una pulsación continua. Alicia se quedó aliviada, pero también perpleja. En cualquier caso, la señal era más fuerte. Amy guardó silencio un momento, y luego dijo: «Tendremos que darnos prisa. Ese sonido que oyes significa que los Doce restantes ya han llegado». Sacó el cuchillo del cinto y se lo dio a Nina, y luego dijo a Alicia y a Greer que también se desarmaran. Nos estamos rindiendo a ti, dijo Amy. El resto depende de ti.
Llegó el camión con dos hombres armados. Alicia y los demás los recibieron con los brazos en alto. Les ataron las muñecas, pasaron una capucha negra sobre sus cabezas. Transcurrió un intervalo de tiempo, los tres congelados en el suelo del vehículo. Después oyeron el sonido de una puerta de garaje al abrirse y les dijeron que esperaran. Pasaron unos minutos. Se acercaron pasos.
—Sacadlos —dijo una voz de hombre.
Les quitaron la capucha y vieron a media docena de hombres y mujeres plantados ante ellos con las armas apuntadas…, todos menos uno.
—¿Eustace?
—Comandante Greer. —Eustace desvió su cara rota hacia Alicia—. Y también Donadio. —Movió la cabeza—. ¿Por qué me siento sorprendido? —Se volvió hacia los demás y les indicó que bajaran las armas—. Ningún problema.
—¿Los conoces? —preguntó Nina.
Eustace volvió a mirarlos, y se fijó en Amy.
—Creo que a ti no te había visto nunca.
—De hecho, eso no es estrictamente cierto —replicó Amy.
Habían llegado la víspera de que la gente de Eustace llevara a cabo su maniobra. Años de meticulosa infiltración habían llegado al momento cumbre. Primero, la decapitación de la dirección, seguida de ataques simultáneos contra un abanico de objetivos importantes: estaciones de Recursos Humanos, infraestructuras industriales, la central eléctrica, el centro de detención, el complejo de apartamentos en el borde del centro de la ciudad, donde vivían casi todos los ojosrojos. Tenían armas y explosivos repartidos por toda la ciudad. Sus fuerzas no eran numerosas, pero creían que una vez iniciado el ataque su número aumentaría. El gigante dormido de setenta mil lugareños se despertaría y rebelaría. Una vez sucediera eso, la insurrección se convertiría en una avalancha, imparable. La ciudad sería suya.
Pero algo había salido mal. Su agente en la Cúpula había sido descubierta. Sabían que la habían apresado con vida, pero no dónde se encontraba. Con toda probabilidad, en el sótano.
—Temo que debo contaros algo —dijo Eustace, y explicó quién era la agente.
Sara estaba ahí. Parecía inverosímil. No, mucho más que eso. Y su hija también. La de Sara. La de Hollis. En el fondo, la pequeña era de todos. Su propósito se había magnificado, pero también la complejidad de la situación. Tendrían que rescatarlas.
Amy repitió la historia que había contado a Nina. No cabía duda de que los virales se hallaban en algún lugar de la ciudad, ni tampoco de su significado. Era ahí donde empezarían a reconstruir sus legiones. Eustace escuchaba su historia con escepticismo, pero después cayó en la cuenta.
—Guilder querrá protegerlos —dijo Amy—. ¿Existe algún lugar de la ciudad que esté más fortificado de lo normal? Debería ser grande.
Eustace envió a un hombre a buscar los planos del Proyecto. Tres personas murieron para conseguirlos, dijo Eustace, y desenrolló el papel encima de la mesa.
—Nunca supimos para qué era este lugar. Montones de historias, pero ninguna que tuviera sentido. Se trata de una fortaleza. Los ojosrojos han dedicado años a su construcción.
Amy examinó los planos, y sus ojos efectuaron veloces cálculos.
—Es aquí donde los encontraremos.
—No sé cómo puedes estar tan segura.
—Cuenta las dependencias.
Eustace se inclinó sobre el papel. Con el dedo índice siguió cada pasillo hasta su destino. Después, levantó la vista.
De este modo, su causa se sumó a otra. El edificio conocido como el Proyecto era ahora el objetivo. Su diseño jugaba a su favor. Como la cueva de Nuevo México, los estrechos confines del Proyecto podrían aumentar la fuerza explosiva de una sola bomba detonada en el corazón del edificio. Pero ¿podrían entrar? Dudoso, y aunque pudieran, sería como meterse en la guarida del león. Sus bajas serían enormes, y demasiados hombres tendrían que ser apartados de otros objetivos.
—De modo que no entraremos a por ellos —concluyó Amy—. Los obligaremos a salir.
—¿Qué estás tramando?
Amy pensó un momento.
—Dime qué clase de hombre es Guilder.
Eustace se encogió de hombros. En ningún momento se había sentido agraviado por su presencia. Era estupendo, dijo, encontrarse de nuevo entre Expedicionarios.
—Es un monstruo. Cruel, obsesivo, monomaníaco en extremo. Está absolutamente obsesionado con Sergio.
—¿Qué haría si le capturara?
—Pasar el mejor momento de su vida, supongo. Pero Sergio no existe. Es sólo un nombre.
—Pero ¿y si lo hiciera?
Eustace se masajeó la barbilla con la mano.
—Bien, al hombre le gustan los espectáculos. Probablemente montaría una ejecución pública, una gran exhibición.
—Pública. Lo cual significa todo el mundo.
—Supongo. —La expresión de Eustace cambió—. Ah. Entiendo.
—¿Dónde lo haría?
—El estadio es el único lugar lo bastante grande. Puede dar cabida a setenta mil personas con facilidad. Lo cual…
—Dejaría al resto de la Patria sin defensas. Los recursos minimizados, los blancos importantes expuestos.
Eustace asintió.
—Y si de verdad le interesa hacer una demostración de poder…
—Exacto.
Miradas perplejas se intercambiaron alrededor de la mesa.
—Que alguien me ilumine, por favor —dijo Nina.
Amy se inclinó hacia delante en la silla.
—Esto es lo que vamos a hacer.
Tardaron veinticuatro horas en prepararse. Nina volvió a la ciudad para ponerse en contacto con los líderes de las diversas células y comunicarles las instrucciones. El escondite de la insurgencia sería abandonado, por supuesto. Lo llenarían de trampas explosivas, barriles de nitrato de amonio y combustible diésel conectados a detonadores de sulfuro. Tan sólo quedaría un agujero ceniciento. Con suerte, Guilder daría por sentado que todos sus ocupantes habían muerto, una masa suicida, el último destello de gloria de la insurgencia.
Prepararon los vehículos para la partida. Alicia conduciría a Amy a la alcantarilla, y después se reunirían con el resto de los hombres de Eustace para continuar hasta la segunda línea defensiva. Todo dependía de la meteorología. Necesitaban que nevara para cubrir las rodaduras de los neumáticos. Podría ser al día siguiente. Podría ser al cabo de una semana. Podría ser nunca. Una hora antes del anochecer del tercer día, un seductor polvillo de nieve empezó a caer. Se detuvo, volvió a empezar, cobró fuerza poco a poco, como si el tiempo hubiera carraspeado y hablado: idos ya.
Se pusieron en marcha, un convoy de nueve camiones que transportaba a cuarenta y siete hombres y mujeres. Alicia se separó de la columna y desvió el vehículo hacia el norte. La nieve formaba una densa masa remolineante ante los faros del camión. A su lado, Amy, vestida con hábito de asistenta, guardaba silencio. Alicia le había advertido a qué se enfrentaba. No había motivos para abundar en ello, sobre todo en ese momento.
Media hora después llegaron a la alcantarilla.
—Ya sabes lo que te harán —dijo Alicia, sin poder contenerse.
Amy asintió. Un breve silencio, y después:
—Todo tiene un propósito. Una forma. ¿Lo crees?
—No sé.
Amy apartó la mano de Alicia del volante y la tomó en la suya, enlazando los dedos.
—Somos hermanas. Hermanas de sangre. Sé lo que te está pasando, Lish.
Tuvo la sensación de que las palabras de Amy caían como algo físico en su interior. Y no obstante: pues claro que lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo?
—¿Puedes controlarlo?
Alicia tragó saliva con dificultad. Durante los dos últimos días, el deseo se había intensificado. Estaba hundiendo su oscura mano en su interior, apoderándose de ella. Nublaba su mente. Pronto vencería su voluntad de resistencia.
—Se está poniendo cada vez… más difícil.
—Cuando llegue el momento…
—No voy a permitirlo.
La nieve estaba cayendo a su alrededor. Alicia sabía que, si no se marchaba pronto, podía quedarse atrapada. Era preciso decir una última cosa. Tuvo que hacer acopio de todo su valor para pronunciar las palabras.
—Cuida de Peter. No le digas lo que me ha pasado. Prométemelo.
—Lish…
—Puedes contarle todo lo demás. Inventa una historia. Me da igual. Pero necesito tu palabra.
Siguió un profundo silencio, que envolvió a las dos. Alicia había sido la única poseedora de aquella información durante demasiado tiempo. Ahora, la compartía. Estudió sus sentimientos. Pérdida, alivio, la sensación de cruzar una frontera y adentrarse en un país oscuro. Estaba abandonando a Peter.
—En cierto modo, siempre supe que esto sucedería. Incluso antes de conocerte. Siempre hubo alguien más.
Amy no contestó. Su silencio reveló a Alicia todo cuanto necesitaba saber.
—Deberías irte —dijo Alicia.
Amy continuó callada. Su expresión era de inseguridad. Después:
—Hay algo que no te he contado, Lish.
Día gris tras día gris. El inmenso imperio interior de la meteorología del continente. ¿Nevaría? ¿Volvería a salir alguna vez el sol? ¿El viento soplaría sobre sus espaldas, o les abofetearía el rostro congelado? Caminaban y caminaban, encorvados debido al peso de las mochilas. No había letreros, ni puntos de referencia. Las carreteras y las ciudades habían desaparecido, cubiertas como barcos hundidos bajo las olas de la pradera nevada. Tifty confesó que no sabía exactamente dónde se encontraban. En el centro de Iowa, al noreste de Des Moines, pero algo más concreto… No se disculpó. La situación era la que había. ¿Por qué no pudisteis decidir hacer esto en verano?, preguntó.
Se habían quedado casi sin comida. Habían reducido las raciones a la mitad, pero la mitad de nada era nada. Cuando se acurrucaron en el interior de una granja en ruinas, Lore repartió las escasas porciones sobre la hoja de su cuchillo. Peter la puso debajo de la lengua para que durara más, y la grasa endurecida se fue disolviendo poco a poco en el calor de su boca.
Continuaron su camino.
Después, ya avanzada la tarde del vigésimo octavo día, apareció una visión: se materializó lentamente a partir de un cielo sin color, una señal alta, que se mecía al viento. Avanzaron hacia ella. Un grupo de edificios se definió. ¿Qué ciudad era aquélla? Daba igual. La necesidad de refugio superaba cualquier otra preocupación. Atravesaron el anillo comercial exterior, con sus cascarones de supermercados y franquicias, los tejados lisos derrumbados bajo el peso de la nieve invernal, y se internaron en la ciudad vieja. Los restos y escombros habituales, pero en el centro llegaron a dos manzanas de edificios de ladrillo que parecían ilesos.
—No creo que vayamos a encontrar comida ahí —dijo Michael.
Estaban parados ante un escaparate, cuyas ventanas estaban inexplicablemente ilesas. Letras descoloridas rezaban en el cristal: FANCY’S CAFÉ.
—Parece que cerraron hace tiempo —comentó Hollis.
Forzaron la puerta y entraron. Un espacio angosto, con reservados de vinilo agrietado frente a una barra con taburetes. Salvo por el polvo, que cubría cada superficie como una costra, se hallaba extrañamente inalterado. De vez en cuando encontraban sitios así, un museo del pasado en que el paso de las décadas no había dejado su huella, más inquietante que las ruinas.
Michael levantó una carta de una pila que descansaba sobre la barra y la abrió.
—¿Qué es carne mechada? Lo de «carne» lo pillo, pero ¿mechada?
—¡Jesús!, Michael —dijo Lore. Estaba temblando, con los labios azulados—. No empeores la situación.
Hollis y Peter registraron la parte de atrás. La puerta y las ventanas posteriores estaban aseguradas con madera contrachapada. En el suelo había un martillo y clavos.
—No llegaremos mucho más lejos sin comida —dijo Hollis en tono lúgubre.
—No hace falta que me lo recuerdes.
Volvieron a la parte delantera de la cafetería, donde los demás se estaban envolviendo con mantas en el suelo. La oscuridad estaba cayendo. Hacía un frío gélido en la sala, pero al menos estaban a salvo del viento.
—Voy a echar un vistazo por los alrededores —dijo Peter—. Puede que me haga una idea de dónde estamos.
Atravesó la calle y después caminó manzana abajo, examinando los escaparates. Probó algunas puertas, pero todas estaban cerradas con llave. Bien, podían volver por la mañana y forzar unas cuantas para ver qué había.
Al final de la segunda manzana probó un pomo sin mirar (iba ya en piloto automático), y se quedó sorprendido cuando la puerta se abrió. Entró, desenfundó la pistola y sacó una cerilla de la caja que llevaba en el bolsillo del pecho de su parka. Rascó la punta y protegió la llama con la mano de la brisa que se colaba por la puerta.
Bien, hijo de puta.
Peter reconocía una reserva de víveres escondidos cuando veía una.
Había sacos de arpillera apilados contra las paredes de la sala, por lo demás vacía. Se arrodilló y abrió el saco más cercano de un navajazo: judías secas. En otro descubrió patatas; en un tercero, manzanas. Encendió otra cerilla y la levantó sobre el suelo. Había pisadas en el polvo por todas partes. ¿Quién había dejado aquello allí? ¿Qué significaba?
La situación era extraña, pero al menos no morirían de hambre. Era mejor pensar en lo que deberían hacer a continuación con el estómago lleno. Hundió los dientes en una manzana. Carecía de sabor, dura como un pedazo de hielo. La devoró en un abrir y cerrar de ojos, metió más en los bolsillos y exploró la sala en busca de algo que pudiera utilizar para cargar comida. Encontró en un rincón un cubo lleno de alambre de cobre. Tiró el alambre al suelo, llenó el cubo de manzanas y patatas, y volvió a la calle.
Al instante se dio cuenta de que algo no era normal. La noche parecía más luminosa. ¿La luna? Pero no había luna. Un destello de alarma bailó sobre su piel, y entonces oyó el sonido. Miró en dirección contraria al viento y aguzó el oído. El sonido se estaba acercando, más definido a cada segundo.
Motores.
Dejó caer el cubo y corrió hacia el café. Una hilera de vehículos estaba avanzando hacia él. Oyó gritos, y después una serie de estampidos. Chorros de nieve se alzaban a su alrededor.
Alguien le estaba disparando.
Atravesó las puertas del café justo cuando una falange de fusiles abría fuego y pulverizaba las ventanas. ¡Al suelo!, gritó, ¡Al suelo!, pero todo el mundo lo había hecho ya. Saltó sobre la barra, aterrizó encima de Lore, que tenía las manos alzadas sobre la cabeza. El resplandor de los focos de los vehículos inundaba la sala. Las cosas se estaban astillando por la balacera.
—¡Michael! ¿Dónde estás?
Se oyó su voz desde debajo de una banqueta.
—¿Quiénes son? ¿Qué quieren?
Era una pregunta retórica: fueran quienes fueran, querían matarlos.
—¿Tifty? ¿Hollis?
Michael otra vez:
—¡Están conmigo! ¡Tifty se ha hecho un corte, pero está bien!
—¡Yo estoy con Lore!
Una pausa en el tiroteo. Después, volvieron a abrir fuego.
—¿Alguien ve algo?
—Tres vehículos justo delante —dijo Hollis—. ¡Otros más abajo de la calle!
—¿Deberíamos rendirnos, tal vez? —gritó Michael.
—¡No creo que sea la clase de gente que acepta rendiciones!
Estaban machacando la sala. Peter sólo contaba con su pistola. Había dejado el rifle junto a la puerta. Nunca conseguirían llegar a la parte de atrás, y, en cualquier caso, las puertas y ventanas estaban aseguradas con tablones. El café era una trampa mortal.
—¿Qué queréis hacer? —preguntó Hollis.
—¿Tifty puede moverse sin ayuda?
—¡Estoy bien!
Peter, aplastado contra el suelo, volvió la cabeza hacia Lore.
—¿Qué tienes tú?
Ella le enseñó el cuchillo.
—Sólo esto.
Habló por encima de la barra.
—¡Salimos a la de tres! ¡Que alguien nos tire un arma!
Llegó desde la dirección de Michael, y aterrizó encima de ellos. Lore la cogió y montó la corredera. Las armas de fuera habían vuelto a enmudecer. Nadie tenía prisa.
—Abrirnos paso a tiros no es un gran plan —dijo Lore.
—Me encantaría saber de uno mejor.
Peter se estaba poniendo de rodillas cuando Lore le detuvo con una mano.
—Escucha —susurró.
Oyó pasos que pisaban la nieve, seguidos de un tintineo de cristal. Se llevó un dedo a los labios. ¿Cuántos serían? ¿Dos? Un rehén, pensó de repente. Era su única posibilidad. No había forma de comunicarse con los demás. Tendría que hacerlo solo. Llamó la atención de Lore y señaló el final de la barra, el extremo más alejado de la puerta. Dijo sin palabras: Haz ruido.
Lore se deslizó sobre el suelo. Peter enfundó su pistola y se acuclilló. Cuando Lore ocupó su posición, la joven le miró con expresión decidida y asintió.
—Socorro —gimió.
Peter saltó sobre la barra. Cuando el hombre más cercano se volvió, Peter desenfundó la pistola y disparó contra la forma iluminada por detrás, para luego abalanzarse sobre el segundo hombre. Los dos fueron a parar al suelo. La pistola de Peter cayó lejos de él. Un momento de frenético forcejeo. El hombre pesaba seis kilos más, pero la sorpresa favorecía a Peter. El desconocido llevaba sujeta al muslo una semiautomática. Peter rodeó el cuello de su adversario con el antebrazo, tiró de él hacia sí, le arrancó la pistola de la funda y hundió el cañón en la curva de su mandíbula, debajo del largo pelo plateado.
—¡Diles que no disparen!
Desde el suelo, Peter veía a Michael, escondido debajo de una mesa. Tenía los ojos abiertos de par en par.
—Peter…
—Hablo en serio —dijo Peter al hombre, y apretó más el cañón—. Grita, para que todo el mundo te oiga.
El hombre se había relajado en sus brazos. Peter notó que temblaba, aunque no de dolor. El hombre se había puesto a reír.
—¡Retiraos! —dijo una nueva voz, de mujer—. ¡Alto el fuego todo el mundo!
El segundo hombre no era un hombre. Estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada contra uno de los reservados, el brazo derecho cruzado sobre el pecho para aferrar su hombro herido.
—Voladores, Peter. —Alicia apartó su mano ensangrentada. Ella también estaba riendo—. Lucius, ¿te creerás que el muy jodido me ha disparado?