Los tres estaban tumbados boca abajo, con el estómago apretado contra la pendiente ascendente de la alcantarilla, mientras Greer examinaba la escena con los prismáticos. El sol del atardecer estaba encendiendo hogueras en las nubes.
—¿Estás segura de que éste es el lugar? —dijo Amy.
Alicia asintió. Llevaban casi tres horas allí. Su atención estaba concentrada en una tubería de drenaje de boca ancha que sobresalía de la base de una ladera baja. La nieve que rodeaba la abertura estaba cruzada por rodaduras de neumáticos.
Los minutos transcurrían. Alicia había empezado a dudar de sí misma, cuando Greer levantó la mano.
—Ya vienen.
Una figura había emergido de la tubería, vestida con una chaqueta oscura. Hombre o mujer, Alicia no lo pudo distinguir. Un pañuelo cubría la parte inferior de su cara. Llevaba una gorra calada hasta los ojos. La figura se detuvo y miró hacia el sur con la mano sobre la frente.
—Parece que el tipo está esperando a alguien —comentó Greer.
—¿Cómo sabes que es un hombre? —preguntó Alicia.
—No lo sé.
Greer pasó los prismáticos a Amy, quien se apartó un mechón de pelo y aplicó los ojos a las lentes. Era un espectáculo asombroso, pensó Alicia. En todos los aspectos, hasta en el menor de los gestos, Amy era al mismo tiempo la chica que siempre había sido y alguien nuevo por completo. Mientras Greer contaba la historia, Amy se había internado en el vientre del barco, el Chevron Mariner, y una cosa había conducido a la otra. Ni siquiera Amy podía aportar una explicación. Lo más raro de todo, para Alicia, era el hecho de que no parecía nada raro.
—Yo tampoco puedo decirlo. Pero la persona con la que se ha citado va retrasada. —Amy bajó los prismáticos. Debajo de su abrigo de lana demasiado grande, aún llevaba la túnica informe de la Orden. Llevaba las piernas cubiertas con gruesos leotardos de malla, los pies calzados con botas de lazo de piel arrugada—. Si hemos de localizar a Sergio, creo que no gozaremos de una mejor oportunidad.
Alicia asintió.
—¿Está de acuerdo, comandante?
—Ninguna objeción.
Lo único que podía ocultar su avance era una línea de matorrales en el lado este de la tubería, y un bosquecillo de árboles desnudos que había encima, en la ladera. Amy y Alicia dejaron a Greer de vigilante y avanzaron acuclilladas a lo largo de la alcantarilla en direcciones opuestas. Amy iría por la derecha, al nivel del suelo. Alicia descendería desde arriba. Una vez hubieran tomado posiciones, Greer silbaría, distraería al hombre y ellas actuarían.
Todo se desarrolló de acuerdo con el plan. Alicia se arrastró sobre el estómago hasta la parte superior de la tubería. La coronilla de la cabeza encapuchada del hombre estaba justo debajo de ella. Desde aquel ángulo no podía ver a Amy, pero Greer sí. Esperaría la señal, y después:
¿Adónde había ido el hombre?
Alicia se puso de rodillas y giró a tiempo de recibir todo su peso lanzado contra el de ella. Pero no era un hombre. Sino una mujer. En su abrazo aéreo cayeron por el borde, y la mujer aterrizó sobre ella cuando Alicia cayó de espaldas en la nieve.
—¿Quién demonios eres tú?
La mujer había inmovilizado los brazos de Alicia con las rodillas, y apretaba un cuchillo contra su garganta, con la hoja a escasos milímetros de su piel. Alicia no albergaba la menor duda de que lo iba a utilizar.
—Tranquila. Soy una amiga.
—Contesta a la pregunta.
—Amy, échame una mano.
Amy había llegado por detrás con el mayor sigilo. Antes de que la mujer pudiera reaccionar, Amy la agarró por el cuello de la camisa y la arrojó a un lado. Cuando la mujer se puso en pie de un salto y se abalanzó hacia ella con el cuchillo, Amy lo apartó de un manotazo, se puso detrás de ella y la sujetó con una media llave, mientras pasaba el otro brazo alrededor de su cintura. El único pensamiento de Alicia fue: Caramba.
—Basta —dijo Amy—. Queremos hablar, eso es todo.
La mujer habló con los dientes apretados.
—Vete al infierno.
—¿No crees que podría romperte el cuello si quisiera?
—Haz lo que te plazca. Dile a Guilder que le den por el culo.
Amy miró a Alicia, quien había recogido el cuchillo de la mujer y se estaba sacudiendo la nieve de los pantalones. Greer estaba corriendo hacia ellas.
—¿Significa ese nombre algo para ti? —preguntó Amy.
Alicia negó con la cabeza.
—¿Quién es Guilder? —preguntó a la mujer.
—¿Qué quieres decir con quién es Guilder?
—¿Cómo te llamas? —preguntó Amy—. Estaría bien que me lo dijeras.
Un momento de vacilación.
—Nina, ¿de acuerdo? Soy Nina.
—Ahora voy a soltarte, Nina —dijo Amy—. Prométeme que escucharás lo que vamos a decirte. Es lo único que te pido.
—Que te den.
Amy la sujetó más fuerte para dejar las cosas bien claras.
—Pro-mé-te-lo.
Más forcejeos. Después, la mujer cedió.
—Vale, vale. Lo prometo.
Amy la liberó. La mujer avanzó tambaleante y giró en redondo. Un rostro joven, no mayor de veinte años, pero los ojos contaban una historia diferente: duros, casi feroces.
—¿Quiénes sois?
—Bonito truco —dijo Alicia a Amy. Hizo girar el cuchillo alrededor de su dedo índice y se lo pasó—. ¿Dónde lo has aprendido?
—¿Dónde crees? Observándote. —Señaló con los ojos a Greer. Su larga barba estaba sembrada de nieve, como el hocico de un perro—. Lucius, ¿puedo pedirte otra vez que vigiles? Avísanos cuando se acerque el vehículo.
—¿Eso es todo? ¿Sólo os informo?
—Sería estupendo que… los retrasaras un poco. Hasta que hayamos terminado de hablar.
Greer subió corriendo la colina. Amy habló de nuevo a la mujer, al tiempo que efectuaba un leve pero significativo gesto con el cuchillo.
—Siéntate.
Nina le lanzó una mirada desafiante.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Porque estarás más cómoda. Vamos a tardar un poco. —Amy deslizó el cuchillo en el cinto. He terminado con esto, siempre que te portes bien—. No somos quienes crees que somos. Siéntate de una vez.
Nina se sentó en la nieve a regañadientes.
—No voy a contaros nada.
—Lo dudo mucho —replicó Amy—. Creo que vas a decirme todo cuanto necesito saber, una vez te explique qué está a punto de pasar aquí.
—¡Quiero jugar con Dani!
—Eva, corazón…
La carita de la niña estaba congestionada de ira. Levantó una taza de cuero del suelo y la arrojó contra Lila, fallando por poco.
—¡Vete a la cama! —chilló Lila—. ¡Vete a la cama ahora mismo!
La niña no cedió. Su rostro brillaba de odio.
—¡No puedes obligarme!
—¡Soy tu madre! ¡Obedece!
—¡Quiero a Dani!
Había llenado una mano con judías secas. Antes de que Lila pudiera reaccionar, la pequeña echó la mano hacia atrás y las arrojó con sorprendente fuerza, alimentada por el odio, contra la cara de Lila. Más judías cayeron al suelo detrás de ella, una lluvia repiqueteante. Se puso en pie de un brinco y empezó a destrozar el apartamento: tiró libros de las estanterías, arrojó cosas de las mesas, lanzó almohadas al aire.
—¡Para ahora mismo!
La niña alzó un jarro de cerámica grande.
—Eva, no…
La niña lo levantó sobre la cabeza y lo arrojó al suelo como alguien que cerrara el maletero de un coche. No fue tanto un crujido como una detonación: el jarrón estalló en un millón de fragmentos.
—¡Te odio!
Algo estaba pasando, algo definitivo. Lila lo sabía, del mismo modo que presentía en las capas más profundas de su cerebro que todo esto ya había sucedido antes. Pero no elaboró la idea. El canto duro de algo la golpeó en la cabeza. La niña estaba arrojando libros.
—¡Vete! —chilló—. ¡Te-odio-te-odio-te-odio!
Pero mientras Lila veía formarse en su boca aquellas palabras terribles, daban la impresión de proceder de otra parte. Venían de dentro de su cabeza. Se precipitó hacia delante, agarró a la niña por la cintura y la levantó en vilo. La niña pataleó y chilló, se revolvió en las manos de Lila. Todo cuanto deseaba Lila era… ¿qué? ¿Calmar a la niña? ¿Controlar la situación? ¿Silenciar los chillidos que estaban desgarrando su cerebro? Por cada gramo de fuerza que Lila aplicaba, la niña respondía del mismo modo, gritando a pleno pulmón, de modo que la escena adquirió dimensiones grotescas, una especie de locura, hasta que Lila perdió pie, sus centros de gravedad combinados se inclinaron hacia atrás, y ambas se desplomaron sobre el tocador.
—¡Eva!
La niña se estaba alejando de ella a gatas. Se detuvo contra la base del sofá y la miró furiosa. ¿Por qué no estaba llorando? ¿Estaría herida? ¿Qué había hecho Lila? Lila se acercó a ella a cuatro patas.
—Eva, lo siento, no era mi intención…
—¡Espero que te mueras!
—No digas eso. Por favor. Te suplico que no digas eso.
Y con estas palabras las lágrimas asomaron por fin a los ojos de la pequeña, aunque no eran lágrimas de dolor, ni de humillación, ni siquiera de miedo. Siempre te despreciaré. Tú no eres mi madre y nunca lo fuiste, y lo sabes tan bien como yo.
—Por favor, Eva, yo te quiero. ¿No sabes cuánto te quiero?
—¡No digas eso! ¡Quiero a Dani! —Sus pequeños pulmones proyectaban una cantidad de sonido asombrosa—. ¡Te-odio-te-odio-te-odio!
Lila se tapó los oídos con las manos, pero nada ahogaba los gritos de la niña.
—¡Basta! ¡Por favor!
—¡Espero-que-te-mueras-espero-que-te-mueras-espero-que-te-mueras!
Lila entró corriendo en el cuarto de baño y cerró la puerta de golpe. Pero no logró nada: daba la impresión de que los gritos llegaban de todas partes, un estruendo destructor. Cayó de rodillas y lloró sobre sus manos. ¿Qué le estaba pasando? Mi Eva, mi Eva. ¿Qué he hecho para que me odies de esta manera? Su cuerpo se estremecía de dolor. Sus pensamientos giraban, dando tumbos, se partían en mil pedazos: un millón de fragmentos rotos de Lila Kyle esparcidos en el suelo.
Porque la niña no era Eva. Por más que Lila lo deseara, no era Eva: Eva había desaparecido para siempre, un fantasma del pasado. La certeza brotó de sus poros como ácido y quemó las mentiras. Vuelve, pensó Lila, vuelve. Pero nunca podría volver, ya no.
¡Oh, Dios, las cosas terribles que había hecho! ¡Los actos terribles, espantosos, imperdonables! Lloró y se estremeció. Lloró, como siempre decía su padre, mientras pintaba sus barquitos, a mares. Era una abominación. Era una mancha de maldad sobre la Tierra. Todo se le reveló, todo era de una pieza, el tiempo se detuvo y reanudó de nuevo su movimiento mientras se armaba de nuevo en su interior, y contó su historia de vergüenza.
Espero que te mueras. Espero que te mueras espero que te mueras espero que te mueras espero que te mueras.
También estaba sucediendo algo más. Lila se descubrió sentada en el borde de la bañera. Había entrado en un estado que anulaba su voluntad: no elegía nada, todo la estaba eligiendo a ella. Abrió el grifo. Hundió la cabeza en la corriente y vio que el agua fluía entre sus dedos. De modo que así era, pensó. La solución oscura. Era como si siempre lo hubiera sabido. Como si, en los recovecos más profundos de su mente, hubiera estado realizando este acto final una y otra vez, durante un centenar de años. Por supuesto, la bañera sería el medio. Se había sumergido durante horas en su tibieza. Décadas enteras habían transcurrido en su confortable inmersión, en su deliciosa anulación del mundo, pero siempre le había susurrado: Aquí estoy. Lila, permíteme ser tu medio de liberación. El vapor remolineó hacia el techo, enturbiando la habitación con su aliento húmedo. Una calma perfecta se apoderó de ella. Encendió las velas una a una. Era médico: sabía lo que estaba haciendo. Soy médico. Se desnudó y examinó su cuerpo desnudo en el espejo. Su belleza, porque era hermoso, la embriagó de recuerdos; de la juventud, de la niñez, cuando salía del baño. Eres mi princesa, bromeaba su padre, mientras frotaba su pelo para secarlo y la envolvía en el suave calor de una toalla recién lavada. Eres la más hermosa del país. Los recuerdos fluían a través del agua. Era una niña, y después, una adolescente, con su vestido de tafetán azul adornado con un grueso ramillete sujeto al hombro, y cada imagen se fundía con la siguiente hasta que al final contemplaba a una mujer, henchida de energía juvenil madura, parada ante el espejo con el vestido de novia de su madre. El corpiño de delicado encaje, la cortina descendente de seda blanca reluciente: toda la promesa de su vida parecía capturada en esa imagen. Hoy es el día en que me casaré con Brad. Se llevó la mano al vientre. El vestido de novia había desaparecido, sustituido por un vaporoso camisón. El sol de la mañana entraba a chorros a través de las ventanas. Se volvió y, de perfil, posó la mano sobre la voluptuosa forma de su vientre. Eva. Ésa serás, ésa es la que eres ya. Te llamaré Eva. El vapor se estaba elevando, la bañera casi llena.
Brad, Eva, ya voy. He estado ausente demasiado. Ahora voy con vosotros.
Tres líneas azules vibraban en la base de cada muñeca: la vena cefálica, que ascendía alrededor del borde radial del antebrazo; la basílica, que comenzaba en la red venosa dorsal antes de ascender por la superficie posterior del lado ulnar para reunirse con la vena mediana cubital; la cefálica accesoria, que se elevaba desde el plexo de venas tributarias para unirse con la cefálica en la parte posterior del codo. Necesitaba algo afilado. ¿Dónde estaban las tijeras? Las que Dani, y todas las anteriores, empleaban para cortarle el pelo. Buscó en un cajón del tocador, y después en el siguiente, y cuando llegó al del final, allí estaban, brillantes y afiladas.
Pero ¿qué era aquello?
Era un huevo. Un huevo de Pascua de plástico, como los que había buscado en la hierba cuando era pequeña. El ritual le había encantado: correr como una loca por el campo, la cestita colgando de su mano, el rocío en sus pies y la lenta acumulación de tesoros, su mente imaginando el gran conejo blanco cuya visita nocturna había dejado ese premio. Lila acunó el huevo en su mano. Palpó y oyó un levísimo tintineo dentro. ¿Podría ser…? ¿Era posible…? Pero ¿qué otra cosa podía ser?
Sólo había una respuesta. Lila Kyle moriría con el sabor del chocolate en la lengua.