Y de repente, la libertad. Alicia Donadio, Última de los Primeros, la Nueva Cosa y capitana de los Expedicionarios, estaba saltando sobre las alambradas, fundiéndose con la noche, a la fuga.
Corrió. Corrió y siguió corriendo.
Había matado a algunos hombres a lo largo del trayecto. También a algunas mujeres. Alicia nunca había matado a una mujer humana hasta entonces. No parecía tan diferente, en conjunto. Porque al final, todo el mundo abandonaba la vida de la misma forma. La misma sorpresa en la cara, los dedos tocaban la herida con ternura indagadora, la misma mirada etérea, clavada en la eternidad. Poseía cierta gracia.
Tal vez por eso le gustaba tanto a Alicia.
Encontró sus herramientas donde las había dejado, entre la maleza. Una pica y una ballesta. La antena direccional. Sus bandoleras de cuchillos. Una muda, una manta, zapatos. Cien balas, pero sin arma para dispararlas. Había abandonado el cuchillo de Cabrón hundido en el riñón izquierdo de un hombre que le había ordenado detenerse, como si ella fuera a obedecer. Mientras huía del centro de detención, aún no se había enterado de si era de día o de noche. El tiempo había sido aniquilado. El mundo que encontró era un lugar cambiado. No, eso no era cierto. El mundo seguía siendo igual; quien había cambiado era ella. Se sentía alejada de todo, espectral, casi incorpórea. En el cielo, las estrellas invernales brillaban rotundas y puras, como astillas de hielo. Necesitaba refugio. Necesitaba dormir. Necesitaba olvidar.
Se refugió en un cobertizo que tal vez en otro tiempo habría albergado gallinas. Medio techo había desaparecido. Sólo quedaba la forma desnuda: una única pared en pie, las pequeñas jaulas incrustadas de excrementos fosilizados, el suelo de tierra compactada. Se envolvió en la manta, mientras su cuerpo roto temblaba de frío. Louise, pensó, ¿fue así? Los recuerdos desfilaban por su mente, destellos brillantes de tormento que partían sus pensamientos como el rayo. Cuándo terminaría, cuándo terminaría.
Era todavía oscuro cuando despertó, y su mente recobró la conciencia poco a poco. Algo tibio le estaba acariciando la nuca. Rodó, abrió los ojos y descubrió una inmensa forma oscura sobre ella.
Mi buen chico, pensó, y dijo: «Mi buen chico, mi chico estupendo». Soldado acercó la cara a la de ella, con sus grandes ollares dilatados, y le bañó la cara con el aliento. Le lamió los ojos y las mejillas con su larga lengua. Un milagro. No había otra palabra. Alguien había venido. Al final, alguien había venido. Alicia lo había anhelado sin saberlo, un alma que la consolara en aquel mundo despiadado.
Entonces, una figura se desgajó de la oscuridad, y una voz de mujer, extraña y familiar a la vez:
—Alicia. Hola.
La mujer se acuclilló ante ella, al tiempo que se bajaba la capucha de su largo abrigo de lana. Sus largas trenzas negras se desparramaron.
—No pasa nada —dijo en voz baja—. Estoy aquí.
¿Amy? Pero no era la Amy que conocía.
Esta Amy era una mujer.
Una mujer fuerte y hermosa de espeso cabello oscuro y ojos como cristales, iluminados por una luz dorada. La misma cara pero diferente, más profunda. Transmitía una impresión de finalización, de un yo consolidado. Un rostro, pensó Alicia, de sabiduría. Su belleza era más que apariencia, más que una colección de detalles físicos: era producto del conjunto.
—No… entiendo.
—Shhh. —Tomó la mano de Alicia. Su tacto era firme pero tierno, como el de una madre que consolara a una hija—. Tu amigo. Nos enseñó dónde estabas. Un caballo muy hermoso. ¿Cómo lo llamas?
Alicia sentía su mente pesada, entumecida.
—Soldado.
Amy tomó en sus dedos la barbilla de Alicia y la levantó un poco.
—Estás herida.
¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible cualquier cosa de las que estaban ocurriendo? Alicia vio otra figura al otro lado del cobertizo, que sujetaba un par de caballos por las riendas. Un remolino de pelo blanco alborotado por el viento y una gran barba clara cubrían sus facciones. Pero era su porte, el porte de un soldado, lo que reveló a Alicia su identidad: aquel hombre de la nieve era Lucius Greer.
—¿Qué te han hecho? —susurró Amy—. Cuéntamelo.
Con eso bastó. Su voluntad se derrumbó, una oleada de dolor se desbordó en su interior. Más que pronunciarlas, estremeció las palabras:
—De todo.
Y por fin, un gran sollozo la sacudió, un aullido de puro dolor y pena que se elevó hacia las estrellas invernales, y en los brazos de Amy, Alicia se puso a llorar.
Guilder. Ha llegado el momento.
Guilder, levántate.
Pero Guilder no oyó estas palabras. El Director Horace Guilder estaba dormido y soñaba, un sueño terrible y repetido con frecuencia, en el que se encontraba en el centro de convalecencia, asfixiando a su padre con una almohada. Contrariamente a la historia, el hecho no se produjo sin lucha. Su padre se removió y resistió, sus manos arañaron el aire, luchó por liberarse mientras emitía gritos ahogados de dolor. Sólo cuando su resistencia cesó, y Guilder apartó la almohada de su cara, comprendió su error. No era a su padre a quien había matado, sino a Shawna. ¡Oh, Dios, no! Entonces, los ojos de Shawna se abrieron de repente. Empezó a reír. Rió con tantas ganas que brotaron lágrimas de sus ojos. ¡Deja de reír!, gritó él. ¡Deja de reirte de mí! Guilder, dijo ella, eres tan divertido. Deberías ver la expresión de tu cara. Tú y tu brazalete de pacotilla. Tu madre era una puta. Una puta una puta una puta…
Prepárate, Guilder. Levántate para salir a su encuentro. El momento ha llegado.
Despertó sobresaltado.
Nuestro momento, Guilder. El nacimiento del nuevo mundo.
La información llegó a su cerebro como una descarga eléctrica. Se enderezó en su inmensa cama, en su ridículo amontonamiento de almohadas, mantas y sábanas, y se dio cuenta, algo avergonzado, de que se había dormido vestido. ¿Y por qué necesitaba, nada más y nada menos, que una cama con dosel?, se preguntó absurdamente. ¿Una cama tan enorme que parecía una muñeca? Pero desechó la pregunta encogiéndose de hombros. ¡Ya venían! ¡Estaban ahí! Apoyó los pies en el suelo y los embutió en los zapatos con cordones que, por lo visto, había conseguido quitarse antes de perder el conocimiento debido al agotamiento. Se remetió el faldón de la camisa en los pantalones, corrió hacia la puerta y siguió pasillo adelante.
—¡Suresh!
El sonido de sus nudillos sobre la puerta resonó en el pasillo desierto.
—¡Suresh, despierta!
La puerta de los aposentos de Suresh se abrió y reveló la adormilada cara color bronce de su nuevo jefe del estado mayor. Vestía un grueso albornoz blanco y zapatillas, y parpadeaba como un oso que saliera de su cueva.
—Caramba, Horace, no hace falta que chilles. —Ahogó un bostezo con el puño—. ¿Qué hora es?
—¿Qué más da? Están aquí.
Suresh se sobresaltó.
—¿En este momento, te refieres?
Levántate y sal a su encuentro, Guilder. Llévalos a casa.
—No te quedes ahí parado, vístete.
—Vale, de acuerdo, ya voy.
—¡Muévete, maldita sea!
Guilder regresó a su apartamento y entró en el cuarto de baño. ¿Debería afeitarse? ¿Lavarse la cara, al menos? ¿Por qué estaba pensando en estas cosas, como un chaval antes del baile de graduación? Pasó una mano húmeda por el pelo y se cepilló los dientes, mientras intentaba serenarse. ¿Era esto lo que tenían como pasta de dientes en aquel lugar? ¿Aquel mazacote arenoso de sabor horrible? Por el amor de Dios, ¿por qué, en noventa y siete años, jamás había descubierto un dentífrico decente?
Sacó un traje limpio del guardarropa. La corbata azul, la roja, la verde y la de franjas amarillas: no sabía. De pronto se sintió tan nervioso que sus dedos apenas consiguieron hacer el nudo. Una visita a su viejo amigo Grey habría servido para calmar sus nervios, pero tendría que haberlo pensado antes.
Se paró ante el espejo y respiró hondo para calmarse. Tranquilo, Guilder, tranquilo. Ya sabes lo que has de hacer. Es otro día más en el cargo. No puede ser peor que reunirse con el Estado Mayor Conjunto, ¿verdad?
En realidad, cabía la posibilidad de que sí. Pero era absurdo darle más vueltas a las perspectivas.
Cuando llegó al vestíbulo, Suresh estaba esperando con el chófer de Guilder.
—Los camiones ya vienen —comentó Suresh cuando Guilder se puso los guantes—. ¿Quieres que te acompañe un destacamento completo?
Guilder declinó la oferta. Iría solo. Mejor no complicar las cosas. Los dos hombres se estrecharon la mano.
—Buena suerte —dijo Suresh.
Mientras el coche descendía la colina, la angustia de Guilder empezó a remitir. El momento era inminente. Al llegar al río giraron hacia el norte, en dirección al Proyecto. Su forma oscura se elevaba de la tierra como una lápida, un cuadrado de una negrura profundísima recortado contra el cielo nocturno. El portal estaba abierto, esperando.
No se detuvieron, sino que se desviaron hacia el este por la carretera de servicio. En un tiempo la habían utilizado para transportar equipo a la obra: los bloques de piedra extraídos de la cantera, las remolineantes mezcladoras de cemento de la planta de hormigón, los camiones articulados con sus vigas de acero apiladas. Ahora se trataba de una entrega totalmente diferente. Atravesaron la puerta auxiliar. Cinco minutos más y llegaron al lugar donde dos tráilers estaban esperando en un campo de rastrojos de maíz helados.
Guilder le dijo al chófer que se fuera. Las cabinas de los tráilers estaban vacías. Sus conductores también se habían marchado. Guilder aplicó el oído a uno de los camiones. Oyó dentro murmullos apagados, intercalados con el sonido de sollozos de terror femeninos.
La voz de su cabeza estaba callada. Un profundo silencio le envolvía, como la calma que precede a una tormenta. Vendrían del oeste. Esperaría.
Entonces:
Apareció el primero, y después otro y otro, once puntos de fosforescencia luminosa espaciados a intervalos iguales en el horizonte. La distancia entre ellos disminuyó cuando se acercaron, como las luces de un avión gigantesco que se aproximara.
Venid a mí, pensó Guilder. Venid a mí.
Empezaron a concretarse los detalles. No tanto concretarse como aumentar de tamaño. Uno era más pequeño que el resto (ése sería Carter, por supuesto, pensó; el enigmático y anómalo Anthony Carter), pero los demás le dejaron sin aliento. Con sus formas poderosas, sus elegantes movimientos y el absoluto dominio de sí mismos, daban la impresión de empequeñecer el espacio que los rodeaba, doblar las dimensiones, reescribir el curso del tiempo. Fluían hacia él como un río luminoso, le bañaban con la luz de su majestuoso horror.
Venid a mí, pensó. Venid a mí. Venid a mí.
El momento de su llegada estuvo poseído por una sensación de finalización. Un bautismo. Las cubiertas de un libro al cerrarse. Una larga zambullida en el agua azul y el instante de la entrada, el mundo borrado. Se pararon ante él, enormes y terribles. Guilder asimiló las imágenes terroríficas y majestuosas de sus recuerdos, como hundido en un charco de la locura más pura. Una chica llorosa en un colchón sucio. Un tendero, con las manos alzadas, y la presión ósea del cañón de una pistola contra la arruga vertical que separaba sus cejas. Una sensación de ebriedad absoluta, y un chico en bicicleta vislumbrado a través de un parabrisas, y el golpe sordo del contacto seguido de la brusca sacudida de su pequeño cuerpo cuando las ruedas del vehículo le pasaron por encima. Una deliciosa sensación de sexo, y los ojos de una mujer abiertos de par en par de una manera imposible, mientras la cuerda se tensaba alrededor de su cuello. Un coro de terror, depravación, maldad.
Soy Morrison-Chávez-Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter.
Guilder abrió la puerta de carga del primer camión. Los prisioneros intentaron huir, por supuesto. Guilder había ordenado que no los encadenaran. No quería que nada los reprimiera. La mayoría sólo consiguió dar unos pasos. Los pocos que llegaron más lejos experimentaron, tal vez, una fugaz esperanza de salvación. Su huida inútil formaba parte del éxtasis. El momento se desplegó en grandes salpicaduras de sangre, gritos interrumpidos con brusquedad y tejido vivo hecho pedazos, y en el silencio que siguió, Guilder se acercó a la parte posterior del segundo camión y abrió su puerta a modo de bienvenida.
—Bienvenidos, amigos míos. Por fin habéis llegado a casa. Satisfaremos todas vuestras necesidades.