55

El tocador de Lila estalló con un ruido de madera astillada. Guilder la levantó de nuevo del suelo y la abofeteó en la cara con el dorso de la mano, enviándola hacia el sofá.

—¿Cómo pudiste permitir que ocurriera? —Su voz hervía de rabia—. ¿Por qué no llamaste de vuelta a los virales? ¡Dímelo!

—¡No lo sé, no lo sé!

Esta vez la sujetó del cuello del albornoz. Con una facilidad terrorífica, Guilder la lanzó de cabeza contra la librería. Un golpe sordo, cosas que caían, los chillidos de Lila. Sara estaba acurrucada en el suelo, con el cuerpo aovillado alrededor de Kate. La niña estaba muerta de miedo.

—¡Hasta el último viral! ¡Nueve de mis hombres muertos! ¿Sabes cómo voy a quedar?

—¡No fue culpa mía! ¡No me acuerdo! ¡David, por favor!

—¡Yo no soy David!

Sara cerró los ojos con fuerza. Kate estaba llorando en voz baja en sus brazos. ¿Qué pasaría si Guilder mataba a Lila? ¿Qué sería de ellas dos?

—¡Basta! ¡David, te lo suplico!

Lila estaba tendida cara arriba en el suelo, con Guilder a horcajadas sobre ella, y con una mano la agarraba del cuello del albornoz. La otra estaba convertida en un puño, echado hacia atrás, preparado para golpear. Lila tenía los brazos cruzados sobre los ojos como un escudo, aunque su esfuerzo no serviría de nada. El puño de Guilder aplastaría su cara como un ariete.

—Me das… asco.

Aflojó su presa y se alejó, mientras se secaba las manos en la camisa. Lila lloraba de manera incontrolable. Manaba sangre de un corte en el pómulo. Tenía más sangre en el pelo. Guilder desvió la vista hacia Sara y la despidió con una mirada. No eres nada, decían sus ojos. Eres un personaje en un juego de fingimientos que se ha prolongado demasiado.

Entonces, salió como una tromba de la habitación.

Sara se acercó a Lila. Se arrodilló a su lado, examinó el corte de la cara. Con un estallido de energía inesperado, Lila apartó la mano de Sara de un manotazo y retrocedió.

—¡No me toques!

—Pero estás herida…

Los ojos de la mujer estaban desorbitados de pánico. Cuando Sara se movió hacia ella, agitó las manos delante de su cara.

—¡Vete! ¡No toques mi sangre!

Se puso en pie de un brinco y corrió al dormitorio, cuya puerta cerró de golpe a su espalda.

Las 06.02.

Los vehículos se internaron en la planicie en la oscuridad previa al amanecer, y las puertas se abrieron a su paso. A la cabeza de la hilera, como una punta de flecha, iba el elegante todoterreno negro del Director, seguido de un par de camiones abiertos llenos de hombres uniformados. Se adentraron en el laberinto de alojamientos, sus neumáticos incrustados de barro levantaban grumos de nieve sucia, mientras los obreros que salían de los edificios para pasar la lista de la mañana observaban su paso: rostros agotados, ojos cansados, que miraban pasar los vehículos. Pero las miradas eran breves. Sabían que mirar era peligroso. Algo oficial. No tiene nada que ver conmigo. Al menos, mejor no.

Guilder miraba a los lugareños desde la ventanilla del pasajero, henchido de desprecio. Cómo los odiaba. No sólo a los insurgentes, los que le desafiaban: a todos. Arrastraban su vida como animales, sin ver otra cosa que el siguiente cuadrado de tierra que debían arar. Otro día en las lecherías, los campos, la planta de biodiésel. Otro día en la cocina, la lavandería, las pocilgas.

Pero hoy no era un día como los demás.

Los vehículos se detuvieron ante el Alojamiento 16. Hacia el este, el cielo se había teñido de un gris amarillento, como plástico viejo.

—¿Es éste? —preguntó Guilder a Wilkes.

El hombre que iba a su lado asintió con los labios apretados.

Los cols bajaron y tomaron posiciones. Guilder y Wilkes se alejaron del coche. Ante ellos, en quince hileras separadas por la misma distancia, trescientos lugareños esperaban temblando de frío. Dos camiones más llegaron y aparcaron en la parte superior del cuadrado. Sus plataformas de carga estaban cubiertas por pesadas lonas.

—¿Qué van a hacer ésos? —preguntó Wilkes.

—Un poco más de… persuasión.

Guilder se acercó al jefe de Recursos Humanos y le arrebató el megáfono de la mano. Un aullido de reverberación. Después, su voz tronó sobre la plaza.

—¿Quién puede decirme algo de Sergio?

No hubo respuesta.

—Es la última advertencia. ¿Qué podéis decirme sobre Sergio?

Una vez más, nada.

Guilder dedicó su atención a una mujer de la primera fila. Ni joven ni vieja, tenía una cara tan vulgar que podría estar hecha de engrudo. Aferraba un mugriento pañuelo alrededor de la cabeza, con las manos cubiertas de guantes sin dedos negros de hollín.

—Tú. ¿Cómo te llamas?

Con la vista gacha, murmuró algo en los pliegues de su pañuelo.

—No te he oído. Habla en voz alta.

La mujer carraspeó y ahogó una tos. Su voz era rasposa a causa de la flema.

—Priscilla.

—¿Dónde trabajas?

—En los telares, señor.

—¿Tienes familia? ¿Hijos?

La mujer asintió apenas.

—¿Y bien? ¿Qué tienes?

Las rodillas de la mujer temblaban.

—Una hija y dos hijos.

—¿Marido?

—Murió, señor. El pasado invierno.

—Mi sentido pésame. Ven aquí.

—Ayer canté el himno. Fueron los demás, lo juro.

—Y yo te creo, Priscilla. No obstante… Caballeros, ¿pueden ayudarla, por favor?

Un par de cols se adelantaron y agarraron a la mujer por los brazos. Su cuerpo se derrumbó, como si estuviera a punto de desmayarse. Medio la llevaron en volandas medio la arrastraron hasta el frente, donde la pusieron de rodillas de un empujón. No emitió el menor sonido. Su sumisión era total.

—¿Quiénes son tus hijos? Señálalos.

—Por favor. —Se puso a llorar desconsoladamente—. No me obligue.

Uno de los cols alzó la porra sobre su cabeza.

—Este hombre va a desparramar tus sesos —dijo Guilder.

Ella negó con la cabeza inclinada.

—Muy bien —dijo Guilder.

La porra cayó. La mujer se derrumbó de cabeza en el barro. Desde la izquierda se oyó un grito agudo.

—Cogedla.

Una joven adolescente, con la cara de su madre. Fue a parar de rodillas. Estaba llorando, temblorosa. Manaban mocos de su nariz. Guilder levantó el megáfono.

—¿Alguien quiere decir algo?

Silencio. Guilder sacó una pistola de debajo del abrigo y montó la corredera.

—Ministro Wilkes —dijo, y extendió la pistola—, ¿quiere hacer los honores?

—¡Jesús!, Horace. —El hombre estaba aterrado—. ¿Qué intentas demostrar?

—¿Vamos a tener un problema?

—Tenemos gente para esta clase de cosas. Eso no formaba parte del trato.

—¿Qué trato? No hay trato. El trato consiste en hacer lo que yo digo.

Wilkes se puso rígido.

—No lo haré.

—¿No quieres o no puedes?

—¿Qué más da?

Guilder frunció el ceño.

—Poco, ahora que lo pienso.

Y con estas palabras se puso detrás de la chica, apoyó el cañón de la pistola contra su nuca y disparó.

—¡Santo Dios!

—¿Ya sabes cuál es el mayor problema de no envejecer jamás? —preguntó Guilder a su jefe del estado mayor. Estaba secando el cañón teñido de sangre con un pañuelo—. Lo he meditado mucho.

—Que te den por el culo, Horace.

Guilder apuntó la pistola al rostro pálido de Wilkes, justo entre los ojos.

—Te olvidas de que puedes morir.

Y Guilder le disparó también.

Un cambio se produjo en la multitud, cuando su miedo se convirtió en otra cosa. Se alzaron murmullos de las filas, se susurraron amenazas, la energía en marcha de la gente que no tenía nada que perder. Los acontecimientos se habían desarrollado más deprisa de lo que Guilder habría preferido (esperaba obtener algo útil antes del desenlace), pero ahora la suerte estaba echada.

—Abrid los camiones.

Apartaron la lona. Una erupción de gritos volcánicos: ahora se había desvelado el misterio. Guilder caminó a buen paso hacia su coche, subió y dijo al conductor que arrancara. Se alejaron entre una nube de barro y nieve sucia mientras, detrás de ellos, la orquesta iniciaba su sinfonía de muerte, una melodía de disparos y gritos, aguda, desenfrenada y henchida de miedo, puntuada por el ritmo sincopado del fuego de armas automáticas, que se desvaneció con las últimas detonaciones cuando los cols pasaron entre los cuerpos caídos y silenciaron a los supervivientes.