54

—Es tan… raro.

Lila acababa de comer y aún estaba padeciendo las secuelas. Le habían entregado la sangre, seguramente habría sido Guilder, mientras Sara y Kate jugaban en el patio de recreo. Después de dos días sucesivos sin helar, la nieve se había convertido en una piel pegajosa, perfecta para bolas de nieve. Se las habían estado tirando mutuamente durante horas.

Ahora estaban jugando con judías y tazas en el suelo, junto al fuego. El juego era nuevo para Sara. Kate se lo había enseñado. Otro placer, que tu hija te enseñara un juego. Sara intentó no pensar en la fugacidad del momento. Cualquier día llegaría un mensaje de Nina.

—Sí, bien —dijo Lila, como si Sara y ella estuvieran sosteniendo una conversación—. Pronto tendré que ir a hacer un recado.

Sara le prestaba escasa atención. La mente de Lila parecía vagar en sus ensueños. ¿Un recado adónde?

—David dice que he de ir. —De cara al espejo, Lila compuso la expresión ceñuda que siempre adoptaba cuando hablaba de David—. Lila, es para caridad. Sé que no te gusta la ópera, pero hemos de ir queramos o no. Este hombre, Lila, es el director de un hospital importante, todas las esposas acudirán, ¿qué dirán si voy solo? —Exhaló un suspiro de resignación, y el cepillo se detuvo en sus viajes a través de la lustrosa cabellera—. Tal vez por una vez podría pensar en lo que a mí me apetece, en adónde quiero ir. Bien, Brad era muy considerado. Brad era el tipo de hombre que escucha. —Sus ojos se encontraron con los de Sara a través del espejo—. Dime algo, Dani. ¿Tienes novio? ¿Alguien especial en tu vida? Si no te importa que lo pregunte. ¡Dios!, eres muy guapa. Apuesto a que hay docenas llamando a tu puerta.

Sara se quedó un momento desorientada por la pregunta. Pocas veces le hacía Lila preguntas personales.

—La verdad es que no.

Lila meditó sobre sus palabras.

—Bien, eres lista. Aún te queda mucho tiempo. Tantea el terreno, no te conformes con lo primero que llegue. Si conoces al hombre adecuado, lo sabrás. —La mujer continuó cepillándose el pelo. De repente su voz adquirió un tono apesadumbrado—. Recuerda eso, Dani. Alguien te está esperando. Una vez le conozcas, no le pierdas de vista. Yo cometí esa equivocación, y ahora mira en qué lío me he metido.

El comentario, como tantos otros, pareció flotar en el éter, incapaz de posarse sobre ninguna superficie firme. No obstante, durante los días de confinamiento, Sara había empezado a detectar una pauta de significado en aquellas aseveraciones. Había sombras de algo real: una historia verdadera de gente, lugares, acontecimientos. Si lo que Nina decía acerca de la mujer era cierto (y Sara así lo creía), Lila era un monstruo como los ojosrojos. ¿Cuántas Evas habían sido enviadas al sótano porque Lila había…? ¿Cuáles habían sido las palabras de Nina? Perdido el interés. Sin embargo, Sara no podía negar que la mujer le daba cierta pena. Parecía tan perdida, tan frágil, tan abrumada por los remordimientos. A veces, había comentado Lila en una ocasión, sin venir a cuento, y con el más profundo de los suspiros, no entiendo cómo las cosas pueden continuar así. Y una noche, mientras Sara le estaba masajeando los pies con loción: Dani, ¿has pensado alguna vez en fugarte? ¿Dejar toda tu vida atrás y empezar de nuevo? Cada vez más dejaba que Sara y Kate fueran a la suya, como si estuviera abdicando de su papel en la vida de la niña, como si, en cierto modo, supiera la verdad. Os miro a las dos y pienso, juntas sois perfectas. La cría te adora. Eres la pieza que faltaba en el rompecabezas, Dani.

—¿Qué opinas?

La atención de Sara había regresado al juego. Levantó la vista del suelo y vio que Lila la estaba mirando muy seria.

—Es tu turno, Dani —dijo Kate.

—Un momento cariño. Lo siento —dijo a Lila—. ¿Qué opino de qué?

Una sonrisa forzada se pintó en su cara.

—De acompañarme. Creo que me serás de gran ayuda. Jenny puede cuidar de Eva.

—¿Acompañarla adónde?

Sara lo vio en los ojos de Lila: fuera cual fuera su destino, la mujer no quería ir sola.

—¿Y qué más da? Una de las… cosas de David. Suelen ser igual de aburridas, para ser sincera. Me iría muy bien un poco de compañía. —Se inclinó hacia delante en el taburete y habló a la niña—. ¿Qué dices, Eva? ¿Qué te parece pasar una noche con Jenny mientras Mamá sale?

La niña se negó a mirarla a los ojos.

—Quiero quedarme con Dani.

—Pues claro que sí, cielo. Todos queremos a Dani. No hay persona más especial en el mundo. Pero de vez en cuando los adultos han de salir solos, para hacer cosas de adultos. Las cosas son así a veces.

—Pues vete.

—Eva, creo que no estás escuchando lo que digo.

La niña estaba tirando de la manga del hábito de Sara.

—Díselo.

Lila frunció el ceño.

—¿Dani? ¿Qué está pasando?

—No… sé. —Miró a Kate, que se había acurrucado junto a ella en el suelo, y apretaba su cuerpo contra el de Sara como pidiendo protección. Sara la rodeó con el brazo—. ¿Qué pasa, cariño?

—Eva —interrumpió Lila—, ¿qué quieres que Dani me diga? Dilo ahora.

—No me gustas —murmuró la niña contra los pliegues del hábito de Sara.

Lila retrocedió, y todo el color se retiró de su cara.

—¿Qué has dicho?

—¡No me gustas! ¡Me gusta ella!

La expresión de Lila no era sólo de asombro. Era el retrato del rechazo más absoluto. De repente, Sara comprendió qué había sido de las demás Evas. Esto era lo que había sucedido.

—Bien. —Lila carraspeó, y sus ojos heridos vagaron sin rumbo por la habitación, en busca de algún objeto que le llamara la atención—. Entiendo.

—Lila, no lo ha dicho en serio. —La niña había vuelto a recostarse contra el cuerpo de Sara, con la cabeza apretada contra el hábito, mientras que al mismo tiempo observaba con cautela a Lila por el rabillo del ojo—. Díselo, cariño.

—No será necesario —dijo Lila—. No podría haberse expresado con mayor claridad. —La mujer se levantó del taburete con movimientos inseguros. Ya todo era diferente. Se habían pronunciado las palabras—. Si me excusáis, creo que me acostaré un rato. David no tardará en llegar.

Más que caminar se tambaleó hacia su cuarto. Tenía la espalda encorvada, como si hubiera recibido un golpe físico.

—¿Aún quieres que te acompañe? —preguntó con dulzura Sara.

Lila se detuvo y se aferró el marco para conservar el equilibrio. No miró a Sara cuando contestó.

—Por supuesto, Dani. ¿Por qué no iba a querer?

Fueron en coche al estadio a oscuras. Un convoy de diez vehículos, con furgonetas delante y detrás, cada una con un destacamento de cols armados en la parte de atrás, y ocho elegantes todoterrenos en medio para el personal de mayor categoría. Lila y Sara ocupaban el asiento trasero del segundo todoterreno. Lila iba vestida con una capa oscura con la capucha recogida en el cuello, y grandes gafas de sol que cubrían la parte superior de su cara como un escudo. El conductor era alguien a quien Sara reconoció sin poder situarlo, un hombre esquelético de lacio cabello castaño y pálidos ojos erráticos, que se encontraron con los de Sara en el retrovisor cuando se alejaron de la Cúpula.

—Tú, ¿cómo te llamas?

—Dani.

Sonrió al retrovisor. Sara sintió una punzada de aprensión. ¿La conocía? ¿Había conseguido atravesar la mirada del hombre la cortina de su velo?

—Bien, Dani, esta noche lo pasarás en grande.

Guilder se había negado al principio a permitir que Sara fuera, pero Lila no dio su brazo a torcer. David, ¿cómo crees que me siento cuando me veo arrastrada a todas tus estúpidas fiestas con tus estúpidos amigos? No pienso ir sin ella, te guste o no. Y así sucesivamente, hasta que Guilder accedió con un gruñido. Está bien, dijo. Como quieras, Lila. Tal vez alguna de tus asistentas debería ver lo que eres en realidad. Cuantos más seamos, más reiremos.

Estaban siguiendo la llanura, paralelos al río, sereno bajo una piel de hielo invernal. Algo le estaba sucediendo a Lila. A cada minuto que pasaba, las luces de la Cúpula se iban desvaneciendo a sus espaldas, y su personalidad se esfumaba. Tensaba la espalda como una gata, emitía tenues canturreos guturales, se tocaba la cara y el pelo.

—Mmmm —ronroneó Lila con un placer casi sexual—. ¿Los sientes?

Sara no podía contestar.

—Es… maravilloso.

Atravesaron la puerta. Sara vio delante el estadio, iluminado por dentro, refulgente en la noche invernal. No sentía tanto miedo como una negrura cada vez más extensa. La caravana aminoró la velocidad cuando subieron la rampa y salieron al campo iluminado rodeado de gradas. Los vehículos se detuvieron detrás de un camión de carga plateado donde esperaba una docena de cols, que movían sus porras y pateaban el suelo para entrar en calor. Habían clavado en el suelo una alta estaca en medio del campo.

—Mmmmmm —dijo Lila.

Las puertas se abrieron. Todo el mundo bajó. Lila, parada al lado del coche, levantó el velo de Sara y tocó con ternura su mejilla.

—Mi Dani. Mi dulce muchacha. ¿No es maravilloso? Mis bebés, mis hermosos bebés.

—Lila, ¿qué está pasando aquí?

La mujer giró la cabeza sobre el cuello con deleite sensual. Tenía los ojos dulces y distantes. La Lila que conocía no estaba dentro de ellos. Movió la cabeza hacia la de Sara y, ante su sorpresa, le estampó un beso en los labios.

—Me alegro tanto de que estés conmigo… —dijo.

El conductor tomó a Sara por el codo y la condujo hasta las gradas. Veinte hombres con traje oscuro estaban sentados en dos filas, conversaban animadamente entre sí y soplaban sobre sus puños.

—Esto es fantástico —oyó Sara que decía uno, mientras la acompañaban hasta su lugar en la cuarta fila, entre un grupo de cols—. Nunca consigo invitaciones.

Guilder se volvió hacia el grupo. Llevaba un abrigo negro y una corbata visible en la garganta. Sujetaba algo en su mano enguantada. Una radio.

—Caballeros de rango superior, bienvenidos —anunció con una sonrisa radiante. Nubes de aliento surgían de su boca, puntuando las palabras—. Un pequeño regalo para ustedes esta noche. Una demostración de gratitud por todo su esforzado trabajo, ahora que nos estamos acercando al clímax de nuestros esfuerzos.

—¡Traedlos! —bramó un ojorojo, lo cual despertó vítores y carcajadas.

—Bien, bien —dijo Guilder, al tiempo que solicitaba silencio con un ademán—. Todos ustedes están bien familiarizados con el espectáculo que está a punto de empezar. Pero esta noche hemos preparado algo muy especial. Ministro Hoppel, ¿quiere hacer el favor de adelantarse?

Un ojorojo de la segunda fila se puso en pie y se reunió con Guilder. Alto, de mandíbula cuadrada y pelo muy corto.

—Caramba, Horace —dijo avergonzado—, ni siquiera es mi cumpleaños.

—¡Quizás está a punto de degradarte! —gritó otra voz.

Más risas. Guilder esperó a que se calmaran.

—El señor Hoppel, aquí presente —dijo, al tiempo que ponía una mano paternal sobre la espalda del hombre—, como todo el mundo sabe, ha estado con nosotros desde el primer momento. Como ministro de Propaganda, nos ha proporcionado un elemento clave en apoyo de nuestros esfuerzos. —Su expresión se endureció de repente—. Por eso, con el mayor pesar, debo deciros que han llegado a mis manos pruebas incontrovertibles de que el ministro Hoppel está conchabado con la insurgencia. —Alargó una mano hacia el rostro del hombre, le despojó de las gafas y las tiró a un lado. Hoppel lanzó un chillido de dolor mientras se cubría los ojos con el brazo—. Guardias, cogedle.

Un par de cols asieron a Hoppel por los brazos. Otros varios le rodearon a toda prisa, con las armas desenfundadas. Un momento de confusión, voces que susurraban en las gradas. ¿Qué? ¿Qué está diciendo? ¿Podría ser cierto que Hoppel…?

—Sí, amigos míos. El ministro Hoppel es un traidor. Era él quien pasaba información crucial a la insurgencia, lo cual dio como resultado el atentado con bomba de la semana pasada, en el cual resultaron muertos dos de nuestros colegas.

—¡Jesús!, Horace. —Las rodillas le fallaban al hombre. Tenía los ojos cerrados con fuerza. Intentó soltarse de los hombres, pero daba la sensación de haber perdido todas sus energías—. ¡Me conoces! ¡Todos me conocéis! Suresh, Wilkes… ¡Que alguien se lo diga!

—Lo siento, amigo mío. Tú eres el único responsable de lo que está pasando. Llevadle al campo.

Se lo llevaron a rastras. Al lado del camión plateado ataron a Hoppel a la estaca con gruesas cuerdas. Uno de los cols trajo un cubo y vertió el contenido sobre él con un chapoteo púrpura, hasta empapar su ropa, pelo, cara. El hombre se retorció inútilmente, y emitió los gritos más lastimeros. No hagáis esto. Por favor, lo juro, no soy un traidor. ¡Decid algo, hijos de puta!

Guilder hizo bocina con las manos.

—¿Está el prisionero inmovilizado?

—¡Inmovilizado!

Se llevó la radio a la boca.

—Encended las luces.

El ruido de las llaves, el chirrido de la puerta al abrirse.

Alicia estaba colgada del techo, con las muñecas estiradas sobre la cabeza, que sostenían su peso cada vez más precario. Estaba cansada, muy cansada. Riachuelos de sangre resbalaban sobre sus piernas desnudas. El hombre conocido como Cabrón, durante los días de su oscuro oficio, no había dejado incólume ninguna parte de su cuerpo. Le había llenado los oídos y la nariz con el cálido aliento de sus guturales exhalaciones. La había arañado, golpeado, mordido. Mordido, como un animal. Los pechos, la piel suave del cuello, la parte interior de los muslos, todo llevaba la marca de sus dientes. Ella no había llorado en ningún momento. Gritado sí. Chillado. Pero no le proporcionó la satisfacción de las lágrimas. Y ahora estaba ahí de nuevo, dando vueltas perezosas al tintineante llavero en el dedo, paseando el ojo bueno arriba y abajo de su cuerpo, con una sonrisa codiciosa y bestial en su rostro medio quemado.

—He pensado que, como todo el mundo está en el estadio para presenciar el gran espectáculo, podríamos pasar un ratito a solas.

¿Qué podía decir? Nada.

—Y también estaba pensando que podríamos probar algo nuevo. El banco me parece tan… impersonal.

Empezó a desnudarse, un asunto complicado de cuero y hebillas. Se despojó de una patada de las botas, los pantalones. Mientras llevaba a cabo su majestuosa ceremonia, Alicia sólo podía mirar asqueada, sin decir nada. Tenía la impresión de que había diez Alicias diferentes en su cabeza, cada una con una pizca de información carente de relación con las demás. Y no obstante: un ratito a solas. Eso era nuevo, pensó. Una alteración definitiva del protocolo. Por lo general, eran cuatro: uno manipulaba el torno, dos la bajaban, y Cabrón. ¿Dónde estaban los demás?

Un ratito a solas.

—Te lo suplico —graznó—, no me hagas daño. Seré buena contigo.

—Eso es muy amable por tu parte.

—Bájame y te demostraré lo buena que puedo llegar a ser.

Cabrón meditó.

—Sólo dime lo que quieres y lo haré.

—Me estás enredando.

—Puedes dejarme puestos los grilletes. Te prometo que colaboraré. Te haré todo lo que quieras.

Leyó en su rostro que la idea estaba echando raíces. Estaba desnuda, apaleada. ¿Qué podía hacer una mujer en ese estado? Las llaves estaban sujetas a la presilla del cinturón, tiradas en el suelo a su lado. Alicia se obligó a no mirarlas.

—Podríamos probar —dijo Cabrón.

Las cadenas, que pasaban a través de una argolla colgada del techo, se accionaban mediante una palanca fija a la pared. Cabrón, sin pantalones, avanzó hacia ella y accionó la palanca. Un sonido metálico sobre su cabeza: los pies de Alicia tocaron el suelo.

—Menos tensas —dijo—. He de moverme.

Una adormilada sonrisa sexual.

—Me gusta cómo piensas.

La presión sobre sus muñecas disminuyó.

—Un poco más.

Su táctica tenía que ser transparente, pero la impaciencia del hombre se impuso a lo último que le quedaba de juicio. Los brazos de Alicia cayeron a sus costados. Ahora contaba con dos metros y medio de cadena para jugar.

—Nada de tonterías.

Se puso a cuatro patas a modo de invitación. Cabrón se colocó detrás de ella sobre el suelo.

—Seré buena contigo —dijo Alicia—. Te lo prometo.

Cuando el hombre apoyó las manos sobre sus caderas, Alicia acercó el pie derecho a su pecho y le propinó una patada en la cara. Un crujido, y después un chillido. Alicia se puso en pie de un salto y giró en redondo. Cabrón estaba sentado en el suelo, sujetándose la nariz, mientras sangre oscura resbalaba entre sus dedos.

—¡Puta de mierda!

Se precipitó hacia ella, en busca de su garganta. La cuestión era quién sería más rápido. Alicia retrocedió, describió un arco con la mano, formó un lazo con la cadena y la arrojó hacia delante.

El lazo cayó sobre la cabeza de Cabrón. Alicia tiró hacia ella, se apartó y utilizó la aceleración para hacerle girar en redondo. Le tenía cogido por detrás. Con la otra mano formó un segundo lazo de cadena y lo pasó alrededor de su cuello. Un veloz salto y rodeó su cintura con las piernas. El hombre emitía gorgoteos, mientras agitaba las manos en el aire. Muere, cerdo, pensó ella, muere, y con todas sus fuerzas balanceó su peso hacia atrás, tiró de las cadenas como si fueran las riendas de un caballo y los envió al suelo, hasta que la cadena se atoró con una violenta sacudida, la argolla resistió el estirón, y Alicia oyó el sonido que tanto ansiaba: el satisfactorio crujido de huesos.

Estaban suspendidos a unos cuarenta centímetros del suelo. Tenía encima noventa kilos de peso muerto. Dobló las piernas bajo ella, arqueó la espalda y entonces empujó. El cuerpo de Cabrón se dobló hacia delante sobre sus rodillas y cayó de cara contra el hormigón, mientras ella desenrollaba las cadenas del cuello del hombre. Recogió las llaves del suelo, abrió los grilletes y liberó sus muñecas.

Después se puso a propinarle patadas, golpes en la cabeza, aplastó su cara contra el hormigón con la parte dura del talón. Su mente se derrumbó en un rugido de odio. Le agarró por el pelo y arrastró su forma sin vida por la celda y le enderezó para golpear su cabeza contra la pared.

—¿Te gusta esto, pedazo de mierda? ¿Te gusta que te rompa el cuello? ¿Te gusta que te mate?

Tal vez había alguien en el pasillo, y tal vez no. Tal vez más hombres entrarían a toda prisa, la encadenarían al techo y todo volvería a empezar. Pero daba igual. Lo único que importaba era la cabeza de Cabrón. La aplastaría hasta que fuera la cosa más muerta de la historia del mundo, el hombre más muerto que jamás había existido.

—¡Maldito seas! —gritaba una y otra vez—. ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!

Entonces, todo terminó. Alicia le soltó. El cuerpo se inclinó de lado hacia el suelo, y dejó un rastro reluciente de sesos en la pared. Alicia cayó de rodillas, al tiempo que aspiraba grandes bocanadas de aire. Había terminado, pero no tenía la sensación de que hubiera terminado. No había final, ya no.

Necesitaba ropa. Necesitaba un arma. Sujeto a la pantorrilla de Cabrón descubrió un cuchillo de mango pesado. El balance era pobre, pero tendría que bastar. Recogió sus pantalones y la camisa. Vestirse con la ropa del hombre, teñida de su hedor, le produjo un gran asco. Su piel se erizó, como si la estuviera tocando. Se subió las mangas y las perneras de los pantalones, y se ciñó el cinturón. Las botas, demasiado grandes, sólo conseguirían disminuir su velocidad. Tendría que desplazarse a pie. Arrastró el cadáver lejos de la puerta y golpeó el metal con el mango del cuchillo.

—¡Eh! —chilló, haciendo bocina con las manos para bajar el registro de su voz—. ¡Eh, me he quedado encerrado!

Transcurrieron los segundos. Tal vez no había nadie fuera. ¿Qué haría entonces? Golpeó la puerta repetidas veces, esta vez con más fuerza, y rezó para que acudiera alguien.

Entonces, la llave giró. Alicia se escondió detrás de la puerta cuando el guardia entró en la habitación.

—Qué coño pasa, Cabrón, me dijiste que tenía media hora…

Pero la frase quedó interrumpida cuando Alicia saltó detrás de él, le tapó la boca con una mano y utilizó la otra para hundirle el cuchillo en la zona lumbar, moviendo el mango de un lado a otro mientras empujaba la hoja hacia arriba.

Acompañó el cuerpo en su caída hasta el suelo. La sangre estaba formando un charco amplio y oscuro en el suelo. Su intenso olor llegó a su nariz. Alicia recordó su juramento. Dejaré secos a esos hijos de puta. Me bautizaré en la sangre de mis enemigos. El pensamiento que la había sostenido durante sus días de tormento. Pero cuando miró a los dos hombres, primero al guardia y después a Cabrón, su cuerpo desnudo y pálido como una mancha blanca sobre el hormigón, se estremeció de asco.

Ahora no, pensó, todavía no, y salió al pasillo.

El campo estaba sumido en la oscuridad. Por un momento reinó el silencio. Después, desde lo alto, una fría luz acuática bañó el campo con una luz lunar artificial.

Lila había aparecido en la parte posterior del camión plateado. Todos los ojosrojos estaban guardando en el bolsillo las gafas de sol. Hoppel había dejado de suplicar y empezado a sollozar. Una camioneta entró en el campo. Bajaron dos cols, corrieron hacia la parte posterior del vehículo y abrieron las puertas.

Once personas bajaron dando tumbos, seis hombres y cinco mujeres, encadenados por las muñecas y los tobillos y entre sí. Avanzaban tambaleantes, lloraban, suplicaban por su vida. Su terror era demasiado grande. Toda su resistencia se había disipado. Una de las mujeres se parecía a Karen Molyneau, pero Sara no estaba segura. Los cols los arrastraron hacia Hoppel y les ordenaron ponerse de rodillas.

—Esto es espantoso —dijo una voz cercana.

Todos los cols se alejaron corriendo, salvo uno que se quedó con Lila detrás del enorme camión. El cuerpo de la mujer oscilaba, su cabeza se mecía de un lado a otro, como si estuviera flotando en una corriente invisible o bailara al son de una música inaudible.

—Pensaba que serían diez —dijo la misma voz. Uno de los ojosrojos, dos filas más abajo.

—Sí, diez.

—Pero hay once.

Sara volvió a contar. Once.

—Será mejor que bajes y se lo digas a Guilder.

—¿Bromeas? ¿Quién sabe lo que pasa por su mente últimamente?

—Deberías dejar esas ideas en la puerta. Si te oye, serás el siguiente.

—Ese tipo ha perdido un tornillo, ya te lo digo yo. —Una pausa—. De todos modos, siempre supe que Hoppel era un poco raro.

Estas palabras rozaron a Sara como un viento lejano. Su atención estaba concentrada en el campo. ¿Era Karen aquella mujer? Parecía mayor, y demasiado alta. Casi todos los prisioneros habían adoptado una postura defensiva, el cuerpo doblado, arrodillados en la nieve helada, con las manos sobre la cabeza. Otros, arrodillados erguidos, el rostro bañado por la luz azul, habían empezado a rezar. El último col se estaba ciñendo un traje acolchado. Se puso un casco en la cabeza e hizo un ademán en dirección a las gradas. Todos los músculos del cuerpo de Sara se tensaron. Quiso apartar la mirada, pero no pudo. El col avanzó hacia la puerta del compartimento de carga del camión plateado y manipuló con torpeza las llaves.

La puerta se abrió. El col se apartó. Durante un segundo no pasó nada. Entonces aparecieron los virales, saltando del interior del camión como insectos de tamaño natural, y aterrizaron a cuatro patas sobre la nieve. Sus figuras delgadas, estriadas de músculos, proyectaban una intensidad brillante. Ocho, nueve, diez. Avanzaron hacia Lila, que tenía los brazos abiertos a los costados, con las palmas en alto. Un gesto de invitación, de bienvenida.

Se postraron de hinojos a sus pies.

Los tocó, los acarició. Pasó las manos sobre sus cabezas lisas, alzó su barbilla como niños para que la miraran con ojos de adoración. Queridos míos, la oyó decir Sara. Mis maravillosas bellezas.

—¿Has visto eso? Los quiere, joder.

De los rehenes se elevaba tan sólo el sonido de sus sollozos. El fin era inevitable. No tenían otro remedio que aceptarlo. O tal vez era la extrañeza de la escena lo que les había reducido a un silencio estupefacto.

Mis dulces mascotas. ¿Tenéis hambre? Mamá os dará de comer. Mamá os cuidará. Mamá hará eso por vosotros.

—No, estoy seguro de que tenían que ser diez.

Una nueva voz, esta vez procedente de la derecha:

—¿Has dicho diez? Eso había oído yo también.

—¿Quién es la undécima?

Uno de los ojosrojos se puso en pie y señaló el campo.

—¡Hay uno de más!

Todas las cabezas se volvieron hacia la voz, incluida la de Guilder.

—¡No estoy bromeando! ¡Hay once personas ahí abajo!

Idos ya, queridos míos.

Los virales se alejaron de Lila. Al mismo tiempo, uno de los rehenes se puso en pie como impulsado por un resorte y reveló su rostro. Era Vale. Los virales estaban rodeando al grupo. Todo el mundo estaba chillando. Vale apartó los faldones de su chaqueta y reveló hileras de tubos metálicos sujetos a su pecho. Alzó los brazos hacia el cielo, con el pulgar apoyado sobre el detonador.

—¡Sergio vive!