49

La primera nevada auténtica del invierno llegó, como parecía ser la costumbre siempre, en plena noche. Sara estaba durmiendo en el sofá cuando la despertó una especie de tamborileo. Durante un rato el sonido se mezcló en su mente con un sueño que estaba teniendo, en el cual estaba embarazada e intentaba explicárselo a Hollis. El escenario de este sueño era un desconcertante galimatías de lugares que se solapaban (el porche de la casa de Primera Colonia donde se había criado; la planta de biodiésel, entre el retumbar de los molinos; un teatro en ruinas, imaginario por completo, con raídas cortinas púrpura suspendidas sobre un escenario), y si bien otros personajes deambulaban por la periferia (Jackie, Michael, Karen Molyneau y sus hijas), la sensación era de aislamiento: Hollis y ella estaban solos, y la niña, que daba pataditas dentro de ella (Sara comprendía que era una especie de código), estaba pidiendo nacer. Cada vez que intentaba explicárselo a Hollis, las palabras expresaban otras situaciones (no «Estoy embarazada», sino «Está lloviendo», no «Voy a tener un hijo», sino «Hoy es martes»), lo cual provocaba que Hollis la mirara al principio confuso, después divertido, y al final se ponía a reír. «No es divertido», decía Sara. Lágrimas de frustración anegaban sus ojos cuando Hollis lanzaba sus cálidas carcajadas guturales. «No es divertido, no es divertido, no es divertido…», y así sucesivamente, y en esta fase el sueño se desvanecía, y entonces despertaba.

Se quedó inmóvil un momento. El tamborileo llegaba desde la ventana. Apartó a un lado la manta, cruzó la habitación y descorrió las cortinas. Los terrenos de la Cúpula estaban iluminados de noche, una isla de luminiscencia en un mar de oscuridad, y por entre los haces de esas luces estaba cayendo una nieve gélida, sacudida por ráfagas de viento. Parecía más hielo que nieve, pero al cabo de un rato algo cambió. Las partículas aminoraron la velocidad de su caída y se hicieron más grandes, hasta convertirse en copos de nieve. Se posaban sobre todas las superficies y construían un manto blanco. En las otras dos habitaciones del apartamento dormía Lila, y la hija de Sara, arrebujada en su camita. Sara anhelaba ir con ella, tomar en brazos a su hija, llevarla al sofá y abrazarla mientras dormía. Tocar su cabello, su piel, sentir el roce tibio de su aliento. Pero esta idea era un sueño vacío, nada que se permitiera imaginar era posible. Transida de anhelo, Sara veía caer la nieve, agradecía que poco a poco fuera borrando el mundo, aunque sabía que allá abajo, en la planicie, significaba algo más. Dedos congelados, de las manos y los pies, cuerpos atormentados por el frío. Los meses de oscuridad y desdicha. Bien, pensó Sara con un estremecimiento. El invierno. Así que ha empezado. Al menos, estaré a buen recaudo.

Pero cuando despertó por la mañana, algo había vuelto a cambiar.

—¡Mira, Dani! ¡Nieve!

Una luz centelleante entraba a chorros en la habitación. La niña, vestida con su camisón, se había subido a una silla para descorrer las cortinas, y tenía la nariz apretada contra la ventana helada. Sara se levantó a toda prisa del sofá y la cerró.

—¡Pero quiero ver!

—¡Dani! —gritó una voz desde la habitación de dentro—. ¿Dónde estás? ¡Te necesito!

—¡Un momento! —Sara miró a los ojos suplicantes de la niña—. Lo siento, cariño. Ya conoces las normas.

—¡Pero ella puede quedarse en la cama!

¡Dani!

Sara exhaló un suspiro. Las mañanas de Lila eran difíciles, acosada por una angustia indefinida y un miedo indescriptible. El efecto se magnificaba cada día que pasaba desde su última ingesta. Bajo el hechizo restaurador de la sangre, exhibía un estado de ánimo alegre y afectuoso con ambas, incluso un poco atolondrado, aunque su interés por Kate parecía más abstracto que personal. Parecía que no asimilaba del todo la edad de la niña, y con frecuencia hablaba de ella como si fuera una recién nacida. En esos días buenos, Lila daba la impresión de estar convencida de que vivía en un lugar llamado Cherry Creek, casada con un hombre llamado David (aunque también hablaba de un tal Brad, y los dos parecían intercambiables), y de que Sara era una criada enviada por «el servicio», fuera lo que fuera eso. Pero cuando el efecto de la sangre se desvanecía, tras un período de cuatro o cinco días adoptaba maneras bruscas y el pánico la invadía, como si aquella complicada fantasía fuera cada vez más difícil de mantener.

—Deja que la acompañe al baño. Después, veré si puedo llevarte fuera a jugar. ¿Trato hecho?

La niña asintió vigorosamente.

—Ahora vístete.

Sara encontró a Lila sentada en la cama, apretando contra el pecho los pliegues de su delgado camisón. Si Sara tuviera que calcular su edad, habría dicho que la mujer aparentaba unos cincuenta años. Al día siguiente serían más, las arrugas de su cara más profundas, los músculos más fofos, el pelo gris y más ralo. A veces, el cambio era tan repentino que Sara podía ser testigo de su evolución. Entonces, Guilder traía la sangre. Sara era expulsada de la habitación junto con Kate, y cuando regresaban, Lila volvía a ser una joven de veinticinco años, de pelo abundante y piel suave, y el ciclo empezaba de nuevo.

—¿Por qué no me contestabas? Estaba preocupada.

—Lo siento. Me dormí.

—¿Dónde está Eva?

Sara explicó que la niña se estaba vistiendo, y se excusó para preparar el baño de Lila. Al igual que el tocador de la mujer, el cuarto de baño era un lugar de importancia capital. En su profundo capullo, la mujer podía solazarse durante horas. Sara abrió el grifo y desplegó los jabones, aceites y frasquitos de cremas, con dos toallas gruesas y recién lavadas. A Lila le gustaba bañarse a la luz de las velas. Sara cogió una caja de cerillas de madera del tocador y encendió los candelabros. Cuando Lila apareció en la entrada, el aire estaba impregnado de vapor. Sara, con su pesado hábito de asistenta, había empezado a sudar. Lila cerró la puerta y se dio la vuelta para quitarse la bata. La parte superior de su cuerpo era delgada, aunque no tanto como llegaría a serlo, pues su masa se redistribuía hacia abajo con el paso de los días, en las caderas y muslos. Se volvió hacia Sara y contempló la bañera con expresión cautelosa.

—Dani, hoy no me siento en plena forma. ¿Podrías ayudarme a entrar?

Sara tomó a Lila de la mano y la ayudó a entrar en la bañera, hasta que se sentó en el agua humeante, tras lo cual la expresión de la mujer se suavizó y la tensión abandonó su cara. Se sumergió hasta la barbilla, inhaló una larga y feliz bocanada de aire, y movió las manos como palas para mover el agua sobre su cuerpo. Se reclinó para mojarse el pelo, y después se incorporó y apoyó la espalda contra el lado de la bañera. Liberados de la gravedad, los senos de la mujer flotaban sobre su pecho en una pantomima de juventud restaurada.

—Me encanta el baño —murmuró.

Sara se sentó en un taburete al lado de la bañera.

—¿Primero el pelo?

—Mmmmmmmmmmm. —Lila tenía los ojos cerrados—. Por favor.

Sara empezó. Lila observaba un riguroso ritual, como en todo lo demás. Primero la coronilla, que las manos de Sara masajeaban vigorosamente, y después las movía hacia abajo para alisar los largos mechones de pelo entre los dedos. El jabón, después el aclarado, y luego el mismo orden de acontecimientos se repetía con el aceite perfumado. A veces ordenaba a Sara que lo hiciera más de una vez.

—Esta noche ha nevado —comentó Sara.

—Ummmmmm. —El rostro de Lila estaba relajado, con los ojos todavía cerrados—. Bien, así es Denver. Si no te gusta el tiempo, espera un poco, ya cambiará. Mi padre siempre decía eso.

Los dichos del padre de Sara, debidamente anotados como tales, eran una característica destacada de sus conversaciones. Sara utilizó una jarra que hundió en el agua para eliminar el jabón de la frente de Lila, y empezó a trabajar con el aceite.

—Supongo que todo estará cerrado —continuó Lila—. Tenía muchas ganas de ir al mercado. Nos hemos quedado sin nada. —Daba igual que, por lo que Sara sabía, Lila jamás saliera del apartamento—. ¿Sabes qué me gustaría, Dani? Un almuerzo largo y agradable. En algún lugar especial. Con buenas servilletas de hilo, porcelana y flores en la mesa.

Sara había aprendido a seguirle la corriente.

—Eso suena bien.

Lila exhaló un prolongado suspiro de nostalgia, al tiempo que se hundía más en el agua.

—No sé cuánto tiempo hace que no disfruto de un almuerzo largo y agradable.

Transcurrieron algunos minutos. Sara estaba trabajando el cráneo de la mujer con el aceite.

—Creo que a Eva le gustaría salir un rato.

Se le antojó una mentira monstruosa pronunciar aquel nombre, pero a veces era inevitable.

—Sí, supongo que sí —contestó Lila sin comprometerse.

—Me estaba preguntando si hay otros niños con los que pueda jugar.

—¿Otros niños?

—Sí, niños de su edad. Creo que sería bueno para ella tener amigos.

Lila frunció el ceño, incómoda. Sara se preguntó si habría ido demasiado lejos.

—Bien —dijo la mujer en tono de concesión—, está esa chica del vecindario, no sé cómo se llama. La del cabello oscuro. Pero casi nunca la veo. Casi todas las familias de por aquí son muy reservadas. Una pandilla de estirados, si quieres saber mi opinión. Pero tú eres una buena amiga de ella, ¿verdad?

Amiga. Qué cruel ironía.

—Lo intento.

—No, es más que eso. —Lila sonrió adormilada—. Tú eres diferente, lo sé. Creo que es maravilloso para Eva tener una amiga como tú.

—Así que puedo llevarla a pasear.

—Dentro de un rato. —Lila volvió a cerrar los ojos—. Tenía la esperanza de que pudieras leerme. Me gusta muchísimo que me lean en el baño.

Cuando escaparon, era casi mediodía. Sara vistió a Eva con un abrigo, mitones, chanclos de goma y un gorro de lana, encasquetado sobre las orejas de la niña. Ella sólo contaba con el hábito, y para los pies únicamente sus zapatillas rotas y calcetines de lana, pero le daba igual. Los pies fríos, ¿y qué? Bajaron la escalera que daban al patio y salieron a un mundo tan renovado que parecía un lugar nuevo. El aire transportaba un aroma acre y fresco, y el sol se reflejaba en la nieve con una intensidad que hería los ojos. Después de tantos días en la forzada penumbra del apartamento, Sara tuvo que detenerse en el umbral para conceder a su ojos un momento de adaptación. Pero Kate no sufrió esa dificultad. Con un estallido de energía, soltó la mano de Sara y salió disparada de la entrada, cruzando a la carrera el patio. Cuando Sara logró alcanzarla (tal vez se había equivocado con las zapatillas; iban a constituir un problema), la niña se estaba metiendo puñados de nieve en la boca.

—Sabe… frío. —Su rostro irradiaba felicidad—. Prueba un poco.

Sara obedeció.

—Yum —dijo.

Enseñó a la niña a hacer un muñeco de nieve. Su mente estaba invadida de una dulce nostalgia. Era como si fuera una Pequeña de nuevo, cuando jugaba en el patio del Asilo. Pero esto era diferente: Sara era la madre ahora. El tiempo había cerrado su círculo inexorable. Era maravilloso sentir la felicidad contagiosa de su hija, experimentar la sensación de asombro que circulaba entre ellas. De momento, todo el dolor se había borrado de la mente de Sara. Podrían estar en cualquier sitio. Las dos solas.

Sara pensó también en Amy, la primera vez en años que lo hacía. Amy, que nunca había sido una niña pequeña, o eso parecía, pero que de alguna manera siempre lo era. Amy, la Chica de Ninguna Parte, para quien el tiempo no era un círculo, sino algo detenido y paralizado, un siglo contenido en la mano. Sara experimentó una repentina e inesperada tristeza por ella. Siempre se había preguntado por qué Amy había destruido los frascos del virus aquella noche en la Alquería, arrojándolos a las llamas. Sara los había odiado, no sólo por lo que representaban, sino por el mismo hecho de su existencia, pero también sabía lo que eran: una esperanza de salvación, la única arma lo bastante poderosa para usarla contra los Doce. (Los Doce, pensó. ¿Cuánto tiempo hacía que aquel nombre no cruzaba su mente?) Sara nunca había sabido bien qué pensar de la decisión de Amy. Ahora, ya conocía la respuesta. Amy sabía que la vida que le habían negado aquellos frascos era la única realidad humana verdadera. En la hija de Sara, aquella personita triunfalmente viva que el cuerpo de Sara había creado, residía la respuesta al mayor misterio de todos: el misterio de la muerte, y de lo que venía después. Era evidente. La muerte no era nada, porque la muerte no existía. Por el simple hecho de la existencia de Kate, Sara estaba unida a algo eterno. Tener un hijo era recibir el don de la verdadera inmortalidad: el tiempo no se detenía, como se había detenido para Amy, sino que continuaba eternamente.

—Vamos a hacer ángeles de nieve —dijo.

Kate nunca los había hecho. Se tendieron una al lado de la otra, sus cuerpos envueltos en la blancura, rozándose las yemas de los dedos. Sobre ellas, el sol y el cielo únicos testigos. Movieron los miembros de un lado a otro y se levantaron para inspeccionar las marcas. Sara explicó qué eran los ángeles: somos nosotras.

—Eso sí que es divertido —dijo Kate, sonriente.

La criada, Jenny, llevaría la comida. Su rato en la nieve había terminado. Sara imaginó el resto del día: Lila perdida en sus fantasías, sin molestarlas; ropa mojada secándose en los tendederos junto al fuego, Sara y su hija arrebujadas en el sofá, y el dulce intercambio de calor en que sus cuerpos se tocaban, y las horas de cuentos que leería (Peter Rabbit y La ardilla Nuececita y James y el melocotón gigante), antes de que las dos se sumieran en un sopor de sueños entrelazados. Nunca había sido tan feliz.

Estaban regresando hasta la entrada cuando Sara alzó la mirada hacia la ventana y vio que habían descorrido las cortinas. Lila las estaba observando, los ojos ocultos tras gafas de sol. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?

—¿Qué está haciendo? —preguntó Kate.

Sara forzó una sonrisa.

—Creo que se lo estaba pasando bien observándonos.

Pero por dentro sintió una punzada de miedo.

—¿Por qué he de llamarla Mami?

Sara paró en seco.

—¿Qué has dicho?

Por un momento, la niña guardó silencio. Nieve derretida estaba cayendo de las ramas.

—Estoy cansada, Dani —dijo Kate—. ¿Puedes llevarme en brazos?

Una alegría insufrible. El peso de la niña no era nada en sus brazos. Era lo que le faltaba, recuperado. Lila continuaba mirando desde la ventana, pero a Sara le daba igual. Kate enroscó los brazos y las piernas a su alrededor, y de esta manera Sara llevó a su hija al apartamento.

Sara no había recibido ningún mensaje. Cada día miraba si la cuchara estaba invertida, si había una nota oculta bajo el plato, y no encontraba ninguna. Jenny iba y venía, depositaba sus bandejas de pan, polenta y sopa, y se iba a toda prisa sin decir palabra. Como no había salido del apartamento más que para sacar a Kate al patio, Sara sólo había visto a Vale una vez, cuando Lila la había enviado a buscar a un trabajador de mantenimiento para que desatascara el desagüe de la bañera. Estaba recorriendo el pasillo en compañía de otros dos cols, incluido el de los mofletes que los había recibido en el ascensor el primer día de Sara. Vale había pasado a su lado. Como siempre, su disfraz (que en realidad no era más que una forma de alterar su porte, el paso confiado de su rango) era perfecto. No intercambiaron el menor saludo. Si Vale la reconoció, no lo manifestó.

No debía enviar un mensaje motu proprio salvo en caso de emergencia, pero la falta de contacto la ponía nerviosa. Por fin, decidió arriesgarse. No había ninguna hoja de papel en el apartamento, pero sí había libros. Una noche, después de que Lila se acostara, Sara rompió un trozo del final de Winnie-the-Pooh. El mayor problema era encontrar algo con que escribir. No había plumas ni lápices en el apartamento. Pero en el cajón del fondo del tocador de Lila encontró un costurero con una almohadilla de agujas. Sara eligió la que le pareció más afilada, la hundió en el extremo de su dedo índice, apretó y brotó una gota de sangre. Utilizó la aguja a modo de pluma improvisada y garabateó su mensaje en el papel.

Necesito encuentro. D.

Al día siguiente, cuando Jenny fue a recoger la bandeja de la comida, Sara estaba esperando. En lugar de dejar que la muchacha se marchara a toda prisa como de costumbre, Sara levantó la bandeja de la mesa y la extendió hacia ella, estableciendo contacto visual, y después desvió la mirada hacia abajo, por si no se había expresado con claridad.

—Gracias, Jenny.

Dos días después llegó la respuesta. Sara ocultó la nota en los pliegues de su hábito, a la espera de un momento de privacidad. Esto no sucedió hasta bien avanzado el día, cuando Lila hizo una siesta. Se estaba acercando al final del ciclo, reseca, indispuesta y endeble. Guilder no tardaría en llegar con la sangre. Sara desdobló la hoja de papel en el cuarto de baño, y vio escritos una hora y un lugar, además de una sola frase con las instrucciones. El corazón de Sara dio un vuelco. No se había dado cuenta de que debería salir de la Cúpula. Necesitaría el permiso de Lila mediante un pretexto plausible. Si no lo conseguía, no tenía ni idea de qué iba a hacer. Con Lila en aquel estado de postración, se preguntó si la mujer sería capaz de comprender la petición.

Abordó el tema al día siguiente, mientras le estaba lavando el pelo a Lila. Unas cuantas horas libres, dijo. Una excursión al mercado. Sería estupendo ver caras nuevas, y mientras estaba allí podría buscar jabones o aceites especiales. La petición despertó en Lila una palpable angustia. En los últimos tiempos se había mostrado más dependiente, y apenas perdía de vista a Sara. Pero al final cedió, ante la suave fuerza de los argumentos de Sara. No tardes demasiado, dijo Lila. No sé cómo me las arreglaría sin ti, Dani.

Vale había preparado el terreno. En el mostrador principal, el col le tendió el pase con una escueta advertencia de que sólo podía estar ausente dos horas. Sara salió al viento y se encaminó hacia el mercado. Sólo los cols y los ojosrojos tenían permiso para efectuar trueques en él. La moneda adoptaba la forma de pequeñas fichas de plástico de tres colores: rojo, azul y blanco. Sara llevaba en el bolsillo del hábito cinco de cada, parte de la paga que Lila le daba cada siete días, emperrada en la ficción de que Sara era una empleada a sueldo. Habían apartado la nieve de las aceras, amontonándola en lo que había sido una pequeña zona comercial de la ciudad, tres manzanas de edificios de ladrillo contiguos a la universidad. Casi toda la ciudad estaba abandonada, y se iba sumiendo en un lento deterioro. Casi todos los ojosrojos, salvo los cargos superiores, vivían en un complejo de apartamentos de mediana altura situado en el extremo sur del centro. El mercado era el corazón de la ciudad, con controles en cada extremo. Algunos edificios todavía conservaban letreros que indicaban su función original: Banco Estatal de Iowa, Fort Powell Army-Navy, Wimpy’s Café, Prairie Books and Music. Había incluso un pequeño cine con una marquesina. Sara había oído que los cols recibían permiso a veces para ir, con el fin de ver un puñado de películas que proyectaban una y otra vez.

Exhibió su pase en el punto de control. Las calles estaban desiertas, salvo por las patrullas y un puñado de ojosrojos, que paseaban con sus lujosos abrigos y gafas de sol. Protegida por el velo, Sara se movía en una burbuja de anonimato, aunque esta sensación de seguridad era, y lo sabía, una fantasía peligrosa. Caminaba a un paso que no era ni lento ni rápido, con la cabeza gacha para protegerse de las ráfagas de viento que azotaban las calles y silbaban alrededor de las esquinas de los edificios.

Llegó a la herboristería. Unas campanillas repicaron cuando entró. Hacía calor en la tienda, que olía a hierbas y humo de leña. Detrás del mostrador, una mujer con una mata rala de pelo gris y una boca arrugada y sin dientes estaba inclinada sobre una balanza, pesando ínfimas cantidades de un polvillo amarillento, que después introducía en diminutos frascos de cristal. Levantó los ojos cuando Sara entró, y después los desvió hacia el col parado ante un expositor de aceites perfumados. Ten cuidado. Sé quién eres. No te acerques hasta que me deshaga de él. Después, habló en voz alta y servicial.

—Señor, tal vez está buscando algo especial.

El col estaba olisqueando una pastilla de jabón. Treinta y pico, no mal parecido, y proyectaba un aire vanidoso. Devolvió el jabón a su sitio del expositor.

—Algo para el dolor de cabeza.

—Ah. —Una sonrisa de seguridad. La solución era fácil—. Un momento.

La anciana seleccionó un tarro de la pared de hierbas que tenía detrás, cogió con una cuchara un puñado de hojas secas y las metió en una bolsa de papel, que entregó al hombre.

—Disuélvalas en agua caliente. Una pizca debería bastar.

El hombre inspeccionó la bolsa con inquietud.

—¿Qué hay dentro? No intentarás envenenarme, ¿verdad, vieja?

—Nada más que melisa común. Yo también la utilizo. Si quiere que la pruebe yo antes, será un placer.

—Olvídalo.

Pagó con una sola ficha azul. La mujer le siguió con la mirada mientras salía al son de las campanillas.

—Ven conmigo —dijo a Sara.

La condujo hasta un cuarto trasero con una mesa y sillas y una puerta que daba a un callejón. La mujer dijo a Sara que esperara y regresó a la tienda. Transcurrieron varios minutos. Después, la puerta se abrió y apareció Nina, vestida con una túnica de lugareña, chaqueta oscura y un largo pañuelo que ocultaba la parte inferior de su cara.

—Esto es de una torpeza increíble, Sara. ¿Eres consciente del peligro que corremos?

Miró los ojos acerados de la mujer. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo enfadada que estaba.

—Sabíais que mi hija estaba viva, ¿verdad?

Nina se estaba desenvolviendo el pañuelo.

—Pues claro que lo sabíamos. Eso es lo que hacemos, Sara: saber cosas, y después utilizar la información. Pensaba que te sentirías feliz.

—¿Desde cuándo?

—¿Eso qué importa?

—Sí que importa, maldita sea.

Nina le dirigió una dura mirada.

—De acuerdo, supongamos que lo hemos sabido desde el principio. Supongamos que te lo hubiéramos dicho. ¿Qué habrías hecho? No te molestes en contestar. Te habrías vuelto medio loca y cometido alguna estupidez. No habrías avanzado ni diez pasos en la Cúpula sin volar por los aires tu tapadera. Si te sirve de consuelo, discutimos mucho sobre esto. Jackie pensaba que debías saberlo. Pero la opinión predominante fue que lo más importante era el éxito de la operación.

—La opinión predominante. O sea, la tuya.

—La mía y la de Eustace. —Por un momento, la expresión de Nina dio la impresión de ablandarse. Pero sólo un momento—. No te lo tomes tan a pecho. Ya tienes lo que querías. Sé feliz.

—Lo que quiero es sacarla de allí.

—Ya contábamos con eso, Sara. Y la sacaremos, a su debido tiempo.

—¿Cuándo?

—Creo que eso debería ser evidente. Cuando todo esto haya terminado.

—¿Me estás chantajeando?

Nina se sacudió de encima la acusación encogiéndose de hombros.

—No me malinterpretes. No es algo a lo que sea particularmente reacia, pero en este caso, no es necesario. —Miró a Sara con cautela—. ¿Qué crees que les pasa a esas chicas?

—¿Qué quieres decir con «chicas»? Mi hija es la única.

Ahora. Pero no es la primera. Siempre hay otra Eva. Entregar una niña a Lila es la única forma que tiene Guilder de mantenerla calmada. En cuanto alcanzan cierta edad, la mujer pierde el interés, o bien la niña la rechaza. Entonces, le consiguen una nueva.

Sara se sintió repentinamente mareada. Tuvo que sentarse.

—¿A qué edad?

—Cinco o seis años. Depende. Pero siempre ocurre, Sara. Por eso te lo digo. El reloj sigue su curso. Quizás hoy no, ni siquiera mañana, pero pronto. Entonces, van a parar al sótano.

Sara se obligó a formular la siguiente pregunta.

—¿Qué hay en el sótano?

—Es donde fabrican la sangre para los ojosrojos. No conocemos todos los detalles. El proceso empieza con sangre humana, pero después le hacen algo. La cambian. Allí abajo hay un hombre, una especie de viral, al menos eso dicen. Le llaman la Fuente. Bebe un destilado de sangre humana, que cambia en su cuerpo y sale algo diferente. ¿Has visto lo que le ocurre a la mujer?

Sara asintió.

—Les pasa a todos, pero en los hombres va más despacio. La sangre de la Fuente los rejuvenece. Es lo que los mantiene vivos. Pero en cuanto tu hija baje, nunca más volverá a salir.

Una tormenta de emociones había estallado en el interior de Sara. Ira, impotencia, un feroz deseo de proteger a su hija. Era tan intenso que creyó que iba a vomitar.

—¿Qué debo hacer?

—Cuando llegue el momento, te avisaremos. Os sacaremos. Te doy mi palabra.

Sara comprendía lo que Nina le estaba pidiendo. Pidiendo no: ordenando. La habían manipulado a la perfección. Kate era el rehén, y el rescate se pagaría con sangre.

—Ódiala por eso, Sara. Piensa en lo que hace. Llegará el momento para todos nosotros, incluida yo, al igual que le llegó a Jackie. Iré de buen grado cuando me lo pidan. Y a menos que esto salga bien, tu hija estará desprotegida. Nunca podremos llegar hasta ella.

—¿Dónde está? —preguntó Sara. No era preciso extenderse más. Su significado era evidente.

—Es mejor que no lo sepas todavía. Recibirás un mensaje de la forma habitual. Tú eres el elemento principal, y la coordinación es muy importante.

—¿Y si no puedo hacerlo?

—Morirás de todos modos. Y también tu hija. Es una cuestión de cuándo. Ya te he hablado del cómo. —Clavó la mirada en los ojos de Sara. No había compasión en los de ella, sólo una transparencia gélida—. Si todo sale de acuerdo al plan, será el final de los ojosrojos. Guilder, Lila, todos. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

La mente de Sara estaba entumecida. Notó que asentía, y después decía, con voz tenue:

—Sí.

—Pues cumple con tu deber. Hazlo por tu hija. ¿Se llama Kate?

Sara se quedó estupefacta.

—¿Cómo lo has…?

—Porque tú me lo dijiste. ¿No te acuerdas? Me dijiste su nombre el día que nació.

Por supuesto, pensó. Ahora, todo tenía sentido. Nina era la mujer del pabellón de neonatos que le había dado el mechón de pelo de Kate.

—Puede que no quieras creerme, Sara, pero estoy intentando deshacer un agravio.

Sara tuvo ganas de reír. Lo habría hecho, de haber sido todavía posible.

—Tienes una forma muy rara de demostrarlo.

—Es posible. Pero así son los tiempos en que vivimos. —Otra pausa para meditar—. Llevas esto dentro. Lo sé cuando lo veo.

¿Era así? La pregunta carecía de sentido. Tendría que encontrar fuerzas.

—Hazlo por tu hija, Sara. Hazlo por Kate. De lo contrario, no tiene la menor posibilidad.