48

La mente de Amy estaba llena de él. Llena de Carter y de la mujer, cuyo nombre era Rachel. Rachel Wood.

Amy lo sentía, lo sentía todo. Sentía, veía y sabía. Los brazos de la mujer a su alrededor, que tiraba de él hacia el fondo más y más. El sabor del agua de la piscina, como el aliento del diablo. El golpe sordo cuando tocaron fondo, sus cuerpos entrelazados como los de unos amantes.

Cómo la había amado Carter. Eso era lo que Amy sentía más profundamente: su amor. La vida del hombre se había detenido allí, en el fondo de la piscina, su mente atrapada para siempre en un bucle de dolor. Oh, por favor, déjame, pensaba Anthony Carter. Moriré si así lo deseas, moriría por ti si me lo pidieras, deja que muera yo en tu lugar. Y entonces, las burbujas se elevaron mientras la mujer era la primera en respirar, y sus pulmones se llenaron del agua asquerosa, y profundos espasmos de muerte la sacudieron. Y después, el dejarse llevar.

La de él era la tristeza en el centro del mundo. El Chevron Mariner: aquél era el lugar. Era la encarnación del corazón transido de dolor.

Sangraba cuando atravesó la cubierta inclinada. Amy intuyó que el cambio se acercaba, un estruendo en las colinas. Se precipitaría sobre ella como una avalancha. La borraría, la modelaría de nuevo. Descendió a las entrañas del barco, a su laberinto de pasadizos, a sus escorados callejones de tuberías. Sus pies chapotearon en el agua estancada de color herrumbrado. Resplandores irisados bailaban sobre su superficie. Se movía por instinto. Recibía el mensaje. Era el receptor del transmisor de Carter, que la dirigía inexorablemente cada vez más abajo.

La sala de máquinas.

Colgaban por todas partes, llenaban el espacio con su resplandor. Se aferraban a todas las superficies. Yacían aovillados en el suelo como niños. Ahí estaba la reserva, la madriguera. El nido de Anthony Carter, sus compungidas legiones suspendidas a la espera. ¿Dónde estás?, pensó, y entonces su cuerpo se estremeció, y después de aquella sacudida convulsiva llegó una opresión en el abdomen, como si un puño gigantesco la hubiera estrujado. Se tambaleó, luchó por mantenerse erguida. Puntos de negrura aparecieron ante sus ojos. Estaba sucediendo. Estaba sucediendo en ese momento.

Estoy aquí.

—¿Dónde? ¿Dónde estás? Por favor, creo que estoy… muriendo.

Ven a mí, Amy. Ven a mí ven a mí ven a mí…

Había una puerta delante de ella. ¿La había abierto? Avanzó dando tumbos por el angosto pasadizo que había al otro lado. El suelo estaba resbaladizo de petróleo, la sangre de la Tierra, el destilado del tiempo, comprimido por un planeta. Llegó a un segundo portal. D1, o sea, Depósito nº 1. Sabía lo que había al otro lado. Siempre había sido así. Agarró la rueda oxidada con todas sus fuerzas y la giró. Un amplio espacio abierto se abrió ante ella, como si hubiera entrado en una inmensa catedral.

Y allí estaba. Anthony Carter, Duodécimo de los Doce. Marchito y menudo, diminuto, no más grande que el hombre que había sido y, en el fondo de su corazón, seguía siendo. La encarnación del rechazo. Estaba tendido en el suelo, entre los desechos del mundo. Se desplegó poco a poco, se levantó para recibirla. Carter el Afligido, el Que No Podía, encerrado en la prisión que él mismo había construido.

—Ayúdame —dijo Amy, cuando un gran estremecimiento recorrió su cuerpo, se apoderó de ella, y cayó en sus brazos.

Y entonces se encontró en otro lugar.

Estaba bajo un paso elevado de la autopista. Amy conocía el lugar, o al menos lo creía. Sus vistas, sonidos y olores se hallaban henchidos de recuerdos. El estruendo resonante de los coches que pasaban por encima; el clic-clic-clic de las junturas de la autopista; la basura y la mugre acumuladas, y el aire pesado y cargado de humo. Amy estaba parada al borde de la carretera, sosteniendo un letrero de cartón: HAMBRE, CUALQUIER COSA SERÁ DE AYUDA, DIOS OS BENDIGA. El tráfico fluía a oleadas, coches, camiones, nadie la miraba siquiera. Iba vestida con andrajos. Tenía las manos negras de mugre. Su estómago, vacío, le pesaba como una piedra. Los vehículos continuaban desfilando. ¿Por qué no paraba nadie?

Entonces, el coche. Un todoterreno grande, oscuro y reluciente. Aminoró la velocidad, después frenó, no tanto acercándose al bordillo como posándose, como un gran pájaro negro. Sus ventanillas tintadas formaban cuadrados que reflejaban el mundo a la perfección. Con un suave zumbido mecánico, la ventanilla del pasajero descendió.

—Hola, Amy.

Wolgast estaba al volante, vestido con un traje azul marino y corbata oscura. Iba bien afeitado, con el pelo retirado de la frente, algo brillante, como si aún estuviera mojado de la ducha.

—Llegas a tiempo. —Sonrió y se inclinó para abrir la puerta—. ¿Por qué no subes?

Amy dejó su letrero en el suelo y subió al asiento del pasajero. El aire era frío dentro del coche, con olor a cuero.

—Es maravilloso verte —dijo Wolgast—. No olvides abrocharte el cinturón, cielo.

Su asombro era tal que apenas podía articular las palabras.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás.

Dejaron atrás el paso elevado y salieron al sol del verano. A su alrededor pasaban desfilando tiendas, casas y vehículos, un mundo de humanidad ajetreada. El coche saltaba de una forma agradable bajo ellos sobre sus amortiguadores.

—¿Está muy lejos?

Wolgast se encogió de hombros.

—No mucho. Un poco más adelante. —La miró de soslayo—. Debo decir que tienes muy buen aspecto, Amy. Tan adulta…

—¿Qué… es este lugar?

—Bien, Texas. —Hizo una mueca de desagrado—. Todo esto es Houston, Texas. —Un recuerdo se plasmó en su expresión—. Lila se hartó de oír hablar de esto. «Brad, es un estado como cualquier otro», decía siempre.

—Pero ¿cómo es posible que estemos aquí?

—El cómo, lo ignoro. No creo que exista una respuesta para eso. En cuanto al porqué… —La miró de nuevo—. Soy uno de los suyos, ya lo entiendes.

—De Carter.

Wolgast asintió.

—¿Tú también estás en el barco?

—¿En el barco? No.

—¿Dónde, pues?

El hombre no respondió enseguida.

—Creo que será mejor que él te lo explique. —Sus ojos se desviaron de nuevo hacia el rostro de Amy—. Tienes un aspecto maravilloso, Amy. Como siempre te había imaginado. Sé que él se alegrará de verte.

Habían entrado en un barrio de casas grandes, árboles exuberantes y jardines amplios y bien cuidados. Wolgast tomó el camino de entrada de una casa colonial de ladrillo blanco y paró el coche.

—Ya hemos llegado. Supongo que voy a dejarte.

—¿No vienes conmigo?

—Temo que esta vez sólo soy el mensajero. Ni siquiera eso. Más bien el repartidor. Ve por detrás.

—Pero yo no quiero ir sin ti.

—No pasa nada, corazón, no te morderá. —Tomó su mano y la apretó con dulzura—. Vete ya, te está esperando. Nos veremos pronto. Todo irá bien, te lo prometo.

Amy bajó del coche. Zumbaban langostas en los árboles, un sonido que, de alguna manera, intensificaba el silencio. El aire estaba impregnado de humedad y olía a hierba recién cortada. Amy se volvió a mirar a Wolgast, pero el coche ya había desaparecido. Este lugar, dedujo, era diferente en ese sentido: las cosas desaparecían sin más.

Subió por el camino de entrada, atravesó una puerta enrejada con enredaderas en flor, y entró en el patio trasero. Carter estaba sentado a una mesa en el patio, vestido con tejanos, una camiseta sucia y pesadas botas de lazo. Se estaba frotando el cuello y el pelo con una toalla. Su segadora estaba aparcada cerca, y proyectaba un tenue olor a gasolina. Cuando Amy se acercó, alzó la vista sonriente.

—Bien, aquí está. —Indicó los dos vasos de líquido que había sobre la mesa—. Acabo de terminar. Venga a sentarse un rato. Pensé que le apetecería un poco de té. —La sonrisa se ensanchó y reveló sus dientes blancos—. No hay nada mejor que un vaso de té en un día caluroso de junio.

Amy se sentó frente a él. Tenía una cara pequeña y fina, ojos dulces y pelo muy corto, como una gorra de lana oscura. Su piel color cacao estaba sembrada de puntos negros. Tenía motas de hierba en la camisa y los brazos. Junto al patio, la piscina era una presencia azul, fría e invitadora, y el agua lamía en silencio sus bordes embaldosados. Sólo fue entonces cuando Amy cayó en la cuenta de que era la misma casa en la que Greer y ella habían pasado la noche.

—Este lugar —dijo Amy. Volvió la cara hacia los árboles zumbantes. La intensa luz del sol calentaba su piel—. Es muy bonito.

—En efecto, señorita Amy.

—Pero seguimos dentro del barco, ¿verdad?

—En cierta manera —replicó Carter sin alterarse—. En cierta manera.

Continuaron sentados en silencio, mientras bebían té frío. Gotas de humedad resbalaban por los costados de los vasos. Las cosas se estaban definiendo.

—Creo que sé por qué estoy aquí —dijo Amy.

—Eso espero.

De pronto, el aire se enfrió. Amy se estremeció y se abrazó el cuerpo. Hojas secas, como fragmentos de papel marrón, volaban a través del patio. La luz había perdido su color.

—He estado pensando en usted, señorita Amy. Todo el tiempo. Wolgast y yo estuvimos hablando. Una buena charla, como la que usted y yo estamos sosteniendo ahora.

De repente, no tuvo ganas de oír lo que Carter iba a decirle. Fueron las hojas el motivo de que lo pensara: tenía miedo.

—Dijo que usted es su propietario. Que le pertenece.

Carter asintió con afabilidad.

—Ese hombre dice que está en deuda conmigo, y yo deduzco que debe de tener razón, pero yo también estoy en deuda con él. Fue él quien me concedió tiempo para descubrirlo. Un océano de tiempo, Anthony, eso fue lo que dijo. Me costó bastante al principio, nunca he dicho lo contrario. Era por culpa del ansia. Pero nunca pude acostumbrarme. Wolgast fue el único que me concedió la oportunidad de enmendar las cosas.

—Fue él quien le encerró en el barco, ¿verdad?

—Sí, él. Le pedí que lo hiciera cuando el ansia empeoró. Él también se hubiera encerrado, de no ser por usted. Ve a cuidar de tu chica, le dije. Ese hombre la quiere con todo su corazón.

Amy se dio cuenta de que había algo en la piscina. Una sombra oscura que se alzaba poco a poco, que surcaba la superficie del agua para ocupar su lugar entre las hojas de otoño flotantes.

—Ella siempre está ahí. —Carter movió la cabeza con tristeza—. Es lo malo de eso. Cada día corto la hierba. Cada día ella emerge.

Guardó silencio un momento, consternado. Después, se serenó y la miró a la cara de nuevo.

—Sé que no es justo para usted lo que ha de afrontar. Wolgast también lo sabe. Pero ésa es nuestra oportunidad. Nunca surgirá otra.

La duda de Amy se convirtió en certeza en aquel momento, como una semilla que se abriera dentro de ella. Lo había presentido durante días, semanas, meses. La voz de Cero, que la llamaba. Amy, ve con ellos. Ve con ellos, hermana de sangre. Te he conocido, sentido. Eres la omega de mi alfa, la que los vigila y protege.

—Por favor —dijo con voz temblorosa—. No me pida que haga esto.

—No soy yo quien lo pide. Tampoco se lo digo. Es lo que hay. —Carter se irguió en la silla, sacó un pañuelo del bolsillo posterior y se lo dio—. Llore si quiere, señorita Amy. Reconozco que le debemos eso, como mínimo. Yo también he llorado a raudales.

Amy lloró. En el orfanato había saboreado la vida. Con Caleb, las hermanas, Peter y todos los demás. Se había convertido en parte de algo, de una familia. Había creado un hogar en el mundo. Ahora, desaparecería.

—Nos matarán a ambos.

—Creo que lo intentarán. Lo supe desde el primer momento. —Se inclinó sobre la mesa y tomó su mano—. No es justo, lo sé, pero hemos de cargar con esa responsabilidad. Nuestra única oportunidad. Nunca habrá otra.

No había forma de negarse. El destino había ido a su encuentro. La luz se estaba desvaneciendo, las hojas caían al suelo. En la piscina, el cuerpo de la mujer proseguía su lenta travesía, flotaba y giraba en la corriente eterna.

—Dígame lo que debo hacer.