47

Peter y los demás entraron en San Antonio por la Autopista 90. Fue al clarear el día. Habían pasado la primera noche en un habitáculo del anillo exterior de barrios residenciales de la ciudad, una zona de casas derruidas y saqueadas. El refugio estaba debajo de una comisaría de policía, con una rampa fortificada en la parte de atrás. No era un habitáculo de SN, explicó Hollis. Era de Tifty. Era más grande que los habitáculos que Peter había visto, aunque no menos tosco: una habitación mal ventilada con literas y un garaje donde esperaba una camioneta de gruesos neumáticos, con latas de combustible en el suelo. Cajas y taquillas militares metálicas estaban alineadas contra las paredes. ¿Qué hay dentro?, preguntó Michael, a lo cual contestó Hollis, con una ceja enarcada: No lo sé, Michael. ¿Tú qué crees?

Salieron con las primeras luces del alba bajo un cielo plomizo. Hollis al volante al lado de Peter; Michael y Lore en la parte trasera de la camioneta. Casi toda la ciudad había ardido en los días de la epidemia. Quedaba poco del núcleo central, salvo un puñado de los edificios más altos, que se erguían con desolada austeridad contra un fondo de colinas blanquecinas, y tras cuyas fachadas chamuscadas, en los ennegrecidos y derrumbados interiores, un ejército de lelos dormitaba ahora hasta la noche. «Solamente lelos», decía siempre la gente, aunque la verdad era la verdad: un viral era un viral.

Peter suponía que Hollis se desviaría hacia el norte o hacia el sur, pero en cambio los condujo al corazón de la ciudad, y cambió la autopista por calles estrechas de la superficie. Las habían despejado, y los coches y camiones abandonados estaban a ambos lados de la carretera. Cuando las sombras de los edificios envolvieron la camioneta, Hollis abrió la ventanilla posterior de la cabina.

—Será mejor que preparéis las armas —advirtió a Michael y a Lore—. Tendréis que estar muy atentos.

—Ojo avizor, hombre —contestó Michael.

Peter contemplaba la destrucción. Eran las ciudades lo que siempre le hacía pensar en lo que había sido el mundo. Los edificios y las casas, los coches y las vías circulatorias. Antes abarrotados de gente, que vivía su existencia sin saber nada del futuro, que algún día la historia se detendría.

Avanzaron sin incidentes. La vegetación empezó a invadir la calle, a medida que los huecos entre los edificios se ensanchaban.

—¿Falta mucho? —preguntó a Hollis.

—No te preocupes. No está lejos.

Diez minutos después llegaban a una alambrada. Hollis acercó el vehículo a la puerta, sacó una llave de la guantera de la camioneta y bajó. Una sensación del pasado invadió a Peter: Hollis habría podido ser el hermano de Peter, Theo, abriendo la puerta de la central eléctrica, tantos años antes.

—¿Dónde estamos? —preguntó cuando Hollis volvió a la camioneta.

—En el fuerte Sam Houston.

—¿Una base militar?

—Más parecido a un hospital militar —explicó Hollis—. Al menos, lo era. Ya no hay muchos médicos ahí dentro.

Continuaron adelante. Peter tenía la sensación de estar atravesando un pequeño pueblo. Una alta torre de reloj se alzaba a un lado del cuadrilátero que tal vez había sido el centro de la ciudad. Aparte de algunos cañones ceremoniales, no vio nada de apariencia militar, ni camiones ni tanques, ni emplazamientos de armas, ni fortificaciones de ningún tipo. Hollis paró la camioneta delante de un edificio largo y bajo de tejado plano. Un letrero sobre la puerta anunciaba CENTRO ACUÁTICO.

—Acuático —dijo Lore, después de que todos bajaran. Miró titubeante el letrero con ojos entornados, el rifle apoyado sobre el pecho como dispuesta a disparar—. ¿Como… nadar?

Hollis señaló el rifle.

—Deberías dejarlo aquí. No querrás causar una mala impresión. —Desvió su atención hacia Peter—. Última oportunidad. No hay vuelta atrás.

—Sí, estoy seguro.

Entraron en el vestíbulo. Teniendo en cuenta todo, el interior del edificio se hallaba en buen estado: techos firmes, ventanas sólidas, ni rastro de la basura habitual.

—¿Notas eso? —preguntó Michael.

Una vibración basal, como si estuvieran pulsando una cuerda gigantesca, surgía del suelo. Un generador estaba funcionando en alguna parte del edificio.

—Esperaba que hubiera guardias —dijo Peter a Hollis.

—A veces hay, cuando Tifty quiere montar un espectáculo, pero no los necesitamos.

Hollis los guió hasta un par de puertas, que al empujarlas revelaron un gran espacio embaldosado, de techo alto y, en el centro de la sala, una inmensa piscina vacía. Los condujo hasta un segundo par de puertas batientes y un tramo de escaleras que descendían, iluminadas por fluorescentes zumbantes. Peter pensó en preguntar a Hollis de dónde sacaba Tifty la gasolina del generador, pero él mismo respondió a su pregunta. Tifty la sacaba de donde sacaba todo: la robaba. La escalera conducían a una sala llena de tuberías y depósitos metálicos. Ahora estaban debajo de la piscina. Cruzaron el angosto espacio hasta otra puerta, aunque diferente de las demás, hecha de pesado acero. No presentaba marcas de ningún tipo, ni existía una forma evidente de abrirla. Su lisa superficie no poseía mecanismos visibles. Al lado, en la pared, había un teclado. Hollis tecleó a toda prisa una serie de números, y con un profundo chasquido la puerta se abrió, revelando un pasillo a oscuras.

—Tranquilos —dijo Hollis, al tiempo que movía la cabeza hacia la abertura—. Las luces se encienden automáticamente.

Cuando el hombretón entró, una hilera de fluorescentes cobró vida, su vibración intensificada por las paredes de un blanco hospitalario del pasillo. La idea que se había hecho Peter de Tifty estaba evolucionando a marchas forzadas. ¿Qué había imaginado? ¿Un campamento mugriento, poblado por hombres enormes similares a monos, armados hasta los dientes? Nada de lo que había visto confirmaba ni remotamente estas expectativas. Al contrario: hasta el momento, la exhibición indicaba una sofisticación tecnológica muy superior a la de Kerrville. Tampoco estaba solo en este cambio de opinión. Michael también se dedicaba a mirar frenéticamente a su alrededor. Menudo lugar, parecía decir su expresión.

El pasillo terminaba en un ascensor. Había una cámara encima. Quienquiera que estuviera al otro lado sabía que estaban llegando: los habían observado desde que entraron en el vestíbulo.

Hollis alzó la cabeza hacia la cámara, y después oprimió un botón en la pared contigua a un diminuto altavoz.

—Todo va bien —dijo—. Vienen conmigo

Un crujido de estática, y después:

—Hollis, qué coño…

—Todos van desarmados. Son amigos míos. Yo respondo de ellos.

—¿Qué quieren?

—Hemos de ver a Tifty.

Una pausa, como si la voz al otro lado del intercomunicador estuviera conferenciando con otra persona. Después:

—No puedes traerlos aquí así como así. ¿Se te ha ido la olla?

—No lo pediría si no fuera importante. Abre la puerta, Dunk.

Siguió un momento vacío. Después, las puertas se abrieron.

—Es tu culo —dijo la voz.

Entraron. El ascensor inició su lento descenso.

—De acuerdo, me rindo —dijo Michael—. ¿Qué es este lugar?

—Estás en una antigua estación del IIMEIEEU. Es un anexo a la instalación principal de Maryland, activado durante la epidemia.

—¿Qué es el IIMEIEEU? —preguntó Lore. Fue Michael quien contestó.

—Significa «Instituto de Investigaciones Médicas de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos». —Miró a Hollis con el ceño fruncido—. No lo entiendo. ¿Qué está haciendo Tifty aquí?

Y entonces las puertas del ascensor se abrieron con sonido de armas al ser amartilladas, y cada uno vio que el cañón de una pistola le estaba apuntando.

—De rodillas, todos.

Eran seis. El más joven no aparentaba más de veinte años, el mayor era cuarentón. Barbas pobladas, cabello grasiento y dientes cubiertos de mugre. Eso ya era más apropiado. Uno de ellos, un hombre gigantesco con una gran cabeza calva y pliegues de grasa fofa en la base del cuello, tenía tatuajes azulinos repartidos por toda la cara y la carne expuesta de los brazos. Éste, al parecer, era Dunk.

—Ya te he dicho que son amigos míos —dijo Hollis, arrodillado en el suelo como los demás, con las manos alzadas por encima de la cabeza.

—Silencio.

Su vestimenta era una mescolanza de diferentes uniformes, tanto militares como de SN. Enfundó su revólver y se acuclilló delante de Peter, mientras lo examinaba con sus intensos ojos grises. Vistas de cerca, las imágenes de su cara y brazos adquirían más definición. Virales. Manos virales, rostros virales, dientes virales. A Peter no le cupo la menor duda de que, debajo de la ropa, el cuerpo del hombre estaba cubierto de ellos.

—Expedicionario —dijo Dunk con acento sureño, y asintió con seriedad—. A Tifty le va a gustar. ¿Cómo te llamas, teniente?

—Jaxon.

—¿Peter Jaxon?

—Exacto.

Dunk giró sobre los tacones de sus botas hacia los demás, sin abandonar su postura acuclillada.

—¿Qué os parece, caballeros? No recibimos cada día a visitantes tan distinguidos. —Se concentró en Peter de nuevo—. De hecho, no recibimos ningún visitante. Lo cual constituye un problema. Esto no es lo que nadie llamaría un destino turístico.

—He de ver a Tifty.

—Ya lo he oído. Me temo que Tifty está indispuesto en este momento. Es un tipo muy reservado, nuestro Tifty.

—Corta el rollo —dijo Hollis—. Ya te he dicho que yo respondo de ellos. Tifty ha de oír lo que han venido a decir.

—Os habéis metido en un lío, amigo mío. No creo que estéis en situación de venir con exigencias. Vosotros dos —dijo, dirigiéndose a Michael y a Lore—. ¿Qué tenéis que decir?

—Somos engrasadores —contestó Michael.

—Interesante. ¿Nos habéis traído petróleo? —Miró a Lore con los ojos entornados. Una sonrisa, preñada de amenazas, floreció en su rostro—. Vaya, creo que a ti te conozco. Póquer, ¿verdad? O dados. Es probable que no te acuerdes.

—Con un careto como el tuyo, ¿cómo podría olvidarme?

Dunk, sonriente, se levantó y se masajeó sus carnosas manos.

—Bien, ha sido un placer conoceros. Un auténtico placer. Antes de que os mate, ¿alguien más quiere decir algo? ¿Adiós, quizá?

—Dile a Tifty que es sobre el campo —dijo Hollis.

Algo cambió. Peter lo notó enseguida. Las palabras resbalaron sobre la cara de Dunk como una sombra.

—Díselo —insistió Hollis.

El hombre parecía tan estupefacto que era incapaz de reaccionar. Después, desenfundó la pistola.

—Vamos.

Dunk y sus hombres los escoltaron por un largo pasillo. Peter examinó su entorno. Aunque no había mucho que ver, sólo más pasillos y puertas cerradas. Muchas puertas tenían teclados al lado, como el de debajo de la piscina. Dunk se detuvo ante una puerta y llamó tres veces con los nudillos.

—Entra.

El gran gángster Tifty Lamont. Una vez más, las expectativas de Peter no se cumplieron. Era un hombre bajo y corpulento, con las gafas apoyadas en el extremo de su larga y ganchuda nariz. Su pelo claro caía sobre el cuello, ralo en la coronilla rosada. Sentado detrás de un gran escritorio metálico, estaba llevando a cabo el acto improbable de construir una torre con palitos de madera.

—¿Sí, Dunk? —preguntó sin levantar la vista—. ¿Qué pasa?

—Hemos capturado a tres intrusos, señor. Hollis los trajo.

—Entiendo. —Continuó con su paciente trabajo—. ¿Y no los has matado porque…?

Dunk carraspeó.

—Es sobre el campo, señor. Dicen que saben algo.

Las manos de Tifty se inmovilizaron sobre la maqueta. Al cabo de varios segundos levantó la cara y los miró por encima de las gafas.

—¿Quién lo dice?

Peter avanzó un paso.

—Yo.

Tifty le estudió un momento.

—¿Y los demás? ¿Qué saben?

—Estaban conmigo cuando la vi.

—¿A quién, exactamente?

—A la mujer.

Tifty no dijo nada. Su rostro estaba tan rígido como el de un ciego.

—Todo el mundo fuera —dijo después—. Excepto tú… —Señaló con un dedo a Peter—. ¿Cómo te llamas?

—Peter Jaxon.

—Excepto el señor Jaxon.

—¿Qué quiere que haga con los demás? —preguntó Dunk.

—Utiliza la imaginación. Parecen hambrientos… ¿Por qué no les das algo de comer?

—¿Qué hago con Hollis?

—Lo siento, no te he entendido bien. ¿No dijiste que los había traído él?

—Ésa es la cuestión. Les ha revelado dónde estamos.

Tifty exhaló un profundo suspiro.

—Bien, ésa es la idea. Hollis, ¿qué voy a hacer contigo? Existen normas. Existe un código. Honor entre ladrones. ¿Cuántas veces lo he de decir?

—Lo siento, Tifty. Pensé que debías saber lo que quieren decirte.

—Bien, lamentarlo no es suficiente. Me has puesto en una situación muy difícil. —Paseó la mirada por la habitación, como si pudiera encontrar la siguiente frase entre sus estanterías y archivos—. Muy bien. ¿En qué puesto de la lista estás?

—Número cuatro.

—Ya no. Estarás colgado de la jaula hasta nueva orden. Sé lo mucho que te gusta. Me estoy mostrando generoso.

El rostro de Hollis no reveló nada. ¿Qué era la jaula?, pensó Peter.

—Gracias, Tifty —dijo Hollis.

—Ahora, salid todos de una vez.

La puerta se cerró detrás de ellos. Peter esperó a que Tifty hablara antes. El hombre se levantó de detrás del escritorio y se acercó a una mesita auxiliar sobre la que descansaba un jarro de agua. Se sirvió un vaso y bebió. Sólo cuando el silencio había empezado a prolongarse, se dirigió a Peter sin volverse.

—¿Qué llevaba puesto?

—Una capa oscura y gafas de sol.

—¿Qué más vio? ¿Había un camión?

Peter narró los acontecimientos de la Carretera del Petróleo. Tifty le dejó hablar. Cuando Peter concluyó, el hombre volvió a su escritorio.

—Voy a enseñarle algo.

Abrió el cajón de arriba, sacó una hoja de papel y la deslizó por encima del escritorio. Un dibujo al carboncillo, el papel rígido y algo descolorido, de una mujer y dos niñas pequeñas.

—Ya ha visto uno de éstos antes, ¿verdad? Estoy seguro.

Peter asintió. No le resultaba fácil apartar los ojos del dibujo. Poseía un hechizo abrumador, como si la mujer y las niñas le estuvieran mirando desde algún lugar más allá de los parámetros ordinarios del tiempo y el espacio. Como mirar a un fantasma, tres fantasmas.

—Sí, en Colorado. Greer me lo enseñó, después de que mataran a Vorhees. Una gran pila. —Alzó los ojos y vio que Tifty le estaba mirando fijamente, como un profesor que estuviera haciendo un examen—. ¿Por qué tiene una copia?

—Porque las quería. Vor y yo teníamos nuestras dificultades, pero siempre supo cuáles eran mis sentimientos. También eran mi familia. Por eso me la dio.

—Murieron en el campo.

—Dee sí, y la pequeña, Siri. Las mataron enseguida. Fue rápido, pero ya conoce el dicho: hazlo deprisa, pero hoy no. A la hija mayor, Nitia, nunca la encontraron. —Frunció el ceño—. ¿Le sorprende todo esto? ¿No era lo que esperaba?

Peter ni siquiera podía empezar a contestar.

—Le cuento estas cosas para que comprenda quiénes y qué somos. Todos estos hombres han perdido a alguien. Yo les di un hogar, un lugar donde depositar su ira. Piense en Dunk, por ejemplo. Puede que ahora le parezca impresionante, pero cuando le miro, ¿sabe lo que veo? Un chaval de once años. Él también estaba en el campo. Padre, madre, hermana, todos muertos.

—No sé qué tiene que ver esto con sus actividades.

—Eso sólo es una parte de lo que hacemos. Una forma de pagar las facturas, si lo prefiere. La Autoridad Civil nos tolera porque se ve obligada. En cierto sentido, nos necesita tanto como nosotros a ella. No somos tan diferentes de sus Expedicionarios, tan sólo la otra cara de la misma moneda.

La lógica de Tifty parecía muy conveniente, una forma de justificar sus delitos. Por otra parte, Peter no podía negar el significado de la imagen.

—El coronel Apgar dijo que era usted oficial. Tirador explorador.

La cara de Tifty se iluminó con una fugaz sonrisa. Allí había una historia.

—Tendría que haber imaginado que Gunnar estaba metido en esto. ¿Qué le dijo?

—Que fue nombrado capitán antes de ser expulsado. Dijo que era el mejor S2 que jamás existió.

—¿De veras? Bien, es muy amable, pero sólo un poco.

—¿Por qué dimitió?

Tifty se encogió de hombros con indiferencia.

—Por muchos motivos. Podría decir que la vida castrense no me satisfacía en conjunto. Su presencia aquí me hace pensar que usted tampoco encaja demasiado bien. Yo diría que ha huido de la reserva, teniente. ¿Cuántos días lleva ausente sin permiso?

Peter se sintió atrapado.

—Sólo un par.

—Ausente sin permiso es ausente sin permiso. Créame, lo sé todo al respecto. Pero en respuesta a su pregunta, abandoné los Expedicionarios debido a la mujer del campo. En concreto, porque le dije al Mando de dónde venía, y ellos se negaron a hacer nada al respecto.

Peter estaba estupefacto.

—¿Sabe de dónde viene?

—Pues claro que sí. Y también el Mando. ¿Por qué cree que Gunnar le envió aquí? Hace quince años, yo formaba parte de un pelotón de tres enviado al norte para localizar la fuente de una señal de radio procedente de algún lugar de Iowa. Muy tenue, unos fragmentos de ruido, pero lo suficiente para que el RDF los captara. No supimos por qué, pero los Exped no estaban por la labor de seguir la pista de todos los chirridos aleatorios, pero todo era muy secreto, y sólo estaban enterados los peces gordos. Nuestras órdenes eran explorar y volver a informar, nada más. Lo que descubrimos fue una ciudad al menos dos veces, quizá tres, más grande que Kerrville. Pero no tenía ni muros ni focos. A todas luces, no tendría que haber existido. ¿Y sabe lo que vimos? Camiones como los que vi en el campo justo antes del ataque. Como el que usted vio hace tres días.

—¿Qué dijo el Mando?

—Nos ordenaron no contarlo a nadie.

—¿Por qué lo harían?

Aunque, por supuesto, a Peter le habían ordenado lo mismo.

—¿Quién sabe? Pero yo diría que la orden emanaba de la Autoridad Civil, no de la militar. Estaban asustados. Fuera quien fuera aquella gente, contaban con un arma que no podíamos igualar.

—Los virales.

El hombre asintió con brusquedad.

—Métete los dedos en los oídos y confía en que no vuelvan nunca. Tal vez su decisión fuera acertada, pero yo no podía aceptarlo. Fue el día en que dimití.

—¿Volvió alguna vez?

—¿A Iowa? ¿Para qué?

Peter experimentó una urgencia creciente.

—La hija de Vorhees podría estar allí. Sara también. Ya vio aquellos camiones.

—Lo siento. Sara. ¿Conozco a esa persona?

—Es la esposa de Hollis. O lo habría sido. La dieron por desaparecida en Roswell.

Una expresión de pesar se pintó en la cara del hombre.

—Por supuesto. Es culpa mía. Creo que la conocía, aunque me parece que él nunca pronunció su nombre. Sin embargo, esto no cambia nada, teniente.

—Pero todavía podrían estar vivas.

—No lo considero probable. Ha pasado mucho tiempo. En cualquier caso, no pude hacer nada al respecto. Ni entonces ni ahora. Sería necesario un ejército. Cosa que el CA garantizó más o menos que no tendríamos. Y en defensa de la autoridad, esa gente, sea quien sea, jamás regresó. Al menos hasta ahora, si lo que dice usted es cierto.

Faltaba algo, pensó Peter, un detalle que acechaba al borde de su conciencia.

—¿Quién más iba con usted?

—¿En la partida de reconocimiento? El oficial al mando era Nate Crukshank. El tercer hombre era un joven teniente llamado Lucius Greer.

La información pasó a través de Peter como una corriente.

—Lléveme allí. Enséñeme dónde está.

—¿Y qué haríamos al llegar?

—Encontrar a nuestra gente. Sacarlos como fuera.

—¿Me está escuchando, teniente? No se trata tan sólo de supervivientes. Están coaligados con los virales. Más que eso: la mujer es capaz de controlarlos. Ambos hemos sido testigos de ello.

—Me da igual.

—No debería ser así. Lo único que conseguiría sería morir. O acabar secuestrado. Yo diría que eso sería mucho peor.

—En ese caso, dígame cómo puedo encontrarlos. Iré solo.

Tifty se levantó de detrás del escritorio, volvió a la mesa de la esquina y se sirvió otro vaso de agua. Bebió poco a poco, sorbo a sorbo. Cuando el silencio se prolongó, Peter tuvo la clara impresión de que la mente del hombre estaba en otra parte. Se preguntó si la reunión habría terminado.

—Dígame una cosa, señor Jaxon. ¿Tiene hijos?

—¿Qué tiene que ver eso con lo que estábamos hablando?

—Conteste, por favor.

Peter negó con la cabeza.

—No.

—¿Ni familia?

—Tengo un sobrino.

—¿Y dónde está ahora?

Las preguntas le resultaban incómodas. No obstante, el tono de Tifty era tan desarmante que las respuestas parecían surgir por voluntad propia.

—Está con las hermanas. Sus padres murieron en Roswell.

—¿Se quieren? ¿Es usted importante para él?

—¿Adónde quiere ir a parar con esto?

Tifty hizo caso omiso de la pregunta. Dejó su vaso vacío sobre la mesa y volvió al escritorio.

—Sospecho que su sobrino le admira mucho. El gran Peter Jaxon. No sea tan modesto. Sé quién es usted, más de lo que pone el informe oficial. Esa chica de usted, Amy, y el asunto de los Doce. Tampoco eche la culpa a Hollis. Él no es mi fuente.

—Entonces, ¿quién?

Tifty sonrió.

—Tal vez en otro momento. Ahora estamos hablando de su sobrino. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—No lo he dicho. Caleb.

—Usted es como un padre para Caleb, eso es lo que estoy diciendo. Pese a que se dedique a vagar por los territorios, intentando liberar al mundo de la gran amenaza viral, ¿no diría que es cierto?

De pronto, Peter experimentó la sensación de que le habían manipulado. Recordó sus partidas de ajedrez con el niño: en un momento dado se estaba dejando llevar por el discurrir de la partida; al siguiente estaba atrapado, el jaque mate había llegado.

—Es una pregunta sencilla, teniente.

—No lo sé.

Se miraron mutuamente un momento más.

—Gracias por su sinceridad —dijo Tifty a continuación, con una nota de irreversibilidad—. Mi consejo sería que olvidara todo esto, volviera a casa y criara a su sobrino. Por su bien, tanto como por el de usted. Estoy dispuesto a darle un pase y a dejarlos a usted y a sus amigos en libertad, con la advertencia de que hablar de nuestro paradero no conseguirá, no sé cómo expresarlo, poner un final feliz a su propósito.

Jaque mate.

—¿Eso es todo? ¿No va a hacer nada?

—Considérelo el mayor favor que alguien le haya hecho en su vida. Vuelva a casa, señor Jaxon. Siga con su vida. Ya me dará las gracias más adelante.

La mente de Peter buscó algo que decir capaz de cambiar la decisión del hombre. Señaló el dibujo del escritorio.

—Esas niñas. Ha dicho que usted las quería.

—Sí. Y las quiero todavía. Por eso no voy a ayudarle. Llámeme sentimental, pero no quiero llevar su muerte sobre mi conciencia.

—¿Su conciencia?

—Tengo una, sí.

—Me sorprende, lo sabe, ¿verdad?

—¿De veras? ¿En qué le he sorprendido?

—Jamás pensé que Tifty Lamont sería un cobarde.

Si Peter esperaba una reacción, no hubo ninguna. Tifty se reclinó en su silla, juntó las yemas de los dedos y le miró con frialdad por encima de las gafas.

—Y quizás estaba pensando que, si me cabreaba, le diría lo que quiere saber, ¿verdad?

—Algo por el estilo, sí.

—En ese caso, me ha confundido con alguien preocupado por la opinión de los demás. Buen intento, teniente.

—Dijo que a una de ellas nunca la encontraron. No entiendo cómo puede seguir sentado ahí si todavía puede estar con vida.

Tifty exhaló un suspiro.

—Puede que no se haya enterado de la noticia, pero éste no es un mundo de probabilidades, señor Jaxon. Demasiado darle al tarro es una manera de mantenerse despierto de noche, sin poder descabezar un buen sueño. No me malinterprete. Admiro su optimismo. Bien, es posible que no lo admire. Tal vez sea una palabra demasiado fuerte. Pero lo comprendo. Hubo un tiempo en que yo no era tan diferente. Pero esos días son cosa del pasado. Lo único que tengo es este dibujo. Lo miro cada día. De momento, debo conformarme con eso.

Peter volvió a levantar el dibujo. La sonrisa resplandeciente de la mujer, el pelo removido por una brisa invisible, las niñas, con los ojos abiertos de par en par, esperanzadas como todos los niños en el futuro de sus vidas. No le cabía la menor duda de que ese dibujo ocupaba un espacio central en la vida de Tifty. Mientras lo miraba, Peter intuyó la presencia de una deuda complicada, lealtades, promesas hechas. Ese dibujo no era sólo un recuerdo: era la forma del hombre de castigarse a sí mismo. Tifty deseaba haber muerto con ellas, en el campo. Qué extraño sentir pena por Tifty Lamont.

Peter devolvió el dibujo al escritorio de Tifty.

—Ha dicho que el tráfico sólo era una parte de lo que hace. No me ha dicho a qué más se dedica.

—No lo he hecho, ¿verdad? —Tifty se quitó las gafas y se puso en pie—. Me parece muy justo. Acompáñeme.

Tifty manipuló otro teclado y la pesada puerta se abrió, revelando una espaciosa estancia con grandes jaulas metálicas apiladas contra las paredes. En el aire flotaba un olor animal, a sangre y carne cruda, y los efluvios típicos del alcohol. La luz emitía un resplandor frío, de un azul violeta, «azul viral», explicó Tifty, con una longitud de onda de cuatrocientos nanómetros, en el mismo límite del espectro visible. Suficiente, dijo a Peter, para mantenerlos calmados. Los constructores de la instalación habían comprendido bien a sus sujetos.

Michael y Lore se reunieron con ellos. Cruzaron la sala de las jaulas y subieron un corto tramo de escaleras. Lo que les esperaba era evidente. El único enigma era cómo les sería revelado.

—Y esto —dijo Tifty, al tiempo que abría un panel y revelaba dos botones, uno verde y otro rojo— es una cubierta de observación.

Se encontraban en una larga galería con una serie de pasarelas que sobresalían sobre una plataforma metálica. Tifty apretó el botón verde. Con un estruendo de engranajes y cadenas, la plataforma empezó a hundirse en la otra pared, y dejó al descubierto una superficie de cristal templado.

—Adelante —invitó Tifty—. Véanlo con sus propios ojos.

Peter y los demás salieron a la pasarela. Al instante, uno de los virales se lanzó contra el cristal con un golpe sordo, hasta que rebotó y volvió rodando a su esquina de la celda.

—Que me… jodan —resolló Lore.

Tifty se reunió con ellos en la pasarela.

—Esta instalación fue construida con un único propósito en mente: estudiar a los virales. Con más exactitud, cómo matarlos.

Los tres estaban mirando los contenedores de abajo. Peter contó diecinueve seres en total. El vigésimo contenedor estaba vacío. La mayoría parecían ser lelos, que apenas reaccionaban a su presencia, pero el que había saltado contra ellos era diferente: un drago hembra desarrollado por completo. Los miraba con ansia mientras se desplazaban por las pasarelas, el cuerpo tenso y las manos como garras flexionadas.

—¿Cómo los cazan? —preguntó Michael.

—Los atrapamos.

—¿Con qué, cebos?

—Los cebos son para aficionados. Los giradores los inmovilizan, pero esos aparatos no son buenos, a menos que quieras freírlos in situ. Para atraparlos vivos utilizamos las mismas trampas con anzuelo que empleaban los constructores de esta instalación. Una aleación de tungsteno, increíblemente fuerte.

Peter desvió la mirada de la drago.

—¿Qué han descubierto?

—No tanto como me gustaría. El pecho, el paladar. Hay un tercer punto débil en la base del cráneo, pero es muy pequeño. Se desangran hasta morir si los descuartizas, pero no es fácil cortar la piel. El frío y el calor no parecen obrar mucho efecto. Hemos probado diversos venenos, pero son demasiado listos para eso. Su sentido del olfato es increíblemente agudo, y no comen nada que hayamos envenenado, por más hambrientos que se sientan. Una cosa que sí sabemos es que se ahogan. Sus cuerpos son demasiado pesados para mantenerse a flote, y no pueden contener el aliento mucho rato. Lo máximo que duran son setenta y seis segundos.

—¿Y si los matamos de hambre? —preguntó Michael.

—Lo hemos intentado. Ralentizan sus ritmos vitales y se sumen en una especie de sueño.

—¿Y?

—Por lo que nosotros sabemos, pueden continuar así por tiempo indefinido. Al final, dejamos de intentarlo.

De pronto, Peter comprendió lo que estaba viendo. El tráfico, en realidad, era una tapadera. El verdadero propósito del hombre estaba allí, en aquella sala.

—Tifty, es usted un saco de mierda.

Todo el mundo se volvió. Tifty cruzó los brazos sobre el pecho y dirigió a Peter una dura mirada.

—¿En qué está pensando, teniente?

—Siempre tuvo la intención de volver a Iowa. Pero no sabía cómo.

La expresión de Tifty no se alteró. De pronto, su rostro pareció más viejo, estragado por la vida.

—Una teoría interesante.

—¿De veras?

Durante cinco segundos, los dos hombres sostuvieron la mirada. Nadie dijo nada. Cuando el silencio se había prolongado en exceso, Michael rompió la tensión.

—Creo que a ésa le caes bien, Peter.

Cinco metros más abajo, el gran drago los estaba mirando, y su cabeza giraba perezosamente sobre su cuello. Distendió las mandíbulas como alguien que bostezara y abrió los labios para exhibir sus dientes relucientes. Son para vosotros.

Tifty avanzó un paso.

—Nuestro último ejemplar —dijo—. Estamos muy orgullosos de éste. Le seguimos el rastro durante semanas. Ya no es frecuente conseguir un drago desarrollado por completo. La llamamos Sheila.

—¿Qué van a hacer con ella? —preguntó Michael.

—Aún no lo hemos decidido. Más o menos lo habitual, supongo. Un poco de esto, un poco de lo otro. De todos modos, es demasiado mala para la jaula.

Peter recordó el castigo de Hollis.

—¿Qué es la jaula?

Una sonrisa iluminó la cara de Tifty.

—Ah —dijo.

Medianoche. Durante las horas previas, los tres habían sido confinados en una pequeña habitación, con uno de los hombres de Tifty fuera. Peter había conseguido dormirse al fin, cuando sonó un timbre y la puerta se abrió.

—Vengan conmigo —dijo Tifty.

—¿Adónde vamos? —preguntó Lore.

—Afuera, por supuesto.

¿Por qué «por supuesto»?, pensó Peter. Pero era la forma de ser de Tifty. Le gustaba el teatro.

—¿Dónde está Hollis? —preguntó Peter.

—No se preocupe, se reunirá con nosotros.

Una noche nublada, sin estrellas. Un camión los estaba esperando, aparcado ante la escalera. Subieron a la parte de atrás mientras Tifty entraba en la cabina con el conductor. No iban custodiados, pero desarmados, en la oscuridad, ¿adónde iban a ir?

Transcurrieron unos minutos antes de que el camión entrara en un inmenso edificio rectangular, como un hangar de aviones. Había varios vehículos más en el interior, incluido un gran camión de plataforma. Varios hombres deambulaban de un lado a otro a la luz de las linternas, armados sin disimulos con pistolas y rifles, y algunos fumaban maría. Desde el interior del edificio llegaba el rumor de voces.

—Ahora veréis a qué nos dedicamos en realidad —dijo Tifty.

El interior del edificio era un único espacio cavernoso, iluminado por antorchas. Una gigantesca bandera estadounidense, raída a causa de los años, colgaba de las vigas. En el centro estaba la jaula, una estructura abovedada de unos quince metros de diámetro, con una cadena enganchada que descendía hasta el suelo desde su vértice. Estaba rodeada de gradas llenas de hombres que hablaban a voz en grito y agitaban austins en dirección a una figura que subía y bajaba por las filas. Cuando Tifty entró, la multitud prorrumpió en vítores, acompañados de un ruidoso pataleo. No hizo el menor esfuerzo por corresponderlos, sino que acompañó a los tres hasta una zona vacía de la grada inferior, a pocos metros de los barrotes entrecruzados de la jaula.

—¡Dentro de cinco minutos se cierran las apuestas! —resonó una voz—. ¡Cinco minutos!

Hollis se sentó a su lado.

—¿Es lo que yo creo? —preguntó Peter.

Hollis asintió.

—Ya lo creo.

—¿Van a apostar por el resultado?

—Algunos. Con los lelos, casi siempre es por los minutos que durará.

—Y tú ya lo has hecho otras veces.

Hollis le miró de una manera extraña.

—¿Y por qué no?

La conversación quedó interrumpida bruscamente cuando un segundo clamor de vítores estalló, más intenso que el anterior. Peter alzó la mirada y vio que introducían en la sala una caja metálica en una carretilla elevadora. Una figura entró por el otro lado, caminando con chulería machista: Dunk. Se protegía con un grueso traje acolchado e iba armado con una pica. Llevaba una máscara de barrendero sobre la cabeza, que dejaba al descubierto su cara tatuada. Levantó el puño derecho y lo agitó en el aire, lo cual provocó frenéticos pataleos en las gradas. El operario de la carretilla elevadora dejó caer la caja en medio de la jaula, y dio marcha atrás mientras un segundo hombre sujetaba con un gancho el pestillo a la cadena. Dunk entró y se bajó la máscara sobre la cara. Cerraron la puerta con llave a su espalda.

Se hizo el silencio. Tifty, sentado al lado de Peter, se puso en pie y alzó un megáfono. Carraspeó y dirigió su voz a la mutitud.

—Que todo el mundo se ponga en pie para escuchar el himno nacional.

Todos los asistentes se levantaron, apoyaron la mano derecha sobre el corazón y empezaron a cantar:

Oh, say can you see, by the dawn’s early light,

What so proudly we hailed, at the twilight’s last gleaming?

Whose broad stripes and bright stars, through the perilous fight,

O’er the ramparts we watched, were so gallantly streaming?

[Amanece: ¿no veis a la luz de la aurora

lo que tanto aclamamos la noche al caer?

Sus estrellas, sus franjas, flotaban ayer,

en el fiero combate en señal de victoria.][6]

Peter, también de pie, se esforzaba por recordar las palabras. Era una canción muy antigua, del Tiempo de Antes. Profesora se la había enseñado en el Asilo. Pero la melodía no era fácil y la letra carecía de sentido para un niño de su edad, y nunca le había cogido el tranquillo. Miró a Michael, que había enarcado las cejas en señal de que compartía su sorpresa.

La última nota estridente se extinguió en otra explosión de vítores. Del caos auditivo emergió un estribillo repetido, al ritmo de los pies que pateaban: Dunk, Dunk, Dunk, Dunk… Tifty dejó que siguiera su curso, y después levantó una mano para pedir silencio. Miró de nuevo la jaula.

—Dunk Withers, ¿estás preparado?

—¡Preparado!

—Entonces… ¡Poned en marcha el reloj!

El desmadre. Dunk se bajó la máscara, sonó una trompeta, tiraron de la cadena. Por un momento no pasó nada. Entonces, el lelo saltó de la caja y trepó a la jaula con veloces movimientos de insecto, como una cucaracha que subiera una pared. Podía estar buscando una escapatoria o una posición estratégica para atacar. Peter no logró discernirlo. La muchedumbre ya se había formado una opinión. Al instante, los vítores se transformaron en abucheos y silbidos. En lo alto de la jaula, el lelo agarró un barrote con los pies y desplegó su cuerpo para que su cabeza apuntara al suelo, con los brazos extendidos a los costados. Dunk estaba debajo, mientras bramaba insultos inaudibles y agitaba la pica, retándole a saltar. ¡Carne!, cantaba la multitud, al tiempo que daba palmadas. ¡Carne! ¡Carne! ¡Carne!

El lelo parecía desorientado, casi aturdido. Su mirada vaga paseaba por la sala al azar, como si el jaleo y el alboroto hubieran cortocircuitado sus instintos. Sus facciones poseían una apariencia borrosa, como si un fuerte ácido hubiera disuelto sus características humanas. Durante cinco segundos continuó colgado, y después diez.

¡Carne! ¡Carne! ¡Carne! ¡Carne!

—Se acabó. —Tifty se puso en pie y cogió el megáfono—. ¡Tirad la carne!

Arrojaron a través de los barrotes enormes pedazos sanguinolentos de carne, que aterrizaron con un sonido húmedo. Con eso fue suficiente. El ser soltó el barrote de acero y se precipitó hacia el pedazo más cercano. La parte superior de una pata de vaca. El lelo la recogió del suelo y hundió las fauces en los pliegues grasientos, no tanto bebiendo los líquidos que contenía como inhalándolos. Dos segundos, y ya estaba pelada. El ser tiró a un lado los restos resecos.

Giró hacia Dunk. Ahora, el hombre significaba algo. El lelo se acuclilló, se balanceó sobre los dedos prensiles de los pies y las enormes manos abiertas. La reveladora inclinación de cabeza, el momento de la contemplación.

Cargó.

Cuando el viral saltó hacia él, con los brazos extendidos, las garras apuntadas a su garganta, Dunk se tiró al suelo y se levantó al tiempo que giraba la pica. La multitud enloqueció. Peter también sintió que la emoción del enfrentamiento corría por sus venas. El lelo esquivó la pica y trepó por la pared de la jaula. Esta vez no se trataba de una retirada confusa: sus intenciones eran claras. Cuando atacaban, lo hacían desde arriba. A seis metros de altura, el lelo saltó hacia atrás apoyándose en los barrotes, girando en el aire con la cabeza por delante, retorciéndose como un tirabuzón mientras descendía a toda velocidad, y aterrizó sobre sus pies a tres metros de Dunk. La misma maniobra, pero al revés: Dunk saltó, el lelo se tiró al suelo. La pica atravesó el espacio vacío sobre su cabeza. Cuando Dunk cayó hacia delante, impulsado por su aceleración, el lelo saltó y se estrelló de cabeza contra su vientre acolchado, arrojándole al otro lado de la jaula. Dunk se incorporó contra los barrotes, obviamente conmocionado. La pica había caído al suelo a sus pies, y había perdido la máscara. Peter vio que extendía el brazo hacia el arma, pero el gesto fue débil y su mano tanteó con aturdida torpeza. Tenía el pecho hinchado como un fuelle, y un reguero de sangre resbalaba desde la nariz hasta el labio superior. ¿Por qué no le había matado ya el lelo?

Porque era una trampa. El lelo también parecía sospecharlo. Mientras contemplaba al luchador caído, Peter intuyó el conflicto interior del ser. El ansia de matar enfrentada a una incipiente sospecha táctica de que las apariencias engañaban, un vestigio, quizá, de la capacidad humana de razonar. ¿Cuál ganaría? La multitud estaba coreando el nombre de Dunk, intentaba despertarle de su estupor. Eso, o bien animaba al lelo a entrar en acción. Cualquier muerte serviría. Al entrar en la jaula, Dunk ya había asegurado la victoria más importante: ser humano. Negar el dominio de los virales sobre su persona, sobre sus camaradas, sobre el mundo. El resto ya se vería.

Ganó la sangre.

El lelo saltó en el aire. Al mismo tiempo, la mano vacilante había encontrado y asido la pica. Cuando el ser cayó, Dunk levantó la pica en un ángulo de cuarenta y cinco grados, la apuntó al pecho del lelo que descendía, y apoyó el extremo inferior contra el suelo entre sus rodillas.

¿Supo el lelo lo que iba a suceder? ¿Experimentó, en aquella fracción de segundo en que el resultado quedó resuelto, una conciencia de su carrera hacia la muerte? ¿Era feliz? ¿Estaba triste? Y entonces, la punta de la pica encontró su objetivo y atravesó de parte a parte al ser, de forma que expiró con un solo, majestuoso e instantáneo estertor de muerte.

Dunk empujó el cuerpo a un lado. Peter se había puesto en pie como el resto de la muchedumbre. Su energía se había sumado a la de los demás, fluía en la corriente colectiva. Su voz resonó con la multitud:

¡Dunk, Dunk, Dunk, Dunk!

¡Dunk, Dunk, Dunk, Dunk!

¿Por qué era esto diferente?, se preguntó Peter, mientras otra parte de su cerebro se negaba a concederle importancia, a la deriva en su euforia inesperada. Se había enfrentado a los virales en la muralla, en ciudades y desiertos, en bosques y campos. Había descendido doscientos metros hasta penetrar en una cueva. Se había entregado a una muerte probable cientos de veces, y, no obstante, la valentía de Dunk era algo más, algo más puro, algo redentor. Peter miró a sus amigos. Michael, Hollis, Lore: era inconfundible. Sentían lo mismo que él.

Sólo Tifty parecía diferente. Se había puesto en pie como el resto, pero su rostro no reflejaba la menor emoción. ¿Qué estaba viendo en el ojo de su mente? ¿Adónde habría ido? Había ido al campo. Ni siquiera la jaula podía aligerar aquel peso. Aquélla era la oportunidad de Peter. Esperó a que los vítores enmudecieran. En las tribunas, estaban contando y pagando las apuestas.

—Déjeme ir allí.

Tifty le estudió con una ceja enarcada.

—¿Qué me está pidiendo, teniente?

—Una apuesta. Mi vida contra su promesa de llevarme a Iowa. No sólo ha de decirme dónde está esa ciudad. Ha de acompañarme.

—Peter, no es una buena idea —advirtió Hollis—. Sé lo que sientes. Lo llamamos fiebre de jaula.

—No se trata de eso.

Tifty cruzó los brazos sobre el pecho.

—Señor Jaxon, ¿tengo aspecto de tonto? Su reputación le precede. No dudo de que un lelo entre dentro de sus posibilidades.

—Un lelo no. Sheila.

Tifty le sopesó con los ojos. Detrás de él, Michael y Lore no decían nada. Tal vez comprendían lo que estaba haciendo, y tal vez no. Tal vez estaban demasiado estupefactos por la aparente pérdida de sus facultades para reaccionar. En cualquier caso, daba igual.

—De acuerdo, teniente, es su funeral. Tampoco quedará nada para enterrar.

Tifty y dos de sus hombres acompañaron a Peter a una pequeña habitación situada en la parte posterior del estadio. Michael y Hollis iban con él. Lore esperaba en las tribunas. La habitación estaba vacía, salvo por una mesa larga sobre la que descansaban trajes acolchados blindados y diversos tipos de armas. Peter se vistió. Al principio, le había preocupado que los trajes acolchados le restaran rapidez en exceso, pero eran de una ligereza y flexibilidad sorprendentes. La máscara era otra cuestión. Peter no comprendía de qué ayuda podía servir, y le impedía la visión periférica. La dejó a un lado.

Ahora, las armas. Le permitieron dos. Armas de fuego no, sólo armas perforantes. Cuchillos, ballestas, picas y espadas y hachas de diversas longitudes y peso. La ballesta era tentadora, pero en espacios angostos costaría demasiado volver a cargarla. Peter eligió una pica de metro y medio con extremo de acero provisto de púas.

En cuanto a la segunda: miró a su alrededor en busca de algo que sirviera a sus propósitos. En la esquina de la habitación había un cubo de basura galvanizado. Quitó la tapa y lo examinó.

—Que alguien me dé un trapo.

Se lo dieron. Peter lo mojó con saliva y frotó el interior de la tapa. Su reflejo empezó a surgir, con escasa precisión, apenas algo más que una forma borrosa. Pero tendría que bastar.

—Esto es lo que quiero.

Los hombres de Tifty estallaron en carcajadas. ¡La tapa de un cubo de basura! ¡Un escudo patético contra un drago adulto! ¿Es que quería suicidarse?

—Que esté loco es una cosa, teniente —dijo Tifty—. Pero esto no lo puedo permitir.

Michael le miraba con el ceño fruncido y expresión burlona.

—¿Como… en Las Vegas?

Peter asintió y se volvió hacia Tifty.

—Dijo algo en la sala.

—Creo que sí.

—Pues estoy preparado.

Le condujeron al estadio. La multitud prorrumpió en rugidos y pataleos, pero el sonido era diferente del ofrecido a Dunk. Sus lealtades habían cambiado. Peter no era uno de ellos. Estaban entusiasmados por verle morir, aquel arrogante soldado de los Expedicionarios que osaba pensar que era capaz de matar a un drago. La caja ya estaba situada en el centro del cuadrilátero. Cuando Peter se acercó, creyó verla sacudirse. Oyó desde las gradas: «¡Se cierran las apuestas!».

—No es demasiado tarde para dar marcha atrás —dijo Hollis—. Podríamos huir.

—¿Qué probabilidades me conceden?

—Diez a uno a que sobrevives treinta segundos. Cien a uno a que duras un minuto.

—¿Has apostado?

—Te he dado por vencedor en cuarenta y cinco. Me quedaré endeudado de por vida.

—El acuerdo habitual, ¿vale?

Peter no tuvo que dar más explicaciones: Si me muerde pero sobrevivo, no lo permitas. Que sea rápido.

—No has de preocuparte.

—Avisa también a Michael.

El hombre se quedó desolado.

—¡Jesús!, Peter. Ya lo hiciste una vez. Tal vez existió otro motivo de que disminuyeran la velocidad. ¿Lo has pensado?

Peter miró la caja en medio del cuadrilátero. Estaba temblando como un motor.

—Gracias. Estoy pensando en ello ahora.

Se estrecharon la mano. Un momento serio, pero ya habían vivido otros similares. Peter entró en la jaula. Uno de los hombres de Tifty cerró la puerta a su espalda. Hollis y Michael ocuparon sus asientos en las gradas con Lore. Tifty se levantó con el megáfono.

—Teniente Jaxon de los Expedicionarios, ¿preparado?

Un coro de abucheos. Peter hizo lo posible por desoírlos. Le había impulsado la pura convicción, pero ahora que había llegado el momento, su cuerpo había empezado a poner en duda a su mente. Tenía el corazón acelerado, las palmas de las manos húmedas. La pica se le antojaba absurdamente pesada en la mano. Llenó el pecho de aire.

—¡Preparado!

—Entonces… ¡Que empiece la cuenta!

Después, Peter averiguó que el enfrentamiento había durado el increíble total de veintiocho segundos. Se le antojó corto y largo al mismo tiempo. Había sucedido despacio y muy deprisa, una confusión de acontecimientos que no se correspondía con el transcurso del tiempo normal.

Lo que recordaba era esto:

La explosión del drago al salir de la caja, como agua expulsada de una manguera; su majestuoso salto en el aire, una fuerza concentrada de la naturaleza, hasta lo alto de la jaula, y después tres veloces rebotes mientras saltaba de lado a lado, demasiado rápida para que los ojos de Peter la siguieran: la imagen en el ojo de su mente de su brinco anticipado y del arco que su cuerpo emplearía para caer sobre él, y del momento en que ocurriría, exactamente como él había previsto; la explosión de fuerza cuando sus cuerpos habían colisionado, uno inmóvil, el otro volando con la cabeza por delante; el drago le arrojó contra la jaula, y su cuerpo (falto de aliento, destrozado, inconsciente durante uno o dos segundos, pero no más) rodando, rodando y rodando.

Estaba tendido sobre el estómago. La tapa del cubo de basura y la pica habían desaparecido. Rodó sobre su espalda y retrocedió a cuatro patas, y entonces encontró lo que quedaba de la pica. El palo se había partido a unos sesenta centímetros de su extremo puntiagudo de acero. Lo rodeó con su puño y se levantó. Moriría luchando. Al menos, moriría de pie. En un planeta lejano, las multitudes prorrumpían en vítores. El viral estaba avanzando hacia él de una forma que habría descrito como pausada, casi despreocupada. Ladeó la cabeza y abrió las mandíbulas para que pudiera dar un buen vistazo a sus dientes.

Sus ojos se encontraron.

Se encontraron de verdad. Una auténtica mirada escrutadora. El momento se prolongó, y en aquel instante sintió Peter que su mente se zambullía en la de ella: sus sensaciones y recuerdos, pensamientos y deseos, la persona que había sido y el dolor de aquello terrible en que se había convertido. Su expresión se había suavizado, su postura se había relajado de una forma discernible. La ferocidad de su expresión albergaba ahora algo diferente: una profunda melancolía. Un ser humano habitaba todavía en su interior, como una llama diminuta en la oscuridad. No apartes la vista, se dijo Peter. Hagas lo que hagas, no dejes de sostener su mirada. Sujetaba la pica en la mano.

Avanzó un paso, y después otro. Ella continuó sin moverse. Peter sintió una especie de estremecimiento sereno en su interior, no de miedo sino de anhelo: eso era lo que ella deseaba. La multitud había enmudecido. Era como si los dos estuvieran solos en un inmenso espacio silencioso. Una iglesia vacía. Un teatro abandonado. Una cueva. Echó hacia atrás la pica, apoyó la mano libre sobre el hombro de la viral para no perder el equilibrio. Por favor, decían los ojos de ella.

Luego, todo terminó.

La muchedumbre guardaba un silencio ensordecedor. Peter cayó en la cuenta de que estaba temblando. Algo irrevocable había sucedido, indiscernible. Miró el cuerpo. Había notado que su alma la abandonaba. Le había rozado como una brisa, sólo que la brisa estaba dentro de él, compuesta de palabras. Gracias, gracias. Soy libre.

Tifty le estaba esperando cuando salió de la jaula.

—No se llamaba Sheila —dijo Peter—. Se llamaba Emily.

Tifty no dijo nada. Su expresión era de absoluta perplejidad.

—Tenía diecisiete años cuando la raptaron. Su último recuerdo era el de besar a un chico.

—No lo entiendo.

Hollis, Michael y Lore se estaban acercando a las gradas. Peter avanzó hacia ellos, se detuvo y giró en redondo hacia Tifty.

—¿Quiere saber cómo se les mata?

El hombre asintió, boquiabierto.

—Mirándolos a los ojos.