—Papeles.
Sara suplicó a sus dedos que dejaran de temblar y entregó a la guardia su pase falsificado. El corazón le martilleaba contra el pecho, y era sorprendente que la mujer no lo oyera. Arrebató el papel de los dedos de Sara y lo examinó a toda prisa, no sin antes escudriñarle la cara, para luego examinarlo por última vez y devolvérselo sin la menor expresión.
—¡Siguiente!
Sara pasó por la puerta giratoria. Un acto definitivo: en cuanto la cruzara, no podría contar con ninguna ayuda. Al otro lado había un vertedero vallado, como en un matadero. Una columna de jornaleros estaba trabajando en él: encargados de mantenimiento, pinches de cocina, mecánicos. Más cols vigilaban a cada lado del vertedero, sujetaban a perros amenazadores encadenados, reían entre ellos cada vez que un lugareño se encogía. Registraban las bolsas, cacheaban a todo el mundo. Sara se envolvió la cabeza con el chal y mantuvo la vista gacha. El auténtico peligro residía en ser vista por alguien que la conociera, lugareño, col, daba igual. No gozaría de un anonimato seguro hasta que se pusiera el velo de las asistentas.
Sara ignoraba cómo había conseguido Eustace introducirla en la Cúpula. Estamos en todas partes, se limitó a decir. Una vez dentro, su contacto la localizaría. Un intercambio de palabras en clave, comentarios anodinos de significado oculto, bastarían para establecer la identidad de ambos. Subió la colina, mientras intentaba hacerse invisible a base de mantener la vista clavada en el suelo, aunque pensándolo mejor, ¿debía hacerlo? ¿No parecería más natural mirar a su alrededor? Hasta el aire parecía diferente ahí: más limpio, pero de una manera que se le antojaba cargado de peligros. Por el rabillo del ojo detectó la numerosa presencia de elementos de Recursos Humanos, que se desplazaban en grupos de dos y tres. Debían de haber aumentado la seguridad debido al coche bomba, pero ¿quién sabía? Tal vez era siempre así.
La Cúpula estaba rodeada de barricadas de hormigón. Mostró el pase en la caseta de guardia y subió la amplia escalinata que conducía a la entrada, un par de puertas enormes encajadas en un marco de bronce. Respiró hondo en el umbral. Allá vamos, pensó.
Las puertas se abrieron, lo cual la obligó a hacerse a un lado. Dos ojosrojos pasaron a toda prisa, con el cuello de la chaqueta subido para protegerse del frío y maletines de piel colgando de sus manos. Pensó que había conseguido pasar desapercibida, cuando uno se detuvo en el último escalón y se volvió para mirarla.
—Fíjate por dónde vas, lugareña.
Sara estaba contemplando el suelo, hacía lo imposible por esquivar sus ojos. Incluso con gafas de sol, poseían el poder de conseguir que sus tripas se removieran.
—Lo siento, señor. Ha sido culpa mía.
—Mírame cuando te hablo.
Se sintió atrapada.
—No quería ofenderle —murmuró—. Tengo un pase.
Lo extendió.
—He dicho que me mires.
Sara levantó poco a poco la cabeza, mientras sus instintos le gritaban lo contrario. Durante un fugaz momento, el ojorojo la examinó desde detrás del escudo impenetrable de sus gafas, sin hacer el menor movimiento por aceptar el pase. El segundo parecía estar en otra parte. Sólo estaba consintiendo a su compañero aquella interrupción de la rutina diaria. Tenían algo indiscutiblemente infantil, pensó Sara. Con sus rostros barbilampiños e inmaculados, los cuerpos ágiles y juveniles, eran como niños creciditos jugando a disfrazarse. Todo era un juego para ellos.
—Cuando uno de nosotros te diga algo, obedece.
El otro hinchó las mejillas, impaciente.
—¿Qué demonios te pasa hoy? No es nadie. ¿Podemos irnos, por favor?
—No hasta que haya terminado. ¿Me he expresado con claridad? —le preguntó a Sara.
Se le heló la sangre en las venas. Realizó un esfuerzo sobrehumano por no apartar la mirada. Aquellos ojos demoníacos. Aquella sonrisa despreciativa.
—Sí, señor —tartamudeó—. Por completo.
—Dime, ¿qué haces?
—¿Qué hago?
El destello de una sonrisa, como un gato con un ratón entre las garras.
—Sí, qué haces. Cuál es tu trabajo.
Ella se encogió de hombros con aire obsequioso.
—Sólo limpio, señor. —Como el hombre no contestó, añadió—: Voy a ser asistenta.
El ojorojo la estudió un momento más, mientras decidía si la respuesta le satisfacía o no.
—Bien, voy a darte un consejo, lugareña. Cuando atravieses esas puertas, compórtate. No cuesta mucho.
—Lo haré. Gracias, señor.
—Ahora ve a trabajar.
Sara esperó a que la pareja bajara la escalera hasta el final para permitir que la tensión abandonara su cuerpo. Voladores, pensó. Por el amor de Dios, contrólate. Estás a punto de entrar en un edificio lleno de esos seres.
Se armó de valor y abrió la puerta.
Al instante se sintió abrumada por la sensación de amplitud, su sentido de las dimensiones distorsionado por la inmensidad vertical del espacio. Nunca había visto un lugar semejante: el reluciente suelo de mármol, los niveles de galerías, las enormes escaleras curvas. El techo se hallaba muy arriba. La luz del sol atenuada descendía desde las altas ventanas protegidas con cortinas de la cúpula, y bañaban el interior de una luz propia del crepúsculo. Todo parecía sonoro y silencioso a la vez, y los sonidos más ínfimos retumbaban antes de que el vacío los absorbiera. Había cols apostados en toda la periferia de la sala y a intervalos regulares en las escaleras. Una hilera de trabajadores, de diez en el fondo, esperaba en el mostrador de tramitación, situado en medio de la sala. Se colocó detrás de un hombre que llevaba una bolsa de herramientas al hombro. El deseo de mirar hacia delante para ver lo que la esperaba era intenso, pero no cedió. La cola fue avanzando a paso de tortuga, a medida que sellaban cada pase. Era la quinta de la cola, después la tercera, luego la segunda. El hombre de la bolsa de herramientas se apartó y reveló la figura sentada al escritorio.
Era Vale.
El corazón de Sara sufrió una descarga de adrenalina. No podía moverse. No podía respirar. Todo habría terminado antes de empezar. Sus órdenes eran tajantes: no podía permitir que la capturaran con vida. Nina no había callado nada cuando describió con exactitud lo que le harían los ojosrojos: Será algo como jamás has experimentado. Suplicarás que te maten. No puedes vacilar. ¿Qué podía hacer? ¿Debía correr y rezar para que dispararan a matar?
—¿Se encuentra bien, señorita?
Vale la estaba mirando expectante, y extendió una mano para recibir su pase.
—¿Qué ha dicho?
—¿Se… encuentra… bien?
Experimentó la sensación de que la habían apartado de un tirón del borde de un precipicio. Buscó la respuesta correcta.
—Sólo estoy un poco nerviosa.
Si Vale se quedó sorprendido al verla, su rostro no lo traicionó. Vale era mejor actor que ella. Tantos años que le conocía, y nunca había detectado nada.
—La Cúpula puede resultar un poco agobiante la primera vez que la ves. Usted debe de ser la chica nueva, Dani. ¿No es así?
Ella asintió. Dani, así se llamaba ahora. No Sara.
—Enséñeme su placa, por favor.
Se subió la manga y extendió el brazo. Eustace, por mediación de un infiltrado en el departamento de documentación, había conseguido que asignaran el número de Sara a su nueva identidad ficticia. Vale fingió que lo comparaba con el que constaba en sus papeles.
—Por lo visto, ha de presentarse al subdirector Wilkes. —Indicó con un ademán a otro col que le sustituyera en el escritorio—. Acompáñeme.
Sara no conocía el nombre. Pero un subdirector tenía que ser miembro del estado mayor. Vale la acompañó por un corto pasillo hasta un ascensor de puertas metálicas reflectantes. Se quedaron en silencio, con la mirada clavada en el frente, mientras esperaban el ascensor.
—Entre, por favor.
Vale la siguió y apretó el botón del sexto piso. La caja empezó su ascensión. Aún no la miraba. Ella se preguntó si iba a decirle algo. Después, cuando pasaron la cuarta planta, el hombre tocó un interruptor del panel. La caja se detuvo con brusquedad.
—Sólo tenemos un momento —dijo Vale—. Te han asignado a la mujer, Lila. Esto es mejor de lo que habíamos esperado.
—¿Quién es Lila?
—La que controla a los virales. Un objetivo de suma importancia. Siempre está custodiada por una guardia numerosa y casi nunca abandona sus aposentos.
La mente de Sara se apresuró a codificar cada palabra que escuchaba.
—¿Qué debo hacer?
—De momento, sólo vigilarla. Intenta ganarte su confianza. Tú y yo no volveremos a tener contacto directo. Cualquier mensaje se enviará por mediación de la criada que te lleve las comidas. Si la cuchara de la bandeja está al revés, hay una nota debajo del plato. Devuelve cualquier mensaje de la misma forma, pero sólo en caso de emergencia. ¿Comprendido?
Sara asintió.
—Siempre me gustaste, Sara. Me gustaría pensar que hice lo posible por protegerte, pero nada de eso importa ya. Si los ojosrojos averiguan quién eres, no podré ayudarte. —Deslizó los dedos bajo el cinto, extrajo un pequeño cuadrado de papel de plata y lo apretó contra su mano—. Lleva esto siempre encima escondido. Hay un pedazo de papel secante dentro. Está empapado en el mismo componente que Nina utilizó para dejarte inconsciente, pero mucho más concentrado. Póntelo debajo de la lengua. Surtirá efecto en menos de dos segundos. Créeme, es mejor que ir al sótano.
Sara guardó el sobre en el bolsillo de los pantalones. Ahora, la muerte era su compañera. Confió en tener valor si llegaba el momento.
La mano de Vale se apoyó sobre el interruptor.
—¿Preparada?
El ascensor reinició su ascensión con una sacudida, y después fue reduciendo la velocidad a medida que se acercaban a su destino. Vale asumió su identidad falsa, apoyó una mano sobre el brazo de Sara y la aferró justo por debajo del codo. Las puertas se abrieron y revelaron a un col, corpulento y de dientes ennegrecidos, que los miraba con los brazos en jarras.
—¿Qué demonios le pasa al ascensor? —Después miró a Sara—. ¿Qué hace ella aquí?
—Nueva asistenta. La llevo a Wilkes.
El col la examinó de arriba abajo. Enarcó las cejas de una forma insinuante.
—Qué pena. Es agradable.
Vale la condujo por un pasillo flanqueado por pesadas puertas. En cada una había una placa de latón a la altura de los ojos con un nombre y un cargo, algunos de los cuales recordaba Sara de los periódicos distribuidos en la planicie: «Aidan Hoppel, Ministro de Propaganda», «Clay Anderson, Ministro de Obras Públicas», «Daryl Chee, Ministra de Recuperación de Recursos Materiales», «Vikram Suresh, Ministro de Salud Pública». Llegaron a la última puerta: «Frederick Wilkes, Jefe del Estado Mayor y Subdirector de la Patria».
—Entre.
El ocupante del despacho estaba encorvado sobre una pila de papeles amontonados encima de su escritorio, y escribía con una pluma estilográfica. Una pálida luz invernal se filtraba a través de las ventanas cubiertas con cortinas que tenía detrás. Transcurrió un momento. Después, alzó la mirada.
—Dani, ¿verdad?
Sara asintió.
El ojosrojos desvió la vista hacia Vale.
—Espere fuera, por favor.
La puerta se cerró. Wilkes osciló hacia atrás en la silla. Proyectaba un aire de cansancio. Sacó una hoja de papel de la pila y la miró.
—Las vaquerías. ¿Trabajaba en ellas?
—Sí, subdirector.
—Y no tiene familiares directos.
—No, subdirector.
Wilkes devolvió la atención a la hoja del escritorio.
—Bien, parece que hoy es su día de suerte. Será la acompañante de Lila. ¿El nombre le dice algo?
Sara negó con la cabeza.
—¿Ha oído rumores, tal vez? No nos hacemos ilusiones de que la seguridad sea siempre como debería. Puede decírmelo si es así.
Con un esfuerzo monumental, se obligó a mirarle a los ojos.
—No, no he oído nada.
Wilkes dejó que pasara un momento antes de continuar.
—Bien. Baste decir que Lila es muy especial. El trabajo es sencillísimo. Básicamente, hacer lo que ella diga. Descubrirá que puede ser… ¿Cómo decirle? Impredecible. Le pedirá cosas que considerará extrañas. ¿Cree que está capacitada?
Ella asintió con brusquedad.
—Sí, señor.
—Lo que ha de hacer es conseguir que coma. Esto exige engatusarla un poco. Puede llegar a ser extremadamente testaruda.
—Puede contar conmigo, subdirector.
El hombre se reclinó en la silla de nuevo y enlazó las manos sobre el regazo.
—Descubrirá que la vida en la Cúpula es mucho más cómoda que en la planicie. Tres comidas al día. Agua caliente para bañarse. Se le pedirá muy poca cosa más aparte de las tareas que le he descrito. Si hace un buen trabajo, no existen motivos para que no pueda disfrutar de nuestra generosidad en los años venideros. Una última cuestión. ¿Cómo se lleva con los niños?
—¿Los niños, señor?
—Sí. ¿Le gustan? ¿Se lleva bien con ellos? Personalmente, se me antojan muy pesados.
Sara sintió una punzada familiar.
—Sí, subdirector. Me gustan.
Esperó más explicaciones de Wilkes, pero era evidente que la conversación había terminado. La miró fijamente unos segundos más, y después descolgó el teléfono.
—Dígales que va de camino.
Apenas una hora más tarde, Sara se encontró vestida con la túnica de asistenta, parada en el umbral de una casa decorada con tanta suntuosidad que el volumen de detalles era difícil de asimilar. Pesadas cortinas estaban corridas sobre las ventanas; las únicas fuentes de luz eran varios candelabros de plata grandes dispuestos alrededor de la sala. Poco a poco, la escena se fue definiendo. La cantidad de muebles y chucherías conseguía que pareciera menos un lugar en el que vivía gente que un almacén de objetos diversos. Un voluminoso sofá cubierto con gruesas almohadas provistas de borlas, así como un par de sillas igualmente rellenas en exceso, estaban colocados frente a frente, ante una mesa cuadrada baja de madera pulida, sobre la cual descansaba una pila de libros. Más almohadas de diferentes colores estaban diseminadas por el suelo, adornado con una alfombra de complicados dibujos. Las paredes estaban cubiertas de óleos con pesados marcos dorados: paisajes, pinturas de caballos y perros, así como numerosos retratos de mujeres con sus hijos vestidos de manera pintoresca. Las imágenes poseían inquietantes visos de realidad. Una en particular llamó la atención de Sara: una mujer con un vestido azul y sombrero naranja, sentada en un jardín al lado de una niña pequeña. Se acercó para examinarla con más detenimiento. Una pequeña placa en la parte inferior del marco rezaba: «Pierre-Auguste Renoir, En la terraza, 1881».
—Bien, ya has llegado. Ya era hora de que enviaran a alguien.
Sara giró en redondo. Una mujer, con los brazos cruzados sobre el pecho, estaba parada en el umbral del dormitorio. Era más o menos la imagen que Sara se había formado a partir de lo que Vale y Wilkes habían dicho. La persona a la que había imaginado era, como mínimo, una presencia sustancial, pero la figura que tenía ante ella parecía muy frágil. Contaría unos sesenta años. Profundas arrugas surcaban su rostro y abrían fronteras entre sus diversas regiones. Medias lunas de carne fofa colgaban como hamacas bajo sus ojos llorosos. Los labios eran tan pálidos que prácticamente no existían, como labios fantasmales. Vestía una bata reluciente de una tela delgada y brillante, y una gruesa toalla rodeaba su cabeza a modo de turbante.
—¿Hablas inglés?
Sara la miró sin comprender, incapaz de encontrar una respuesta para aquella pregunta incomprensible.
—¿Hablas… inglés?
—Sí —contestó Sara—. Hablo inglés.
La mujer pareció sobresaltarse.
—Ah. De modo que sí. Debo decir que me sorprende. ¿Cuántas veces he pedido al servicio que me enviara a alguien que hablara aunque fuera un poco de inglés? Ni te lo puedes imaginar. —Hizo un gesto distraído con las manos—. Lo siento, ¿cómo has dicho que te llamas?
Para empezar, ni siquiera lo había dicho.
—Soy Dani.
—Dani —repitió la mujer—. ¿De dónde eres, exactamente?
La respuesta más general parecía también la más prudente.
—Soy de aquí.
—Pues claro que eres de aquí. Me refería a tu procedencia. Tu tribu. Tu pueblo. Tu clan. —Movió de nuevo las manos—. Ya sabes. Tu familia.
A cada frase nueva, Sara se sentía cada vez más hundida en las arenas movedizas de las extravagancias de la mujer. No obstante, tenía algo casi entrañable. Parecía indefensa, un pájaro nervioso en una jaula.
—California, en realidad.
—Ah. Ahora ya vamos mejorando. —Una pausa. Después, una mirada como de haber descubierto algo—. Ah, ya entiendo. Estás estudiando en el colegio. ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—¿Señora?
—Por favor —gorjeó la mujer—, llámame Lila. Y no seas tan modesta. Es admirable lo que estás haciendo. Una gran demostración de carácter. Por supuesto, eso no significa que vaya a pagarte más que a las demás chicas. Ya se lo dejé claro al servicio. Catorce por hora, lo tomas o lo dejas.
¿Catorce qué?, se preguntó Sara.
—Catorce está bien.
—Y Seguridad Social, por supuesto. Te pagaremos eso, y rellenaremos el formulario 1.099 de Hacienda. David es muy particular sobre esas cosas. Es lo que podría llamarse un observador de las normas. Un tipo de lo más aburrido. No tendrás seguro de enfermedad, me temo, pero estoy segura de que ya lo tienes por mediación del colegio. —Le dedicó una sonrisa alentadora—. Bien, ¿nos hemos entendido?
Sara asintió, estupefacta por completo.
—Excelente. Debo decir, Dani —continuó la mujer, Lila, mientras se deslizaba por la habitación—, que has llegado justo a tiempo. Ni un momento demasiado pronto, en realidad. —Había sacado una caja de cerillas de la bata y estaba encendiendo un enorme candelabro cerca de su tocador—. ¿Por qué no pones eso ahí?
Se refería a la bandeja que Wilkes le había dado. Sobre ella descansaban una petaca metálica y una copa. Sara dejó la bandeja donde la mujer le había indicado, junto a un armario ropero profusamente tallado cubierto de pañuelos. Lila se había colocado delante de un espejo de cuerpo entero y estaba girando los hombros de un lado a otro, mientras examinaba su reflejo.
—¿Qué opinas?
—¿Perdón?
Apoyó una mano sobre el estómago y apretó hacia dentro, al tiempo que llenaba el pecho de aire.
—Esta espantosa dieta… Creo que jamás he sentido tanta hambre en mi vida. Pero da la impresión de que está alcanzando su objetivo. ¿Qué dices, Dani? ¿Otros dos kilos? Puedes ser sincera.
De perfil, la mujer era sólo piel y huesos.
—A mí me parece que está bien —dijo con gentileza—. Yo no perdería más.
—¿De veras? Porque cuando me miro en este espejo lo que pienso es: ¿quién es este dirigible? ¿Este zepelín? Oh, Dios, la humanidad. Eso es lo que pienso.
Sara recordó las órdenes de Wilkes.
—Creo que debería comer, en realidad.
—Eso me dicen. Créeme, no es la primera vez que lo oigo. —Posó las manos sobre las caderas, arrugó la cara y bajó la voz una octava—. «Lila, estás demasiado flaca. Lila, has de poner algo de carne encima de esos huesos. Lila esto, Lila lo otro». Bla bla bla. —Después, sus ojos se abrieron de par en par, como presa del pánico—. Oh, Dios mío, ¿qué hora es?
—Supongo que es… ¿mediodía?
—¡Oh, Dios mío! —La mujer empezó a correr de un lado a otro de la habitación, al tiempo que levantaba diversas pertenencias y las volvía a guardar de una manera que parecía arbitraria—. No te quedes ahí parada —imploró, mientras cogía una pila de libros y los embutía en una librería.
—¿Qué quiere que haga?
—Pues… no lo sé. Cualquier cosa. Toma —Llenó las manos de Sara de almohadas—. Pon eso ahí. En el cómo-se-llame.
—Um, ¿se refiere al sofá?
—¡Pues claro que me refiero al sofá!
Y de repente, una luz pareció encenderse en el rostro de la mujer. Una luz maravillosa, alegre, brillante. Estaba mirando a la puerta por encima del hombro de Sara.
—¡Cariño!
Se acuclilló cuando una niña, vestida con una sencilla bata, de revueltos tirabuzones rubios, pasó corriendo al lado de Sara y se lanzó en los brazos extendidos de la mujer.
—¡Ángel mío! ¡Mi cariñín!
La niña, que sostenía una hoja de papel coloreado, señaló la cabeza de la mujer, envuelta en el turbante.
—¿Te has bañado, Mami?
—¡Pues sí! Ya sabes que a Mami le gusta bañarse. ¡Qué niña tan inteligente eres! Bien, dime —continuó—, ¿qué tal han ido las clases? ¿Te leyó Jenny?
—Leímos Peter Rabbit.
—¡Maravilloso! —sonrió la mujer—. ¿Fue divertido? ¿Te gustó? Seguro que ya te he dicho cuánto lo adoraba cuando tenía tu edad. —Desvió su atención hacia el papel—. ¿Y qué tenemos aquí?
La niña levantó el papel.
—Es un dibujo.
—¿Ésa soy yo? ¿Es un dibujo de las dos?
—Son pájaros. Éste se llama Martha, y el otro, Bill. Están construyendo un nido.
Un atisbo de decepción. Después, la mujer sonrió de nuevo.
—Pues claro que sí. Cualquiera se daría cuenta. Está tan claro como la nariz de tu bonita carita.
Y así sucesivamente. Sara apenas asimilaba lo que estaba viendo. Una intensa sensación nueva se había apoderado de ella, la sensación de una alarma biológica. Algo profundo y atávico, como un maremoto por su peso y movimientos, acompañado de una concentración de sus sentidos en la nuca de la cabecita rubia de la niña. Aquellos rizos. Las dimensiones singulares y precisas que el cuerpo de la niña ocupaba en el espacio. Sara ya lo sabía sin saberlo, un hecho que también conocía, la paradoja que construía una especie de pasadizo en su interior, como imágenes reflejadas infinitamente en dos espejos enfrentados.
—Pero qué descuido el mío —estaba diciendo la mujer, Lila, su voz a una distancia imposible de la realidad, una transmisión llegada desde un planeta lejano—. He olvidado por completo la buena educación, Eva. He de presentarte a alguien. Ésta es nuestra nueva amiga…
Hizo una pausa, completamente en blanco.
—Dani —logró articular Sara.
—Nuestra maravillosa nueva amiga Dani. Eva, saluda.
La niña se volvió. El tiempo se desmoronó cuando Sara contempló su rostro. Una amalgama única de forma y facciones en todo el universo. No cupo la menor duda en la mente de Sara.
La niña le dedicó una sonrisa radiante.
—Encantada de conocerte, Dani.
Sara estaba mirando a su hija.
Pero al siguiente segundo algo cambió. Cayó una sombra, descendió una presencia oscura. Devolvió a Sara al mundo.
—Lila.
Sara se volvió. Estaba parado detrás de ella. Su rostro era el de un hombre corriente, olvidable, como tantos miles, pero de él irradiaba una fuerza amenazadora invisible tan incontrovertible como la gravedad. Mirarle era como sentirse lanzado al abismo.
Miró a Sara con desprecio a los ojos, y la traspasó de parte a parte.
—¿Sabes quién soy?
Sara tragó saliva. Tenía la garganta tan tensa como un junco. Por primera vez, su mente saltó al paquete de papel de plata oculto en los pliegues de su hábito. No sería la última.
—Sí, señor. Usted es el Director Guilder.
Su boca se curvó hacia abajo en señal de desagrado.
—Bájate el velo, por el amor de Dios. Sólo verte me da ganas de vomitar.
Ella obedeció con dedos temblorosos. Ahora la sombra se convirtió en una sombra literalmente, sus facciones se desdibujaron por fortuna detrás de la tela, como si fuera niebla. Guilder se acercó a donde Lila estaba acuclillada con la hija de Sara. Si su presencia significaba algo para la niña, Sara no lo advirtió, pero Lila era una historia muy diferente. Hasta su última célula se puso en tensión. Aferró a la niña delante de ella como si fuera un escudo y se puso en pie.
—David…
—Déjalo. —Sus ojos la recorrieron con desagrado—. Tienes un aspecto horrible, ¿lo sabías? —Después se volvió hacia Sara una vez más—. ¿Dónde está?
Comprendió que estaba hablando de la bandeja. Sara señaló.
—Traela aquí.
Sus manos lo consiguieron, sin saber muy bien cómo.
—Deshazte de ellas —dijo Guilder a Lila.
—Eva, cariño, ¿por qué no te vas afuera con Dani? —Lanzó una rápida mirada a Dani, con ojos suplicantes—. Hace un día muy bonito. Un poco de aire fresco, ¿qué te parece?
—Quiero que me lleves tú —protestó la niña—. Nunca sales.
La voz de Lila era como una canción que le estaban obligando a cantar.
—Lo sé, corazón, pero ya sabes lo sensible que es Mami al sol. Además, Mami ha de tomar su medicina ahora. Ya sabes cómo se pone Mami cuando toma su medicina.
La niña obedeció a regañadientes. Se soltó de Lila y caminó hacia Sara, parada al lado de la puerta.
Tomó a Sara de la mano, un milagro insoportable.
Carne en contacto con carne. La insufrible pequeñez corpórea del gesto, su discreto poder, su inyección de memoria. Todos los sentidos de Sara se moldearon alrededor de la exquisita sensación de la diminuta mano de su hija en la de ella. Era la primera vez que sus cuerpos se tocaban desde que una estaba dentro de la otra, aunque ahora era al revés: Sara era la que estaba dentro.
—Idos, las dos —graznó Lila. Indicó la puerta con un ademán misterioso—. Divertíos.
Sin decir palabra, Kate (Eva) sacó a Sara de la habitación. Sara estaba flotando. Pesaba millones de kilos. Eva, pensó. He de acordarme de llamarla Eva. Un corto pasillo, y después un tramo de escaleras. Un par de puertas al final daban a un pequeño patio vallado con un balancín y un columpio oxidado. El cielo las miraba con una luz solemne henchida de nieve.
—Vamos —dijo la niña. Y se soltó.
Subió al columpio. Sara se puso detrás de ella.
—Empújame.
Sara tiró hacia atrás las cadenas, nerviosa de repente. ¿Sería seguro? Aquel ser precioso y amado. Aquella persona humana, sagrada y milagrosa. Un metro sería más que suficiente. Liberó las cadenas y la niña describió un arco en el aire, mientras agitaba vigorosamente las piernas.
—Más alto —ordenó.
—¿Estás segura?
—¡Más alto, más alto!
Cada sensación, un dolor desgarrador. Cada una, un grabado indoloro en el corazón. Sara cogió a su hija por la región lumbar y la empujó hacia delante. Al aire de diciembre subió. Con cada arco, su pelo volaba hacia atrás, impregnaba el aire con el dulce aroma de su persona. La niña se columpiaba en silencio. Su felicidad era fruto de la plena dedicación al acto en sí. Una niña pequeña, que se columpiaba en invierno.
Mi querida Kate, pensó Sara. Mi niña, mi hija. Empujaba, y volvía a empujar. La niña salía volando, pero siempre regresaba a sus manos. Lo sabía, lo sabía, siempre lo supe. Eres la brasa de vida sobre la que yo soplé, durante mil noches solitarias. Jamás te habría permitido morir.