La primera nevada se produjo la tercera noche en que Alicia estaba explorando la periferia de la ciudad, gordos copos que caían en espiral desde un cielo oscuro. Un frío limpio e invernal se había aposentado sobre la Tierra. El aire era seco y puro. Atravesaba su cuerpo como una serie de pequeñas exclamaciones, estallidos de claridad gélida en sus pulmones. Le habría gustado encender un fuego, pero podrían verlo. Se calentó las manos con el aliento, pateó la tierra helada cuando notó que sus sentidos se insensibilizaban. Aquella descarga de frío no dejaba de ser adecuada; poseía el sabor de una batalla.
Soldado ya no estaba a su lado. Al lugar adonde iba Alicia, el animal no podía ir. Siempre había poseído algo celestial, pensó, como si se lo hubieran enviado desde un mundo de espíritus. Gracias a su profunda conciencia había visto lo que le estaba pasando a su dueña, la oscura evolución. El feroz sabor que se desató en su interior desde el día en que hundió el cuchillo en el ciervo y le arrancó el corazón todavía palpitante. Contenía un poder jubiloso, una energía floreciente, pero había que pagar un precio. Se preguntó cuánto tiempo quedaba antes de que la dominara. Antes de despojarse de su superficie humana y convertirse en una cosa. Alicia Donadio, tiradora exploradora de los Expedicionarios, se acabó.
Vete, le había dicho. No estás a salvo conmigo. Las lágrimas flotaban en sus ojos. Ansiaba apartar la vista de él, pero no podía. Estupendo muchacho encantador, nunca te olvidaré.
Había recorrido los últimos kilómetros a pie, siguiendo el río. Sus aguas corrían todavía sin encontrar obstáculos, pero eso no duraría. Había empezado a formarse una corteza de hielo en los bordes. El paisaje estaba desnudo de árboles y yermo. La imagen de la ciudad apareció en el horizonte cuando llegó el ocaso. Hacía horas que la olía. Su inmensidad la había sorprendido. Sacó de la mochila el plano amarillento dibujado a mano y examinó la configuración del terreno. La cúpula que se alzaba en lo alto de la colina, el estadio en forma de cuenco, el río que se bifurcaba con su represa hidroeléctrica, el enorme edificio de hormigón con sus grúas, las filas de barracones encerrados entre alambradas… Tal como Greer había documentado quince años antes. Sacó la antena direccional y ajustó los controles con dedos entumecidos de frío. La desplazó de un lado a otro. Una oleada de estática. Después, la aguja se movió un milímetro. El receptor estaba apuntado a la cúpula.
Había alguien en casa.
Ya no necesitaba las gafas, salvo en las horas más luminosas del día. ¿Cómo había sucedido esto? ¿Qué le había pasado a sus ojos? Examinó su rostro en la superficie del río. La luz anaranjada continuaba desvaneciéndose. ¿Qué significaba eso? Parecía casi… normal. Una mujer humana corriente. Ojalá fuera verdad, pensó.
Dedicó los dos primeros días a dar vueltas al perímetro para examinar sus defensas. Hizo inventario: vehículos, soldados, armamento. Las patrullas habituales que salían por la puerta principal eran fáciles de esquivar. Sus esfuerzos parecían superficiales, como si no percibieran ninguna amenaza real. Al principio, camiones ligeros salían de los barracones y recorrían la ciudad transportando obreros a las fábricas, graneros y campos, y regresaban cuando oscurecía. A medida que transcurrían los días de observación, Alicia llegó a la conclusión de que estaba viendo una especie de prisión, una ciudadanía compuesta por esclavos y esclavistas, aunque los edificios de contención parecían escasos. Había poca vigilancia en las verjas. Muchos guardias no parecían ir armados. Fuera cual fuera la fuerza que mantenía controlada a la gente, procedía del interior.
Se concentró en dos edificios. El primero era el edificio grande de las grúas. Poseía la apariencia hercúlea de una fortaleza. Alicia distinguió con los prismáticos una sola entrada, un amplio portal cerrado con pesadas puertas metálicas. Las grúas no funcionaban. La construcción del edificio parecía finalizada, pero daba la impresión de que no se utilizaba. ¿Cuál sería su propósito? ¿Era un refugio de los virales, un refugio de último recurso? Parecía posible, aunque ningún lugar de la ciudad comunicaba una sensación amenazante similar.
El otro era el estadio, justo al otro lado del perímetro sur de la ciudad, en un recinto vallado contiguo. Al contrario que el búnker, en el estadio se desarrollaban actividades a diario. Entraban y salían vehículos, furgonetas y camiones más grandes, siempre al anochecer o poco después, que desaparecían por una profunda rampa que debía de conducir al sótano. Su contenido constituyó un misterio hasta el cuarto día, cuando un transporte de ganado, lleno de cabezas, descendió por la rampa.
Allí abajo debían de alimentar algo.
Y después, poco después de mediodía del quinto día, Alicia estaba descansando en el calvero donde había montado el campamento cuando oyó el lejano estampido de una explosión. Apuntó los prismáticos al corazón de la ciudad. Una nube de humo negro estaba ascendiendo desde la base de la colina. Un edificio, como mínimo, estaba ardiendo. Vio que hombres y vehículos corrían al lugar de los hechos. Se acercó un coche bomba para apagar las llamas. A esas alturas ya había aprendido a distinguir a los prisioneros de sus captores, pero en esa ocasión apareció un tercer tipo de individuos. Había tres. Bajaron al lugar de la catástrofe en un elegante vehículo negro, muy diferente de los destartalados montones de chatarra que Alicia había visto, enderezaron sus corbatas y alisaron las arrugas de sus trajes cuando salieron al sol invernal. ¿Qué extraña vestimenta era aquella? Gruesas gafas de sol ocultaban sus ojos. ¿Era por el brillo de la luz, o por otra cosa? Su presencia obró un efecto instantáneo, al igual que una piedra arrojada sobre la superficie de un estanque crea ondas. Los demás presentes en la escena proyectaron oleadas de energía angustiada. Daba la impresión de que uno de los hombres trajeados tomaba notas en una tablilla, mientras los otros dos bramaban órdenes y hacían ademanes ampulosos. ¿Qué estaba viendo? Una casta directiva, eso era evidente. Todo en la ciudad implicaba su existencia. Pero ¿qué era la explosión? ¿Un accidente, o algo deliberado? ¿Un punto débil en el entramado?
Sus órdenes eran claras. Explorar la ciudad, analizar la amenaza, presentarse en Kerrville al cabo de sesenta días. Bajo ninguna circunstancia debía establecer contacto con los habitantes. Pero no le habían dicho nada de mantenerse alejada de las alambradas.
Había llegado el momento de echar un vistazo más detenido.
Eligió el estadio.
Durante dos días más observó las idas y venidas de los camiones. Las verjas no representaban ningún problema. Entrar en el sótano sería bastante más difícil. La puerta, como el portal de un búnker, parecía inexpugnable. Sólo cuando un camión llegaba a lo alto de la rampa ascendía la puerta, y se cerraba en cuanto el vehículo pasaba, todo sincronizado a la perfección.
Anochecer del tercer día: detrás de unos matorrales, Alicia abandonó las armas, salvo la Browning, guardada en su funda, y un solo cuchillo pegado contra la columna vertebral. Había descubierto un punto de las alambradas donde uno de los diversos edificios que no parecían utilizarse ocultaría su ascensión. Cien metros de terreno despejado separaban estos edificios de la rampa. Una vez el conductor de la furgoneta doblara el recodo, Alicia contaría con seis segundos para salvar esa distancia. Fácil, se dijo. Pan comido.
Llegó a la verja de un salto, se aplastó contra la pared posterior del edificio y asomó la cabeza por la esquina. Allí estaba, puntual, corriendo hacia el estadio: la furgoneta. El conductor aminoró la velocidad cuando se acercó a la curva.
Corre.
Cuando el vehículo llegó a la parte superior de la rampa, Alicia se hallaba a seis metros detrás. La puerta, elevada por cadenas ruidosas, se acercó al punto máximo. Alicia saltó sobre el techo de la furgoneta y se dejó caer cabeza abajo medio segundo antes de que pasara bajo la puerta.
Voladores, qué buena era.
Ya lo estaba sintiendo, los estaba sintiendo a ellos. El cosquilleo en la piel demasiado familiar y, en el interior de la cabeza, un murmullo acuático, como la caricia de las olas en una orilla lejana. La furgoneta, a velocidad reducida, estaba atravesando un túnel. Delante vio una segunda puerta. El conductor tocó la bocina. La puerta subió para permitirles el paso. Otros tres segundos: la furgoneta se detuvo.
—¿Cuántos traes?
—Lo de costumbre.
—¿Hay que enviarlos en grupo?
—Y yo qué sé. ¿Qué dice la orden?
El sonido de papeles revueltos.
—Bien, no lo pone —contestó el segundo hombre—. En grupo, supongo.
—¿Aún está abierta la porra?
—Si quieres.
—Dame siete segundos.
—Cabrón tiene el siete. Has de elegir otro número.
—Seis, pues. —La puerta del conductor se abrió unos centímetros. Alicia oyó sus pies sobre el suelo de hormigón—. Prefiero las vacas. Tardan más.
—Eres un maldito hijo de puta, ¿lo sabías? —Una pausa—. De todos modos, tienes razón. Es cojonudo. —Habló en dirección opuesta a la furgoneta—. ¡Muy bien, todo el mundo, va a empezar el espectáculo! ¡Apaguemos las luces!
Las luces se apagaron con un ruido sordo, sustituidas por el resplandor crepuscular que proyectaban las bombillas del techo. Todos los hombres se alejaron de la puerta situada al final de la sala. No cabía duda de lo que aguardaba al otro lado. Alicia lo sintió en los huesos. Una puerta metálica empezó a bajar del techo, y después se detuvo con una sacudida. Los hombres de las mochilas habían ocupado posiciones a cada lado de la puerta, mechas encendidas bailaban en los extremos de sus varas. El conductor corrió a la parte posterior de la furgoneta y la abrió.
—Venga, todos fuera.
—¡Por favor —suplicó la voz de un hombre—, no tenéis que hacer esto! ¡No sois como ellos!
—Tranquilo, no es lo que piensas. Sé buen chico.
Esta vez, una mujer:
—¡Nosotros no hemos hecho nada! ¡Sólo tengo treinta y ocho años!
—¿De veras? Habría jurado que eras mayor. —El chasquido de un revólver al amartillarse—. Moveos, todos.
Los bajaron de la furgoneta de uno en uno, seis hombres y cuatro mujeres, con grilletes en las muñecas y los tobillos. Sollozaban, suplicaban por su vida. Algunos apenas podían tenerse en pie. Mientras dos hombres los apuntaban con sus rifles, el conductor se movió entre ellos con un llavero para abrir las cadenas.
—¿Para qué se las quitas? —preguntó un guardia.
—¡No hagáis esto, por favor! —gritó la mujer—. ¡Os lo suplico! ¡Tengo hijos!
El conductor propinó un golpe a la mujer, que cayó al suelo.
—¿No te he dicho que cerraras el pico? —Acercó un par de grilletes al guardia—. ¿Querrás lavarlos después? Te aseguro que yo no.
No establezcas contacto con los habitantes, se dijo Alicia. No establezcas contacto con los habitantes. No establezcas contacto con los habitantes.
—¿Estáis preparados, Cabrón? —gritó el conductor.
Un hombre de aspecto porcino se hallaba parado a un lado de una especie de panel de control. Movió una palanca, y la puerta se movió un poco.
—Espera un segundo, se ha atascado.
No establezcas, no establezcas, no establezcas…
—Ya está.
A la mierda.
Alicia saltó del techo y se plantó ante el conductor.
—Hola.
—¡Hija de… puta!
Sacó el cuchillo y lo hundió entre sus costillas. El hombre retrocedió y exhaló aire con fuerza.
—¡Todos al suelo! —chilló Alicia.
Alicia desenfundó la Browning y se internó en la sala, el arma acunada en sus manos, al tiempo que disparaba metódicamente. Los guardias parecían demasiado estupefactos para reaccionar. Los fue abatiendo de uno en uno en chorros rojizos de sangre. La cabeza. El corazón. La cabeza otra vez. Detrás de ella, los prisioneros habían estallado en un torrente de gritos desesperados. Su mente estaba concentrada, clara como el cristal. El aire se impregnó de una dulce intoxicación de sangre. Los hacía saltar en el aire. Los encendía como rayos. Nueve balas en el cargador. Había terminado con ellos y aún le quedaba una.
Fue uno de los hombres provistos de lanzallamas quien la cazó. Aunque no era su intención. En el momento en que Alicia apretó el gatillo, sólo estaba intentando protegerse, un gesto instintivo, agachar la cabeza y darle la espalda.