Localizar a Hollis fue más complicado de lo que Peter había previsto. La pista los había conducido primero hasta un amigo de Lore, quien conocía a alguien que conocía a otro. Daba la impresión de que siempre iban un paso por detrás, sólo para descubrir que su objetivo ya se había movido.
Su última pista los dirigió a una cabaña de Quonset donde operaba una timba ilegal. Fue poco después de medianoche cuando se encontraron caminando por una callejuela oscura y sembrada de basura de Ciudad-H. Hacía mucho rato que se había impuesto el toque de queda, pero de todas partes les llegaban ruidos: voces atronadoras, cristales rotos, el tintineo de un piano.
—Menudo lugar —comentó Peter.
—No has venido mucho por aquí, ¿verdad? —replicó Michael.
—La verdad es que no. Bien, nunca, en realidad.
Una figura sombría salió de una entrada y se interpuso en su camino. Una mujer.
—Oye, mi soldadito. ¿Tienes planes esta noche?
Salió de las sombras. Ni joven ni vieja, con un cuerpo tan delgado que parecía de chico, pero la seguridad sexual de su voz y su porte (cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro, la pelvis empujando su delgada falda), combinada con el descenso de sus ojos de espesas pestañas, mientras recorrían de arriba abajo el cuerpo de Peter, la dotaban de una innegable energía sexual.
—¿Cómo te puedo ayudar, teniente?
Peter tragó saliva. Sintió calor en las mejillas.
—Estamos buscando el bar de Primo.
La mujer sonrió y exhibió una hilera de dientes manchados de maría.
—Todo el mundo es primo de alguien. Yo puedo ser tu prima, si quieres. —Sus ojos se desviaron hacia Lore, y después hacia Michael—. ¿Y tú qué dices, guapo? Puedo conseguir una amiga. Tu novia también puede venir, si le apetece. Tal vez le gustaría mirar.
Lore agarró a Michael del brazo.
—No le interesa.
—Estamos buscando a alguien, en serio —insistió Peter—. Sentimos haberte molestado.
Ella lanzó una ronca carcajada.
—Oh, no, ningún problema. Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme, teniente.
Continuaron su camino.
—Un tipo muy amable —comentó Michael.
Peter miró hacia atrás. La mujer, o lo que creía que era una mujer, había desaparecido de nuevo en la entrada.
—No fastidies. ¿Estás seguro?
Michael lanzó una risita de pesar, y meneó la cabeza.
—Has de salir con más frecuencia, tío.
Vieron enfrente la cabaña de Quonset. Rayos de luz se filtraban por los bordes de las puertas, donde un par de hombres corpulentos montaban guardia. Los tres se detuvieron al abrigo de un cubo de basura rebosante.
—Será mejor que hable yo —dijo Lore.
Peter negó con la cabeza.
—La idea fue mía. Yo debería ir.
—¿Con ese uniforme? No seas ridículo. Quédate con Michael. Y procurad que no os embauquen más trans.
La vieron caminar hacia la puerta.
—¿Es una buena idea? —preguntó Peter en voz baja.
Michael levantó una mano.
—Tú espera.
Cuando Lore se acercó los dos hombres se pusieron en tensión, y acortaron distancias para bloquear la entrada. Siguió una breve conversación, que Peter no pudo oír. Después, la joven regresó.
—Vale, vamos a entrar.
—¿Qué les has dicho?
—Que os acaban de pagar el sueldo. Y que estáis borrachos. De modo que intentad disimular.
La cabaña estaba abarrotada y reinaba un ruido ensordecedor, partido el espacio por largas mesas hexagonales donde se jugaba a cartas. Nubes de humo de maría enrarecían el aire, combinadas con el aroma agridulce de la malta remojada. Cerca había un alambique. Mujeres medio desnudas (al menos Peter pensó que eran mujeres) estaban sentadas en taburetes en la periferia de la sala. La más joven no podía tener ni un día más de dieciséis años, la mayor ya frisaba la cincuentena, con aspecto de bruja por culpa de su ridículo maquillaje. Más mujeres entraban y salían de una cortina situada al fondo, por lo general abrazadas a algún hombre visiblemente ebrio. Tal como Peter lo tenía entendido, la idea de Ciudad-H consistía en hacer la vista gorda sobre cierta explotación de vicio ilegal, pero restringiéndolo a una zona concreta. Veía la lógica (la gente era así), pero que se lo pasearan por las narices era algo muy diferente. Se preguntó si Michael estaría en lo cierto respecto a él. ¿Cómo había llegado a ser tan mojigato?
—No están jugando al go-to, ¿verdad?
—Texas hold’em, con apuestas de veinte dólares, por lo que parece. Un poco demasiado para mi bolsillo. —Sus ojos, como los de Peter, estaban escudriñando la sala en busca de Hollis—. Deberíamos intentar mezclarnos con ellos. ¿Cuánta pasta llevas?
—Nada.
—¿Nada?
—Se lo di todo a la hermana Peg.
Michael suspiró.
—Pues claro. Eres coherente, te lo concedo.
—Vosotros dos —dijo Lore—, vaya par de mariquitas. Mirad y aprended, amigos míos.
Se acercó a la mesa más cercana y se sentó. Extrajo del bolsillo de los tejanos un fajo de billetes, retiró dos y los tiró en el bote. Un tercer billete dio como resultado un vaso, cuyo contenido engulló al tiempo que sacudía su pelo desteñido por el sol. El que repartía dio dos cartas a cada jugador. Después, empezaron las apuestas. Durante las cuatro primeras manos, Lore no dio muestras de dedicar demasiado interés a sus cartas, y se dedicó a charlar con los demás jugadores, renunciando a jugar al tiempo que ponía los ojos en blanco. Después, en la quinta, sin ningún cambio discernible en su comportamiento, empezó a subir las apuestas. La pila de la mesa creció. Peter calculó que habría al menos trescientos austins a disposición del ganador. Uno a uno, los demás se retiraron, hasta que sólo quedó un único jugador, un hombre esquelético de mejillas picadas de viruela vestido con un mono. Se jugó la última carta. Lore puso cinco billetes más sobre la mesa con expresión inescrutable. El hombre meneó la cabeza y tiró sus cartas.
—Vale, estoy impresionado —dijo Peter, cuando Lore se llevó el bote. Se habían apartado a un lado, lo bastante cerca para vigilar sin aparentarlo—. ¿Cómo lo ha hecho?
—Hace trampas.
—¿Cómo? Yo no me he dado cuenta.
—Es muy sencillo, en realidad. Todas las cartas están marcadas. Es sutil, pero puedes descubrirlo. Un jugador de la mesa está jugando en beneficio de la casa, de modo que siempre sale primero. Ella utilizó las primeras manos para descubrir quién era y cómo interpretar las cartas. El hecho de que sea mujer le confiere ventaja. Aquí, nadie se la toma en serio. Dan por sentado que apostará cuando tenga buenas cartas, pero se retirará en caso contrario. Las tres cuartas partes del tiempo se las pasa echando faroles.
—¿Qué pasará cuando se den cuenta de lo que está haciendo?
—No lo harán, al menos de momento. Perderá una o dos manos.
—¿Y después?
—Habrá llegado el momento de largarse.
Un súbito alboroto desvió su atención hacia la parte posterior de la sala. Una mujer de cabello oscuro, con el vestido arrancado de los hombros, los brazos cruzados sobre los pechos desnudos, salió como una exhalación de la cortina, lanzando gritos incoherentes. Un segundo después apareció un hombre, con los pantalones caídos alrededor de los tobillos de una manera cómica. Daba la impresión de flotar a treinta centímetros del suelo, alzado, observó Peter, por un hombre que le agarraba por detrás. Cuando el primer hombre surcó el aire, Peter le reconoció. Era el joven cabo del escuadrón de Satch que había conducido el transporte desde Campamento Vorhees. El segundo hombre, gigantesco, cuya parte inferior de la cara estaba enterrada en una barba veteada de gris, era Hollis.
—Ajá —dijo Michael.
Hollis, con impresionante indiferencia, levantó al hombre del suelo por el cuello de la camisa. La mujer blasfemaba a voz en grito, y apuntaba con un dedo a los dos (¡Mata a este cabrón! ¡No tengo por qué aguantar esta mierda! ¿Me has oído? ¡Estás muerto, gilipollas!), mientras Hollis medio empujaba medio levitaba al joven hacia la salida.
—Ahora entramos nosotros —dijo Peter.
Se encaminaron hacia la puerta a buen paso, seguidos de Lore. Cuando salieron de la cabaña, el cabo, que profería disculpas desesperadas entre sollozos, estaba intentando subirse los pantalones y escapar al mismo tiempo. Si las súplicas del hombre conmovieron a Hollis, éste no dio la menor señal. Mientras los dos guardias observaban y lanzaban carcajadas estruendosas, Hollis levantó al cabo por el cinturón y lo arrojó al otro lado del callejón. Cuando puso en pie al hombre de nuevo, Peter le llamó por el nombre.
—¡Hollis!
Durante un instante de perplejidad, el hombre no dio muestras de reconocerlos. Después, emitió una exclamación de sorpresa.
—Peter. Hola.
El cabo seguía retorciéndose en sus manos.
—¡Teniente, por el amor de Dios, haga algo! ¡Este monstruo está intentando matarme!
Peter miró a su amigo.
—¿Eso estás haciendo?
El hombretón se encogió de hombros de una manera graciosa.
—Supongo, puesto que es uno de los vuestros, que por esta vez, podría dejarlo correr.
—¡Exacto! ¡Si me sueltas, no volveré nunca más, lo juro!
Peter dirigió su atención al aterrorizado soldado, cuyo nombre recordó: era Udall.
—Cabo. ¿Dónde se supone que debe estar? No me venga con chorradas.
—Barracones Oeste, señor.
—Pues vaya allí, soldado.
—¡Gracias, señor! ¡No lo lamentará!
—Ya lo estoy lamentando. Desaparezca de mi vista.
El hombre salió corriendo, cogiéndose los pantalones.
—No iba a hacerle daño —dijo Hollis—. Sólo quería asustarle un poco.
—¿Qué hizo?
—Intentó besarla. Eso está prohibido.
El delito parecía de escasa importancia. Teniendo en cuenta lo que había visto Peter, en realidad no parecía ningún delito.
—¿De veras?
—Ésas son las reglas. En general, todo está permitido, excepto eso. Depende de las mujeres. —Desvió la mirada de Peter—. Michael, me alegro de verte. Ha pasado mucho tiempo. Tienes buen aspecto.
—Lo mismo digo. Te presento a Lore.
Hollis sonrió en su dirección.
—Ah, ya sé quién eres. Me alegro de que nos presenten por fin como es debido. ¿Qué tal las cartas esta noche?
—Bastante bien —contestó Lore—. El infiltrado de la mesa tres es un imbécil. Yo acababa de empezar.
La expresión del hombre se endureció apenas.
—No me juzgues por esto, Peter. Es lo único que pido. Aquí las cosas funcionan de una cierta manera, eso es todo.
—Te doy mi palabra. Todos sabemos… —Buscó las palabras—. Bien. Lo que sufriste.
Transcurrió un momento. Hollis carraspeó.
—Bien, estoy pensando que esto no es una visita social.
Peter miró a los dos porteros, que no hacían el menor esfuerzo por disimular que los estaban escuchando.
—¿Podríamos hablar en otro sitio?
Hollis se reunió con ellos dos horas después en su casa, una cabaña de cartón alquitranado en la zona oeste de Ciudad-H. Si bien el exterior era anónimo y se hallaba en mal estado, el interior era sorprendentemente cómodo, con cortinas sobre las ventanas y espigas de hierbas secas que colgaban de las vigas del techo. Hollis encendió la estufa y puso a hervir agua para preparar el té, mientras los demás esperaban sentados a una mesa pequeña.
—Lo preparo con citronela —comentó Hollis mientras dejaba cuatro tazones humeantes sobre la mesa—. La cultivo yo mismo en una pequeña parcela de atrás.
Peter explicó lo sucedido en la Carretera del Petróleo y lo que Apgar le había contado. Hollis escuchaba con aire pensativo, mientras se mesaba la barba entre sorbo y sorbo.
—¿Puedes llevarnos hasta él? —preguntó Peter.
—Ésa no es la cuestión. Tifty no es alguien con quien querrías verte mezclado, en eso tenía razón tu comandante. Puedo responder por vosotros, pero esos tipos no se dejan tomar el pelo por nadie. Mi visto bueno no servirá de gran cosa. Los militares no son bien recibidos.
—No se me ocurren muchas opciones más. Si mi corazonada es correcta, tal vez pueda decirnos adónde fueron Amy y Greer. Todo está relacionado entre sí. Al menos, eso es lo que me dijo Apgar.
—Suena un poco cogido por los pelos.
—Es posible, pero si Apgar está en lo cierto, la misma gente podría ser responsable de lo sucedido en Roswell. —A Peter no le gustaba insistir, pero tenía que formular la siguiente pregunta—. ¿Qué recuerdas?
Una expresión de repentino dolor se pintó en el rostro de Hollis.
—Peter, esto no sirve de nada, ¿de acuerdo? No vi nada. Agarré a Caleb y me puse a correr. Tal vez tendría que haber actuado de una manera diferente. Créeme, he pensado en ello. Pero con el bebé…
—Nadie dice lo contrario.
—Pues déjalo correr. Por favor. Sólo sé que, en cuanto las puertas se abrieron, irrumpieron como una avalancha.
Peter miró a Michael. Eso era algo que ignoraban, una nueva pieza del rompecabezas.
—¿Por qué abrieron las puertas?
—Creo que nadie lo ha averiguado jamás —contestó Hollis—. Quienquiera que dio la orden, debió de morir en el ataque. Y nunca he oído nada acerca de una mujer. Si estuvo allí, yo no la vi. O sobre ese camión. —Respiró hondo—. La cuestión es que Sara desapareció. Si me permito pensar algo diferente por un segundo, me volveré loco. Lamento decirlo, créeme. No voy a fingir que he hecho las paces con ello. Pero lo mejor es aceptar la realidad. Tú también, Michael.
—Era mi hermana.
—E iba a convertirse en mi esposa. —Hollis vio la expresión estupefacta de Michael—. No lo sabías, ¿verdad?
—Voladores, Hollis. No, no lo sabía.
—Íbamos a decírtelo cuando llegáramos a Kerrville. Quería esperar por ti. Lo siento, Circuito.
Dio la impresión de que nadie sabía qué decir a continuación. Cuando el silencio se prolongó, Peter paseó la mirada por la habitación. Por primera vez comprendió lo que estaba viendo. Esa pequeña cabaña, con su estufa, sus hierbas y la sensación hogareña… Hollis había construido la casa en la que Sara y él habrían vivido juntos.
—Eso es lo único que sé —dijo Hollis—. Tendrás que contentarte con lo que hay.
—No puedo aceptarlo. Mira esta casa. Es como si estuvieras esperando a que volviera.
Hollis apretó con más fuerza el tazón.
—Déjalo, hermano.
—Puede que tengas razón. Puede que Sara haya muerto. Pero ¿y si sigue ahí fuera?
—En ese caso, la secuestraron. Te lo pido con amabilidad. Si nuestra amistad significa algo para ti, no me hagas pensar en esto.
—Debo hacerlo. Nosotros también la queríamos, Hollis. Éramos una familia, su familia.
Hollis se levantó y devolvió el tazón al fregadero.
—Llévanos hasta Tifty. Es lo único que te pido.
Hollis habló sin volverse.
—Él no es lo que piensas. Estoy en deuda con ese hombre.
—¿Por qué? ¿Por un trabajo en un burdel?
El hombre inclinó la cabeza y aferró el borde de la pila con las manos, como si hubiera recibido un mazazo.
—¡Jesús!, Peter. Nunca cambiarás.
—No hiciste nada malo. Hiciste lo que debías. Y salvaste a Caleb.
—Caleb. —Hollis exhaló un profundo suspiro—. ¿Cómo está? Siempre pienso en que iré a verle.
—Deberías verlo con tus propios ojos. Te debe la vida, y le va muy bien.
Hollis se volvió hacia ellos. La marea había cambiado. Peter lo leyó en los ojos del hombre. Una pequeña hoguera de esperanza se había encendido.
—¿Y tú, Michael? Ya sé lo que Peter opina.
—Mataron a mis amigos. Si hay manera de vengarse, quiero hacerlo. Y si existe alguna posibilidad de que mi hermana siga con vida, no voy a quedarme de brazos cruzados.
—El continente es inmenso.
—Siempre lo fue. Nunca me molestó.
Hollis miró a Lore.
—¿Cuál es tu opinión?
La mujer se sorprendió un poco.
—¿Qué me estás preguntando? Yo sólo he venido de paquete.
El hombretón se encogió de hombros.
—No sé, eres muy buena con las cartas. Dime cuáles son las probabilidades.
Lore paseó la mirada entre Michael y Hollis.
—No es una cuestión de probabilidades. De todos los hombres del mundo, esa mujer te eligió a ti. Si todavía sigue con vida, te estará esperando. Manteniéndose con vida como pueda hasta que tú la encuentres. Eso es lo único que importa.
Todo el mundo esperó a que Hollis hablara.
—Eres una auténtica tocapelotas, ¿lo sabías?
Lore sonrió.
—Soy famosa por eso.
Se hizo otro silencio.
—Dejadme recoger algunas cosas.