Tiempo interminable: tiempo eterno. Su existencia era una pesadilla de la que no podía despertar. Los pensamientos pasaban flotando como motas de polvo relucientes, brotaban de cualquier punto al que mirara. Venían cada día. Los hombres de los brillantes ojos inyectados en sangre. Descolgaban las bolsas manchadas, se las llevaban en su carrito traqueteante y colgaban nuevas. Siempre las bolsas, incesantemente necesarias, que se llenaban de manera constante con las gotas de Grey.
Eran hombres que disfrutaban con su trabajo. Contaban chistecitos, siempre estaban de buen humor. Se divertían a sus expensas, como niños que atormentaran a un animal en el zoo. Toma, le arrullaban, al tiempo que extendían hacia su boca el aromático cuentagotas, ¿necesita el bebé su biberón? ¿Tiene hambre el bebé?
Intentó oponerles resistencia. Tensó los músculos contra las cadenas, volvió la cara. Hacía acopio de todas sus fuerzas para rechazarlos, pero siempre sucumbía. El ansia se alzaba en su interior como un gran pájaro negro.
—Díselo a Mamá. Di, soy un bebé que necesita su biberón. Prometo ser bueno. Sé un buen bebé, Grey.
El extremo del cuentagotas proyectaba un aroma seductor bajo su nariz, el olor de la sangre como una bomba que estallara en su cerebro, un millón de neuronas disparando una tormenta eléctrica de puro deseo.
—Éste te gustará. Una cosecha excelente. Te gustan los jóvenes, ¿verdad?
Brotaron lágrimas de sus ojos. Lágrimas de anhelo y repulsión. Las lágrimas de su vida demasiado larga, un siglo de yacer desnudo y encadenado. Las lágrimas de ser Grey.
—Por favor.
—Dilo. Me gustan los jóvenes.
—Te lo suplico. No me obligues.
—Las palabras, Grey. —Una oleada de sabor amargo cerca de su oído—. Déjame… escuchar… las… palabras.
—¡Sí! ¡Sí, me gustan los jóvenes! ¡Por favor! ¡Sólo probarla! ¡Lo que sea!
Y entonces, al fin, el cuentagotas, el delicioso chorrito con olor a tierra en su lengua. Se relamió. Paseó el grueso músculo de su lengua alrededor de las paredes de su boca. Chupó como el niño que decían que era, con el deseo de que la sensación perdurara, aunque nunca era posible: una involuntaria inclinación de la garganta, y desaparecía.
—Más, más.
—Bien, Grey. Ya sabes que no puedes tomar más. Un cuentagotas al día mantiene al médico alejado. Lo suficiente para conseguir que continúes alabando la bondad de los virales.
—Sólo probarlo, eso es todo. Prometo que no lo diré a nadie.
Una risita sombría: ¿Y suponiendo que lo hiciera? ¿Suponiendo que te diera una sola gota más? ¿Qué harías entonces?
—No lo haré, lo juro. Sólo quiero…
—Yo te diré lo que quieres. Lo que quieres, amigo mío, es arrancar esas cadenas del suelo. Lo cual, debo decir, es justo lo que yo desearía en tu situación. En eso pensaría todo el rato. Me gustaría matar a los hombres que me metieron aquí. —Una pausa, y después la voz se acercó más—. ¿Es eso lo que quieres, Grey? ¿Matarnos a todos?
Sí. Quería despedazarlos miembro a miembro. Quería que su sangre corriera como agua. Anhelaba escuchar sus chillidos finales. Deseaba esto más que la propia muerte, aunque sólo un poco más. Lila, pensó, Lila, te siento, sé que estás cerca. Lila, te salvaría si pudiera.
—Hasta mañana, Grey.
Y así sucesivamente. Las bolsas llegaban vacías y se iban llenas, el cuentagotas efectuaba su trabajo. Era su sangre lo que los mantenía, a los hombres de los ojos relucientes. Se alimentaban de la sangre de Grey y vivían eternamente, del mismo modo que él vivía eternamente. Grey eterno, encadenado.
A veces se preguntaba de dónde salía la sangre con la que le alimentaban. Pero no muy a menudo. No era el tipo de cosas en que le gustaba pensar.
A veces oía todavía a Cero, aunque Cero ya no le hablaba. Daba la impresión de que esa parte del trato había expirado hacía mucho tiempo. La voz era apagada y muy lejana, como si Grey estuviera escuchando una conversación que tuviera lugar al otro lado de una pared, y teniendo en cuenta todo, consideraba un pequeño consuelo que le dejaran solo con la única compañía de sus pensamientos, sin que Cero y su bla-bla-bla le llenaran la cabeza.
Guilder era el único que tomaba su sangre directamente de la fuente. Así llamaban a Grey, la Fuente, como si no fuera una persona sino una cosa, lo cual suponía que era. No siempre, pero sí a veces, cuando se sentía especialmente hambriento, o por otras razones que Grey no conseguía dilucidar. Guilder aparecía en la puerta en ropa interior, para no mancharse el traje de sangre. Descolgaba la bolsa de su tubo, el líquido viscoso se derramaba sobre él y se metía una intravenosa en la boca, chupando la sangre de Grey como un crío que bebiera una gaseosa con pajita. Lawrence, le gustaba decir, no pareces muy en forma. ¿Te dan de comer bastante? Me preocupa que estés solo aquí abajo. Una vez, hacía mucho tiempo, años o incluso décadas, Guilder había llevado un espejo. Iba en lo que antes se llamaba una polvera de señora. Guilder levantó la tapa y la inclinó hacia la cara de Grey, al tiempo que decía: ¿Por qué no echas un vistazo? Una cara de anciano le miró, arrugada como una pasa: el rostro de alguien sentado a las puertas de la muerte.
Estaba muriendo permanentemente.
Entonces, un día despertó y vio a Guilder sentado a horcajadas en una silla, mirándole. Tenía la corbata suelta, el pelo despeinado. El traje se veía arrugado y manchado. Grey supuso que estaba en la última fase del ciclo. Percibió el olor a descomposición que proyectaba el hombre (un hedor a vertedero, como de cadáver, algo afrutado), pero Guilder no hizo movimiento alguno para comer. Grey tuvo la sensación de que Guilder llevaba sentado allí bastante rato.
—Déjame preguntarte algo, Lawrence.
Iba a formular la pregunta quisiera o no.
—De acuerdo.
—¿Has estado alguna vez…? A ver, ¿cómo lo diría? —Guilder se encogió de hombros—. ¿Has estado alguna vez enamorado?
En la boca del hombre la palabra parecía ajena por completo. El amor era propiedad de una era diferente. Pertenecía a la prehistoria.
—No entiendo qué me estás preguntando.
Guilder frunció el ceño.
—A mí me parece una pregunta de lo más sencilla, la verdad. Coros de ángeles cantando en los cielos, los pies levitando a un metro del suelo, ya sabes. Enamorado.
—Creo que no.
—Es sí o no, Lawrence. No hay vuelta de hoja.
Pensó en Lila. Amor era lo que sentía por ella, pero no de la forma a la que se refería Guilder.
—No. Nunca he estado enamorado.
Guilder estaba mirando a otra parte.
—Bien, yo sí, una vez. Se llamaba Shawna. Aunque ése no era su verdadero nombre, por supuesto. Tenía la piel como mantequilla, Lawrence. Te lo digo muy en serio. Sabía así. Sus ojos eran un poco asiáticos, ¿sabes esa mirada? Y su cuerpo, en fin… —Se masajeó la cara y exhaló un suspiro melancólico—. Ya no siento esa parte. Me refiero al sexo. El virus se ocupa de eso. Nelson pensaba que los esteroides que tomabas podían ser la razón de que el virus fuera diferente en ti. Tal vez sea cierto en parte. Pero si te haces la cama, has de acostarte en ella. —Lanzó una risita irónica—. Hacerte la cama. Eso sí que es divertido. Menuda broma.
Grey no dijo nada. Parecía que el estado de ánimo de Guilder, fuera cual fuera, no estuviera relacionado con él.
—Supongo que, en conjunto, no es malo. No puedo decir con franqueza que el sexo me hiciera algún favor. Pero incluso después de tantos años, todavía pienso en ella. Pequeñas cosas. Cosas que ella decía. La manera en que el sol caía sobre su cama. Echo de menos el sol. —Hizo una pausa—. Sé que ella no me amaba. Todo era puro teatro. Lo supe desde el principio, aunque no lo pudiera admitir. Pero así son las cosas.
—¿Por qué me estás contando esto?
—¿Por qué? —Miró con los ojos entornados la cara de Grey—. Debería ser evidente. A veces puedes ser muy lerdo, si me perdonas que te lo diga. Porque somos amigos, Lawrence. Lo sé, es probable que pienses que soy lo peor que te ha sucedido en la vida. Podría parecerlo. Estoy seguro de que es un poco injusto. Pero no me dejaste otra alternativa. De verdad, Lawrence. Por raro que parezca, eres el amigo más antiguo que tengo.
Grey se mordió la lengua. El hombre se engañaba a sí mismo. Grey descubrió que estaba forcejeando sin querer con sus cadenas. La mayor felicidad de su vida, aparte de morir, sería volarle la cabeza a Guilder.
—¿Qué me dices de Lila? No es que quiera fisgonear, pero siempre me pareció que había algo entre vosotros dos. Lo cual era muy sorprendente, teniendo en cuenta tu historial.
Algo se retorció en su interior. No quería hablar de aquello, ni ahora ni nunca.
—Déjame en paz.
—No seas así. Sólo es una pregunta.
—Vete a tomar por el culo.
Guilder acercó la cabeza un poco más, su voz adoptó un tono confidencial.
—Dime algo. ¿Todavía le oyes, Lawrence? Dime la verdad.
—No sé de qué me estás hablando.
Guilder frunció el ceño como para reprenderle.
—Por favor, ¿no podemos continuar la conversación? Te estoy preguntando si es real. No son chorradas mías. —Estaba mirando fijamente a Grey—. Sabes lo que me ha pedido que haga, ¿verdad?
Parecía inútil negarlo. Grey asintió.
—Y en conjunto, tomando todo en consideración, ¿crees que es una buena idea? Creo que necesito tu opinión.
—¿Por qué te interesa mi opinión?
—No te menosprecies. Todavía eres su favorito, Lawrence, no lo dudes. Oh, claro, puede que sea yo quien esté al mando. Soy el capitán de este barco. Pero puedo decirlo.
—No.
—¿No qué?
—No, no es una buena idea. Es una idea terrible. Es la peor idea del mundo.
Guilder enarcó las cejas, como un par de paracaídas tomando aire.
—Mírate. —Por primera vez en eones, Grey se rió—. ¿Crees que él es tu amigo? ¿De verdad crees que alguno de ellos es tu amigo? Eres su zorra, Guilder. Sé lo que son. Sé lo que es Cero. Yo estuve allí.
Había dado en el clavo. Guilder empezó a abrir y cerrar los puños. Grey se preguntó, sin demasiado interés, si el hombre estaba a punto de golpearle. La perspectiva no le preocupaba en absoluto. Rompería la monotonía. Sería algo diferente, un nuevo tipo de dolor.
—Debo decir que tu respuesta es más que decepcionante, Lawrence. Confiaba en recabar un poco de apoyo. Pero no voy a rebajarme a tu nivel. Sé que te gustaría, pero yo seré mejor. Y para tu información: el Proyecto se completó hoy. Un auténtico acontecimiento. Quería darte una sorpresa, porque pensaba que te gustaría saberlo. Podrías haber participado en esto de haber querido. Pero por lo visto te he juzgado mal.
Se levantó y caminó hacia la puerta.
—¿Qué quieres, Guilder?
El hombre se volvió y bajó sus ojos inyectados en sangre.
—¿Qué ganas tú con esto? Nunca lo he conseguido averiguar.
Un largo silencio.
—¿Sabes lo que son, Grey?
—Pues claro que lo sé.
Pero Guilder negó con la cabeza.
—No, no lo sabes. Si lo supieras, no tendrías que preguntarlo. De modo que voy a decírtelo. Son las cosas más libres de la Tierra. Sin remordimientos. Sin compasión. Nada puede tocarlos, ni herirlos. Imagina cómo ha de ser, Lawrence. La absoluta libertad de su condición. Imagina lo maravilloso que sería.
Grey no contestó. No había nada que contestar.
—Me has preguntado qué quiero, amigo mío, y te voy a contestar. Quiero lo que tienen. Quiero quitarme a esa putita de mi cabeza. No quiero sentir… nada.
El jarrón se estrelló contra la pared en una satisfactoria explosión de cristales. El atentado con el coche bomba era el colmo. Aquello tenía que terminar ya.
Guilder convocó a Wilkes en su despacho. Cuando el jefe del estado mayor entró en la habitación, Guilder había conseguido tranquilizarse un poco.
—Coge a diez más cada día.
Wilkes pareció sorprenderse.
—Um, ¿alguien en particular?
—¡Da igual! —¡Jesús!, qué duro de mollera era aquel hombre en ocasiones—. ¿No lo pillas? Nunca importó. Sácalos de la lista de la mañana.
Wilkes vaciló.
—Por lo tanto, estás diciendo que debería ser, um, al azar. Gente que no sea sospechosa necesariamente de tener vínculos con la insurgencia.
—Bravo, Fred. Eso es exactamente lo que estoy diciendo.
Por un segundo, Wilkes permaneció inmóvil, mirando a Guilder con expresión perpleja. Perpleja no: preocupada.
—¿Sí? ¿Estoy hablando con la pared?
—Como digas. Haré una lista y la enviaré a Recursos Humanos.
—Me da igual cómo lo hagas. Sólo hazlo. —Guilder señaló la puerta con la mano—. Lárgate de aquí. Y envía a una asistenta para arreglar este desastre.