Los tres fueron rescatados a la tarde siguiente por una patrulla de SN enviada a buscarlos cuando los camiones cisterna no llegaron a Kerrville. En aquel momento, Peter, Michael y Lore habían abandonado el habitáculo y regresado al escenario del ataque. La explosión había abierto un ancho cráter, de unos cincuenta metros como mínimo. Pilas de escombros retorcidos estaban esparcidas por los campos contiguos. Un humo aceitoso brotaba de los charcos de petróleo que todavía ardían, y manchaban un cielo ya habitado por una nube de aves carroñeras. Había cuerpos, carbonizados hasta convertirse en cortezas ennegrecidas, mezcladas con los escombros. Si alguno de los espeluznantes restos pertenecía a los atacantes, era imposible deducirlo. Lo único que quedaba del misterioso camión reluciente eran algunas planchas de metal galvanizado, que no demostraban nada.
Michael estaba desolado. Sus lesiones físicas (un hombro dislocado que había encajado en su lugar contra la pared del habitáculo, un esguince en el tobillo, un corte sobre la oreja derecha que necesitaría puntos) eran lo de menos. Once engrasadores y diez agentes de SN: hombres y mujeres con los que había vivido y trabajado. Michael era quien iba al mando, alguien en quien ellos confiaban. Ahora, estaban muertos.
—¿Por qué crees que lo hizo? —preguntó Peter. Estaba hablando de Ceps. Durante la larga noche en el habitáculo, Michael había contado a Peter lo que había visto en el retrovisor. Los dos estaban sentados en el suelo, al borde del río. Lore había avanzado río arriba. Peter la veía acuclillada en el agua, con los hombros temblorosos a causa de las lágrimas de las que no deseaba testigos.
—Debió de pensar que no existía otro método. —Michael miró hacia arriba, vio las aves que daban vueltas en el cielo, aunque no parecía mirar nada—. Tú no le conocías como yo. Era un tipo muy especial. No habría permitido que nadie le secuestrara. Ojalá hubiera tenido redaños para hacerlo yo.
Peter leyó el dolor y la duda en el rostro de su amigo: la desgracia del superviviente. Él también había conocido aquel sentimiento. Era algo que jamás te abandonaba.
—No fue culpa tuya, Michael. Si alguien es culpable, ése soy yo.
Si sus palabras le consolaron, Peter no vio pruebas de ello.
—¿Quiénes crees que eran esos tipos? —preguntó Michael.
—Ojalá lo supiera.
—¿Qué demonios, Peter? ¿Un camión cargado de virales? ¿Como si fueran mascotas o algo por el estilo? ¿Y aquella mujer?
—Yo tampoco lo entiendo.
—Si era el petróleo lo que querían, podrían haberlo robado y punto.
—Creo que no era eso lo que buscaban.
—Sí, bien. Yo tampoco. —Una oleada de ira tensó su cuerpo—. Algo que sí sé es que, si alguna vez me topo de nuevo con esa gente, me las pagarán.
Pasaron la noche con la partida de rescate en un habitáculo al este de San Antonio, y llegaron a Kerrville a la mañana siguiente. En cuanto entraron en la ciudad fueron enviados por separado a diferentes cadenas de mando: Peter al Cuartel General de la División, Michael y Lore a la Oficina de Seguridad Nacional, que supervisaba todos los recursos extramuros, incluido el complejo petrolífero de Freeport. Concedieron tiempo a Peter para que se lavara antes de presentar su informe. Era mediodía, los barracones estaban casi vacíos. Se quedó bajo la ducha durante largo rato, mientras contemplaba el aceitoso hollín que giraba a sus pies. Se conocía lo bastante bien para comprender que todavía no había asimilado todo el impacto emocional de los acontecimientos. Fue incapaz de decidir si era debilidad o fortaleza. También sabía que se había metido en un montón de problemas, pero esta preocupación se le antojó mezquina. Sobre todo, sentía pena por Michael y Lore.
Se vistió con el traje de faena más limpio y se encaminó al Mando, un antiguo complejo de oficinas contiguo al ayuntamiento. Cuando entró en la sala de conferencias se quedó sorprendido al ver una cara conocida: Gunnar Apgar. Pero si había esperado palabras de consuelo del hombre, pronto resultó evidente que no las iba a recibir. Cuando Peter se puso firmes, el coronel le dirigió una fría mirada, y después devolvió su atención a los papeles que descansaban sobre la larga mesa a la que estaba sentado, sin duda el informe de la patrulla de SN.
Pero fue el segundo hombre de los tres quien dio más que pensar a Peter. A la derecha de Apgar se sentaba la imponente figura de Abram Fleet, general del ejército. Peter sólo había visto al hombre una vez en su vida. Era una tradición que el general tomara el juramento de reclutamiento a todos los Expedicionarios. La apariencia física del general no tenía ningún aspecto notable (todo en él comunicaba una medianía física casi perfecta), pero era quien era, un hombre cuya presencia alteraba la sala, y daba la impresión de conseguir que las moléculas del aire vibraran a una frecuencia diferente. Peter no reconoció a la tercera persona sentada a la mesa, un civil con una cuidada barba gris y pelo como trigo cepillado.
—Siéntese, teniente —dijo el general—. Vamos a empezar la reunión. Ya conoce al coronel Apgar. El señor Chase está aquí en representación del estado mayor de la presidente. Será sus ojos y oídos en este… —buscó las palabras adecuadas— infortunado suceso.
Durante más de dos horas acosaron a Peter con preguntas. El general fue quien habló más, seguido de Chase. Apgar guardó silencio casi todo el rato, y de vez en cuando garabateaba una nota o solicitaba una clarificación. El tono del interrogatorio era inquietantemente perentorio, como si intentaran pillar a Peter en alguna contradicción. La insinuación subyacente parecía ser que su historia era una tapadera de una catástrofe obra del hombre, de la cual Peter, uno de los tres únicos supervivientes, incluido el jefe de engrasadores del convoy, era el culpable. No obstante, a medida que proseguía el interrogatorio, empezó a presentir que esta sospecha carecía de fundamento, y ocultaba una preocupación más profunda. Una y otra vez regresaron al asunto de la mujer. ¿Qué vestía, qué dijo, qué aspecto tenía? ¿Había algo raro en su apariencia? A cada uno de estos sondeos repetidos, Peter recitaba el orden de los acontecimientos con la mayor precisión posible. Vestía una capa. Era de una belleza notable. Dijo: Estás cansado. Dijo: Sabemos dónde estáis. Es sólo cuestión de tiempo. «Sabemos», repitió el general. ¿Quiénes? No lo sé. ¿No lo sabe porque no se acuerda? No, estoy seguro. Ella no dijo nada más. Una y otra vez, hasta que incluso Peter empezó a dudar de su propia narración. Cuando todo terminó (su interrogatorio concluyó con una brusquedad a tono con su talante amedrentador), no sólo se sentía agotado desde un punto de vista físico, sino también emocional.
—Una advertencia, teniente —concluyó el general—. No debe hablar de lo ocurrido en la Carretera del Petróleo, ni del contenido de este procedimiento, con nadie. Eso incluye a los miembros supervivientes del convoy y a la partida de rescate que los trajo. El dictamen de esta comisión es que, por motivos desconocidos, uno de los camiones cisterna estalló, destruyendo tanto al convoy como el puente de San Marcos. ¿Queda claro?
Ajá, la verdad. Lo que había sucedido en la Carretera del Petróleo no era toda la historia. Era una pieza de un rompecabezas más grande que los tres hombres estaban intentando montar. Peter lanzó una mirada furtiva a Apgar, cuya expresión comunicaba tan sólo la neutralidad artificial de alguien que obedece las órdenes de su superior.
—Sí, general.
Fleet hizo una pausa, y después continuó con una nota de cautela.
—Un último asunto, Jaxon, que también ha de ser tratado con el mayor secretismo. Parece que su amigo Lucius Greer ha escapado de la cárcel.
Por un instante, Peter dudó de haber entendido bien al general.
—¿Señor? —Desvió la mirada hacia los demás—. ¿Cómo…?
—No lo sabemos en este momento. Pero parece muy probable que recibiera ayuda. La misma noche que Greer desapareció, una de las hermanas abandonó el orfanato y no regresó. Un agente de SN de los piquetes del oeste informó haber visto a dos personas a caballo justo después de las tres de la madrugada. Un hombre, Greer, evidentemente, y una adolescente, que portaba la túnica de la Orden.
—¿Está usted hablando de… Amy?
—Eso parece. —Fleet se inclinó sobre la mesa—. Greer no es mi principal preocupación. Es un prisionero fugado, y ya nos ocuparemos de eso. Pero Amy es un asunto muy diferente. Si bien siempre he considerado con gran escepticismo sus afirmaciones sobre ella, se trata no obstante de un activo militar importante. —Fleet estaba mirando a Peter con renovada intensidad—. Sabemos que usted fue a ver a los dos antes de partir hacia la refinería. Si tiene algo que decir, le sugiero que lo haga ahora.
Peter tardó un momento en captar el significado de la pregunta.
—¿Cree que yo lo sabía?
—¿Lo sabía, teniente?
Tres ideas se disputaban al mismo tiempo la atención de la mente de Peter. Amy había sacado a Lucius de la cárcel; los dos habían huido de la ciudad, en dirección desconocida; el general sospechaba que él era cómplice de ellos. Cualquiera de estas posibilidades habría sido suficiente para dejarle fuera de combate. Juntas, obraron el efecto de que concentrara sus pensamientos en el problema inmediato de defenderse. Y una nueva pregunta se formó en el fondo de su mente: ¿qué relación existía entre la desaparición de Amy y la mujer de la Carretera del Petróleo? No cabía duda de que los tres hombres que tenía delante se estaban formulando la misma pregunta.
—En absoluto, general. No me dijeron nada.
—¿Está seguro? Le recuerdo que esto constará en acta como su declaración oficial.
—Sí, estoy seguro. Me siento tan asombrado como usted.
—¿Y no tiene ni idea de adónde han podido ir esos dos?
—Ojalá.
Fleet miró a Peter otro momento, inexpresivo. Miró a Chase, quien asintió.
—Muy bien, Jaxon. Aceptaré su palabra. El coronel Apgar me ha transmitido sus deseos de regresar a Fort Vorhees lo antes posible. Me siento inclinado a aprobar su petición. Preséntese al oficial de guardia del parque de vehículos, y él le concederá espacio en el siguiente transporte.
De repente, eso era lo último que Peter deseaba. Las intenciones del general eran claras: desterraban a Peter para garantizar su silencio.
—Si no le importa, señor, me gustaría volver a la refinería.
—Esa opción está descartada, teniente. Ha recibido sus órdenes.
Se le ocurrió una idea.
—Permiso para hablar sin ambages, señor.
Fleet exhaló un profundo suspiro.
—Yo diría que eso es precisamente lo que hace, teniente. Acabe de una vez.
—¿Qué hay de Martínez?
—¿Qué pasa con él?
Apgar lanzó una veloz mirada a Peter. Cuidado con lo que dices.
—El hombre de la cueva. «Nos abandonó». Ésas fueron sus palabras.
—Lo sé muy bien, Jaxon. He leído el informe. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Tampoco estaba donde se suponía. Tal vez Greer y Amy han ido en su busca. —Miró de uno en uno a los tres hombres, y después a todos a la vez—. Tal vez sepan dónde está.
Siguió un momento de silencio.
—Una idea interesante, teniente —dijo Fleet—. ¿Algo más?
Habían desechado la idea sin más trámites. O quizá no. En cualquier caso, Peter presentía que sus palabras habían dado en el clavo.
—No, señor.
La mirada del general se ensombreció en señal de advertencia.
—Como ya le he advertido, no debe hablar de estos asuntos con nadie. No creo que deba decirle que cualquier indiscreción no sería tratada con ligereza. Puede irse, teniente.
—Lo siento. La hermana Peg estará ausente todo el día.
La hermana Peg nunca se ausentaba todo el día. La postura defensiva de la mujer parada en la entrada lo dejaba bien claro: Peter no iba a pasar.
—¿Le dirá al menos a Caleb que he estado aquí?
—Por supuesto, teniente. —Desvió la mirada como lo haría alguien consciente de estar siendo observado—. Ahora, si me disculpa…
Peter volvió a los barracones y pasó una tarde intranquila en su catre, con la vista clavada en el techo. Su transporte partiría a la mañana siguiente a las 06.00. No le cabía duda de que tanta celeridad era deliberada. Los hombres iban y venían, sus pesadas botas resonaban en el suelo, pero su presencia apenas quedaba registrada en su conciencia. Amy y Greer… ¿Adónde podrían haber ido? ¿Y por qué los dos juntos? ¿Cómo le habría sacado de la cárcel, y cómo habían conseguido burlar a los centinelas del portal? Repasó su memoria en busca de algo que cualquiera de los dos hubiera dicho o hecho, indicativo de que estaban planeando la fuga. Lo único que se le ocurrió fue la extraña serenidad que proyectaba el comandante, como si los muros que le enjaulaban fueran insignificantes, carecieran de toda sustancia. ¿Cómo era posible?
Era un misterio, como todo lo sucedido en los últimos treinta días. El conjunto le había dejado la impresión de figuras moviéndose al otro lado de la barrera de una espesa niebla, que estaban y no estaban.
A medida que transcurrían las horas vacías, los pensamientos de Peter volvieron a la noche que pasó entre las hermanas; sus momentos con Caleb, la energía e inteligencia juveniles del crío; la alegría en el rostro de Amy cuando se volvió en la cocina y le vio parado en la puerta; el momento de serenidad que habían compartido cuando él se marchó, sus manos tocándose en el espacio. El gesto se le había antojado de lo más natural, un acto reflejo involuntario sin vacilación ni resistencia. Daba la impresión de haber surgido de las profundidades de un pozo interior y de un lugar muy lejano, como las fuerzas que impulsaban las olas que le encantaba mirar cuando ondulaban sobre la playa. De todos los acontecimientos de los últimos días, su momento en la puerta era el más vívido de los recuerdos, y cerró los ojos para reproducirlo en su mente. El calor de su mejilla contra el pecho de él, y la fuerza mágica de su abrazo; la forma en que Amy le había mirado cuando enlazaron las manos. ¿Te acuerdas de cuando te besé? Aún escuchaba aquellas palabras en su mente cuando cayó dormido.
Despertó a oscuras. La boca le sabía a sequedad y polvo. Le sorprendió haber dormido tanto tiempo. De hecho, le sorprendió haber dormido. Iba a levantar la cantimplora del suelo cuando reparó en una figura sentada en el catre contiguo.
—¿Coronel?
Apgar le estaba mirando, con los pies apoyados en el suelo, las manos posadas sobre las rodillas. Respiró hondo antes de hablar. Peter comprendió que era la presencia del hombre lo que le había despertado.
—Escuche, Jaxon. Me ha sentado mal lo sucedido hoy. Por lo tanto, lo que voy a decirle quedará entre nosotros. ¿Comprendido?
Peter asintió.
—La mujer a la que usted describió fue vista hace años. Yo no la vi, pero otros sí. ¿Está enterado de la Masacre del Campo?
Peter frunció el ceño.
—¿Usted estuvo allí?
—No era más que un crío, dieciséis años. No suelo hablar de eso. Ninguno de nosotros lo hace. Perdí a mis padres y a mi hermana pequeña. Mi padre y mi madre murieron al instante, pero nunca supe qué fue de ella. Supongo que la secuestraron. A día de hoy, aún sufro pesadillas por su causa. Tenía cuatro años.
Apgar nunca había confesado a Peter algo tan personal. Nunca le había contado nada personal.
—Lo siento, coronel.
El dolor del recuerdo, y el esfuerzo de contarlo: todo eso estaba escrito con claridad en la cara del hombre.
—Bien, eso fue hace mucho tiempo. Agradezco sus condolencias, pero no he venido aquí por eso, y me estoy jugando el cuello por contárselo. Si Fleet se enterara, me degradaría a soldado raso. O me enviaría a la cárcel.
—Tiene mi palabra, señor.
Apgar hizo una pausa, y después prosiguió.
—Veintiocho almas se perdieron aquel día. De éstas, dieciséis, como mi hermana, se dieron por desaparecidas. Todo el mundo sabe lo del eclipse. Lo que no sabe es que los virales estaban escondidos en los habitáculos, como si lo hubieran sabido por anticipado. Justo antes de que el ataque empezara, un joven oficial de SN de la torre informó de haber visto un camión grande como el que usted describió esperando al otro lado de los árboles. ¿Se da cuenta de adónde quiero ir a parar?
—Está diciendo que era la misma gente.
Apgar asintió.
—Dos hombres vieron a la mujer. El primero fue el oficial de SN que he mencionado. El otro fue un peón, el capataz del complejo de Ag Norte. Su mujer y sus hijas se contaron entre las víctimas de aquel día. Se llamaba Curtis Vorhees.
Otra sorpresa.
—¿El general Vorhees?
—Esperaba que lo consideraría interesante, sobre todo teniendo en cuenta su amistad con Greer. Vorhees se alistó justo después de la masacre. La mitad del alto mando del Segundo de Expedicionarios salió de aquel día. Nate Crukshank era el otro oficial de SN de la torre. Estoy seguro de que ha reconocido el nombre. ¿Sabía que era el cuñado de Vorhees?
Crukshank era el oficial al mando en Roswell. El repentino alineamiento de jugadores daba la sensación de que las piezas se estaban ordenando. Peter recordó sus días con Greer y Vorhees en la guarnición de Colorado, la cálida y serena amistad de los dos hombres, y la pila de dibujos al carboncillo que Greer le había enseñado después de la muerte del general. Vorhees había dibujado la misma imagen una y otra vez, una mujer y dos niñas pequeñas.
—¿Quién era el otro oficial de SN?
—Bien, es un nombre que todo el mundo conoce: Tifty Lamont.
Eso era absurdo.
—¿Tifty Lamont era de SN?
—Oh, Tifty era más que eso. Le debo la vida a ese hombre muchas veces, y no soy el único. Después de la masacre se alistó también en los Expedicionarios, tirador explorador, tal vez el mejor que haya existido. Fue nombrado capitán antes de que se fugara. Vorhees, Crukshank y Tifty se conocían de mucho antes. No conozco la historia, pero la hubo.
Tifty Lamont, Expedicionario, incluso oficial. De todo lo que Peter había oído sobre aquel hombre, este hecho se le antojaba de lo más incongruente.
—¿Qué fue de él?
—¿De Tifty?
—Ese hombre es un forajido.
Una nueva expresión apareció en el rostro de Apgar.
—No sé, teniente. Tendría que preguntárselo. Si le encuentra, quiero decir. Si, digamos, conociera a alguien que conociera a alguien.
Se hizo un profundo silencio. Apgar le estaba mirando expectante. Después le preguntó:
—¿Cuántas personas calcula que había en su colonia de California?
—Noventa y dos.
—Noventa y dos almas, desaparecidas sin dejar rastro. Desconcertante, si quiere saber mi opinión. No coincide exactamente con el habitual modus operandi de un ataque viral. Añada las sesenta y siete de Roswell a la mezcla, y obtiene cerca de doscientas personas evaporadas. Y ahora Amy se marcha, justo cuando esa mujer reaparece e interrumpe nuestro suministro de petróleo. No me extraña que los jefazos estén preocupados. Todavía más si tiene en cuenta el hecho de que la otra única alma viviente que ha visto a esa mujer es… ¿Qué palabra ha utilizado?
—Un forajido.
—Exacto. Persona no grata. Una situación delicada desde un punto de vista político, por decir algo. Por una parte, están los militares, que no quieren tener nada que ver con ese hombre. Por otra, tiene a la Autoridad Civil, que no puede, oficialmente no, al menos. ¿Me sigue, teniente?
—No entiendo mucho de política, señor.
—Ya somos dos. Un montón de gente se está protegiendo el culo. Por eso nos encontramos donde estamos. Justo el tipo de circunstancias que se beneficiarían de un tercer elemento. Alguien con un historial de, digamos, iniciativa personal, capaz de pensar con inteligencia. No soy el único que suscribe esta opinión. Se han producido ciertas conversaciones confidenciales en círculos elevados. Civiles, no militares. Por lo visto, ser su oficial al mando me convierte en un experto en su carácter. En el de usted y en el de Donadio.
Peter frunció el ceño.
—¿Qué tiene que ver Alicia con esto?
—No lo sé, pero puedo decirle dos cosas, y usted se encarga de la suma. La primera es que nadie ha recibido noticias de Fort Kearney desde hace tres meses. La segunda es que Donadio recibió dos órdenes diferentes. Yo solamente estuve enterado de la primera, que procedía de la División y fue tal como le conté. La segunda orden llegó en una bolsa cerrada desde la oficina de Sánchez, confidencial.
—No lo entiendo. ¿Por qué no quisieron que usted supiera cuáles eran esas órdenes?
—Una pregunta excelente. Alguien ha de estar enterado del meollo del asunto. Por lo visto, existe cierto interés en la cuestión de la confidencialidad, y eso no sólo se aplica a usted. Por eso Fleet quiere apartarlo de la escena, y no le estoy diciendo nada que usted no sepa ya. Pero entre nosotros, Fleet y Sánchez no siempre opinan lo mismo, y la cadena de mando no está tan clara como parece. La Declaración deja mucho espacio abierto a las interpretaciones, y las cosas pueden complicarse mucho. Este asunto de la mujer de la Carretera del Petróleo no es un asunto de, digamos, consenso generalizado entre autoridades civiles y militares. Ni tampoco Martínez, quien, como usted apuntó, no estaba donde se suponía que debía estar, justo cuando Amy saca a Greer de la cárcel y se larga. Todo ello es muy interesante.
—Por lo tanto, usted cree que Martínez está implicado en esto.
Apgar se encogió de hombros.
—Yo sólo soy el mensajero, pero Fleet nunca ha sido lo que podríamos llamar un creyente verdadero. En lo tocante a él, Amy es una distracción y los Doce un mito. Con Donadio no puede discutir, no cabe duda de que ella es diferente, pero a su modo de ver eso no demuestra nada. Toleraba la cacería sólo porque Sánchez montó tal escándalo que no valía la pena oponerse, y lo que sucedió en Carlsbad ha significado su oportunidad de terminarla por fin. Hay quienes opinan de manera diferente.
Peter dedicó un momento a asimilar la información.
—De modo que Sánchez está actuando de espaldas a Fleet.
Apgar frunció el ceño con expresión irónica.
—No sabía que había dicho algo por el estilo. Conversaciones de ese calibre estarían por encima de mi rango. Sea como sea, consideraría un favor personal que me ayudara a localizar al individuo con los recursos apropiados para atar algunos cabos sueltos. ¿Conoce a alguien que encaje con el perfil, teniente?
El mensaje estaba claro.
—Creo que yo, coronel.
—Excelente. —Apgar hizo una pausa antes de continuar—. Es curioso lo del transporte. Una increíble coincidencia, en realidad. Por lo visto, la documentación se ha extraviado. Ya sabe cómo son esas cosas. Tardaremos unas cuarenta y ocho horas en encontrarla, setenta y dos a lo sumo.
—Me alegra saberlo, señor.
—Pensaba que compartiría esa opinión. —El coronel se dio una palmada en las rodillas—. Bien, parece que me necesitan en otro sitio. He sido asignado a un destacamento especial presidencial que se ocupe de este… infortunado suceso. No sé en qué medida voy a poder contribuir, pero yo soy un mandado. —Se levantó del catre—. Me alegro de que haya podido descansar, teniente. Le esperan unos días ajetreados.
—Gracias, coronel.
—De nada. Y lo digo literalmente. —Miró a Peter de nuevo—. Tenga cuidado con él, Jaxon. Lamont es un hombre peligroso.
Viajaron aquella noche y la siguiente. Se encontraban al este de Luling. No tenían plano, pero tampoco lo necesitaban. La Interestatal 10 los condujo directamente a Houston, a su selvático corazón. Greer ya había estado una vez, sólo en las afueras, pero ya tuvo bastante. La ciudad era un pantano impenetrable, un miasma de estiércol y árboles entrelazados, y de ruinas saturadas de humedad y plagadas de lelos. Si ellos no acababan contigo, lo hacían los caimanes. Surcaban las aguas pestilentes como barcos medio sumergidos, muchos de dimensiones colosales, y sus poderosas mandíbulas no cesaban de buscar. Enormes nubes de mosquitos tapaban el aire. La nariz, la boca, los ojos: siempre buscaban la puerta del cuerpo, a la caza de los lugares más blandos. Houston, lo que quedaba, no era un lugar para seres humanos. Greer se preguntó por qué alguien pensó en su momento que podía llegar a ser habitable, para empezar.
Pronto se enfrentarían a eso. Ahora se encontraban en una pradera de hierba alta y matorrales, que se inclinaba kilómetro a kilómetro hacia el mar. En esta parte del este no habían despejado la autopista. Parecía más sugerencia que estructura, con la superficie agrietada y subsumida bajo oleadas de pesado suelo de arcilla. Cementerios de coches antiguos solían obstruir su camino. Habían intercambiado escasas palabras desde la huida: la conversación no era necesaria. Con el correr de los días, Greer había percibido un cambio en Amy, un aura de aturdimiento físico. Sudaba muchísimo. En ocasiones la veía encogerse, como presa de algún dolor, pero cuando expresaba su preocupación, la chica la desechaba de manera perentoria. Estoy bien, insistía. No es nada. Su tono era casi airado. Le estaba diciendo que no se pusiera pesado.
Cuando oscureció, instalaron su campamento en un claro desde el que se veía un motel en ruinas. El cielo estaba despejado, la temperatura descendía y formaba rocío en el aire. Greer sabía que aquella noche no correrían peligro. En presencia de Amy, se encontraba en una zona protegida. Desenrollaron los sacos de dormir y se tumbaron.
Despertó más tarde sobresaltado. Algo andaba mal. Rodó a un lado y vio que el saco de dormir de Amy estaba vacío.
No permitió que el pánico se apoderara de él. Una luna gibosa había salido mientras dormían, y dividía la oscuridad en espacios de luz y sombras, un paisaje de formas alargadas amenazadoras y bolsas de negrura. Los caballos estaban paciendo en una hilera de matorrales. Greer sacó la Browning de la mochila y se internó con cautela en las tinieblas. Obligó a sus ojos a diferenciar una forma de otra. ¿Adónde habría ido? ¿Debía llamarla? Pero el silencio del escenario y sus peligros ocultos se lo prohibieron.
Entonces la vio. Estaba parada a pocos metros del campamento, con la cara vuelta en la otra dirección. El ritmo de una conversación llegó a sus oídos. ¿Estaba hablando con alguien? Así lo parecía, y sin embargo no había nadie.
Se acercó a ella por detrás.
—¿Amy?
No hubo respuesta. Amy había dejado de murmurar. Su cuerpo estaba absolutamente inmóvil.
—¿Qué pasa, Amy?
Ella se volvió y le miró algo sorprendida.
—Ah. Ya entiendo.
—¿Con quién estabas hablando?
Ella no contestó. Daba la impresión de que sólo estaba presente en parte. ¿Sería sonámbula?
—Supongo que deberíamos volver.
—No me asustes así.
—Lo siento. No era mi intención. —Bajó la mirada hacia la pistola—. ¿Qué estás haciendo con eso?
—No sabía adónde te habías ido. Estaba preocupado.
—Pensé que me había expresado con claridad, comandante. Guárdala.
Pasó de largo y volvió al campamento.