—¿Me oyes, Sara?
Una voz estaba flotando hacia ella. Una voz y también una cara, una cara que conocía pero no podía identificar. Una cara en un sueño, que sin duda era lo que estaba experimentando, un sueño inquietante en que estaba corriendo, rodeada de cadáveres y fragmentos de cadáveres, y todo en llamas.
—Todavía está inconsciente —dijo la voz. Daba la impresión de llegar hasta ella desde una distancia imposible. Un continente. Un mar. Daba la impresión de llegar desde las estrellas—. ¿Cuánto utilizaste?
—Tres gotas. Bien, puede que cuatro.
—¿Cuatro? ¿Intentabas matarla?
—Todo fue muy precipitado, ¿vale? Me dijiste que la querías libre. Pues aquí la tienes.
Un profundo suspiro.
—Tráeme un cubo.
Un cubo, pensó Sara, ¿qué querían hacer las voces con un cubo? ¿Qué tenía que ver el cubo con lo que estaba pasando? Pero apenas acababa de pensarlo cuando una fuerza húmeda y fría se estrelló contra su cara y le devolvió la conciencia de golpe. Estaba atragantándose, ahogándose, agitando los brazos presa del pánico, la nariz y la garganta inundadas de agua helada.
—Tranquila, Sara.
Se incorporó demasiado deprisa. El cerebro chapoteó en su envoltorio, y su visión se nubló.
—Ohhh —gimió—. Ohhh.
—El dolor de cabeza es molesto, pero no durará mucho. Respira.
Parpadeó para expulsar el agua de sus ojos. ¿Eustace?
Era Eustace. Sus dientes delanteros superiores habían desaparecido, arrancados de raíz. Su ojo derecho estaba empañado por la ceguera. Con una mano nudosa sostenía un vaso metálico.
—Me alegro de volver a verte, Sara. Ya conoces a Nina. Di hola, Nina.
Detrás de él estaba la mujer de la alcantarilla. Llevaba un rifle en bandolera, y tenía los brazos cruzados encima.
—Hola, Sara.
—No te preocupes —dijo Eustace—. Ya sé que tienes montones de preguntas, y luego nos ocuparemos de ellas. Ahora, bebe.
Sara tomó el vaso y bebió el agua. Estaba asombrosamente fría y tenía un sabor algo metálico, como si estuviera lamiendo una barra de hierro.
—Pensaba que estabas…
—¿Muerto? —Eustace sonrió, exhibiendo su boca destrozada—. De hecho, aquí todos estamos muertos. Nina, recuérdame, ¿cómo moriste tú?
—Creo que fue de neumonía, señor. Eso, o algo muy pesado me cayó encima. Nunca recuerdo cómo confeccionamos el documento.
La explosión, la huida por la alcantarilla. Lo estaba recordando todo. Sara vació el vaso y se tomó un momento para inspeccionar su entorno. Daba la impresión de estar en una especie de búnker, aunque no había ventanas. Supuso que se encontraban en algún lugar subterráneo. La única iluminación de la habitación procedía de una hilera de antorchas parpadeantes.
—¿Dónde estamos?
—En un lugar donde los ojosrojos no pueden encontrarnos. —Su forma de mirarla, ladeando la cara para apuntarla con el ojo bueno, aumentaba la penetrante seriedad de su mirada—. No puedo decirte más. Lo importante es que aquí estás a salvo.
—¿Tú eres… Sergio?
Otra sonrisa de dientes rotos.
—Me halaga que lo pienses, pero no. Sergio no existe. Al menos, tal como tú lo concibes.
—Pero pensaba…
—Como es debido. El nombre es la abreviatura de «insurgencia». Si no me equivoco, Nina, eso fue idea tuya, ¿no?
—Creo que sí.
—La gente necesita un nombre. Algo concreto, una cara que relacionar con una idea. Ésa es nuestra cara, Sergio.
Sara miró a la mujer, que la estaba examinando con frialdad, y después desvió la mirada hacia Eustace.
—La explosión. Fuiste tú, ¿verdad?
Eustace asintió.
—Nuestros primeros informes indican diecisiete cols muertos, incluida tu amiga Silbadora, y dos miembros del estado mayor que estaban de visita para una inspección. No está nada mal. Pero ése no es el verdadero premio.
—¿No?
—No. El verdadero premio eres tú, Sara.
Eustace la estaba mirando fijamente. La mujer también. Sara se estremeció de frío. Se había producido un cambio, una inversión de las energías de la conversación. Él estaba tratando de tirarle de la lengua. ¿Podían confiar en ella? Más en concreto, ¿podía ella confiar en ellos?
—Ahora viene cuando me preguntas por qué.
Sin querer hacer demasiadas concesiones, Sara asintió.
—Desde esta mañana, Sara Fisher ya no existe. Sara Fisher, lugareña número 94801, resultó muerta en un atentado suicida con bomba que se cobró la vida de diecinueve leales agentes de seguridad de la Amada Patria. La única parte reconocible de Sara Fisher que permanece intacta es, de manera muy conveniente, un brazo con tu placa. Nos lo proporcionó una col que, no hace ni veinticuatro horas, lo utilizaba para pegar a mujeres y niños en los establos. Pensamos que, teniendo en cuenta las circunstancias, tenía mejores usos, si bien ella no parecía estar de acuerdo. Opuso una fuerte resistencia, ¿verdad, Nina?
—La mujer era valiente, debo reconocerlo.
Eustace miró a Sara de nuevo.
—Veo por tu expresión que nuestros métodos te impresionan. No deberían.
Todo se estaba desarrollando demasiado deprisa.
—Matáis gente. No sólo a cols. Transeúntes inocentes.
Eustace asintió con brusquedad. Su expresión era indescifrable, casi carente de sentimientos.
—Eso es verdad. Menos de los que nuestro glorioso director quiere hacerte creer, pero estas cosas tienen un coste.
Ella se quedó atónita por su tono indiferente.
—Eso no lo justifica.
—Oh, sí, ya lo creo. Deja que te pregunte algo. ¿Qué crees que harán los ojosrojos después del ataque de hoy?
Sara guardó silencio.
—Muy bien. Yo te lo diré. Represalias. Reaccionarán con dureza. No será bonito.
Sara miró a Eustace; después, a Nina, y luego, a Eustace de nuevo.
—Pero ¿por qué deseáis que sea así?
Eustace respiró hondo.
—Te lo explicaré con la mayor sencillez posible. Estamos en guerra, Sara. Ni más ni menos. Y en esta guerra nos superan en número. Hemos conseguido infiltrarnos en casi todos los niveles de su organización, pero los números continúan estando a su favor. Nunca podríamos derrotarlos si lanzáramos un ataque directo. Nuestro teatro de operaciones es psicológico. Poner nerviosa a la dirección. Sacarla de sus casillas. Cada persona detenida es el padre de alguien, la esposa de alguien, el hijo o la hija de alguien. Por cada uno que los ojosrojos envíen al cebadero, dos más se nos unirán. Puede que parezca brutal. Pero es lo que hay. —Hizo una pausa, y dejó que asimilara sus palabras—. Tal vez esto te parezca absurdo. Pronto cambiarás de opinión, si mi corazonada sobre ti es correcta. En cualquier caso, el resultado del ataque de esta tarde es que tú ya no existes. Y eso te convierte en un elemento muy valioso para nosotros.
—¿Me estás diciendo que lo planeaste así?
El hombre se encogió de hombros de una forma que sugería que la pregunta era más compleja de lo que ella creía.
—Hay planes y planes. Gran parte de lo que hacemos es cuestión de coordinación y suerte. Pero en tu caso, meditamos mucho la forma de secuestrarte. Hace tiempo que te vigilamos, a la espera del momento oportuno. Fue Jackie quien encajó las piezas y dio el visto bueno. El episodio de la planta de biodiésel fue un montaje, así como su repentina desaparición del alojamiento anoche. Sabía que irías a buscarla al hospital. La verdad, todo me parecía un poco complicado, y tenía mis dudas, pero su confianza en ti decantó la balanza. Y me alegra decir que estaba en lo cierto.
La mente de Sara se había zambullido en la incredulidad. No, se estaba ahogando.
—¿Jackie es… una de los vuestros?
Eustace asintió.
—La mujer estuvo con nosotros desde el principio, una agente de rango superior. Soy incapaz de decirte cuántos ataques ha organizado. Su misión final era liberarte.
Sara buscó palabras, pero no encontró ninguna. Era incapaz de relacionar a la mujer que estaba describiendo Eustace con la que ella conocía. ¿Jackie? ¿Miembro de la insurgencia? Durante más de un año, la mujer apenas se había apartado de la vista de Sara. Habían dormido a un metro la una de la otra, trabajado codo con codo, compartido cada comida. Se lo habían contado todo. Era absurdo. Era imposible. Después preguntó:
—¿Qué has querido decir con «final»?
—Lo siento —replicó Eustace—. Jackie ha muerto.
Sus palabras fueron como una bofetada.
—¡No puede ser!
—Temo que es verdad. Sé que significaba mucho para ti.
—¡No sacan a gente del hospital hasta que oscurece! ¡He visto la furgoneta! ¡Hemos de ir a buscarla!
—Escúchame…
—¡Todavía queda tiempo! ¡Hemos de hacer algo! —Desvió la mirada hacia Nina, inmóvil e impasible con los brazos cruzados sobre el rifle, y después hacia Eustace—. ¿Por qué no hacéis algo?
—Porque es demasiado tarde, Sara. —Su expresión se ablandó—. Jackie nunca fue al hospital. Eso es lo que te estoy diciendo. Jackie era la conductora del coche.
Tuvo la sensación de que algo se rompía. Algo se rompió en su interior. Un corte final, el último hilo que la ataba a la vida que conocía cercenado. Se alejaba flotando.
—Sabía que estaba muy enferma. A lo sumo, habría sobrevivido unos cuantos meses antes de que la enviaran al cebadero. —Eustace se inclinó hacia ella—. Jackie lo quiso así. La coronación de una gloriosa carrera. No lo habría querido de otro modo.
—Está muerta —dijo Sara, a nadie.
—Hizo lo que debía. Jackie era una heroína de la insurgencia. Y aquí estás tú, preparada para recoger el testigo.
No podía obligarse a llorar. Se preguntó por qué, y entonces lo supo: ya había derramado las últimas lágrimas de su vida; no quedaban más en su interior. Resultaba extraño ser incapaz de llorar. Amar a alguien como ella había querido a Jackie, y no encontrar dolor en su corazón.
—¿Por qué yo?
—Porque los odias, Sara. Los odias y no les tienes miedo. Lo vi aquel día en el camión. ¿Te acuerdas?
La mujer asintió.
—Hay dos clases de odio. Uno te da fuerzas, el otro te las arrebata. El tuyo es del primer tipo. Siempre lo he sabido. Jackie también lo sabía.
Era verdad: los odiaba. Los odiaba por sus ojos lascivos, su desenvuelta y risueña crueldad. Los odiaba por las gachas aguadas y las duchas heladas; odiaba las mentiras que la obligaban a gritar; odiaba sus porras incansables y las sonrisas de sus rostros engreídos. Los odiaba con toda su alma, con cada célula de su cuerpo. Sus nervios ardían de odio, sus pulmones inhalaban y exhalaban odio, su corazón bombeaba un elixir de odio en estado puro a sus venas. Estaba viva porque los odiaba, y los odiaba, sobre todo, por haberle robado a su hija.
Tomó conciencia de que Eustace y Nina estaban esperando a que hablara. Comprendió que todo cuanto habían hecho y dicho estaba encaminado a este único propósito. Paso a paso, con cautela, la habían guiado hasta el borde de un abismo. En cuanto diera el siguiente paso, ya no volvería a ser la misma.
—¿Qué queréis que haga?