Lila Kyle. Se llamaba Lila Kyle.
Aunque, por supuesto, ella sabía que la cara que veía en el espejo tenía otros nombres. La Reina de la Locura. Su Chiflada Majestad. Su Trastornada Alteza Real. Oh, sí, Lila los había oído todos. Tenías que levantarte muy temprano por la mañana para pasarle la mano por la cara a Lila Kyle. A palabras necias, oídos sordos, decía siempre (decía su padre), pero lo que la molestaba de verdad eran los susurros. ¡La gente siempre estaba susurrando! Como si ellos fueran los adultos y ella la niña, como si fuera una bomba a punto de estallar en cualquier momento. ¡Qué raro! Raro y bastante irrespetuoso, porque en primer lugar ella no estaba loca, estaba segura al cien por cien; y en segundo, aunque lo estuviera, aunque, sólo para dar que hablar, le gustara pasear desnuda a la luz de la luna y aullar como un perro (pobre Roscoe), ¿por qué tenían que preocuparse? ¿Hasta qué punto estaba loca o no? (si bien tenía que confesar que había días, ciertos días difíciles, en que sus pensamientos no cooperaban, como un montón de hojas secas que intentara embutir en una bolsa). No era agradable. Era inaceptable. Hablar a espaldas de una persona, lanzar aquellas viles insinuaciones, sobrepasaba los límites de la decencia común. ¿Qué había hecho para merecer ese trato? Era reservada, nunca pedía nada, era silenciosa como una mosca. Le encantaba pasar el rato en su habitación con sus objetos queridos, sus frascos, peines, cepillos y su tocador, donde ahora estaba sentada (daba la impresión de que llevaba sentada allí bastante rato) cepillándose el pelo.
El pelo. Cuando prestó atención a la cara del espejo, una oleada de cálido reconocimiento la asaltó. La visión siempre parecía pillarla por sorpresa: la piel rosada libre de poros, el húmedo destello de sus ojos, las rubicundas mejillas regordetas, las delicadas proporciones de sus facciones. Tenía un aspecto… ¡asombroso! Y lo más asombroso de todo era su pelo. Lustroso, abundante al tacto, espeso como melaza. Melaza no: chocolate. Un excelente chocolate negro de algún lugar maravilloso y especial. Suiza, quizás, o uno de aquellos países, como los caramelos que su padre siempre guardaba en el escritorio. Y si ella era buena, muy buena, o a veces por el simple motivo de que la quería y deseaba que lo supiera, la llamaba al santuario de su estudio, con aquel olor masculino, donde escribía sus documentos importantes, leía sus libros inexcrutables y dirigía sus misteriosos asuntos paternos, con el fin de ofrecerle el símbolo de este amor. Ahora sólo uno, le decía, y ese único óbolo subrayaba lo especial de la situación, porque implicaba un futuro en que tendrían lugar más visitas al estudio. La caja dorada, la tapa que se levantaba, el momento de incertidumbre: su manita flotaba sobre el rico botín de su contenido como un nadador parado al borde de una piscina, calculando el ángulo perfecto para saltar. Había los de chocolate, y los que llevaban nueces, y los que llevaban guindas (los únicos que no le gustaban; los escupía en un Kleenex). Pero los mejores eran los que no llevaban nada, las pepitas de chocolate puro. Eran los que más anhelaba. El tesoro único de dulzura lechosa y tierna que intentaba localizar entre sus compañeros. ¿Éste? ¿Éste?
—¡Yolanda!
Silencio.
—¡Yolanda!
Con un revoloteo de faldas, velos y tela etérea, la mujer entró en el cuarto como una exhalación. Menudo atavío ridículo, pensó Lila. ¿Cuántas veces le había ordenado Lila que vistiera de una manera más práctica?
—Yolanda, ¿dónde te habías metido? Te he estado llamando sin parar.
La mujer estaba mirando a Lila como si hubiera perdido la razón. ¿También la habían convencido a ella?
—¿Yolanda, señora?
—¿A quién quieres que llame? —Lila lanzó un potente suspiro. La mujer podía ser muy dura de mollera en ocasiones. Aunque su inglés no era el mejor—. Me gustaría… algo. Por favor. Por favor.
—Sí, señora. Por supuesto. ¿Quiere que le lea?
—¿Leer? No.
Aunque la idea se le antojó de pronto atrayente. Un poco de Beatrix Potter tal vez serviría para calmar sus nervios. Peter Rabbit con su chaquetita azul. La ardilla Nutkin y su hermano Twinkleberry. ¡En menudos líos podían meterse los dos! Entonces, se acordó.
—Chocolate. ¿Tenemos chocolate?
La mujer parecía ida por completo. Tal vez se había dado a la bebida.
—¿Chocolate, señora?
—¿Caramelos de Halloween sobrantes, quizás? Estoy segura de que tenemos en alguna parte. Cualquier cosa servirá. Hershey’s Kisses. Almond Joy. Un Kit Kat. Todo irá bien.
—Um…
—¿Sí? ¿Un poco de cho-co-LA-te? Mira en el armario encima del fregadero.
—Lo siento, no sé qué me está pidiendo.
Esto sí que era irritante. ¡La mujer fingía no saber qué era el chocolate!
—No veo cuál es el problema, Yolanda. Debo decir que tu actitud empieza a preocuparme. Mucho, de hecho.
—No se enfade, por favor. Si supiera lo que es, sería un placer facilitárselo. Tal vez Jenny lo sepa.
—Ahí voy yo. Eso es precisamente lo que estoy diciendo.
Lila exhaló un profundo suspiro. Una pena, pero no podía hacer nada más. Mejor cortar por lo sano que alargar las cosas.
—Temo, Yolanda, que voy a tener que despedirte.
—¿Despedirme?
—Despedirte, sí. No más. Ya no necesitamos tus servicios, me temo.
Daba la impresión de que los ojos de la mujer iban a salir disparados de su cabeza.
—¡No puede!
—Lo siento muchísimo. Ojalá hubiera funcionado. Pero teniendo en cuenta las circunstancias, no me dejas otra alternativa.
La mujer se arrojó a las rodillas de Lila.
—¡Por favor! ¡Haré lo que sea!
—Contente, Yolanda.
—Se lo suplico —lloriqueó la mujer en su falda—. Ya sabe lo que me harán. ¡Trabajaré con más ahínco, lo juro!
Lila suponía que se lo tomaría mal, pero aquella exhibición indigna era de lo más inesperado. Era vergonzosa. El impulso de ofrecerle cierto consuelo era muy fuerte, pero Lila lo resistió, con el fin de que la situación no se prolongara más, y dejó que sus manos colgaran desmañadas en el aire. Tal vez tendría que haber esperado a que David volviera a casa. Siempre era mejor que ella para estas cosas.
—Te daremos referencias, por supuesto. Y dos semanas de paga. No deberías tomártelo tan a pecho.
—¡Es una sentencia de muerte! —Abrazó las rodillas de Lila como si se estuviera aferrando a un salvavidas—. ¡Me enviarán al sótano!
—No creo que esto pueda calificarse de sentencia de muerte. Estás exagerando.
Pero no se podía apelar a la razón en su estado. Incapaz de formar palabras debido a la tormenta de sus sollozos incontrolables, había renunciado a sus súplicas, tras empapar la falda de Lila de lágrimas mezcladas con mocos. Lo único que interesaba a Lila en aquel momento era zafarse de la situación lo antes posible. Detestaba estos espectáculos, los detestaba.
—¿Qué está pasando aquí?
Lila alzó la vista hacia la figura parada en la puerta, y al instante exhaló un suspiro de alivio.
—David. Gracias a Dios. Parece que tenemos una escena. Yolanda, bien, está un poco disgustada. He decidido despedirla.
—Joder, ¿otra? ¿Qué te pasa?
Eso sí que no era típico de David.
—Es muy fácil para ti decir eso, todo el día fuera, y yo encerrada en casa. Pensaba que me apoyarías.
—¡No me despida, por favor! —aulló Yolanda.
Lila indicó con un ademán que la librara de aquella mujer.
—¿Me echas una mano?
Lo cual demostró no ser tan fácil como debería. Cuando David (que no era David) se agachó para arrancar a la llorosa Yolanda (que no era Yolanda) de las rodillas de Lila, la mujer redobló sus esfuerzos y, por increíble que pareciera, se puso a chillar. ¡Menuda escena! Por el amor de Dios, como si despedirte del servicio doméstico fuera una sentencia de muerte, a juzgar por su reacción. David la agarró de la cintura y la soltó de un fuerte estirón, para luego alzar su cuerpo en el aire. La mujer chilló y pataleó en sus brazos, agitando las manos como una loca. Sólo gracias a su fuerza superior logró el hombre aplacarla. Una cosa que cabía reconocer de David: se mantenía en forma.
—¡Lo siento, Yolanda! —dijo Lila mientras él se la llevaba en volandas—. ¡Te enviaré un cheque por correo!
La puerta se cerró con estrépito a sus espaldas. Lila exhaló un suspiro que se había quedado retenido en su pecho. Bien, vaya número. La situación más incómoda que había tenido que afrontar. Se sentía muy agitada, y encima no poco culpable. Yolanda llevaba años con ellos, y la cosa había terminado fatal. Le había dejado un gusto amargo en la boca a Lila. Claro que Yolanda nunca había sido la mejor criada, y en los últimos tiempos se había dejado bastante. Dificultades personales, seguramente. Lila nunca había estado en casa de la mujer. No sabía nada de su vida. ¿No era curioso? Tantos años, Yolanda entrando y saliendo, y era como si Lila no la conociera de nada.
—Bien, ya se ha ido. Felicidades.
Lila, que había continuado cepillándose el pelo, examinó a David con frialdad en el espejo cuando se detuvo en la entrada para enderezarse la corbata.
—¿Y todo es culpa mía? Ya la has visto. Había perdido el control por completo.
—Es la tercera en un año. Las buenas asistentas no crecen en los árboles.
Se dio otra larga cepillada.
—Pues llama al servicio. No hay para tanto.
David no dijo nada más, satisfecho de dejar correr el asunto. Se acercó al diván y levantó las rodilleras del pantalón para sentarse.
—Hemos de hablar.
—¿No ves que estoy ocupada? ¿No te necesitan en el hospital?
—No trabajo en un hospital. Ya te lo he dicho un millón de veces.
¿De veras? A veces sus pensamientos eran como hojas de otoño; a veces, abejas en un tarro, pequeñas cosas zumbantes que daban vueltas y vueltas.
—¿Qué pasó en Texas, Lila?
—¿Texas?
El hombre suspiró malhumorado.
—El convoy. La Carretera del Petróleo. Pensaba que mis instrucciones eran claras.
—No tengo ni la más remota idea de qué estás hablando. No he estado en Texas en toda mi vida. —Dejó de cepillarse el pelo y miró a los ojos de David a través del espejo—. Brad siempre odió Texas. Aunque es probable que tú no desees saber nada de ello.
Vio que sus palabras habían dado en el blanco. Sacar a colación a Brad era su arma secreta. Aunque sabía que no debía hacerlo, experimentaba un placer perverso al ver la expresión de David siempre que pronunciaba el nombre: la vacuidad desinflada de un hombre consciente de que nunca daría la talla.
—No te pido gran cosa. Lo que empiezo a preguntarme es si ya no eres capaz de controlar estas cosas.
—Sí, vale.
Bla bla bla.
—¿Me estás escuchando? No pueden ocurrir más desastres como éste. Sobre todo ahora que estamos tan cerca.
—No sé por qué estás tan disgustado. Y para ser sincera, me importa un pito debido a la forma en que me estás hablando.
—¡Maldita sea, deja en paz el puto cepillo!
Pero antes de que ella pudiera hacerlo, el hombre se lo arrebató de la mano y lo arrojó al otro lado de la habitación. La agarró por el pelo, tiró hacia atrás su cabeza y acercó la cara tanto a la de ella que ni siquiera era una cara, sino una cosa, una cosa monstruosa y deforme como una babosa, que la bañaba con su aliento pútrido bacterial.
—Estoy hasta los huevos de tus chorradas. —Escupió saliva sobre sus mejillas, sus ojos. Un chorro repugnante salido de su boca. Los bordes de sus dientes estaban manchados de una sustancia oscura, lo cual los dotaba de una horrible intensidad. Sangre. Sus dientes estaban forrados de sangre—. De tu numerito. De este estúpido juego.
—¡Por favor, me estás haciendo daño! —jadeó ella.
—Ah, ¿sí?
Le retorció el pelo con fuerza. Mil puntos de dolor chillaron desde su cuero cabelludo.
—David —suplicó, mientras las lágrimas emborronaban su visión—, te lo suplico. Piensa en lo que estás haciendo.
La cara de babosa rugió enfurecida.
—¡No soy David! ¡Soy Horace! ¡Me llamo Horace Guilder! —Otro tirón brutal—. ¡Dilo!
—¡No lo sé, no lo sé! ¡Me estás confundiendo!
—¡Dilo! ¡Di mi nombre!
Fue el dolor lo que lo consiguió. Su conciencia se derrumbó como arrastrada por un torrente.
—¡Eres Horace! ¡Para, por favor!
—¡Otra vez! ¡Di mi nombre completo!
—¡Horace Guilder! ¡Eres Horace Guilder, Director de la Patria!
Guilder la soltó y se alejó. Lila estaba tumbada sobre su tocador, estremecida a causa de los sollozos. Ojalá pudiera volver. Volver, pensó, al tiempo que cerraba los ojos con fuerza para hurtar el horror de aquel hombre, aquel Horace Guilder, a su vista. Lila, vuelve. Envíate lejos de nuevo. Se estremeció de náuseas que nacían en un lugar tan profundo que carecía de nombre, un asco no del cuerpo sino del alma, el núcleo metafísico de su yo fracturado, y después cayó de rodillas, vomitó, jadeó, se ahogó y escupió la sangre asquerosa que había bebido aquella misma mañana.
—Muy bien —dijo Guilder, mientras se secaba las manos en la chaqueta del traje—. Ya ha quedado claro.
Lila no dijo nada. Tan potente era su anhelo de esfumarse que no habría podido formar palabras ni que lo hubiera intentado.
—Nos esperan grandes tiempos, Lila. Necesito saber que estás conmigo. Basta de tonterías. Y por favor, procura no despedir a más asistentas. Estas chicas no crecen en los árboles.
Ella se secó la saliva rancia de la barbilla con el dorso de la muñeca.
—Eso ya lo has dicho antes.
—¿Perdón?
—He dicho que ya lo habías dicho antes. —La voz ni siquiera sonaba como la de ella—. Eso de que las asistentas no crecen en los árboles.
—Ah, ¿sí? —Lanzó una breve carcajada—. Sí, lo hice. Es curioso si te paras a pensarlo. Algo de esa guisa nos convendría, teniendo en cuenta las exigencias de la cadena alimentaria. Estoy seguro de que tu amiguito Lawrence se mostraría de acuerdo. Hay que ver lo que es capaz de comer ese hombre. —Hizo una pausa, complacido con la idea, antes de que sus ojos se endurecieran de nuevo cuando la miró—. Lávate. No es que quiera ofenderte, Lila, pero tienes vómito en el pelo.