38

Por la mañana, Jackie había desaparecido.

Sara despertó y descubrió vacío el jergón de la mujer. Presa del pánico, atravesó a toda prisa el alojamiento, mientras se maldecía por dormir tan profundamente. ¿Alguien había visto a la anciana que dormía en la segunda fila? Pero nadie la había visto, o al menos eso dijeron. Al pasar la lista de la mañana, Sara detectó un silencio casi imperceptible en el espacio donde debería estar el número de Jackie. Todo el mundo tenía la vista clavada en el suelo. Así como así, las aguas se habían cerrado sobre su amiga. Era como si jamás hubiera existido.

Pasó el día como en medio de una niebla, mientras su mente se tambaleaba en el filo de la navaja entre la esperanza desesperada y la desesperación total. Era probable que no pudiera hacer nada. La gente desaparecía; así eran las cosas. Y no obstante, Sara no podía desprenderse de la idea de que, si la mujer continuaba en el hospital, si todavía no la habían llevado al cebadero, aún existía una posibilidad. Pero ¿cómo era posible que se hubieran llevado a Jackie delante de las narices de Sara? ¿No habría oído algo? ¿No habría protestado la mujer? Era absurdo.

Fue entonces cuando Sara lo dedujo. No había oído nada, porque no había nada que oír. Así no. Por mí no. Jackie había abandonado el alojamiento por voluntad propia.

Lo había hecho para proteger a Sara.

A media tarde comprendió que debía hacer algo. El sentimiento de culpa era abrumador. Nunca habría debido intentar sacar a Jackie de la planta, ni enfrentarse a Cabrón como lo había hecho. Era como si hubiera pintado una diana en la espalda de la mujer. Los minutos transcurrían. Los virales del cebadero comían justo después de ponerse el sol. Sara había visto los camiones. Transportes de ganado cargados de vacas, pero también las furgonetas sin ventanas que utilizaban para trasladar prisioneros desde el centro de detención. Había una aparcada siempre en la parte posterior del hospital, su significado estaba claro para todo el mundo que se parara a reflexionar.

Los cols que supervisaban los equipos de los molinos eran Vale y Silbadora. Pensó que Vale tal vez se hubiera mostrado colaborador, pero con Silbadora vigilando, Sara no veía cómo. Sólo se le ocurrió una solución. Llenó el cubo, lo levantó del suelo, dio tres pasos hacia el molino y se detuvo.

—Ay —gritó Sara. Dejó caer el cubo y se aferró el estómago—. Ay. Ay.

Cayó de rodillas entre gemidos. Por un momento dio la impresión de que, entre el estruendo de los molinos, su exhibición había pasado desapercibida. Gritó con más fuerza, apoyó las piernas contra el pecho y se aferró el estómago.

—Sara, ¿qué pasa?

Una de las mujeres, Constance Chou, estaba acuclillada sobre ella.

—¡Me duele! ¡Me duele!

—¡Levántate o te verán!

Sonó otra voz: la de Vale.

—¿Qué pasa aquí?

Constance retrocedió.

—No lo sé, señor. Se ha caído al suelo.

—¿Qué te pasa, Fisher?

Sara no contestó, sino que continuó gimiendo, meciéndose y dando pataditas espasmódicas para redondear la función. Un círculo de curiosos se había formado a su alrededor.

—Apendicitis —dijo.

—¿Qué has dicho?

Hizo una mueca de falso dolor.

—Creo que es… mi… apéndice.

Silbadora se abrió paso entre la multitud y empujó hacia atrás a los curiosos con la porra.

—¿Cuál es el problema?

Vale se estaba rascando la cabeza.

—Dice que es algo del apéndice.

—¿Qué estáis mirando? —bramó Silbadora—. Volved al trabajo. ¿Qué quieres hacer con ella? —preguntó a Vale.

—¿Puedes andar, Fisher?

—Por favor —jadeó ella—. Necesito un médico.

—Dice que necesita un médico —informó Vale.

—Sí, ya lo he oído, Vale. —La mujer exhaló un suspiro—. De acuerdo, vamos a sacarla de aquí.

La ayudaron a caminar hasta la camioneta aparcada detrás de la planta, y la pusieron en la parte de atrás. Sara continuó con los gemidos y las oscilaciones. Siguió una breve negociación: ¿debía acompañarla uno de ellos, o llamaban a un conductor?

—Joder, ya la llevo yo —dijo Silbadora—. Conociéndote, no te decidirás en todo el día.

El trayecto hasta el hospital duró diez minutos. Sara los utilizó para trazar un plan. Su único pensamiento había sido ir al hospital, con el fin de encontrar a Jackie antes de que la furgoneta se fuera. No había pensado en el siguiente paso. Llegó a la conclusión de que sólo le quedaban dos buenas cartas. Primera, no estaba enferma. Una vez experimentada una milagrosa recuperación, no parecía probable que enviaran a una mujer perfectamente sana al cebadero. Segunda, era enfermera. Sara no sabía muy bien cómo utilizar este hecho (tendría que improvisar), pero quizá pudiera emplear sus conocimientos médicos para convencer a la persona al mando de que Jackie no estaba tan enferma como aparentaba.

O quizá daría igual lo que hiciera. Quizás una vez atravesara las puertas del hospital, ya no volvería a salir. Esta perspectiva, mientras la sopesaba, no se le antojó tan mala, pues así le quedaría una tercera carta que jugar: la carta de que ya no le importaba vivir o morir.

Silbadora se detuvo ante la entrada del hospital, se encaminó a la parte de atrás y bajó la puerta.

—Baja. Deprisa.

—Creo que no puedo andar.

—Bien, tendrás que intentarlo, porque no pienso cargar contigo.

Sara se incorporó. El sol había asomado detrás de las nubes, e iluminaba la escena con su frío brillo. El hospital era un edificio de ladrillo de tres plantas, parte de un grupo de prosaicos edificios bajos situados en el borde sur de la planicie. A una distancia de unos veinte metros se erguía una de las tres principales subestaciones de Recursos Humanos. Una docena de guardias col custodiaban la entrada, que estaba flanqueada por barricadas de hormigón.

—¿Estoy hablando a la pared?

En efecto: Sara apenas la estaba escuchando. Se hallaba concentrada en el coche, un pequeño sedán del tipo que los cols utilizaban para desplazarse entre los alojamientos. Se dirigía hacia ellos a gran velocidad, levantando una espesa nube de polvo. Sara bajó del camión. Al mismo tiempo, intuyó que una figura corría hacia ella por detrás. El coche continuaba avanzando sin disminuir la velocidad. Había algo extraño en ello, y no sólo la velocidad con que se acercaba. Las ventanillas estaban tintadas y ocultaban al conductor. Había algo escrito en el capó, las letras garabateadas con brochazos de pintura blanca.

SERGIO VIVE.

Cuando el vehículo se lanzó contra las barricadas, alguien la aplastó por detrás. Al instante siguiente estaba tendida en el suelo, sin apenas poder respirar, cuando el camión estalló con un estruendo y una onda de choque de calor extremo que jamás habría podido imaginar. Se quedó sin aire en los pulmones. Caían cosas. Había objetos que surcaban el aire e impactaban como meteoros a su alrededor, objetos pesados, en llamas. Se oyó un chirrido metálico, una lluvia de cristal tintineante. El mundo era ruido y calor y el peso de un cuerpo sobre ella, y luego un súbito silencio y un chorro de aliento cálido cerca de su oído, y alguien que decía:

—Ven conmigo. Haz exactamente lo que yo te diga.

Sara se puso en pie. Una mujer a la que no conocía la estaba tirando de la mano para sacarla de la inercia de su estupor. Algo le había pasado a sus oídos, y bañaba la escena que la rodeaba de una irrealidad lechosa. La subestación se había convertido en un cráter humeante. La camioneta había desaparecido. Estaba tumbada de lado donde antes se hallaba la entrada del hospital. Algo húmedo recubría las manos y la cara de Sara. Sangre. Estaba cubierta de ella. Cosas pegajosas, biológicas, y un fino polvillo centelleante compuesto, como descubrió enseguida, de diminutos fragmentos de cristal. Qué asombroso, pensó, qué asombroso era todo, en especial lo sucedido con Silbadora. Era impresionante el aspecto de un cuerpo cuando ya no era una cosa, sino que se había dispersado en pedazos humanos reconocibles por una amplia zona. Quién habría dicho que, cuando un cuerpo saltaba en pedazos, como no cabía duda de que había ocurrido, hacía justo eso: saltar en pedazos.

Recuperó primero la visión y después el resto de los sentidos. La mujer estaba corriendo y ella también, corría al tiempo que la arrastraban, y la energía de su salvadora, pues Sara comprendía que la mujer la había protegido de la explosión, se transmitía a su cuerpo a través de las manos enlazadas. Detrás de ellas, el silencio había dado paso a un coro de gritos y chillidos, un sonido extrañamente musical, y la mujer se detuvo detrás de un edificio que continuaba en pie (¿no habían volado por los aires todos los edificios del mundo?) y se tiró al suelo. Llevaba en la mano una especie de gancho, y con éste apartó a un lado la tapa de la alcantarilla.

—Entra.

Sara obedeció. Entró. Se metió en el agujero, donde esperaba una escalerilla. Qué hediondez. Olía a mierda, porque lo era. Cuando los pies de Sara tocaron el fondo, sus zapatillas se llenaron de la horrible agua, y la mujer volvió a poner la tapa de la alcantarilla en su sitio, sumiendo a Sara en una oscuridad absoluta. Sólo entonces comprendió en toda su magnitud que había estado en una explosión causante de muchos muertos y mucha destrucción, y que justo después, un intervalo que habría durado menos de un minuto, se había entregado por completo a una mujer a la que no conocía, y que esta mujer la había conducido a una especie de inexistencia: que Sara, a todos los efectos, había desaparecido.

—Espera.

El resplandor de una pequeña llama azulina al encenderse. La mujer sostenía un encendedor, que había acercado al extremo de una antorcha. Saltó una llama que iluminó su rostro. Veinteañera, de cuello largo y pequeños ojos oscuros, muy intensos. Había algo familiar en ella, pero Sara no pudo conseguir que su mente se concentrara en ello.

—Basta de hablar. ¿Puedes correr?

Sara asintió.

—Vamos.

La mujer empezó a moverse al trote por la alcantarilla, seguida de Sara. Continuaron así durante un rato. La mujer elegía una dirección cada vez que llegaban a uno de los múltiples cruces. Sara había empezado a hacer balance de sus heridas. La explosión no había dejado de afectarla. Padecía diversos dolores, algunos muy agudos, otros como un malestar sordo. Sin embargo, ninguno era tan grave como para no poder seguir el ritmo de la mujer. Después de que pasara más tiempo, Sara comprendió que la distancia recorrida las habría llevado más allá de las fronteras valladas con alambre de la Patria. ¡Estaban escapando! ¡Eran libres! Un círculo de luz apareció ante ellas: una salida. Al otro lado aguardaba el mundo, un mundo peligroso, un mundo mortífero, donde los virales vagaban sin control, pero aun así se cernía ante ella como una promesa dorada, y salió a la luz.

—Lo lamento.

La mujer estaba detrás de ella. Rodeó la cintura de Sara con una mano para inmovilizarla, y la otra, provista de un paño, se alzó hacia la cara de Sara. ¿Qué demonios estaba pasando? Pero antes de que pudiera emitir un solo sonido de protesta, el paño que cubría su boca y su nariz inundó sus sentidos con un espantoso olor químico, y un millón de diminutas estrellas se encendieron en su cabeza, y así acabó todo.