Esa historia de Sergio: se había prolongado demasiado.
No era que no se hubieran producido levantamientos antes. El año 31, ¿verdad? ¿Y otra vez en el 68? Por no hablar de los centenares de pequeños estallidos de desafío aplastados a lo largo de los años. ¿Y no era cierto que el problema se reducía, inevitablemente, a un solo individuo, un renegado solitario, que no conseguía comprender la cuestión? ¿Que cuando capturaran a ese hombre (siempre era un hombre) las llamas de la resistencia, desprovistas de su oxígeno esencial, se extinguirían de mutuo acuerdo?
Y no obstante, el tal Sergio era distinto de los demás. Parado ante la ventana en la base de la cúpula, su mirada dirigida hacia la sucia mancha de la planicie y los campos invernales, desprovistos de todo color, que había al otro lado, el Director Horace Guilder hizo balance. Los métodos del hombre eran diferentes, para empezar, no sólo en cantidad sino en calidad. ¡La gente se autoinmolaba! ¡Sujetaban cartuchos de dinamita a su pecho, o bombas caseras atiborradas de fragmentos de cristal y tornillos, y hacían acopio de valor para volarse por los aires y a todos cuantos los rodeaban en una neblina de sangre! Era más que locura, una psicosis desatada, la cual sólo demostraba que el tal Sergio, fuera quien fuera, detentaba un poder psicológico sobre sus seguidores más profundo que cualquiera de sus antecesores. Los lugareños tenían seguridad, tenían comida para calentar el buche, dormían en camas sin miedo a los virales. Se les permitía vivir su vida, en otras palabras, ¿y así le daban las gracias? ¿No se daban cuenta de que todo cuanto había hecho, lo había hecho por ellos? ¿Que había construido un hogar para la humanidad con el fin de que, pese a los vientos imperantes en la historia, continuara?
La verdad, existía cierta… injusticia en todo ello. Una distribución de recursos desigual, podría decirse, una separación de la administración del trabajo, de los que tienen y los que no tienen, de nosotros y de ellos. Una desagradable dependencia de la capacidad humana de medrar a costa de los demás, y las herramientas puestas a prueba por el tiempo (duchas heladas, colas interminables, excesivo uso de nombres propios, altavoces lanzando a todo trapo torrentes constantes de estupideces, etc.) de amplia sumisión social. «¡Un Pueblo! ¡Una patria! ¡Un Director!». Las palabras conseguían que se encogiera, pero cierta cantidad de demagogia bien orquestada era parte del juego. Nada nuevo, en otras palabras, todo ello justificado por las condiciones de la era actual. Pero en ocasiones, como ahora, en aquella helada mañana de Iowa, mientras el primer frente ártico de la estación se precipitaba hacia ellos como un tren sin frenos de frío demoledor, a Guilder le costaba mantener el entusiasmo.
Su extenso conjunto de oficinas, que también le servía de vivienda, había sido, en diversos momentos de sus doscientos años de historia, el despacho del gobernador territorial de Iowa, la sede del museo de historia del estado, y almacén. Su último ocupante del antiguo mundo había sido el rector de la Universidad de Midwest State, un hombre llamado August Frye (eso ponía en el membrete de su papel de cartas); el cual, desde sus generosas ventanas, sin duda había pasado muchas horas felices admirando el reconfortante espectáculo de los risueños estudiantes alimentados de maíz, flirteando como maníacos mientras paseaban camino de clase por sus bien cuidados jardines. El día que Guilder se había instalado, se había quedado sorprendido al descubrir que el rector August Frye había decorado el lugar con temas náuticos: barcos dentro de botellas, mapas con serpientes, óleos exagerados de faros y paisajes marinos, un ancla. Una elección incongruente, teniendo en cuenta que Midwest State se hallaba enclavada en el lugar más rodeado de tierra del planeta. Después de casi cien años, lo que Guilder habría dado por un cambio de paisaje.
Ése era el mayor problema de la inmortalidad, aparte de la dieta peculiar: todo empezaba a aburrirte.
En tales momentos, lo único que le elevaba el ánimo era hacer balance de sus logros. Que no dejaban de ser considerables: habían construido una ciudad literalmente de la nada. Qué entusiasmo había experimentado en los primeros días. El incesante retumbar de los martillos. Los camiones que regresaban de sus viajes a través de un continente desprovisto de población, rebosantes de tesoros abandonados del viejo mundo. Los centenares de decisiones tácticas tomadas a diario, y la zumbante energía del personal, hombres cuidadosamente seleccionados entre los supervivientes por su experiencia. En suma, habían reunido un verdadero grupo de expertos de entre los restos humanos de la catástrofe. Químicos. Ingenieros. Planificadores urbanos. Científicos agrícolas. Incluso un astrónomo (que había resultado muy útil) y un historiador de arte, el cual había asesorado a Guilder (quien, para ser sincero, era incapaz de distinguir los nenúfares de Monet de unos perros jugando al póquer) sobre la adecuada conservación y exhibición de un impresionante botín de obras maestras del Instituto de Arte de Chicago, que ahora adornaban las paredes de la Cúpula, incluido el despacho de Guilder. ¡Cómo se habían divertido! Sí, se comportaban con cierta mentalidad de fraternidad, salvo en las correrías sexuales, por supuesto (el virus destruía esa parte del cerebro como una trucha. Casi todos los miembros del estado mayor eran incapaces de mirar a una mujer sin hacer una mueca). Pero en conjunto, el decoro y la profesionalidad habían estado a la orden del día.
Qué recuerdos tan felices. Y ahora: Sergio. Ahora: bombas caseras. Ahora: la niebla sanguinolenta.
Una llamada a la puerta interrumpió la cadena de pensamientos de Guilder. Exhaló un profundo suspiro. Otro día de rellenar formularios, de repartir tareas, de promulgar edictos desde las alturas. Tomó asiento detrás de su escritorio de caoba pulida del siglo XVIII de las dimensiones aproximadas de una mesa de ping-pong, como correspondía a su cargo de Amado Director de la Patria, y se preparó para otra mañana de apetito incesante de sus opiniones, un pensamiento que dio paso casi al instante a las primeras insinuaciones de un apetito de naturaleza más física y apremiante, una burbuja de vaciedad con sabor ácido que ascendió desde sus tripas. ¿Tan temprano? ¿Ya era esa época del mes? Lo único peor que los eructos eran los pedos que llegaban después, chorros de gas con aroma a cebolla que ni siquiera él era capaz de disfrutar.
—Adelante.
Cuando la puerta se abrió, Guilder enderezó su corbata y se apresuró a parecer ocupado, a base de cambiar de sitio documentos de la mesa con vehemencia artificial. Seleccionó uno al azar (resultó ser un informe sobre reparaciones en la planta de tratamiento de aguas residuales, una página que versaba, literalmente, sobre mierda) y fingió estudiarlo durante medio minuto completo antes de alzar la vista con la fatiga propia de una autoridad hacia la figura de traje oscuro que esperaba en la entrada, sosteniendo una tablilla llena de papeles.
—¿Tiene un segundo?
El jefe del estado mayor de Guilder, cuyo nombre era Fred Wilkes, entró en la habitación. Como todos los residentes de la Cumbre, tenía los ojos inyectados en sangre de un fumador crónico de marihuana. También poseía la apariencia impecablemente elegante de un joven de veinticinco años, muy distinto del nervudo septuagenario al que Guilder había conocido la primera vez. Wilkes había sido el primero en subir a bordo. Guilder había descubierto al hombre escondido en uno de los dormitorios de la universidad durante los primeros días posteriores al ataque. Estaba sosteniendo (abrazando, en realidad) el cadáver de su difunta esposa, cuyas fornidas proporciones no habían mejorado después de tres días de descomposición gaseosa en el calor de Iowa. Tal como Wilkes refirió, la pareja había huido del centro de tramitación de refugiados a pie cuando los autobuses no habían llegado. Recorrieron cinco sofocantes kilómetros antes de que su esposa se llevara las manos al pecho, pusiera los ojos en blanco y se derrumbara, fulminada por un infarto. Incapaz de abandonarla, Wilkes había requisado una carretilla y trasladado su forma montañosa hasta la universidad, donde se había refugiado con la única compañía de su cadáver y los recuerdos de una vida compartida. Pese al horrendo hedor (que Wilkes no percibía, o no le importaba), los dos componían una visión conmovedora que habría deshecho en lágrimas a Guilder de haber sido cierto tipo de hombre, que tal vez había sido antes, pero ya no.
—Escuche —dijo Guilder, arrodillado ante el hombre destrozado por la pena—, me gustaría proponerle algo.
Y así había empezado. Fue aquel mismo día, aquella misma hora, incluso mientras veía a Wilkes tomar su primer sorbo con repugnancia, cuando Guilder oyó la Voz. Por lo que él sabía, todavía era el único. Ninguno de los demás residentes había experimentado ni de lejos la presencia mental de Cero. En cuanto a la mujer, ¿quién sabía lo que pasaba en el interior de su cabeza?
Ahora, una vida y media humanas después, una vez cumplido su grandioso plan, y tras congregar a la humanidad a sus pies (el asunto de Kerrville, al igual que el asunto de Sergio, era algo nimio pero significativamente irritante, un guisante bajo el colchón del Plan), ahí estaba Wilkes con su omnipresente tablilla y una expresión facial de noticias nada buenas.
—Pensé que debía saber que el grupo de recogida ha vuelto. Lo que, um, queda de él.
Con aquella desconcertante introducción, Wilkes extrajo la hoja de papel de encima de la tablilla y la dejó sobre el escritorio de Guilder, al tiempo que retrocedía, como si estuviera contento de desembarazarse de aquella cosa.
Guilder la examinó a toda prisa.
—Qué demonios, Fred.
—Creo que podría decirse que las cosas no salieron tal como se había planeado.
—¿Nadie? ¿Ni uno? ¿Qué le pasa a esa gente?
Wilkes señaló el papel.
—La circulación de petróleo se ha interrumpido de forma temporal, al menos. Eso es positivo. Abre montones de puertas.
Pero Guilder era incapaz de consolarse. Primero Kearney, y después esto. Hubo un tiempo en que recoger supervivientes era una tarea relativamente clara. La mujer aparecía. Las puertas se abrían, la rueda de la bóveda empezaba a girar, el puente levadizo descendía sobre el foso. La mujer cumplía su cometido, como un domador de leones en el circo. Y al instante siguiente los camiones regresaban a Iowa, cargados de mercancía humana. Las cuevas de Kentucky. Aquella isla en el lago Michigan. Los silos de misiles abandonados en Dakota del Norte. En fecha más reciente, la incursión a California había sido un éxito sin paliativos, cincuenta y siete supervivientes secuestrados, y la mayoría había desfilado como ovejas hacia el camión una vez se interrumpió la electricidad y se fijaron las condiciones (entrad o moriréis). La tasa usual de daños colaterales (algunos murieron durante el trayecto, otros no lograron adaptarse a las nuevas circunstancias), pero un botín sólido.
Desde entonces había sido un baño de sangre incontrolado tras otro, empezando con Roswell.
—Por lo visto, no hubo fase de negociación. El convoy iba armado hasta los dientes.
—Me da igual que tuvieran un misil nuclear. Lo sabíamos. Son tejanos.
—En cierto modo, es cierto.
—Estamos a punto de conectarnos, ¿y me vienes con ésas? Necesitamos cuerpos, Fred. Cuerpos vivos, que respiren. ¿Es que ella ya es incapaz de controlar esas cosas?
—Podríamos proceder al viejo estilo. Lo dije desde el primer momento. Tendríamos algunas bajas, pero si continuamos atacando su suministro de petróleo, tarde o temprano sus defensas se debilitarán.
—Recogemos gente, Fred. No la perdemos. ¿Es que no me he expresado con claridad? ¿Se te dan mal las matemáticas básicas? La gente es la cuestión.
Wilkes se encogió de hombros, a la defensiva.
—¿Quiere hablar con ella?
Guilder se frotó los ojos. Supuso que debería hacer el gesto, pero hablar con Lila era como jugar a balonmano con uno mismo: la pelota volvía enseguida, por más fuerte que la lanzaras. Uno de los agravios más significativos del trabajo era lidiar con las peculiares fantasías de la mujer, un muro de fantasías que Guilder sólo podía atravesar a base de la insistencia más empecinada. De todos los expertos que había ido reuniendo a lo largo de los años, ¿por qué no había pensado en hacerse con un psiquiatra? Dedicarla a los bebés conseguía calmarla. El talento especial de la mujer era un lujo indispensable que había que manejar con cuidado. Pero en las agonías de la maternidad era virtualmente inalcanzable, y a Guilder le preocupaba lesionar todavía más su frágil psique.
Porque ése era el don de Lila. De todos los que habían probado la sangre, sólo ella poseía la capacidad de controlar a los virales.
Más que controlar: en presencia de Lila se convertían en mascotas, dóciles e incluso afectuosos. El sentimiento era mutuo. Dejabas a la mujer a doscientos metros del cebadero, y se convertía en una gata ronroneante con una camada de crías. Guilder jamás había logrado imitar aquel efecto, aunque bien sabía Dios que lo había intentado. En los primeros tiempos se había convertido en una obsesión. Una y otra vez se había puesto el traje acolchado y entrado en el cebadero, convencido de que si era capaz de descubrir el truco mental apropiado, el lenguaje corporal halagador, o el tono de voz relajante, se postrarían de hinojos como hacían con ella, como perros a la espera de que les rascaran detrás de las orejas. Pero esto no sucedió nunca. Toleraban su presencia durante unos fugaces tres segundos, hasta que uno le arrojaba al aire (no lo tenían archivado como comida, sino como un juguete de tamaño natural), y al instante siguiente Guilder estaba volando de un lado a otro del lugar, hasta que alguien encendía las luces y le sacaba.
Hacía mucho tiempo que había dejado de intentarlo, por supuesto. Ver a Horace Guilder, Director de la Patria, arrojado de un lado a otro como una pelota de playa no era exactamente el tipo de imagen capaz de inspirar la confianza que deseaba transmitir. Tampoco nadie del equipo médico podía explicar a satisfacción lo que convertía a Lila en un ser diferente. El ciclo de su timo era más veloz, y necesitaba sangre cada siete días, y sus ojos parecían diferentes, sin mostrar la mancha retiniana característica de los empleados más antiguos. Pero su sensibilidad a la luz era igual de pronunciada, y por lo que Suresh sabía, el virus que llevaba en la sangre era el mismo de ellos. Al final, el hombre había alzado las manos al cielo y atribuido sus habilidades al hecho muy poco sutil de que Lila era una mujer, la única mujer en nómina, porque así lo había querido Guilder.
Tal vez sólo pasa eso, había dicho Suresh. Tal vez piensen que es su madre.
Guilder cobró conciencia de que Wilkes le estaba mirando. ¿De qué estaban hablando? ¿De Lila? No, de Texas. Pero Wilkes le había dicho que había algo más.
—Lo cual me lleva a, um, el segundo asunto.
Y fue entonces cuando Wilkes contó a Guilder lo de la bomba en el mercado.
¡Joder, joder, joder!
—Lo sé, lo sé —dijo Wilkes, mientras meneaba la cabeza al estilo wilkesiano—. No es el mejor giro de los acontecimientos.
—¡Un solo hombre! ¡Uno!
La cara de Guilder, todo su cuerpo, hervía de santa ira. Otro eructo. Quería venganza. Quería que la situación se tranquilizara. Quería al tal Sergio, fuera quien fuera, con la cabeza clavada en una puta pica.
—Tenemos gente trabajando en ello. Recursos Humanos va haciendo preguntas, y hemos ofrecido dobles raciones a cualquiera que nos ofrezca una pista sólida. No todo el mundo al pie de las colinas está tan entusiasmado.
—¿Y alguien querrá decirme cómo es posible que se mueva a través de la planicie como si ésta fuera una autopista? ¿Es que no tenemos patrullas? ¿Es que no tenemos controles? ¿Alguien puede hacer el favor de arrojar algo de luz sobre este pequeño detalle?
—Tenemos una teoría al respecto. Las pruebas apuntan a una organización con el clásico modelo celular. Grupos de pocos individuos que operan en el seno de una estructura operativa flexible.
—Sé muy bien lo que es una célula terrorista, Fred.
Su jefe del estado mayor hizo un gesto nervioso con las manos.
—Sólo estoy diciendo que buscar a un solo hombre quizá no sea la respuesta. Es la idea de Sergio, no Sergio en sí, a lo que nos enfrentamos. No sé si me sigue.
Guilder le seguía, y no era una idea agradable. Ya había recorrido antes esta ruta, primero en Irak y Afganistán, y después en Arabia Saudí, después del golpe. Cortabas la cabeza, pero el cuerpo no moría; le crecía otra cabeza. La única estrategia útil en estas situaciones era psicológica. Matar el cuerpo nunca era suficiente. Tenías que matar el espíritu.
—¿A cuántos hemos detenido?
Más papeles. Guilder leyó el informe completo. Según los testigos, el terrorista del mercado era una trabajadora agrícola de unos treinta años. Nunca había planteado problemas. En general, era dócil como un corderito, una cualidad que, hasta un punto desconcertante, coincidía con los perfiles de otros terroristas suicidas. No tenía familiares vivos, salvo una hermana. El marido y el hijo habían muerto seis años antes, debido a un brote de salmonella. Por lo visto, había salvado los controles disfrazada con el uniforme de un col (habían encontrado el cuerpo del propietario embutido en un cubo de la basura, degollado, y un brazo cortado misteriosamente a la altura del codo), aunque ignoraban de dónde había sacado los explosivos. Nadie había informado de que hubieran desaparecido explosivos del arsenal o del almacén de la obra, pero aún tenía que llevarse a cabo un inventario exhaustivo. Nueve de sus compañeras de alojamiento, además de la familia de la hermana, incluidos dos niños pequeños, habían sido detenidos para interrogarlos.
—Parece que nadie sabe nada —dijo Wilkes con un gesto de la mano. Se había sentado al otro lado del escritorio mientras Guilder leía—. Aparte de la hermana, es probable que apenas la conocieran. Podemos apretar un poco más las tuercas, pero no creo que eso vaya a reportarnos más información útil. Esa gente ya se habría derrumbado.
Guilder dejó a un lado el informe, entre los otros. Los eructos, que continuaban en toda su furia, habían pintado las paredes de su boca de un sabor repugnante a podredumbre animal, no muy diferente del hedor de la señora Wilkes cuando se descomponía. Un hecho que, si había que hacer caso de la expresión apenas disimulada de desagrado olfativo de su jefe del estado mayor, no había escapado a la atención del hombre.
—No es preciso —dijo Guilder.
Wilkes frunció el ceño con aire dubitativo.
—¿Quiere que los pongamos en libertad? No creo que sea prudente. Al menos dejemos que se cuezan en su propia salsa un par de días más. Ponerlos nerviosos, a ver qué pasa.
—Tú mismo has dicho que, si supieran algo, ya habrían hablado.
Guilder hizo una pausa, consciente de que estaba a punto de cruzar una línea. Los trece lugareños encerrados en el centro de detención eran, al fin y al cabo, gente, seres humanos, que no debían ser culpables de nada. Más aún, eran bienes físicos tangibles en una economía de carestía. Pero teniendo en cuenta lo frustrante e intratable que era la situación de Sergio, el desastre de Texas, y la naturaleza dependiente del tiempo de los grandes proyectos de Guilder, que por fin estaban empezando a dar fruto; y atrapado por su necesidad física cada vez más imperiosa, un imperativo biológico inconmensurable que, mientras miraba a Wilkes desde el otro lado de la planicie pulida de su gigantesco escritorio, estaba floreciendo en su interior como una flor en un vídeo acelerado, no se lo pensó demasiado. Llegó a la línea, le echó un rápido vistazo y pasó al otro lado.
—A mí me parece que ha llegado el momento de vender esta cosa —dijo el Director Horace Guilder.
Guilder esperó unos minutos después de que Wilkes se fuera para escenificar su partida. Como se recordaba muchas veces, gran parte de su autoridad se derivaba de cierto sentido de la dignidad en sus desplazamientos públicos, y era mejor que la gente no le viera en un estado tan agitado. Tomó el llavero de su escritorio y salió. Era extraña la rapidez con que se había apoderado de él el ansia. Por lo general, se iba acumulando durante un período de días, no de minutos. Desde la base de la cúpula, un tramo de escaleras sinuoso descendía a la planta baja, flanqueado el descenso por retratos al óleo de diversos duques, generales, barones y princesas del reino, un desfile de rostros desaprobadores de mandíbula pesada vestidos de época (al menos, no había accedido a que le pintaran un retrato, aunque, bien pensado, ¿por qué no?). Miró por encima de la barandilla. Quince metros más abajo vio las figuras diminutas del destacamento de seguridad uniformado; miembros de la dirección, con sus trajes y corbatas oscuros, que iban de un lado a otro a buen paso con sus maletines y tablillas propios del cargo; hasta un par de asistentas, que fluían de manera diáfana sobre el suelo de piedra pulido con sus atuendos monjiles, como un par de barquitos de papel. Estaba buscando a Wilkes, y allí estaba: junto a la enorme puerta delantera, con sus tallas taraceadas de diversos temas kitsch de la pradera (un puño que aferraba trigo, un arado que labraba alegremente la pródiga tierra de Iowa), su leal jefe del estado mayor se había detenido para conferenciar con dos miembros de la dirección, los ministros Hoppel y Chee. Guilder supuso que Wilkes ya estaba poniendo en marcha las órdenes del día a toda velocidad, pero esta suposición quedó desmentida cuando Hoppel echó hacia atrás la cabeza, dio una palmada y lanzó una carcajada que rebotó en el espacio de mármol como una bala en un submarino. Guilder se preguntó qué cojones era tan divertido.
Se apartó de la barandilla y se dirigió a la segunda escalera, más convencional y muy poco observable, que era para su uso exclusivo. A esas alturas, sus tripas rugían. Se esforzó por no bajar los escalones de tres en tres, cosa que en su actual estado quizás hubiera dado como resultado un batacazo que le habría roto algún hueso, el cual habría sanado en cuestión de horas, pero aun así dolería muchísimo. Con el porte de un cáliz de cristal cuyo contenido podía derramarse en cualquier momento, Guilder descendió un cauteloso peldaño tras otro. Había empezado la salivación, una verdadera cascada que debía sorber entre dientes. Baberos para vampiros, pensó con ironía. Eso sería una fábrica de dinero.
El sótano por fin, con su pesada puerta similar a la de una cámara acorazada. Guilder sacó las llaves del bolsillo de la chaqueta. Con las manos temblorosas de impaciencia, introdujo la llave en la puerta, giró la pesada rueda y la abrió con el hombro.
Cuando estaba a mitad del pasillo ya se había desnudado hasta la cintura y se estaba quitando los zapatos a patadas. Iba cabalgando sobre su ansia a toda velocidad, como un surfero que patinara sobre una ola. Atrás fueron quedando puertas. Guilder oyó los gritos ahogados de los condenados, un sonido que hacía mucho tiempo había dejado de inspirarle la menor compasión. Si es que alguna vez la había sentido. Pasó como un rayo ante las señales de advertencia (ÉTER EN EL AIRE, NO ENCENDER FUEGO), llegó al congelador a todo correr, dobló la última esquina y estuvo a punto de chocar con un técnico de laboratorio vestido con una bata.
—¡Director Guilder! —exclamó con voz ahogada—. No sabíamos…
Pero su frase quedó interrumpida cuando Guilder, con más violencia de la necesaria, aplicó todo el peso de su antebrazo izquierdo al costado de la cabeza del hombre, al que envió contra la pared.
Era sangre lo que deseaba, y no cualquier sangre. Había sangre y había sangre.
Llegó a la última puerta y se detuvo. Con manos temblorosas se quitó los pantalones y los tiró a un lado, introdujo la llave en la puerta y la abrió.
—Hola, Lawrence.