36

La gente susurraba en todas partes: habían puesto otra bomba en el mercado.

La mañana de noviembre empezó gris y fría, heraldo del invierno inminente. El bramido del cuerno despertó a Sara, seguido de un coro de toses, carraspeos y crujidos de huesos que despertaban a la vida. Tenía la boca y los ojos secos como papel. La habitación olía a piel sin lavar, aliento rancio y detergente antipiojos, un vapor biológico de decadencia humana, aunque Sara apenas se dio cuenta. Sabía que parte del olor procedía de ella.

Otro amanecer implacable, pensó. Otra mañana como ciudadana de la Patria.

Había aprendido a no holgazanear en el catre. Un minuto tarde en la cola de racionamiento, y corrías el riesgo de pasarte el día sin nada con que llenar el estómago. Cada vez, un cuenco de cereales debía imponerse a unos escasos minutos de sueño inquieto. Mientras su estómago gruñía, apartó la raída manta, se dio la vuelta, agachó la cabeza y plantó sus pies calzados con zapatillas sobre las tablas del suelo. Siempre dormía con las zapatillas (un par de andrajosas Reebok heredadas de un compañero de catre que había muerto), porque siempre robaban el calzado. ¿Quién ha robado mis zapatos?, gritaba una voz, y la víctima atravesaba el alojamiento a paso de carga, suplicando, acusando, para acabar tendida en el suelo entre lágrimas de desesperación. ¡Moriré sin ellos! ¡Que alguien me ayude, por favor! Era cierto: una persona moría sin zapatos. Aunque trabajaba en la planta de biodiésel, había corrido la voz en la planicie de que Sara era enfermera. Había visto las nueces ennegrecidas de los dedos de los pies congelados, las costras de gusanos enterradas en la piel. Había aplicado el oído a los pechos hundidos y escuchado los estertores de pulmones de enfermos con neumonía que se iban ahogando poco a poco. Había palpado con las yemas de los dedos los estómagos tensos como parches de tambor a causa de apendicitis sépticas, tumores malignos o simple hambre. Había posado la palma de la mano sobre frentes que ardían de fiebre, y vendado las heridas sanguinolentas que devorarían el cuerpo de putrefacción. Y a cada persona Sara le decía, con el sabor de la mentira en los dientes: Te pondrás bien. No te preocupes. Dentro de unos días estarás fresco como una rosa. Te lo prometo. No prestaba cuidados médicos; era una especie de bendición. Morirás, y te dolerá, pero lo harás aquí, entre los de tu especie, y lo último que sentirás será una caricia de bondad, porque será mía.

Porque no querías que los cols supieran que estabas enfermo, y mucho menos los ojosrojos. Nunca se decía nada en voz alta, pero la gente de la planicie se hacía pocas ilusiones respecto a la finalidad del hospital. Hombre o mujer, viejo o joven, daba igual. Atravesabas aquellas puertas y nadie volvía a verte. Al cebadero ibas a parar.

Los alojamientos variaban de tamaño. El de Sara no era de los más grandes. Los catres formaban columnas de cuatro, veinte en cada fila, diez filas: ochocientas almas hacinadas en una sala de las dimensiones aproximadas de un pesebre. La gente se estaba levantando, embutiendo sombreros en la cabeza de sus hijos, murmurando para sí, mientras sus extremidades se movían con la pesada docilidad del ganado camino de la puerta. Sara inspeccionó a toda prisa la zona para comprobar que nadie la observaba, se arrodilló junto a su jergón, levantó el colchón con una mano y deslizó la otra debajo. Extrajo el pedazo de papel cuidadosamente doblado de su escondite y lo guardó en el bolsillo de su túnica. Después, se enderezó.

—Jackie —dijo en voz baja—, despierta.

La anciana estaba aovillada en posición fetal, con la manta subida hasta la barbilla. Sus ojos legañosos contemplaron la luz grisácea que descendía desde las altas ventanas del alojamiento. Sara había oído sus toses toda la noche.

—La luz —dijo Jackie—. Parece invierno.

Sara tocó su frente. Ni una décima de fiebre. En todo caso, la mujer tenía frío. Costaba calcular la edad de Jackie. Había nacido en las llanuras, pero sus padres eran de otro sitio. Jackie no era aficionada a hablar del pasado, pero Sara sabía que había sobrevivido a tres hijos y un marido, este último enviado al cebadero por el delito de acudir en ayuda de un amigo que estaba siendo azotado por un col.

La sala se estaba vaciando con rapidez.

—Jackie, por favor. —Sara la sacudió por el hombro—. Sé que estás cansada, pero hemos de irnos ya.

Los ojos de la mujer miraron a Sara. Una tos seca la hizo temblar.

—Lo siento, cariño —dijo, cuando pasó el acceso—. No quiero parecer poco cooperativa.

—Es que no quiero perderme el desayuno. Has de comer.

—Siempre cuidando de mí. Ayuda a la anciana a bajar, por favor.

Sara acercó el hombro a Jackie para que se apoyara y la bajó al suelo. No pesaba nada, una forma de palillos y aire. Otra tos desgarró su pecho, el sonido de guijarros agitados en un saco. Se irguió poco a poco.

—Ya está. —Jackie tragó saliva un momento. Tenía el rostro congestionado. Gotas de sudor habían brotado en su frente—. Mucho mejor.

Sara quitó la manta del catre y envolvió con ella a la mujer.

—El día va a ser frío. No te separes de mí, ¿de acuerdo?

Sus labios se ensancharon en una sonrisa desdentada.

—¿Adónde iría si no, cariño?

Sara conservaba tan sólo imágenes fugaces de su captura. Una sensación de muerte segura, todo terminado y concluido, y después una fuerza enorme, despiadada en su energía, se había apoderado de ella. Un vislumbre del suelo que se alejaba mientras el viral la alzaba en el aire (¿por qué no se había limitado a matarla?), y después otra monstruosa sacudida cuando la agarraron una vez más, atrapada en el aire por un segundo viral, y después el tercero, y así sucesivamente, y cada pirueta aérea la alejaba más y más de los muros y las luces de la guarnición, arrojándola hacia la negrura envolvente, su persona pasando de mano en mano como una pelota en un juego infantil, todo más allá de los límites de su comprensión, y después el impacto final estremecedor cuando la tiraron en un camión. El momento espantoso en que recuperó la conciencia, como subir una escalera de infierno en infierno. Días sin agua, sin comida. Las interminables horas y preguntas sin respuesta susurradas. ¿Adónde iban? ¿Qué les estaba pasando? Casi todos los cautivos eran mujeres, parte del cuerpo civil estacionado en Roswell, aunque había entre ellas un puñado de soldados. Los gritos de los heridos y aterrorizados. La oscuridad asfixiante.

La mente de Sara no había recuperado toda su conciencia hasta la llegada. Era como si el tiempo se hubiera estirado durante la duración de su viaje, sólo para volver a recobrar su forma cuando se abrió la puerta a un chorro de luz desorientador. El cual reveló… ¿qué? La mitad del cargamento humano del camión había perecido, algunos muertos al principio, cuyo hedor a podredumbre gris había invadido el compartimento, otros a causa de las heridas padecidas durante su captura, el resto de una combinación de hambre, sed, y asfixiante desesperanza. Sara estaba tendida en el suelo, como todos, tanto los vivos como los muertos, los miembros inertes y la lengua hinchada, la espalda apoyada contra la pared, los ojos cerrados con fuerza para protegerse del resplandor desacostumbrado. Daba la impresión de haberse producido una inversión de sus proporciones físicas, como si la mayor parte de su masa se hubiera alojado en la cabeza. A lo largo de su vida había visto morir a mucha gente. Pero era la primera vez que yacía entre muertos. La frontera que la separaba de ellos parecía una membrana tan permeable como una gasa. A través de los ojos entornados e irritados vio que media docena de hombres inexpresivos vestidos con ropa caqui raída y pesadas botas que resonaban en el suelo subían al compartimento y empezaban a desembarazarse rutinariamente de los fallecidos. Ella dedujo que el peso desestructurado de un cadáver era algo a lo que esos hombres estaban acostumbrados, y su asociación de partes desprovista de todo propósito no merecía mayor consideración que cualquier otro objeto poco práctico que una persona se viera obligada a cargar. Cuerpo tras cuerpo, evacuados sin ceremonias. Cuando fueron a por ella, Sara levantó una mano en señal de protesta. Podría haber dicho algo como «Por favor», «Esperen» o «No pueden hacer esto», pero tales esfuerzos ínfimos fueron silenciados al instante con una bofetada en la mejilla seguida, por si acaso, por la patada de una bota que habría alcanzado a Sara en el estómago de no haberse aovillado en una postura protectora.

—Cierra-la-puta-boca.

Lo hizo. Cerró la puta boca. El hombre que la había abofeteado era un col al que Sara llegaría a conocer como Cabrón. Entre los ciudadanos de las planicies, todos los cols tenían mote. Cabrón era Cabrón porque le gustaba violar gente. Muchos lo hacían, era como un juego para ellos, pero Cabrón se distinguía por la amplitud de sus apetitos. Mujeres, hombres, niños, ganado. Cabrón habría violado al viento si hubiera tenido un agujero.

El turno de Sara en el cobertizo llegaría: breve, brutal, total. A corto plazo, el dolor de los golpes de Cabrón tuvo el efecto contrario al sentido común de devolverle los sentidos. Empezó a forjar estrategias: las prioridades aparecieron. En general, conservar la vida parecía deseable, y cerrar-la-puta-boca parecía la mejor forma de conseguirlo. Cállate, se dijo. Intégrate. Observa lo que puedas sin aparentarlo. Si quieren matarte, lo harán de todos modos.

No hables del bebé.

Salieron a relucir las porras, que empujaban y aguijoneaban mientras salían en fila al sol. Estaban en un lugar verde. Su exuberancia se burlaba de ella, la más cruel de las bromas. El camión había aparcado en una zona de estacionamiento, un recinto vallado con una alambrada de edificios de hormigón rechonchos y centelleantes tejados metálicos. A una distancia de varios cientos de metros había una estructura enorme con gradas, algo que Sara jamás había visto. Parecía una enorme bañera. Altas baterías de luces se alzaban de sus paredes curvas y ascendían decenas de metros en el aire. Mientras Sara miraba, un reluciente tráiler plateado, idéntico a aquel del que había desembarcado, se acercó a la base del edificio. Unos hombres armados con rifles corrían al lado. Llevaban trajes acolchados y se cubrían la cara con mascarillas provistas de rejas. Cuando el camión se acercó a la pared, dio la impresión de que se hundía en la tierra: una rampa, comprendió Sara, que conducía al subsuelo. Una puerta se abrió, y el vehículo desapareció.

—Vista al suelo. Sin hablar. Dos filas, las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha.

Dentro de una cabaña les dijeron que se desnudaran y depositaran su ropa en una pila. Estaban desnudas, veintitrés mujeres con idéntica postura de autoprotección, un brazo en horizontal para ocultar los pechos, el otro extendido hacia abajo sobre los genitales. Tres hombres uniformados las observaban, balanceándose sobre los tacones, alternando miradas lascivas con risueñas expresiones de desagrado. Había canalones en el suelo, desagües. Rayos sesgados de luz descendían desde una serie de largas ventanas provistas de barrotes a la altura del techo. Veintitrés mujeres desnudas contemplaban el suelo sin decir palabra, la mayoría llorosas. Hablar significaría violar algún contrato implícito de continuar viviendo. Lo que aguardaban daba la impresión de llegar con retraso.

Después, la manguera.

El agua las golpeó como un chorro de hielo. Agua como arma; agua en forma de puño demoledor. Todo el mundo chillaba, las mujeres caían, los cuerpos resbalaban sobre el suelo. El hombre que manejaba la manguera disfrutaba de lo lindo, aullaba como un jinete a lomos de un caballo lanzado al galope. Elegía una, y después otra. Las barría en hilera. Movía en zigzag su sonda brutal desde sus rostros a sus pechos, y luego más abajo. El agua te golpeaba, paraba, y te volvía a golpear. No había ningún lugar adonde huir, ningún lugar donde esconderse. Lo único que podías hacer era aguantar.

Paró.

—Todo el mundo en pie.

Las condujeron afuera, desnudas y temblorosas de frío. El agua resbalaba sobre sus caras, caía en riachuelos de su pelo. La piel se veía arrugada a causa de la evaporación. Habían colocado una sola silla de madera en el centro del recinto. Había un guardia al lado, afilando una navaja sobre un suavizador de cuero. Se acercaron cuatro más, y cada uno portaba un tubo de plástico ancho.

—Vestíos.

Les arrojaron prendas de ropa (pantalones holgados con cordones a modo de cinturón, túnicas de manga larga que colgaban hasta las caderas, todo hecho de lana basta con un áspero olor químico), seguidas de un surtido aleatorio de zapatos: zapatillas, sandalias de plástico, botas con las suelas abiertas. Los pies de Sara nadaban en un par de zapatos con cordones de cuero.

—Tú, acércate.

El hombre de la navaja señalaba a Sara. Las demás mujeres se apartaron de ella. Era una especie de deslealtad, aunque Sara no las culpaba. Ella habría hecho lo mismo. Con una sensación de fatalidad que estrujaba su pecho, se acercó a la silla y tomó asiento. Estaba de cara a las demás mujeres. Lo que fuera a suceder, Sara lo vería primero en sus ojos. El hombre agarró su pelo en el puño y le dio un tirón. Un solo tajo, y se quedó sin él. Empezó a cortar los restos de cualquier manera, hasta dejar el cráneo al descubierto. Sus esfuerzos no seguían ninguna pauta. Era como si se estuviera abriendo paso a través de un bosque. El pelo de Sara cayó al suelo en cintas doradas.

—Ve con las demás.

Volvió al grupo. Cuando tocó su cabeza y apartó los dedos, los vio manchados de sangre. Estudió su textura con las yemas de los dedos. Ésta es mi sangre, pensó Sara. Como es mi sangre, significa que estoy viva. La segunda mujer se sentó en la silla. Sara creía que se llamaba Caroline. La había conocido en el hospital de la guarnición de Roswell. Como Sara, era enfermera. Una chica alta, de impresionantes huesos grandes, que irradiaba salud, buen humor y competencia. Lloró sobre sus manos mientras el barbero le cortaba el cabello.

Las afeitaron una a una. Cuánto pelo, pensó Sara. En su semicalvicie desfigurada, les habían robado algo privado, las habían fusionado en un colectivo indistinguible, como animales en un rebaño. Estaba tan mareada de hambre que no entendía cómo podía seguir de pie. Ninguna de ellas había comido nada. Sin duda, eso las mantenía obedientes, de modo que cuando les ofrecieran comida sentirían cierta gratitud hacia sus captores.

Cuando terminó el afeitado, les dijeron que atravesaran la zona de estacionamiento en dirección a un segundo edificio de hormigón llamado «tramitación». Las situaron en fila delante de una larga mesa, donde uno de los guardias, que estaba al mando, se hallaba sentado con una expresión irritada en la cara. Cada vez que llamaban a una, recargaba una tablilla.

—¿Nombre?

—Sara Fisher.

—¿Edad?

—Veintiuno.

El hombre la miró de arriba abajo.

—¿Sabes leer?

—Sé leer, sí.

—¿Aptitudes especiales?

Titubeó.

—Sé montar.

—¿Montar?

—A caballo.

El hombre puso los ojos en blanco.

—¿Algo útil?

—No sé. —Intentó pensar en algo seguro—. ¿Coser?

El hombre bostezó. Tenía los dientes en muy mal estado, parecían moverse en su boca. Apuntó algo en la tablilla y rompió la mitad inferior de la página. De un cubo que había debajo de la mesa recogió una manta andrajosa, un plato de metal, un vaso y una cuchara abollados. Se los dio, con el papel encima. Sara le echó un rápido vistazo: su nombre, un número de cinco dígitos. «Alojamiento 216», y debajo: «Biodiésel 3». Todo escrito en mayúsculas, con letra de niño.

—¡Siguiente!

Uno de los guardias la tomó del brazo y la condujo por un pasillo de puertas cerradas. Una habitación diminuta, como una caja, y otra silla, aunque se trataba de un tipo de silla que Sara no había visto nunca: un amenazador artilugio de cuero rojo agrietado y metal, con el respaldo inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados, con correas para el pecho, los pies y las muñecas. Acechando por encima, como las patas de una araña que descendiera por hilos plateados, había un armazón de instrumentos metálicos relucientes. El guardia la empujó hacia ella.

—Siéntate.

La sujetaron a la silla y se fueron. Fuera, el sonido apagado por los espesos muros, se oyó un ominoso sonido agudo. ¿Era un chillido? Sara pensó que iba a vomitar. Lo habría hecho si su estómago hubiera contenido algo. Sus últimas defensas se estaban derrumbando. No tenía fuerzas para resistirse.

La puerta se abrió a su espalda. Un hombre entró en su campo de visión, vestido con una bata gris. Tenía un pequeño vientre redondo y gafas empañadas apoyadas en el extremo de su nariz, con cejas pobladas que se rizaban como alas en las puntas. Había algo amable en su expresión, casi de abuelo. Como el guardia de la mesa, estaba mirando una tablilla. Alzó los ojos y sonrió.

—Sara, ¿verdad?

Ella asintió, y notó un sabor a bilis en la boca.

—Soy el doctor Verlyn. —Echó un vistazo a las correas y frunció el ceño, al tiempo que movía la cabeza—. Estos tíos son idiotas. Apuesto a que se está muriendo de hambre. Vamos a ver si la podemos sacar de aquí.

Sara pensó esperanzada que iba a soltarla, pero cuando acercó un taburete a la silla y se calzó un par de guantes de goma, comprendió que sus intenciones eran otras. Colocó una mano bajo su barbilla para que abriera la mandíbula. Escudriñó el interior de su boca, y después levantó dos dedos hacia su cara.

—Sígalos con los ojos, por favor.

Sara siguió sus dedos mientras componían una figura de ocho y desaparecían. Le tomó el pulso, sacó un estetoscopio del bolsillo de la bata y auscultó su corazón. Se irguió y devolvió su atención a la tablilla con los ojos entornados.

—¿Algún problema de salud que usted sepa? ¿Parásitos, infecciones, sudores nocturnos, dificultad al orinar?

Sara negó con la cabeza.

—¿Y la menstruación? —Estaba poniendo equis en cuadraditos—. ¿Algún problema? Sangrado excesivo, por ejemplo.

—No.

—Aquí dice que usted tiene… —Hizo una pausa mientras pasaba las páginas—. Veintiún años. ¿Es eso correcto?

—Sí.

—¿Ha estado alguna vez embarazada?

Algo se tensó en su interior.

—Es una simple pregunta.

Ella negó con la cabeza.

—No.

Si el hombre detectó su mentira, no lo delató. Dejó que la tablilla cayera sobre su regazo.

—Bien, parece que se encuentra en perfecto estado de salud. Unos dientes maravillosos, si no le importa que lo diga. Ningún problema en ese sentido.

¿Debía darle las gracias? Sobre su rostro la araña continuaba acechando, con su brillo ominoso.

—Bien, vamos a ver si podemos acabar cuanto antes para que pueda marcharse.

De pronto, algo cambió. Sara lo presintió en el súbito endurecimiento de sus facciones, pero no sólo en eso; daba la impresión de que el aire de la habitación había sufrido una sutil alteración. El médico empezó a mover vigorosamente un pedal que había debajo de la silla, el cual producía una especie de zumbido, y después bajó una de las patas de la araña. En la punta, girando al ritmo de los movimientos de su pie, había una broca.

—Será más fácil si no se mueve.

Unos minutos después, Sara se encontraba parada fuera, apretando sus escasas pertenencias contra el pecho. Cuando había empezado a chillar, el médico le había dado una correa de cuero para que la mordiera. Sobre la piel pálida de la parte interior del antebrazo, primero clavada y después cauterizada, había una reluciente placa metálica, en la que había grabada la misma ristra de números que había visto en el papel: 94801. Ésa es usted, le había explicado el médico mientras recuperaba la correa, que ahora llevaba grabada la marca de sus dientes. Se había quitado los guantes y acercado al lavabo para lavarse las manos. Si pensabas que eras alguien, ya no eres esa persona. Eres la Lugareña número 94801.

El tráiler había desaparecido, sustituido ahora por un camión de cinco toneladas abierto por detrás. Sara vio las palabras GUARDIA NACIONAL DE IOWA pintadas en la puerta del conductor, la primera prueba del lugar donde se encontraba. Un guardia indicó a Sara que subiera. Un segundo guardia estaba de pie delante de la zona de carga y descarga, con la espalda apoyada contra la cabina, mientras hacía girar la porra que pendía de su correa de cuero. Algunas mujeres ya habían llegado, y también unos cuantos hombres. Todo el mundo estaba derribado en los bancos, y su cara reflejaba el peso atónito de todo cuanto había ocurrido.

Se sentó al lado de un hombre, un joven oficial al que conocía como teniente Eustace. Era el explorador que los había conducido a Roswell. Cuando se sentó en el banco, volvió su cabeza afeitada hacia Sara.

—¿Qué demonios es este lugar? —susurró.

Antes de que Sara pudiera contestar, el guardia le llamó la atención.

—Tú —bramó, y señaló a Eustace con el extremo de la porra—. Calladito.

—¿Quiénes sois? ¿Por qué no nos decís nada?

—He dicho que te calles.

Sara comprendió lo que estaba a punto de suceder. Era el clímax implícito del propósito del día, la única demostración de su impotencia que faltaba por salir a relucir.

—¿Sí? —La cara de Eustace formó una expresión desafiante, cuando las últimas energías brotaron de sus labios. Sabía lo que estaba pidiendo. No le importaba—. Idos todos al infierno.

El guardia dio una gran zancada adelante y, con una expresión de aburrimiento total, descargó la porra sobre las rodillas de Eustace. Éste se balanceó hacia delante y apretó los dientes en un intento de contener el dolor. Nadie movió un músculo; todo el mundo estaba con la mirada clavada en el suelo.

—Hijo… puta —jadeó.

El guardia hizo girar la porra y lanzó el pesado extremo contra la nariz de Eustace. Un húmedo crujido del exoesqueleto, como el sonido de un insecto aplastado con el pie. Un chorro púrpura describió un arco en el aire y salpicó la cara de Sara. La cabeza de Eustace salió disparada hacia atrás, y los ojos se movieron en sus cuencas. Exploró con la lengua la parte interna del labio superior y escupió un fragmento de diente.

—He dicho que… te… jodan

Golpe tras golpe, implacables: la cara, la cabeza, las articulaciones óseas de las manos. Cuando Eustace se derrumbó, con los ojos en blanco, las facciones convertidas en una masa pulposa, la sangre los había salpicado a todos.

—Idos acostumbrando. —El guardia hizo una pausa para secar la porra en la pernera del pantalón y paseó la mirada por el grupo—. Es nuestra forma de hacer las cosas.

Cuando el camión arrancó, Sara acercó a Eustace para acunar su rostro desfigurado en el regazo. El hombre estaba apenas consciente, y su aliento gorgoteaba en su garganta. Tal vez moriría; parecía probable. Y, no obstante, existía una sensación de victoria en lo que había hecho. Ella agachó la cabeza y susurró en su oído.

—Gracias.

Así, con sangre, empezó.

—¡Un Pueblo! ¡Un Director! ¡Una Patria!

¿Cuántas veces se había visto obligada Sara a gritar estas palabras? Una vez pasada la lista de la mañana y cantado el himno completo, todo el mundo se dispersó para dirigirse a los transportes que les habían designado. Sara ayudó a Jackie a subir, y después la siguió. Vio una nueva cara, a la cual reconoció: Constance Chou, la esposa de Old Chou. Se saludaron con tensos cabeceos, pero eso fue todo. Sara se había enterado de lo sucedido en la Colonia poco a poco, a lo largo de los años. La historia no era muy diferente de otras que había escuchado, y difería de los acontecimientos de Roswell sólo hasta cierto punto. En muchos sentidos, la sorpresa más grande de todas era que hubieran existido tantas islas de humanidad. Cuando Sara llegó, los supervivientes de la Colonia ya se habían dispersado por la planicie. El número que le habían dicho a Sara era cincuenta y seis. Qué fácil era para cincuenta y seis personas fundirse con las masas; con el pelo cortado al cero y las túnicas idénticas, todo el mundo se parecía. No obstante, de vez en cuando aparecía una cara conocida. Había vislumbrado una cara que debía de ser la de Penny Darrell, y otra que juró debía de ser Belle Ramírez, la esposa de Rey, pero cuando Sara la llamó por el nombre, la mujer no contestó. Una mañana, en la cola de racionamiento, le había llenado el plato un hombre al que había visto muchas veces sin reconocerle: Russell Curtis, su primo. Parecía mucho más viejo que el hombre al que Sara recordaba cuando sus ojos se encontraron, de modo que tardó un momento en situarlo. Durante gran parte del año había vivido en el mismo alojamiento que Karen Molyneau, la viuda de Jimmy, y sus dos hijas, Alice y Avery. Fue de Karen de quien Sara obtuvo la mayor parte de la información, incluidos los nombres de los muertos. Ian Patal, asesinado cuando defendía la central eléctrica. La cuñada de Hollis, Leigh, y su bebé, Dora, que habían perecido en el viaje hasta la Patria. Otra Sandy, que había muerto poco después de su llegada, Karen no sabía muy bien cómo. Gloria y Sanjal Patal. Por tristes que fueran estas noticias, Sara todavía consideraba su año con Karen y sus hijas como un breve respiro, un período en el que se había sentido conectada con el pasado. Pero siempre estaban moviendo a la gente entre los alojamientos, y un día las tres desaparecieron; aparecieron unos desconocidos durmiendo en los jergones donde ellas habían apoyado la cabeza durante un año. Sara no las había visto desde entonces.

El trayecto hasta la planta de biodiésel discurría junto al río, por entre un laberinto de alojamientos cochambrosos de la zona industrial situada en el borde norte de la planicie. El día no prometía ninguna mejora. Un viento muy frío escupía gotas de lluvia a sus caras. El aire estaba impregnado de los hedores típicos de la planicie, excrementos de animales, además de humanidad apretujada y mugrienta, y detrás, como una cortina de olor, el oscuro aroma a tierra del río. Cruzaron una serie inacabable de puntos de control, verjas que se abrían y cerraban, los cols con sus tablillas, lápices y apetito inagotable de papeleo. Las autoridades los dejaron pasar. La otra orilla del río dio paso a una planicie aluvial despejada, despojada y carente de color, cuyas cosechas ya habían sido recolectadas en vistas al invierno. Hacia el este, ascendiendo en peldaños sobre el río, se alzaba la Cumbre, donde vivían todos los ojosrojos, y en su cúspide se hallaba la Cúpula del Capitolio, con su corona de oro. Se decía que este edificio, y los circundantes, habían sido en otro tiempo una universidad, que era una especie de colegio, pero como sólo podía compararlo con el Refugio, a Sara le costaba asimilar este dato. Nunca había subido a la colina, y mucho menos entrado en la Cúpula. Algunos trabajadores contaban con permiso para entrar, jardineros, fontaneros y pinches de cocina, y por supuesto las asistentas, mujeres elegidas para servir al Director y a su equipo de ojosrojos. Todo el mundo decía que las asistentas eran muy afortunadas, que vivían rodeadas de lujo, con buena comida, agua caliente y camas blandas donde dormir, pero la información no estaba contrastada. Ninguna asistenta había regresado jamás a la planicie. Una vez entraban, la Cúpula se convertía en su vida.

—Echa un vistazo a eso —murmuró Jackie.

Sara se había extraviado en sus pensamientos, porque el frío había embotado su conciencia. Se estaban alejando del río por la ruta de acceso. Al norte, al otro lado de las fronteras de la Patria, Sara distinguió la forma de las grúas que se elevaban a través de las copas de los árboles como un par de gigantescas aves esqueléticas. Lo llamaban el Proyecto: una obra de décadas dedicada a erigir un enorme edificio de acero y hormigón de propósito desconocido. Los lugareños que trabajaban ahí, casi todos hombres, eran cacheados cada día cuando entraban y salían de la obra. Incluso hablar de lo que hacían era considerado traición y podían acabar en el cebadero, aunque abundaban los rumores. Una teoría se imponía durante una temporada hasta que era desbancada por otra, y después por una tercera, hasta que la primera reaparecía para iniciar el ciclo de nuevo. Hasta los hombres que trabajaban en la obra, cuando conseguían convencerlos de que hablaran, no parecían saber qué estaban construyendo. Se hablaba de un laberinto de pasadizos, de cámaras enormes, de puertas de acero macizo de treinta centímetros de espesor. Algunos afirmaban que era un monumento al Director; otros, que se trataba de una fábrica. Algunos decían que no era nada en absoluto, simplemente una distracción inventada por los ojosrojos para mantener ocupados a los lugareños. Una cuarta hipótesis, bastante en boga en los últimos meses, era que el Proyecto era un búnker de emergencia. Si el misterioso poder del Director para mantener a los virales a raya fallaba algún día, el edificio serviría para refugiar a la población. Fuera lo que fuera, daba la impresión de que la obra estaba llegando a su fin. Cada vez menos hombres subían a los transportes cada mañana, y todos eran mayores, pues la mayoría había trabajado en la obra durante años.

Pero no eran las grúas el objeto de la atención de Jackie. Cuando el camión se desvió hacia la última caseta de guardia, Sara vio dos palabras impresas en el muro del perímetro pintadas con grandes brochazos de pintura blanca:

¡SERGIO VIVE!

Un par de lugareños estaban mojando cepillos de largos brazos en cubos de agua jabonosa, preparados para borrarlas. Un col se erguía a su lado con un rifle acunado sobre el pecho. Lanzó una mirada asesina al transporte cuando pasó, y durante un gélido instante sus ojos se encontraron con los de Sara. Ella desvió la mirada.

—Fisher, ¿has visto algo interesante?

La voz pertenecía a uno de los dos cols que iban en la parte posterior del camión, un hombre delgado de unos veinticinco años que respondía al nombre de Vale.

—No, señor.

Durante los últimos cinco minutos de trayecto mantuvo la vista clavada en el suelo. Sergio, pensó Sara. ¿Quién era Sergio? El nombre, que pocas veces se pronunciaba en voz alta, poseía un poder casi hechizante: Sergio, líder de la insurgencia, que ponía bombas en mercados, comisarías de policía y casetas de guardia, el cual, junto con sus invisibles seguidores, parecía deslizarse como un fantasma por la Patria, detonando armas de destrucción. Sara sabía que las palabras de la valla eran una especie de mofa. Estábamos aquí, decían, estábamos donde estáis vosotros ahora, estamos en todas partes. Los métodos de Sergio se caracterizaban por una crueldad casi incomprensible. Los objetivos de los insurgentes eran los lugares donde podían reunirse los cols, un programa de asesinatos y alteraciones, pero si estabas en el lugar equivocado en el momento menos apropiado, tu presencia daba igual. Un hombre o una mujer se abría la chaqueta y revelaba hileras de dinamita sujetas al pecho, y ése era el final. Y siempre, en el último instante, cuando su pulgar encontraba el disparador del detonador, que los enviaba a ellos y a cualquiera que se encontrara en su radio de acción a la nada, pronunciaban estas dos palabras: Sergio vive.

El transporte paró ante la planta y los trabajadores bajaron. Un olor a levadura impregnaba el aire. Cuatro camiones más de trabajadores se detuvieron detrás de ellos. Sara y Jackie fueron asignadas a los molinos, como casi todas las mujeres. Por qué era así, Sara nunca lo había comprendido. El trabajo no era ni más ni menos peligroso que cualquier otro, pero así se hacían las cosas. El maíz se trituraba, se combinaba a continuación con enzimas de hongos, y se fermentaba para fabricar combustible. El olor era tan intenso que parecía formar parte de la piel de Sara, si bien debía admitir que había trabajos mucho peores: cuidar los cerdos, o trabajar en las plantas de tratamiento de desechos o los corrales de estiércol. Se pusieron en fila para presentarse al capataz, se ataron el pañuelo alrededor de la cara, y después atravesaron el cavernoso espacio en dirección a sus puestos de trabajo. El maíz estaba almacenado en grandes cubos con espitas en el fondo. De estas aberturas recogían una fanega cada vez y la cargaban en los molinos, donde palas giratorias convertían los granos en pulpa. Cuando se liberaba la humedad del maíz se formaba una pasta pegajosa, que se adhería a las paredes interiores del molino. El trabajo del operario consistía en despegarla, una tarea que exigía gran destreza y celeridad, pues las palas no dejaban de girar. La dificultad se veía aumentada por el frío, que convertía los movimientos más sencillos en lentos e imprecisos.

Sara se puso a trabajar. El día que la aguardaba discurriría como en una especie de trance. Era una habilidad que había adquirido con el paso de los años, emplear los ritmos hipnóticos del trabajo para vaciar su mente de pensamientos. No pensar: ése era el objetivo. Habitar en un estado puramente biológico, de modo que sus sentidos sólo absorbieran los datos físicos más inmediatos: el zumbido de las palas del molino, el hedor del maíz en fermentación, el hueco de fría vaciedad en el estómago, que hacía mucho rato había absorbido el exiguo cuenco de gachas aguadas que pasaba por desayuno. Durante estas doce horas, era la lugareña número 94801, ni más ni menos. La Sara real, la que pensaba, sentía y recordaba (Sara Fisher, Enfermera de Primera, ciudadana de la Colonia, hija de Joe y Kate Fisher, y hermana de Michael, amada por Hollis, amiga de muchos, madre de uno), estaba escondida en una hoja doblada de papel, guardada como un talismán en el bolsillo.

Hacía lo posible por tener controlada a Jackie. La mujer la tenía preocupada, pues su tos no presagiaba nada bueno. En la planicie, una persona no tenía amigos, al menos tal como Sara concebía la amistad. Había caras conocidas y gente en la que confiabas más que en otra, pero la cosa no pasaba de ahí. No hablabas de ti, porque en realidad no eras nadie, ni de tus esperanzas, puesto que no albergabas ninguna. Pero con Jackie había dejado que sus defensas cayeran. Habían formalizado un pacto, un juramento no verbalizado de cuidarse mutuamente.

A mediodía les concedieron quince minutos de descanso, tiempo suficiente para correr a la letrina (una plataforma de madera suspendida sobre una acequia, con agujeros para acuclillarse) y trasegar otro cuenco de gachas. No había sitio donde sentarse, de modo que te quedabas de pie o en el suelo, utilizabas los dedos a modo de cuchara, luego formabas una segunda cola para el agua, dispensada con un cucharón que compartían todas las mujeres. Los cols las vigilaban todo el rato, parados al lado, mientras hacían girar las porras. Su título oficial era Agentes de Recursos Humanos, pero nadie los llamaba así en la planicie. La palabra era una abreviatura de «colaboracionistas». Casi todos eran hombres, pero había algunas mujeres, con frecuencia las más crueles del lote. Una col a la que llamaban Silbadora, por la profunda fisura de su labio superior, una deformación congénita que dotaba a su voz de un sonido distintivo, como de lengüeta, parecía extraer un placer especial en inventar nuevas y sutiles formas de infligir incomodidad. Su costumbre era elegir a una sola persona, casi siempre una mujer, como si estuviera llevando a cabo un experimento. Si Silbadora te ponía los ojos encima, al momento siguiente te apartaban de la cola de la letrina para un cacheo justo cuando te tocaba el turno, te asignaban un trabajo imposible y carente de todo sentido, o te cambiaban a una cuadrilla diferente justo cuando se acercaba tu descanso. Lo único que podías hacer era obedecer, apretar los dientes mientras padecías la desdicha de tu vejiga dolorida, el estómago vacío, o las extremidades agotadas, a sabiendas de que la atención de Silbadora no tardaría en desviarse a otra, aunque esto sólo servía para empeorar las cosas y parecía ser el objetivo de todo el ejercicio; te descubrías deseando que el sufrimiento recayera sobre otra persona, y así te convertías en cómplice, en parte del sistema, un piñón en una rueda de tormentos que nunca dejaba de girar.

Buscó a Jackie en el descanso, pero no la vio en ninguna parte. Sara se desplazó a toda prisa de un puesto de trabajo a otro, en busca de su amiga. El silbato del capataz sonaría de un momento a otro, y tendrían que volver al trabajo. Casi había renunciado cuando dobló una esquina y vio a Jackie sentada en el suelo, con el rostro empapado en sudor y el pañuelo apretado contra la boca.

—Lo siento —logró articular—. No podía parar de toser.

El pañuelo estaba manchado de sangre. Sara sabía lo que estaba sucediendo. Lo había visto antes, el efecto de años de polvo acumulado en los pulmones. En un momento dado una persona se encontraba bien, y al siguiente se estaba ahogando.

—Hemos de sacarte de aquí.

Puso a la mujer en pie justo cuando sonaba el silbato. Con una mano alrededor de la cintura de Jackie, Sara la guió hasta la salida. Su objetivo era salir antes de que alguien se diera cuenta. Qué ocurriría después, Sara no tenía ni idea. Vale era el col al mando. No era el mejor, pero tampoco el peor. Más de una vez, Sara le había sorprendido mirándola de una forma que parecía sugerir que tenía algo en mente para ella, algo personal, aunque nunca se había manifestado al respecto. Tal vez sería ahora el momento. Unas náuseas estremecedoras la recorrieron cuando pensó en ello, pero sabía que sería capaz. Haría lo debido.

Casi habían llegado a la salida cuando una figura se interpuso en su camino.

—¿Adónde creéis que vais?

No era Vale, sino Cabrón. Iluminado desde atrás por la puerta abierta, se cernía ante ellas. El estómago de Sara se revolvió.

—Necesita un poco de aire. El polvo…

—¿Es eso cierto, vieja? ¿El polvo te molesta? —Dio unos golpecitos en el pecho de la mujer con el mango de la vara, lo cual provocó una tos estrangulada—. Vuelve al trabajo.

—No pasa nada, Sara —dijo Jackie con un sonido sibilante, al tiempo que se soltaba del brazo de su amiga—. Estaré bien.

—Jackie…

—Lo digo en serio. —Miró a Sara, y sus ojos dijeron: No—. Es una entrometida, eso es todo. Cree que sabe lo que me conviene.

Los ojos de Cabrón recorrieron el cuerpo de Sara.

—Sí, eso me han dicho de ti. Crees que eres una especie de médico, ¿verdad?

—Yo nunca he dicho eso.

—Claro que no. —Cabrón se aferró con la mano libre la entrepierna, al tiempo que mecía las caderas hacia delante—. Eh, doctor, me duele aquí. ¿Qué le parece si le echa un vistazo?

El momento quedó congelado en el tiempo. Sara pensó en Eustace, en el camión. La sangre de su cara, las manos y dientes destrozados. Su sonrisa de triunfo rota. Parada ante Cabrón, se dio ánimos para pronunciar las palabras, para lanzar la maldición que lo lanzaría sobre ella. Todo era muy sencillo, muy escueto. Recreó la escena en su mente. Sólo dos palabras, y el destello de ira en los ojos de Cabrón, y después el crujido del palo. Ésas eran las condiciones de su vida, mil humillaciones cada día. Se lo habían arrebatado todo. Aceptar lo peor (no, abrazarlo) era la única resistencia.

—Sara, por favor.

Jackie la estaba mirando. Así no. Por mí no.

Sara tragó saliva. Todo el mundo la estaba mirando.

—De acuerdo —dijo.

Dio media vuelta y se fue. Un extraño silencio reinaba en el espacio que la rodeaba. Sólo podía oír su corazón.

—No te preocupes, Fisher —gritó él con una carcajada lasciva—. Sé dónde encontrarte. Será tan bueno como la última vez, te lo prometo.

Fue más tarde, cuando Sara estaba tendida en su catre, cuando se permitió reflexionar sobre el alcance de aquellos acontecimientos. Algo había cambiado en su interior. Estaba en el borde, una figura parada ante el precipicio, a la espera de saltar. Cinco largos años: podrían haber sido mil. El pasado estaba desapareciendo dentro de ella, arrastrado por la marea del tiempo, el frío amargo de su corazón, la similitud de los días. Se había zambullido en su interior durante demasiado tiempo. El invierno se aproximaba. Luz de invierno.

Había conseguido que Jackie aguantara todo el día. Ahora, la anciana dormía encima de ella, y las correas de su litera se hundían debido a sus vueltas inquietas. La muerte de Jackie, cuando se produjera, sería dolorosa, largas horas de agonía, un estrangulamiento desde dentro, antes de la inmovilización final. ¿Sería su destino el mismo? ¿Avanzar a trompicones ciegamente año tras año, un ser sin propósito ni conexión, un cascarón vacío?

Sara no había devuelto el sobre improvisado al escondite debajo del colchón. Presa de una repentina soledad, lo rescató de entre el montón de trapos que hacían las veces de almohada. Se lo había dado la ayudante de la comadrona en el pabellón de neonatos, la misma mujer que le había dicho que el niño, nacido antes de tiempo en un chorro de sangre, no había sobrevivido. Lo siento. Después, deslizó el sobre en la mano de Sara y desapareció. A través de la bruma de dolor y pena, a Sara le habría gustado abrazar a su hija, pero esto no había sucedido. Se habían llevado a la niña. Nunca había vuelto a ver a la mujer.

Abrió con cuidado el frágil papel con las yemas de los dedos. Dentro había un mechón de pelo, un mechón de bebé. La habitación estaba sumida en la oscuridad, pero veía con claridad su pálido color dorado. Lo acercó a la cara, respiró hondo, intentó captar su aroma. Sara nunca podría tener otro, el daño había sido demasiado grave. Kate era la única. Así la había llamado, Kate. Ojalá se lo hubiera dicho a Hollis. Había querido reservar la noticia, elegir el momento perfecto para darle el regalo conjunto de los dos. Qué idiota había sido. Pensó: Sé que estás mejor lejos de aquí, querida mía. Estés donde estés. Espero que sea un lugar de luz, cielo y amor. Ojalá pudiera abrazarte, sólo una vez, para decirte cuánto te quise.