Hermanos, hermanos.
Y lejos, en la noche. Julio Martínez, Décimo de los Doce, sus legiones descartadas, arrojadas al viento. Julio Martínez, que respondía a la llamada de Cero.
Es la hora. El momento de la reconstrucción ha llegado. Volveréis a crear el mundo. Os convertiréis en los verdaderos dueños de la Tierra, con autoridad no sólo sobre la muerte, sino sobre la vida. Vosotros sois las estaciones. Vosotros sois la Tierra que gira. Vosotros sois el círculo dentro del círculo dentro del círculo. Vosotros sois el tiempo, mis hermanos de sangre.
En vida, Martínez había sido abogado, un hombre de leyes. Había plantado cara a jueces, defendido al acusado ante jurados. Los casos en que se solicitaba la pena de muerte eran su especialidad, su punto fuerte profesional. Había adquirido una fama particular. Le llegaban llamadas de todas partes: ¿querría el gran abogado Julio Martínez defender a tal y cual? ¿Sería posible convencerle de que entrara en acción? La estrella del rock que había desparramado los sesos de su novia con una lámpara. El senador del estado con sangre de la puta muerta en sus manos. La madre de una zona residencial que había ahogado a los trillizos recién nacidos en la bañera. Martínez los aceptaba todos. Estuvieran locos o no. Suplicaran o no. Inyección, celda diminuta, o la libertad. El resultado era irrelevante para Julio Martínez. Lo que le gustaba era el drama. Conocer a alguien que iba a morir, y, no obstante, luchar contra lo inevitable: eso le fascinaba. Una vez, cuando era niño, en un campo detrás de su casa, se había topado con un conejo inmovilizado en una trampa, de ésas con resortes y dientes. Sus mandíbulas de hierro habían atrapado las patas traseras del animal, dejando el hueso al descubierto. Los pequeños ojos oscuros del animal, como cuentas de aceite, presagiaban la muerte. La vida se le escapaba en una serie de sacudidas espasmódicas. El niño Martínez podría haber estado mirando durante horas, y eso fue lo que hizo. Y cuando el conejo no murió al caer la noche, lo llevó al granero, volvió a casa, cenó, fue a acostarse a su habitación llena de juguetes y trofeos, y esperó a la mañana, cuando podría ver al conejo morir un poco más.
Había tardado tres días. Tres gloriosos días.
De igual forma, su vida y sus oscuras investigaciones. Martínez tenía sus motivos. Tenía sus razones fundamentales. Tenía su método particular: el quebrantamiento de la voluntad, el cable leal, la cinta adhesiva infinitamente dúctil, los húmedos e invisibles recovecos del acto de matar. Elegía mujeres de clase baja, carentes de educación o cultura, no porque las despreciara o las deseara en secreto, sino porque eran fáciles de atrapar. No estaban a la altura de sus bonitos trajes, su pelo de estrella de cine y su lengua sedosa afilada en las salas de los tribunales. Eran cuerpos sin nombre, historia ni personalidad, y cuando llegaba el momento del transporte, no le distraían en ningún momento. La coordinación era fundamental, la liberación orquestada y simultánea. El viejo coro del sexo y la muerte.
Había sido necesaria cierta práctica. Se habían producido fallos. Debía admitir que situaciones de comedia involuntaria se habían insinuado en algunos momentos. La primera había muerto demasiado pronto, la segunda había montado tal alboroto que todo se había convertido en una farsa, la tercera había llorado de una forma tan lastimosa que apenas pudo prestar atención. Pero después: Louise. Louise, con su trillado uniforme de camarera, sus prácticos zapatos de camarera y sus calcetines de camarera tan poco sexy. ¡Con qué belleza había abandonado la vida! ¡Qué exquisito éxtasis durante la ejecución! Era como una puerta que se abriera a un gran más allá desconocido, un portal a la infinita negrura de la no existencia. Él había sido erradicado, pulverizado. Los vientos de la eternidad lo habían atravesado, le habían purificado. Era todo cuanto había imaginado y un poco más.
Después de eso, la verdad, ya nunca tuvo suficiente.
En cuanto al patrullero de la autopista, el universo no dejaba de ser irónico. Daba y tomaba. A saber: el Jag con un faro trasero roto, y Martínez con el cuerpo de la mujer dentro de una bolsa en el maletero; el lento caminar del policía hacia el coche, con la mano apoyada en la culata de la pistola, y la ventanilla del conductor cuando descendió; el rostro del patrullero muy cerca, sonriendo con aburrida cortesía, los labios pronunciando las palabras acostumbradas (Señor, ¿podría ver…?) sin terminarlas. Con las prisas, Martínez había logrado ocultar el cadáver en el maletero, para que así las prácticas nocturnas permanecieran desconocidas para siempre, ajenas a su destino. Pero un policía muerto a un lado de la autopista, todo grabado en su cámara de vídeo del salpicadero, bien. Al final, lo único que cupo hacer, como suele decirse, fue que el gran Julio Martínez, abogado, campeón de lo imposible, defensor de lo indefendible, se sirviera una copa de whisky de malta de treinta años y la saboreara mientras las luces de la justicia relumbraban sobre las ventanas de su casa, y después saliera con las manos en alto, como corresponde.
Lo cual, teniendo en cuenta el desarrollo de los acontecimientos, no había sido un giro de los acontecimientos tan horrendo, la verdad.
Martínez no podía decir que sus compañeros le importaran mucho. Con la excepción de Carter, al que consideraba digno de compasión (el hombre ni siquiera parecía saber qué era o qué había hecho; Martínez no había escuchado ni siquiera un carraspeo del hombre en años), no eran nada más que delincuentes comunes, sus actos aleatorios y banales. Atropello con resultado de homicidio. Robo a mano armada con fatales consecuencias. Reyerta en un bar con cadáver en el suelo. Un siglo marinados en sus desperdicios psicológicos no había conseguido mejorarlos. La existencia de Martínez no carecía de aspectos irritantes. Nunca podía estar solo por completo. El hambre eterna que debía saciar. La cháchara incesante en el interior de su cabeza, no sólo sus hermanos, sino también Cero. E Ignacio: menuda faena. El hombre era una letanía de excusas autocompasivas. No quería hacer ni la mitad de esas cosas. Es que estaba hecho de otra pasta. Después de cien años escuchando los gimoteos del hombre, Martínez no le echaría de menos ni un instante.
Sin embargo, Babcock poseía algo atractivamente desquiciado. El hombre era una pura metáfora, había que admitirlo. Cortarle la laringe a su madre con un cuchillo de cocina. En otra vida habría sido sin duda un poeta. A lo largo de las décadas, Martínez había estado sentado mentalmente en aquella apestosa cocina un millón de veces, y era cierto: la mujer nunca cerraba el pico. Existía un tipo de persona en este mundo que se necesitaban para pintar un cuadro, y la madre de Babcock era de ese tipo.
Y entonces, un día, Babcock se esfumó, su señal silenciada, como un canal de televisión que hubiera dejado de emitir. El rincón de la mente de Martínez ocupado por Babcock, que tallaba incesantemente la cartilaginosa protuberancia de la laringe de su madre, estaba vacío. Todos los demás sabían lo ocurrido; su existencia colectiva nacida de la sangre así lo disponía. Uno de los hermanos había caído.
Dios te bendiga y proteja, Giles Babcock. Que encuentres en la muerte la paz que te eludió en la vida, y en lo que vino después.
Y así, de Doce a Once. Una pérdida, una mella en la armadura, pero en definitiva un asunto de escasa importancia en el período vital que se avecinaba. Había sido un buen siglo, en conjunto, para Julio Martínez. Recordaba los primeros tiempos con dolorosa querencia. Los días de sangre y caos, y la gran invasión de la Tierra llevada a cabo por su especie. Matar era una cosa, algo glorioso; secuestrar era otra muy distinta. Un banquete de satisfacción más pletórica. De cada uno había tomado Martínez un exquisito pedazo de alma, atrayéndolos al redil, expandiendo sus dominios. Sus Muchos no eran una simple parte de él: eran él. Al igual que él, Julio Martínez, era uno de los Doce y el Cero también, concomitante y coexistente, unidos entre sí y con la oscuridad en la que habitaban de manera permanente.
Hermanos, hermanos, ha llegado el momento. Hermanos, hermanos, la hora se aproxima.
Porque era inevitable: habían construido una raza de rapacidad en estado puro. Sus Muchos, creados para protegerlos, habían devorado la Tierra como langostas, arrasando todo a su paso. El festín había conducido a la hambruna; la munificencia del verano, a la escasez del invierno. Necesitarían un hogar, una zona de protección, de descanso. Para soñar sus sueños. Para soñar con Louise.
Hermanos míos, vuestro nuevo hogar os espera. Se inclinarán ante vosotros. Viviréis como reyes.
A Martínez le gustaba cómo sonaba eso.
Los desechó sin ceremonias. Sus Muchos, sus millones. Los convocó desde todos los lugares ocultos y les dijo: Morid. El alba estaba extendiendo su mano de dedos rojizos sobre el horizonte. Movieron sus rostros ciegos hacia ella. No mostraron la menor vacilación: todo cuanto ordenaba, lo hacían. El sol estaba avanzando hacia ellos como un cuchillo de luz sobre la tierra. Tumbaos, hijos e hijas míos. Tumbaos al sol y morid.
A continuación se oyeron chillidos.
Noche tras noche se desplazaba hacia el este, atravesando la tierra exhausta, guiado por sus instintos. El mundo estaba henchido de sensualidad, le acariciaba con sus sonidos y olores. La hierba. El viento. Los movimientos más sutiles de los árboles. Se demoraba, lo probaba todo. Había estado ausente demasiado tiempo. Llamó a sus compañeros, sus voces entrelazadas de oscuridad cuando llegaron de todos los rincones al lugar de la renovación.
—Somos Morrison-Chávez-Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter. Once de los Doce, un hermano perdido.
Y Cero replicó a su vez:
Oh, hermanos míos, mi dolor es tan grande como el vuestro. Pero volveréis a ser Doce. Porque he creado otro, que vigilará y os protegerá en vuestro lugar de descanso.
—¿Quién? —preguntaron, cada uno como individuo y después juntos—. ¿Quién es el otro que has creado?
Y Cero habló desde la oscuridad:
Nuestra hermana.