Peter vio poco a Michael durante los tres días siguientes. Se acercaba la fecha de la partida. Todas las cuadrillas de refinación de petróleo hacían turnos dobles. Sin dinero que gastar en la mesa de juego, Peter pasaba el tiempo durmiendo, dando impacientes paseos por el recinto, y deambulando alrededor del economato. Le caía bien Karlovic, pero Stark era otra cosa. La llegada de Peter había desatado todo el resentimiento que Greer había predicho. El hombre apenas le dirigía la palabra. Bien, pensó Peter, que le den. Yo tampoco quería esta misión, a fin de cuentas.
Los ratos más interesantes eran los que pasaba con Lore. Su apetito de información sobre la Colonia, y sobre Michael en particular, era tan insaciable como el que sentía por todo lo demás. Entre turno y turno le iba a buscar al economato y le llevaba a una mesa vacía donde pudieran hablar sin que nadie los oyera. Pese a lo que había dicho Michael, no cabía duda de que, tras su fachada libidinosa, sentía un gran apego por él. Sus preguntas poseían una cualidad inquisitiva, como si Michael fuera una cerradura que no pudiera abrir. ¿Cómo era en aquellos tiempos? Listo, sí, eso era evidente para cualquiera que le conociera, pero ¿qué más? ¿Qué podía contarle Peter de Sara? ¿Y cuál era la historia de sus padres? De su viaje desde California, la mujer sólo sabía la versión oficial: cuando falló la fuente de energía de la Colonia, tuvieron que ir hacia el este en busca de otras, y se toparon por pura casualidad con la guarnición de Colorado. De Amy, y de lo sucedido en la montaña de Telluride, no sabía nada en absoluto, y Peter prefirió dejarlo así.
El más sorprendente giro de la conversación fue el interés de Lore por Alicia. Era evidente que Michael había hablado de ella largo y tendido. En las preguntas de Lore, Peter detectó una corriente oculta de rivalidad, incluso de celos, y al rememorar la conversación sospechó que gran parte de ella había girado en torno a ese tema. Peter llegó incluso al extremo de asegurar a Lore que no tenía por qué preocuparse. Michael y Alicia eran como agua y aceite, dijo. No habría conocido en toda su vida a dos personas más dispares. Lore respondió con una carcajada confiada. ¿De dónde has sacado la idea de que estaba preocupada? ¿Por una chiflada de los Exped, desaparecida hace mucho tiempo? Créeme, dijo, mientras desechaba la idea con un ademán, eso es lo último que se me ocurriría.
Peter dedicó su último día a hablar con Karlovic y Stark, y a repasar los detalles del viaje. Diez camiones cisterna llenos de combustible, con una mezcla de diésel y súper a partes iguales, estaban aparcados junto a la puerta. Antes del amanecer habría dos más. El convoy viajaría con una escolta de seis vehículos de seguridad, Humvees, y todoterrenos con ametralladoras del calibre 50 montadas en la parte de atrás. La distancia era de cuatrocientos cincuenta kilómetros: hacia el norte desde Freeport por la Ruta 36, hacia el oeste por la Autopista 10 en Sealy, todo recto hacia las afueras de San Antonio, donde circunvalarían la ciudad mediante una combinación de autopistas rurales, y después de vuelta a la I-10 durante los últimos setenta y cinco kilómetros. Había habitáculos dispersos a intervalos regulares a lo largo de la ruta, pero lo habitual era conducir sin parar. Viajando a una velocidad media de treinta kilómetros por hora, llegarían a Kerrville poco después de medianoche.
La atención de Peter se dirigió a los cinco puntos de control principales de la ruta: un puente sobre el río San Bernardo, al oeste de Sealy; otro en Columbus, donde cruzarían el Colorado; el puente de San Marcos, en Luling; y un par que salvaban el Guadalupe, el primero al oeste de Seguin, el segundo en la ciudad de Comfort. Los primeros tres eran poco preocupantes (el convoy los cruzaría a plena luz del día), pero no llegarían a Seguin hasta después del ocaso. Se habían visto virales desplazarse arriba y abajo de los ríos cuando cazaban, y era bien sabido que se sentían muy atraídos por el sonido de motores diésel. Para empeorar las cosas, el puente de San Marcos se encontraba en un estado tan lamentable que los camiones cisterna sólo podrían pasar de uno en uno. Alumbrar la zona con los faros constituiría una medida de protección, pero el convoy permanecería retenido durante casi una hora.
Todo el mundo se reunió ante los camiones en la oscuridad previa al amanecer. El aire era húmedo y frío. Para casi todos, el viaje no significaba ninguna novedad. Ya estaban acostumbrados a esos desplazamientos, incluso un poco aburridos. Pasaron tazas de un simulacro de café. Como engrasador de primer grado, Michael iría en el Humvee de cabeza con Peter. Ceps conduciría el primer camión cisterna; Lore, el segundo. Peter había planeado que Stark fuera delante, un gesto de buena voluntad, pero para alivio de Peter el hombre había declinado la invitación, y prefirió quedarse en la refinería con el resto del destacamento de SN.
Las puertas se abrieron con los primeros rayos del sol. Una docena de motores diésel cobraron vida con un bramido, y nubecillas de espeso humo negro brotaron de sus tubos de escape. Michael recorrió la hilera desde atrás, con el fin de distribuir los walkie-talkies y conversar con cada uno de los conductores por última vez. Ocupó su puesto al volante del Humvee y llamó por radio a todos los conductores de uno en uno.
—Camión Uno.
—Preparado.
—Camión Dos.
—Preparado.
—Camión Tres…
Y así sucesivamente. Michael entregó a Peter la radio y puso en marcha el Humvee.
—Ya lo verás —dijo—. Es de lo más aburrido. En una ocasión, dormí durante casi todo el trayecto.
Salieron con las primeras luces del alba.
A finales de la mañana habían atravesado la carretera de circunvalación de Rosenberg y viajaban hacia el oeste en dirección a la I-10. Las autopistas estatales eran una sucesión de baches, lo cual obligaba a los camiones a avanzar a paso de tortuga, pero en cuanto llegaron a la interestatal la velocidad aumentó.
Se oyó la voz de Ceps en la radio.
—Michael, tenemos un problema.
Peter se volvió en el asiento. El convoy se había detenido detrás de ellos. Michael frenó el Humvee y dio marcha atrás. Ceps había bajado de la cabina del camión y estaba de pie sobre el parachoques delantero, abriendo el capó.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Michael.
Ceps golpeó el motor con un trapo para disipar el humo.
—Creo que es la bomba del refrigerante. Tardaría un rato en repararla. Un par de horas, como mínimo.
Dos opciones: esperar a que terminara la reparación o dejar atrás el camión cisterna. Para complicar el asunto, el terreno que se extendía a cada lado era un bosque impenetrable. La desviación más cercana se encontraba a nueve kilómetros. Tendrían que retroceder hasta Wallis.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Peter.
—Tenemos las piezas. No veo por qué no.
Peter dio la señal de continuar. Michael cogió de nuevo el walkie-talkie.
—Muy bien, todo el mundo, vamos a parar.
—¿Hablas en serio? —respondió Lore—. Dile a Ceps que aparte ese montón de chatarra.
—Sí, hablo en serio. Apagad el motor, tíos.
Peter apostó los equipos de seguridad a cada lado del convoy, con las armas apuntadas a las paredes de árboles y matorrales. Era muy improbable que sucediera algo a plena luz del día, pero una maraña como aquélla era un refugio perfecto para los virales. Ceps y Lore se pusieron a trabajar en el motor. Casi todos los conductores habían bajado de sus cabinas. Las cartas fueron saliendo a medida que transcurrían los minutos.
Cuando Ceps anunció que el sistema de refrigeración estaba arreglado, pasaban de las tres de la tarde. La reparación había durado casi cuatro horas. Kerrville se encontraba todavía a doce horas de distancia, más, puesto que harían casi todo el viaje en la oscuridad.
—No es demasiado tarde para retroceder —dijo Michael—. Podemos utilizar la salida de Columbus de la interestatal para dar media vuelta. Las rampas están en buen estado.
—¿Cuál es tu opinión?
Estaban parados al lado de los Humvees, lejos de los demás.
—Si quieres que te diga la verdad, creo que deberíamos continuar. Unas cuantas horas más en la oscuridad, ¿qué más da? No es que no haya sucedido antes. Esos montones de chatarra se averían cada dos por tres. Además, las carreteras son anchas hasta Seguin. —Michael se encogió de hombros—. Tú debes decidir.
Peter se tomó un momento para pensar. Era peligroso, pero ¿qué no lo era? Y la lógica de Michael parecía sólida.
Asintió.
—Nos vamos.
—Así me gusta. Ojo avizor, hermano.
Los indicadores de salida, agujereados y oxidados, estaban inclinados como borrachos; la antigua autopista con sus quitamiedos caídos de costado, que los invitaban a continuar adelante; los restaurantes, gasolineras y moteles de la cuneta surcada de cráteres, algunos con los letreros todavía erguidos a pesar del viento, y que anunciaban nombres incomprensibles. McDonald’s. Exxon. Whataburger. Holiday Inn Express. Peter veía desfilar el paisaje. Estaban acortando distancias, pero eso no duraría mucho. La oscuridad se aproximaba.
No había luz en Flatonia. Se hallaban a cuarenta y cinco kilómetros al este del tercer puente, circulando a una velocidad constante de unos cuarenta kilómetros por hora. La radio, que había crepitado todo el día con bromas entre los vehículos, guardaba silencio. Cuando se acercaban a la ciudad de Luling apareció, iluminada por los conos de luz de los faros del Humvee, una señal de salida marcada con una X roja. Un habitáculo. Peter miró a Michael en busca de cualquier cambio en su expresión, pero no detectó ninguna. Iban a continuar adelante.
Se estaban aproximando al puente cuando Michael se inclinó de repente hacia delante en su asiento, mientras miraba por encima del volante.
—¿Qué demonios…?
Peter se agarró al salpicadero cuando Michael pisó los frenos. La cabina se llenó de luz cuando el segundo Humvee estuvo a punto de estrellarse contra ellos por detrás, aunque pudo frenar justo a tiempo. Patinaron hasta detenerse.
Michael estaba mirando a través del parabrisas.
—¿Estoy imaginando cosas?
La voz crepitante de Lore por la radio.
—¿Qué pasa? ¿Por qué nos hemos detenido?
Peter levantó la radio del salpicadero.
—SN tres y cuatro, adelantaos en doble fila. Una y dos, mantened las posiciones. Que todo el mundo se quede en su cabina.
Una figura estaba parada en la carretera. No era un viral, sino un ser humano. Daba la impresión de ser una mujer, con la cabeza gacha, vestida con una especie de capa.
—¿Qué hace? —preguntó Michael—. Está parada ahí.
—Espera aquí.
Peter bajó de la cabina. La mujer aún no se había movido, ni siquiera reconocido su existencia. Los dos vehículos de SN, todoterrenos, habían tomado posiciones a ambos lados de los Humvees. Peter desenfundó su pistola y avanzó con cautela.
—Identifíquese.
La mujer estaba parada en el borde delantero del puente. Sus puntales de hierro trazaban líneas de oscuridad contra el cielo. Peter alzó el arma, al tiempo que se acercaba un poco más. La mujer aferraba algo en la mano.
—Eh —dijo él—. Estoy hablando con usted.
La mujer levantó la cabeza. La luz de los faros bañó su rostro. Peter no sabía qué estaba viendo. ¿Una mujer? ¿Una niña? ¿Una bruja? Dio la impresión de que la imagen de su cara aleteaba en su mente, se formaba y volvía a formarse como algo visto a través de agua que se moviera con rapidez. Sintió una oleada de náuseas.
—Sabemos dónde estáis. —Su voz era etérea como un pañuelo de papel—. Es sólo cuestión de tiempo.
Peter amartilló el arma y apuntó a su cabeza.
—Contésteme.
Sus ojos eran de un azul intenso centelleante. Cuando se encontraron con los de él, Peter se dio cuenta de que lo que estaba viendo era una hermosa mujer, tal vez la más hermosa que había visto en su vida. Los labios gruesos y sensuales. La deliciosa nariz respingona. La proporcionada disposición de los huesos faciales y la piel reluciente de sus mejillas. Mirarla era como sumergirse en una corriente de sensualidad casi insoportable. Se le secó la boca de repente.
—Estás cansado —dijo ella.
La afirmación, desconcertante por completo, le sacó de su estupor. ¿Estaba qué?
—He dicho que estás cansado —repitió la mujer.
—No sé de qué está hablando.
El rostro de la mujer expresó un gran estupor. Era como si la hubiera decepcionado. Los ojos de Peter se posaron en el objeto que aferraba en la mano. Una caja metálica. Con la mano libre, extrajo una larga varilla metálica del costado.
Peter sabía lo que era.
Saltó hacia ella cuando el dedo se apoyó en el interruptor. Un destello de luz y un estruendo, como si una puerta enorme se hubiera cerrado de golpe: un muro de calor hirviente le echó hacia atrás. El puente, pensó Peter. Fuera quien fuera, la mujer había volado el puente. Peter estaba caído de espaldas y miró el cielo. Por un momento, el tiempo se había soltado de sus amarras. Algo grande, en llamas, estaba descendiendo hacia él desde los cielos describiendo un lánguido arco.
Una viga del puente en llamas cayó en el suelo a escasa distancia de su cabeza. Mientras Peter se alejaba rodando, sintió unas manos sobre él, y de repente volvió a estar en pie. Michael estaba tirando de él hacia el Humvee.
—¡Retroceded! —Michael estaba gritando en el walkie-talkie, mientras sujetaba por la cintura a Peter—. ¡Que todo el mundo retroceda!
Venían luces lanzadas hacia ellos desde todas las direcciones. Antes de que Peter pudiera procesar la información, una camioneta salió en tromba de los matorrales, y sus grandes neumáticos cubiertos de barro saltaron sobre la cuneta. Frenó ante ellos de costado. Cuatro figuras se alzaron como apariciones siniestras de la parte posterior del camión, y apoyaron sobre sus hombros al mismo tiempo largos objetos cilíndricos.
—¡Oh, mierda! —exclamó Michael.
Se arrojaron al suelo cuando los cohetes, con un estallido de luz blanca, surgieron de los tubos. Detrás de ellos, la detonación de los vehículos de SN ahogó el sonido de disparos. Escombros en llamas pasaron zumbando sobre sus cabezas.
—¡Ceps, lárgate de aquí! —bramó Michael en el walkie-talkie.
Las figuras del camión se habían detenido para recargar las armas. El camión de Ceps sería el siguiente. Peter se dispuso a desenfundar su pistola, pero había desaparecido: la había perdido en la primera explosión. Desde la parte posterior del convoy llegó un tremendo estampido. Los engrasadores estaban saltando de los camiones, corrían y chillaban. El ataque se estaba produciendo desde los dos extremos del convoy. Estaban atrapados entre el río y lo que se estuviera acercando por detrás, probablemente más camiones con lanzacohetes. El combustible estaba perdido, no quedaba más remedio que huir. Peter y Michael corrieron hacia el primer camión, justo cuando Ceps saltaba de la cabina y tiraba un rifle a Peter. Se apoderó de él en el aire, giró en redondo, apuntó al camión y disparó una ráfaga, lo cual provocó que las figuras se arrojaran al suelo en busca de refugio. Habían ganado un momento, pero eso era todo. Michael agarró a Lore por la cintura cuando salió de su cabina y la bajó al suelo. Gritó en dirección a la parte posterior del convoy.
—¡Bajad de los camiones!
Las figuras se levantaron de nuevo. Un disparo certero al primer camión cisterna, y todo habría terminado. Once mil quinientos litros por camión, ciento treinta y ocho mil litros en total. Todo el convoy saltaría por los aires, detonaría como cartuchos de dinamita en línea. Peter se dio cuenta de que una de las figuras era la mujer de la capa. Levantó el rifle de nuevo y apretó el gatillo, pero oyó el chasquido de una cámara vacía.
La mujer levantó los brazos y los abrió de par en par.
En la cola del convoy había aparecido otro tipo de vehículo muy diferente. Se abalanzó sobre ellos a gran velocidad, con el motor rugiendo, hileras de luces de vapor de sodio encendidas en el techo de la cabina. Un tráiler de seis ruedas. Arrastraba dos grandes contenedores de paredes de metal galvanizado pulido hasta lograr un alto poder reflectante. Durante las semanas posteriores, su aspecto curioso (parecían dos cajas gemelas que rodaran por la autopista) sería considerado un elemento importante, una pista en una secuencia de pistas, pero en aquel momento de su aparición nadie prestó mucha atención. Algunos de los engrasadores fugitivos, su cerebro presa del pánico falto de toda lógica, sin haber reparado en que los vehículos más pequeños aparecidos en la retaguardia habían desaparecido entre los matorrales, hasta se permitieron la esperanza de que iban a ser rescatados. Los estaban atacando. El ataque, despiadadamente confuso, había llegado de ninguna parte. Los contenedores, con su apariencia fortificada y su masa reluciente, parecían portátiles.
Cosa que eran. Aunque contenían un cargamento de un tipo muy diferente.
Uno de los que se dio cuenta, fue el engrasador Juan Sweeting. Pese a sus modales rudos y musculatura intimidante, Ceps era un hombre con el alma de un poeta. Solo en su jergón al final de cada día, plasmaba en negro sobre blanco sus pensamientos más profundos, en versos de una sensibilidad fuera de lo común y música verbal. Pese a los malos tragos de su vida, creía firmemente que el mundo era un lugar hermoso, bendecido por Dios, merecedor de la esperanza humana. Escribía mucho sobre el mar, cuya compañía había atesorado. Aunque jamás había enseñado a nadie sus poemas, formaban el corazón de su vida, como un amante secreto. A veces, cuando rascaba mugre de petróleo de un calentador, o alzaba una mole de hierro sobre su cabeza en las cajas de pesas, el deseo de escribir un poema se apoderaba hasta tal punto de Ceps que estaba a punto de abandonar su trabajo y volver corriendo a su catre para celebrar la magnificencia de la creación.
La llegada del tráiler coincidió con su creciente sospecha, como en el caso de Peter, de que las apariencias engañaban. De hecho, aquel ataque era absurdo. ¿Por qué los seres humanos se enzarzaban entre sí de aquella manera? ¿Es que acaso no existía un enemigo común? ¿Por qué destruir una fuente de energía que conservaba la existencia de su especie? La idea que estaba germinando en su mente era la correcta, que sus atacantes no estaban confabulados con los de su especie, y cuando el primero de los dos contenedores relucientes liberó su carga, sus sospechas se convirtieron en certidumbre. Para entonces, ya era demasiado tarde: siempre había sido demasiado tarde.
Los virales se abalanzaron sobre el convoy. Eran centenares. Pero en el momento que siguió, Ceps se dio cuenta de que los virales no estaban matando a todo el mundo. Algunos estaban siendo eliminados con despiadada celeridad y salvajismo, mientras que otros eran secuestrados, agitando los miembros y gritando mientras los virales los agarraban por la cintura y se los llevaban.
Un destino mucho peor, ser secuestrado.
Tomó una rápida decisión.
El tráiler se había detenido a menos de veinte metros del último camión cisterna de la fila. Ceps ya había visto volar un camión cisterna antes. La destrucción era instantánea y total, pero en la décima de segundo anterior ocurría algo interesante. El combustible en expansión, que buscaba el punto más débil de la estructura, arrancaba de cuajo las planchas de la cubierta del camión, y las lanzaba como tapones de botellas. En esencia, un camión cisterna que estallaba era un arma antes que una bomba. Ceps ya había llegado al último camión cisterna. El tráiler plateado estaba aparcado a veinte metros detrás de él, dentro de su alcance. Con sus enormes brazos, Ceps desenroscó el tapón del puerto de descarga y abrió la válvula. Brotó gasolina del tubo en un chorro reluciente. Se quedó de pie en la corriente, hasta que su ropa se empapó. Llenó sus manos y se mojó el pelo. Este mundo cautivador, pensó, mientras sus sentidos absorbían el olor del combustible, como fuego embotellado. Este mundo cautivador, dolorosamente agridulce. Tal vez alguien encontraría su fajo de poemas debajo del colchón y leería en sus páginas las verdades ocultas de su corazón. Recordó las palabras de un poema amado. Emily Dickinson: cuando tenía ocho años, había encontrado un libro de sus poemas en la biblioteca de Kerrville, en una sala a la que nadie iba. Como daba la impresión de que no servía de nada a nadie, y en un estado de compasión antropomorfa por su soledad en la estantería, Ceps lo había escondido dentro del abrigo y fue a un callejón donde, sentado sobre un cubo de basura, había descubierto una voz desaparecida de la Tierra hacía mucho tiempo, que daba la impresión de penetrar en lo más hondo de su ser. Ahora, parado en el camino del puerto desbordante, cerró los ojos y dejó que sus palabras, grabadas en la memoria, le recorrieran por última vez:
La belleza me abruma hasta mi muerte.
Belleza, ten compasión de mí
pero si expiro hoy,
deja que sea delante de ti…
Sacó el encendedor del bolsillo, lo abrió y apoyó el pulgar sobre la ruedecilla.
A cien metros de distancia, en la cabina del tercer camión cisterna, Peter estaba intentando poner en marcha el vehículo. La palanca de velocidades, cuyo pomo tenía el diagrama de las marchas borrado hacía mucho tiempo, no obedecía. Cada intento obtenía como resultado un sonido rechinante.
—Aparta.
La puerta se abrió y Lore entró, seguida de Michael. Peter se apartó para dejar que se ocupara del volante.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Michael.
—No tenemos ninguno.
Michael echó un vistazo por el retrovisor. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Ahora sí.
Puso la primera, dio un volantazo a la izquierda y pisó el acelerador, chocando contra el segundo camión cisterna. En lugar de dar marcha atrás, Michael volvió a pisar el acelerador. Un chirrido metálico, y de repente estuvieron libres, un misil de quince toneladas lanzado hacia la maleza.
Detrás de ellos, el mundo estalló.
El camión salió disparado hacia delante como un cohete. Peter rebotó contra el asiento. La parte posterior del camión se levantó, giró, pero de alguna manera recuperó la tracción. La cabina oscilaba con tal violencia que daba la impresión de ir a partirse en mil pedazos. Michael pisó a fondo el pedal del acelerador. La maleza azotaba el parabrisas. Volaban ciegos como murciélagos. Giró el volante a la izquierda de nuevo, y describió un amplio arco a través del campo enmarañado, y con una segunda sacudida se encontraron de nuevo en la autopista, corriendo hacia el este.
Su fuga no había pasado desapercibida. Por el retrovisor, Michael vio una hilera de luces verde claro que los perseguían.
—No podemos dejarlos atrás con este trasto —dijo Michael—. La única oportunidad es el habitáculo.
Peter cargó el rifle.
—¿Qué llevas tú? —preguntó a Lore, y ella le enseñó una pistola.
—Ése no es el único problema —advirtió Michael—. Hemos perdido el acoplador del freno.
—¿Lo cual significa…?
—No puedo reducir la velocidad o coleará. Tendremos que saltar.
Los virales se estaban acercando. Peter calculó doscientos metros, tal vez menos.
—¿Puedes llevarnos hasta la rampa de salida?
—A esta velocidad no podré tomar la curva del paso elevado. Es de noventa grados.
—¿A qué distancia se encuentra el habitáculo de lo alto de la rampa?
—A unos cien metros en dirección sur.
No podrían conseguirlo si saltaban en la base de la rampa. Con cien metros les iría de un pelo, suponiendo que escaparan ilesos.
Los faros de Michael iluminaron el habitáculo. Lore se colocó junto a la puerta cuando Michael aminoró la velocidad, que redujo a cuarenta y cinco kilómetros por hora, y giró a la derecha, rampa arriba. Abrieron las puertas y el viento remolineante invadió la cabina.
—Allá vamos.
Cuando tocaron la parte superior de la rampa, Michael y Lore saltaron de la cabina, seguidos de Peter. Éste cayó sobre sus pies y flexionó las rodillas para absorber el impacto, y después rodó sobre el pavimento. El aire salió proyectado de su pecho. Se detuvo justo a tiempo de ver que la cola del camión cisterna derribaba el quitamiedos. Durante una fracción de segundo, el vehículo, con sus catorce toneladas de peso, dio la impresión de que iba a volar. Pero después desapareció de su vista, y a continuación resonó la explosión más horrísona de la noche, una nube remolineante con un núcleo al rojo vivo que ardía como una enorme llamarada.
Desde la izquierda, le llegó la voz de Lore.
—¡Ayúdame, Peter!
Michael estaba inconsciente. Tenía el pelo mojado de sangre, el brazo torcido de tal forma que parecía roto. Los primeros virales se hallaban al pie de la rampa. La luz del camión en llamas les había proporcionado un momento, pero eso era todo. Peter cargó a Michael sobre su hombro. Joder, pensó, cuando sus rodillas se doblaron a causa del peso, esto habría sido un juego de niños hace unos años. La bandera del habitáculo era una silueta oscura recortada contra las estrellas.
Se pusieron a correr.