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Alicia se dirigió hacia el norte, en dirección a los grandes horizontes. El Panhandle de Texas: un paisaje de llanuras infinitas, como un gran mar en calma, el viento que soplaba sobre los tallos de la hierba de las praderas, el inmenso cielo sobre ella con su azul otoñal, el horizonte circular roto solo por los bosquecillos ocasionales junto a los riachuelos de álamos, pacanos y sauces de largas ramas, cuyas hojas melancólicas se inclinaban sumisas cuando ella pasaba. Los días eran calurosos, pero la temperatura se desplomaba de noche, y el rocío cubría la hierba. Utilizando combustible de escondrijos dispersos por la ruta, completó el viaje en cuatro días.

Llegó a la guarnición de Kearney la mañana del 6 de noviembre. Era lo que el Mando había temido cuando el convoy de reaprovisionamiento no regresó: no quedaba ni un alma para recibirla. La guarnición era una fosa al aire libre. Daba la impresión de que los gritos de agonía de los soldados flotaban en el aire, atrapados en el silencio barrido por el viento. Alicia dedicó dos días a cargar los restos resecos de sus camaradas en la parte posterior del camión y transportarlos hasta el lugar que había elegido, un claro a orillas del Platte. Los depositó allí en una larga fila para que pudieran estar juntos, los regó con combustible y les prendió fuego.

Fue a la mañana siguiente cuando vio el caballo.

Estaba parado al otro lado de las barricadas. Un corcel azul ruano, su largo cuello masculino inclinado para pastar en la espesa hierba que crecía al borde de la plaza de armas, su presencia incomprensible, como si un tornado hubiera dejado en pie una sola casa. Medía dieciocho palmos, como mínimo. Alicia se acercó con cautela, con las palmas alzadas. Dio la impresión de que el animal iba a asustarse, los ollares se dilataron, echó hacia atrás las orejas, y un gran ojo se volvió hacia ella. ¿Quién es este extraño ser, cuáles son sus intenciones?, se preguntaba. Alicia avanzó otro paso. El caballo siguió sin moverse. Ella intuyó la sangre salvaje que corría por sus venas, su explosivo poder animal.

—Buen chico —murmuró—. ¿Lo ves? No soy tan mala. Seamos amigos, ¿qué te parece?

Cuando los separaba un brazo de distancia, pasó su palma abierta bajo su hocico. El animal echó hacia atrás los labios y reveló la pared amarilla de sus dientes. Sus ojos eran como una gran cuenta negra que la estuviera analizando. Un momento de decisión, el cuerpo tenso y alerta. Después, bajó la cabeza y llenó la mano abierta de Alicia con la humedad tibia de su aliento.

—Bien, creo que he encontrado mi montura.

El animal le estaba acariciando la mano con el hocico, al tiempo que su cabeza oscilaba. Había motas de espuma en las comisuras de su boca. Le acarició el cuello, el pelaje reluciente y húmedo a causa del sudor. Su cuerpo era como algo cincelado, duro y puro, pero eran sus ojos lo que proyectaba toda la medida de su energía.

—Necesitas un nombre —dijo Alicia—. ¿Cómo te voy a llamar?

Le bautizó Soldado. Desde el momento en que lo montó, fueron el uno para el otro. Era como si fueran viejos amigos, separados desde hacía mucho tiempo, que habían vuelto a encontrarse. Compañeros de toda la vida que podían contarse mutuamente las historias más verdaderas de ellos, pero que también podían, si así lo decidían, no hablar en absoluto. Se quedó tres días más en la guarnición desierta, hizo balance y planeó la continuación del viaje. Afiló sus cuchillos al máximo. Llevaba las órdenes en el morral. Para: Alicia Donadio, Capitán de los Expedicionarios. Firmado: Victoria Sánchez, Presidente de la República de Texas.

La mañana del 12 de noviembre partió en dirección este.

Todavía se mantenía en pie un puente sobre el Misisipí, a setenta y cinco kilómetros al norte de Omaha, en la ciudad de Decatur. Llegaron al sexto día. Las mañanas estaban cubiertas de escarcha, el invierno se intuía en el aire. Los árboles habían abandonado su timidez y exhibían sus miembros desnudos. Cuando se acercaron, Alicia notó en el paso de Soldado cierta vacilación: ¿El río, tú crees? Llegaron a la vía de agua. Bajo sus pies, el agua corría revuelta en su amplio cauce. Estaba surcada de remolinos, oscuros como la piedra. Medio kilómetro al norte, el puente atravesaba el brazo de agua sobre enormes pilotes de hormigón, como si cabalgara el río sobre patas gigantescas. , dijo Alicia, lo creo.

Hubo momentos en que juzgó su decisión precipitada. En algunos puntos, la superficie de hormigón había cedido, y revelaba las aguas espumeantes de abajo. Desmontó y tomó a Soldado de las riendas. Fueron avanzando poco a poco, cada paso acechado por el peligro de que el puente se viniera abajo. ¿De quién había sido aquella estúpida idea?, parecía preguntar Soldado. Oh, tuya.

Se detuvieron al otro lado. Empezaba a anochecer: el sol había iniciado su descenso tras los acantilados. Los ritmos de Alicia se habían invertido: a pie, se habría sentido libre para dormir de día y viajar de noche, su costumbre habitual. Pero a caballo no. Alicia encendió una hoguera en la orilla del río, llenó la sartén y la puso al fuego. Sacó de la silla de montar sus últimas provisiones: un puñado de judías secas, una lata de paté, galletas duras como piedras. Le apetecía cazar, pero no quería dejar solo a Soldado. Tomó su frugal cena, lavó la olla en el río y se acostó en el saco de dormir para mirar el cielo. Había descubierto que, si miraba el tiempo suficiente, vería una estrella fugaz. Como en respuesta a sus pensamientos, una franja brillante surcó la bóveda celeste, y después dos más en rapidísima sucesión. Michael le había contado una vez, muchos años antes, que eran creaciones abandonadas de la humanidad del Tiempo de Antes, llamadas satélites. Había intentado explicarle su función, algo relacionado con el clima, pero Alicia había olvidado sus palabras, o bien lo había clasificado como un ejemplo más del sabelotodo Michael, que alardeaba de su inteligencia con los menos favorecidos. Lo que había quedado grabado en su mente era una sensación abstracta de dichos artilugios, su matrimonio de luz y fuerza: incontables objetos de propósitos ignotos que giraban alrededor de la tierra, como piedras en una honda, atrapados en su trayectoria por influencias contrapuestas de voluntad y gravedad, hasta que terminaba su aflicción y se precipitaban a la tierra en una llamarada de gloria. Cayeron más estrellas. Alicia empezó a contar. Cuanto más miraba, más veía. Diez, quince, veinte. Aún estaba contando cuando se quedó dormida.

La mañana llegó fresca y transparente. Alicia se caló las gafas y estiró los miembros, mientras la agradable energía de una noche de descanso se extendía a sus extremidades. El sonido del río parecía más intenso con el aire de la mañana. Había reservado galletas para desayunar. Se pulió la mitad, dio el resto a Soldado, y continuaron su camino.

Se encontraban en Iowa. Habían recorrido la mitad del trayecto. El paisaje cambió, subía y bajaba en colinas margosas que daban la impresión de haberse desplomado y, entre ellas, valles de fondo llano de rica tierra negra. Habían llegado nubes bajas del oeste, que aminoraban la luz. Estaba atardeciendo cuando Alicia detectó movimientos en una loma. En el viento, olor a animales. Soldado también lo había percibido. Alicia permaneció inmóvil y esperó a que apareciera su fuente.

Allí. Un rebaño de ciervos apareció silueteado en lo alto de la loma, veinte cabezas en total, y entre ellos un solo macho. Su cornamenta era enorme, como un árbol desnudo a la espera del invierno. Tendría que acercarse con el viento de cara. Era increíble que no la hubieran detectado ya. Puso el rifle en su funda, cogió la ballesta y un carcaj de flechas, y desmontó. Soldado la miraba con cautela.

—No me mires así. Una chica ha de comer. —Palmeó su cuello para tranquilizarlo—. No te vayas de paseo, ¿eh?

Rodeó la loma en dirección sur. Daba la impresión de que los ciervos no habían advertido su presencia. Ascendió la pendiente a gatas. Era veloz, pero ellos más. Sólo podía contar con una flecha, tal vez dos. Después de largos minutos de paciente ascensión, llegó a la cumbre. Los ciervos se habían desplegado en forma de V a lo largo de la cresta. El macho se hallaba a unos doce metros de distancia. Alicia, todavía aplastada contra el suelo, encajó una flecha en la ballesta.

Una ráfaga de viento, tal vez. Un momento de percepción animal profunda. Los ciervos se pusieron en movimiento de repente. Cuando Alicia se puso en pie, se alejaban colina abajo.

—Mierda.

Dejó la ballesta en el suelo, sacó un cuchillo y corrió tras ellos. Su mente estaba concentrada en la tarea. Nada la distraería. Quince metros colina abajo el suelo caía con brusquedad, y Alicia vio su oportunidad: una convergencia de líneas que su mente divisó con absoluta precisión. Cuando el macho pasó a toda velocidad bajo la pendiente, Alicia levantó el cuchillo y se lanzó al aire.

Cayó sobre él como un halcón y describió un largo arco con el cuchillo, hasta clavarlo en la base de su garganta. Un chorro de sangre, y las patas delanteras se doblaron bajo su cuerpo. Alicia se dio cuenta demasiado tarde de lo que estaba a punto de suceder. Cuando salió disparada por encima de su cabeza, la gravedad se apoderó de su cuerpo, y al instante siguiente Alicia supo que estaba cayendo por la ladera dando vueltas.

Se detuvo en la base de la colina. Había perdido las gafas. Rodó enseguida sobre su estómago y sepultó la cara en los brazos. ¡Joder! ¿Se vería obligada a quedarse allí tendida, absolutamente indefensa, hasta que oscureciera? Extendió un brazo y empezó a palpar el terreno a su alrededor. Nada.

Lo único que podía hacer era abrir los ojos y mirar. Con la cara todavía refugiada en el hueco del brazo, Alicia se puso de rodillas. El corazón martilleaba contra sus costillas. Bien, pensó, de perdidos al río.

Al principio, sólo percibió una blancura, una blancura cegadora, como si estuviera mirando el núcleo del sol. El efecto fue como si le hubieran clavado una aguja en el cráneo. Pero después, con inesperada celeridad, algo empezó a cambiar. Su visión se estaba definiendo. Colores y formas emergían como figuras de la niebla. Tenía los ojos apenas abiertos. Dejó que se abrieran un poco más. Poco a poco, el brillo retrocedió hasta desvelar más detalles de su entorno.

Después de cinco años en las sombras, Alicia Donadio, capitán de los Expedicionarios, miraba el mundo a la luz del día.

Sólo entonces se dio cuenta de dónde estaba.

Ella lo llamaba el Campo de Huesos. No era ni un campo, en un sentido estricto, ni había huesos, exactamente. Más bien los restos desmenuzados y abrasados por el sol de una multitud de virales, que cubrían la meseta hasta el lejano horizonte. ¿A cuántos estaba viendo? ¿Cien mil? ¿Un millón? ¿Más? Alicia avanzó y ocupó un lugar entre ellos. A cada paso que daba se alzaba una nubecilla de ceniza. El sabor en su nariz y garganta pintaba las paredes de su boca como una pasta. Asomaron lágrimas a sus ojos. ¿De tristeza? ¿De alivio? ¿O de simple asombro ante aquel acontecimiento incomprensible? No tenían la culpa de ser lo que eran. Nunca había sido su culpa. Hincó una rodilla, desenvainó un cuchillo de la bandolera y tocó con la punta su cabeza y corazón. Con los ojos cerrados, agachó la cabeza y rezó una oración. Os envío a casa, hermanos y hermanas, os libero de la cárcel de vuestra existencia. Habéis abandonado la Tierra para descubrir la verdad de lo que espera después de esta vida. Transmitidme vuestra fortaleza para que pueda afrontar los días venideros. Buena suerte.

Soldado estaba donde lo había dejado. Sus ojos destellaron de irritación cuando ella se acercó. Pensaba que habíamos alcanzado un acuerdo, decían. ¿Dónde demonios te habías metido? Pero cuando se aproximó, la mirada del caballo se hizo más penetrante. Alicia acarició su grupa, besó su cara larga y sabia. Su lengua musculosa lamió las lágrimas de sus ojos desnudos. Eres un buen chico, dijo ella. Mi buen, buenísimo chico.

Le habría gustado continuar, pero su presa no esperaría. Dispuso el saco de dormir entre los árboles, se sentó en el suelo y sacó la mochila. Dentro, envuelto en hule, se hallaba el bulto tembloroso y sanguinolento del hígado del macho. Lo apretó contra la nariz y respiró hondo, absorbió su olor delicioso, a tierra y con matices de sangre. Aquella noche no encendería hoguera para cocinar. Estaría perfecto así.

Algo estaba cambiando: el mundo estaba cambiando. Alicia lo sentía en lo más hondo de su ser. Un cambio profundo, sísmico, estacional, como si la Tierra estuviera inclinándose sobre su eje. Pero ya habría tiempo de preocuparse por eso más adelante.

Ahora, esta noche, comería.