—Mirad lo que nos ha traído el viento.
Un hombre manchado de grasa había indicado a Peter dónde estaba el economato, y allí había encontrado a Michel sentado con una docena de hombres y mujeres, aferrando con sus manos mugrientos tenedores que utilizaban para empujar las judías de los platos a sus bocas. Michael se levantó de un brinco del banco y le dio una palmada en el hombro.
—Peter Jaxon, en carne y hueso.
—Voladores, Michael. Estás enorme.
Daba la impresión de que el pecho de su amigo había duplicado su tamaño, de modo que tensaba la tela de su mono. Sus brazos estaban entrelazados de músculos. Una robusta sombra de barba rubia cubría sus mejillas.
—Si quieres que te diga la verdad, no hay gran cosa que hacer aquí, salvo destilar petróleo y levantar pesas. Y te advierto desde ya que no andamos sobrados de palabras. Aquí lo que más se dice es «joder esto» y «joder lo otro». —Señaló la mesa—. Ésta es mi cuadrilla. Saludad a Peter, hombres.
Siguieron las presentaciones. Peter se esforzó por recordar los nombres, pero sabía que los habría olvidado al cabo de unos minutos.
—¿Hambriento? —preguntó Michael—. El papeo no es malo si respiras por la boca.
—Debería presentarme antes al jefe de SN.
—Puede esperar. Como pasan de las doce, existen muchas probabilidades de que Stark ya esté cocido. A quien has de ver es a Karlovic, pero ha subido al depósito de gasolina de reserva. Te voy a conseguir un plato.
Compartieron las respectivas noticias mientras comían, devolvieron las bandejas a la cocina y salieron al exterior.
—¿Siempre huele tan mal? —preguntó Peter.
—Oh, hoy es un buen día. Cuando el viento cambie de dirección te pondrás a llorar. Levanta toda esa mierda del canal. Vamos, voy a enseñarte el lugar.
Su primera parada fue en los barracones, una construcción de ladrillos con un tejado de hojalata oxidado. Literas para dormir protegidas por cortinas flanqueaban las paredes. Un hombre enorme de cara alargada estaba sentado a la mesa que había en el centro de la sala, mientras barajaba y volvía a barajar un mazo de cartas.
—Te presento a Juan Sweeting, mi segundo —dijo Michael—. Le llaman Ceps.
Se estrecharon las manos, y el hombre le saludó con un gruñido.
—¿De dónde ha salido el nombre Ceps? —preguntó Peter—. Nunca lo había oído.
El hombre dobló los brazos y produjo un par de bíceps similares a dos pomelos grandes.
—Ah —dijo Peter—. Ya entiendo.
—No hay por qué preocuparse —dijo Michael—. Sus modales no son muy buenos y mueve los labios cuando lee, pero se porta bien siempre que no olvides darle de comer.
Una mujer había salido de una de las literas, vestida sólo con ropa interior. Disimuló un bostezo con la mano.
—¡Jesús!, Michael, estaba intentando sobar un poco. —Ante el asombro de Peter, rodeó el cuello de Michael con los brazos, y su rostro se iluminó con una sonrisa lujuriosa—. A menos que, por supuesto…
—No es el momento, mi amiga. —Michael se liberó con suavidad—. Por si no te habías fijado, tenemos compañía. Lore, Peter. Peter, Lore.
Su cuerpo era delgado y fuerte; el pelo, aclarado por el sol, muy corto. Atractiva, pero de una forma masculina, poco convencional, proyectaba una sincera, incluso carnívora sensualidad.
—¿Tú eres el tipo?
—Exacto.
Ella lanzó una carcajada de complicidad.
—Bien, buena suerte, amigo.
—Lore es engrasadora de cuarta generación —explicó Michael—. Se bebe prácticamente el líquido.
—Es una forma de vivir —dijo Lore. Se dirigió a Peter—. Os conocéis desde hace mucho, imagino. Cuéntale el secreto a la chica. ¿Cómo era?
—El tío más listo de la peña, más o menos. Todo el mundo le llamaba el Circuito. Una especie de mote.
—Y bastante estúpido. Mil gracias, Peter.
—El Circuito —repitió Lore, como si saboreara la palabra en la boca—. Creo que me gusta.
Ceps, que aún no había dicho nada, emitió un gemido femenino.
—Oh, Circuito, oh, Circuito, haz que me sienta como una mujer…
—Cerrad el pico, los dos. —Michael se había ruborizado hasta un punto incompatible con su nueva musculatura, aunque Peter adivinó que, en parte, disfrutaba de la atención que recibía—. ¿Qué sois, adolescentes? Vamos, Peter —dijo, y le condujo hacia la puerta—, dejemos a estos críos.
—Hasta luego, teniente —gritó Lore alegremente mientras se iban—. Me gustará escuchar historias.
En el calor cada vez más elevado de la tarde, Michael le detalló a Peter el funcionamiento de la refinería, y le llevó a una de las torres para explicarle el proceso de refinamiento.
—Parece muy peligroso —dijo Peter.
—A veces pasan cosas, es verdad.
—¿Dónde está la reserva?
Peter sabía que el petróleo procedía de un tanque de retención subterráneo.
—A unos ocho kilómetros de aquí. En realidad, es una cúpula de sal natural, parte de la antigua Reserva Petrolífera Estratégica. El petróleo flota, de manera que bombeamos agua marina y sale.
Su amigo había adquirido cierto acento de Texas, observó Peter.
—¿Cuánto queda ahí abajo?
—Bien, una barbaridad, básicamente. Según nuestros cálculos, suficiente para llenar las ollas cincuenta años más.
—¿Y cuando se haya terminado?
—Iremos a buscar más. Hay muchos tanques de almacenamiento dispersos por el canal de navegación de Houston. Aquello es un auténtico pantano tóxico, y el lugar está plagado de lelos, pero podría sacarnos de apuros durante un tiempo. La siguiente cúpula más cercana es Port Arthur. No sería fácil trasladar las instalaciones allí, pero con tiempo suficiente podríamos hacerlo. —Encogió los hombros con expresión fatalista—. En cualquier caso, dudo que esté presente para preocuparme por ello.
Michael anunció que quería enseñarle una sorpresa a Peter. Se encaminaron al arsenal, donde Michael cogió una escopeta, y después al parque de vehículos en busca de una camioneta. Michael sujetó la escopeta a una base del suelo de la cabina y dijo a Peter que subiera.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás.
Salieron del recinto, y después se desviaron hacia el sur por una carretera asfaltada agrietada que corría paralela al agua. Un viento salado entraba por las ventanillas abiertas de la camioneta, y rebajaba un poco la sensación de calor. Peter había visto el Golfo sólo un par de veces. Su antigua extensión, demasiado enorme para albergarla en su mente, siempre le dejaba sin aliento. Lo más fascinante eran las olas, largos tubos que aumentaban de tamaño y discurrían raudos cuando se acercaban, y luego caían formando un bucle de espuma marrón en la orilla. No podía apartar los ojos de ellas. Peter sabía que podría quedarse sentado en la arena durante horas, con la vista clavada en las olas.
Habían despejado tramos de playa, mientras otros todavía exhibían las huellas de una catástrofe a gran escala: montañas de metal oxidado retorcido hasta adoptar formas incomprensibles; barcos naufragados de esloras diversas, con el casco descolorido, lleno de agujeros o despojado de sus puntales, inclinados sobre la arena como cajas torácicas reventadas. Cordilleras de escombros indiferenciados, empujados a la orilla por la marea.
—Te sorprendería la cantidad de cosas que el mar sigue arrojando a tierra —dijo Michael, mientras señalaba por la ventanilla—. Gran parte viene del Misisipí, y después describe una curva siguiendo la costa. Los materiales pesados han desaparecido casi por completo, pero todo lo que es de plástico parece perdurar.
Michael había salido de la carretera y el vehículo avanzaba cerca del borde del agua. Peter miraba por la ventanilla.
—¿Alguna vez aparece algo de tamaño notorio?
—De vez en cuando. El año pasado, una barcaza todavía cargada con grandes contenedores quedó varada en la orilla. El maldito trasto había ido a la deriva durante un siglo. Todos estábamos muy emocionados.
—¿Qué había dentro?
—Esqueletos humanos.
Llegaron a una ensenada y giraron al oeste, siguiendo el borde de una tranquila bahía. Delante había un pequeño edificio de hormigón erigido junto al agua. Cuando Michael detuvo el camión, Peter vio que el edificio no era más que un cascarón, aunque un letrero en la ventana todavía anunciaba, con letras descoloridas, «Art’s Crab Shack».
—Vale, me rindo —dijo Peter—. ¿Cuál es la sorpresa?
Su amigo le dedicó una sonrisa traviesa.
—Deja el quitapenas aquí —contestó, al tiempo que señalaba la Browning ceñida al muslo de Peter—. No vas a necesitarlo.
Mientras se preguntaba qué estaba tramando su amigo, Peter guardó la pistola en la guantera, y después siguió a Michael hasta la parte trasera del edificio, donde había un pequeño muelle de unos nueve metros de largo apoyado sobre pilotes de hormigón.
—¿Qué estoy viendo?
—Un barco, evidentemente.
Un pequeño velero amarrado al final del muelle, que las olas mecían con suavidad.
—¿De dónde lo has sacado?
El rostro de Michael brilló de orgullo.
—De muchos sitios, en realidad. Encontramos el casco en un garaje, a unos quince kilómetros tierra adentro. El resto lo improvisamos o lo hicimos nosotros.
—¿Nosotros?
—Lore y yo. —Carraspeó, aturullado de repente—. Creo que es bastante evidente…
—No me debes ninguna explicación, Michael.
—Sólo estoy diciendo que no es del todo lo que parece. Bien, puede que sí. Pero yo no diría que estamos juntos, exactamente. Lore es… Bien, es así.
Peter estaba experimentando un perverso placer con el azoramiento de su amigo.
—Parece muy agradable. Y es evidente que le gustas.
—Sí, bien. —Michael se encogió de hombros—. «Agradable» no sería la primera palabra que yo escogería, si sabes a qué me refiero. Para ser sincero, apenas puedo seguir su marcha.
Cuando Michael subió a bordo, Peter tomó conciencia de repente de la precaria apariencia del barco.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Michael.
—¿De veras vamos a navegar en esta cosa?
Michael había empezado a enrollar cabos y a dejarlos en la bañera del velero.
—¿Para qué crees que te he traído aquí? Deja de preocuparte y sube.
Peter bajó con cautela a la bañera. El casco se movió de una forma extraña bajo sus pies, y respondió a su peso con una indolente oscilación. Aferró la barandilla, mientras rezaba para que el barco se quedara quieto.
—¿Sabes navegar?
Su amigo rió para sí.
—No seas nenaza. Ayúdame a izar la vela.
Michael realizó a toda prisa las operaciones básicas: izó la vela, colocó el timón y luego la caña del mismo, tensó y destensó la escota de la mayor. Largó amarras, giró el timón para orientar el barco de forma que el viento hinchara la vela, y al cabo de nada estaban alejándose del muelle a una velocidad asombrosa.
—¿Qué te parece?
Peter miró nervioso la orilla cada vez más lejana.
—Ya me estoy acostumbrando.
—Te regalo una idea: por primera vez en tu vida, estás en un lugar donde un viral no puede matarte.
—No lo había pensado.
—Durante las siguientes dos horas, amigo mío, estás dispensado del trabajo.
Surcaron la bahía dando bordadas. A medida que se iban internando en aguas más profundas, el color iba cambiando de un verde mohoso a un negro azulado intenso, y la luz del sol rielaba las irregularidades de la superficie. Con la vela cazada a tope, el barco transmitía una sensación de solidez, y Peter empezó a relajarse, aunque no del todo. Daba la impresión de que Michael sabía lo que hacía, pero nunca se sabía qué te guardaba el mar.
—¿Hasta dónde has llegado con este trasto?
Michael miró el horizonte y entornó los ojos debido a la luz.
—No lo sé muy bien. Cinco millas como mínimo.
—¿Y la barrera?
La creencia común era que, en los primeros días de la epidemia, las naciones del mundo se habían coaligado para forzar una cuarentena del continente norteamericano, colocando minas a lo largo de la costa y bombardeando cualquier barco que intentara abandonar la zonas.
—Si existe, yo aún no la he encontrado. —Michael se encogió de hombros—. En parte, creo que son chorradas, si quieres que te diga la verdad.
Peter miró a su amigo con cautela.
—No la estarás buscando, ¿verdad?
Michael no contestó, pero su expresión reveló a Peter que había dado en el clavo.
—Eso es una locura.
—Igual que lo que haces tú. Y aunque la barrera existiera, ¿cuántas minas podrían seguir flotando por ahí? Cien años en el mar lo corroen todo. En cualquier caso, todo lo que el Misisipí ha arrojado ya las habría detonado a esas alturas.
—De todos modos, es una imprudencia. Podrías volar en pedazos.
—Quizá. Y quizá mañana una de esas torres de refinación de petróleo me propulsará al espacio exterior. Las pautas de seguridad personal son muy laxas por estos pagos. —Se encogió de hombros—. Pero ésa no es la cuestión. Para empezar, creo que jamás existió la dichosa barrera. ¿Toda la costa? Si incluyes México y Canadá, eso son casi doscientas cincuenta mil millas. Imposible.
—¿Y si estás equivocado?
—En ese caso, puede que algún día, como has dicho tú, vuele en pedazos.
Peter dejó correr el asunto. Muchas cosas habían cambiado, pero Michael no, continuaba siendo un hombre de insaciable curiosidad. Navegaban hacia mar abierto. El viento había aumentado, y las olas impactaban contra la proa. El estómago se le revolvió. No eran sólo las sacudidas del barco. Demasiada agua, por todas partes.
—Tal vez, sólo por esta vez, podrías acercarnos a tierra.
Michael cazó la vela y aferró con más fuerza la caña del timón.
—Te lo digo yo, ahí fuera hay todo un desafío nuevo, Peter. Ni siquiera puedo explicártelo. Es como si todo el mal rollo desapareciera. Deberías verlo por ti mismo.
—Debería volver. Dejémoslo para otra ocasión.
Michael le miró y se rió.
—Claro —dijo—. En otra ocasión.