30

LA CIUDAD
Kerrville, Texas

Llegaron tras la lluvia. Primero los campos, mojados de humedad, con un intenso olor a tierra en el aire, después, cuando ascendieron desde el valle, los muros de la ciudad, de ocho pisos de altura, recortados contra las colinas marrones de Texas. Al llegar a la entrada se encontraron con una cola de tráfico: transportes, equipos mecánicos, camionetas de SN llenas de hombres con sus gruesos trajes acolchados. Peter bajó, pidió al conductor que depositara su taquilla en los barracones y enseñó sus órdenes al guardia del túnel peatonal, quien le indicó que pasara con un ademán.

—Bienvenido a casa, señor.

Después de dieciséis meses en los territorios, el inmenso y abrumador hacinamiento humano del lugar asaltó sus sentidos al instante. Había pasado poco tiempo en la ciudad, no lo suficiente para adaptarse a su densidad claustrofóbica de sonidos, olores y rostros desbordantes. La Colonia nunca había albergado más de cien almas. Ahí superaban las cuarenta mil.

Peter se encaminó al cuartel general para recoger su paga. Tampoco había acabado de acostumbrarse a la noción de dinero. «A partes iguales», la unidad económica del gobierno de la Colonia, era lo que le parecía lógico. Cobrabas tu parte, y la utilizabas como te daba la gana, pero era la misma de todos los demás, ni más ni menos. ¿Cómo podían corresponder aquellas hojas de papel cubiertas de tinta (las llamaban Austins, por el hombre cuya imagen, con su frente despejada y abombada, nariz ganchuda y atavío desconcertante, adornaban cada billete) al valor del trabajo de una persona?

El empleado, un civil, sacó el vale de la caja fuerte, depositó los billetes sobre el mostrador con brusquedad y empujó una tablilla hacia él a través de la reja, sin mirarle ni una sola vez a los ojos.

—Firme aquí.

Peter experimentó una sensación rara cuando se guardó el grueso fajo de dinero en el bolsillo. Cuando salió de nuevo al luminoso atardecer, ya estaba pensando en cómo deshacerse de él. Quedaban seis horas hasta el toque de queda, tiempo apenas suficiente para visitar el orfanato y la cárcel antes de presentarse en los barracones. Sólo le quedaba la tarde: el transporte que le conduciría a la refinería partía a las 06.00.

Greer sería el primero. De esa manera, Peter no tendría que decepcionar a Caleb marchándose antes del toque de trompeta. La prisión se hallaba en la vieja cárcel emplazada en el borde oeste del centro. Firmó en el escritorio (en Kerrville siempre estabas firmando cosas, otra rareza) y se despojó del cuchillo y la pistola. Estaba a punto de entrar cuando el guardia le detuvo.

—He de cachearle, teniente.

Como miembro de los Expedicionarios, Peter estaba acostumbrado a cierta deferencia automática, y desde luego de un miembro de menor rango de seguridad, que no tendría ni un día más de veinte años.

—¿Es eso necesario?

—Yo no hago las normas, señor.

Irritante, pero Peter no tenía tiempo para discusiones.

—Dese prisa.

El guardia palpó los brazos y piernas de Peter, y después sacó un pesado llavero y le guió hasta la zona de las celdas, un largo pasillo de pesadas puertas de acero. La atmósfera era opresiva y olía a hombres. Llegaron a la celda marcada con el número 62.

—Es curioso —comentó el guardia—. Greer no ve a nadie durante casi tres años, y ahora acaba de recibir dos visitas en sólo un mes.

—¿Quién más vino?

—Yo no estaba de guardia. Tendría que preguntarle al otro.

El guardia localizó la llave correcta, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta con un sonido de goznes chirriantes. Greer, descalzo, vestido tan sólo con unos burdos pantalones de lona ceñidos en la cintura, estaba sentado en el borde de su catre. Su ancho pecho brillaba de sudor. Tenía las manos enlazadas con serenidad sobre el regazo. Su pelo, lo que quedaba de él, de un blanco plateado, caía sobre sus enormes hombros, mientras una gran barba enmarañada (la barba de un profeta, un vagabundo de las llanuras) trepaba sobre sus mejillas. Irradiaba una profunda calma. Comunicaba una impresión de compostura, como si hubiera reducido a su esencia la mente y el cuerpo. Durante un momento inquietante no dio señales de haber reparado en la presencia de las dos figuras paradas en la entrada, lo cual provocó que Peter se preguntara si el aislamiento había afectado a su mente. Pero entonces levantó los ojos y su rostro se iluminó.

—Peter. Eres tú.

—Comandante Greer. Me alegro de verle.

Greer lanzó una carcajada irónica, con voz ronca por la falta de uso.

—Nadie me ha llamado así desde hace tiempo. Ahora sólo soy Lucius. O Sesenta y dos, como prefieras. La mayoría lo prefiere. —Greer habló al guardia—. ¿Nos concedes unos minutos, Sanders?

—Se supone que no debo dejar a nadie a solas con un prisionero.

Peter le dirigió una fría mirada.

—Creo que sé cuidar de mí mismo, hijo.

Un momento de vacilación. Después, el guardia cedió.

—Bien, si así lo prefiere, señor, creo que diez minutos bastarán. Después de eso termina mi turno, y no quiero meterme en líos.

Peter frunció el ceño.

—¿Nos conocemos?

—Vi su firma. Todo el mundo sabe quién es usted. Es el tipo de California. Una leyenda. —Toda pretensión de autoridad había desaparecido. De repente, era un muchacho fascinado, y la admiración se reflejaba en su rostro—. ¿Cómo fue? Recorrer todo aquel camino, quiero decir.

Peter no supo muy bien qué responder.

—Fue una larga marcha.

—No sé cómo lo hizo. Yo me habría muerto de miedo.

—Le doy mi palabra —le tranquilizó Peter—, de que fue así casi siempre.

Sanders los dejó a solas. Peter ocupó la única silla de la celda, y se sentó a horcajadas delante de Greer.

—Parece que has impresionado a nuestro chico. Ya te dije que costaría impedir que la historia trascendiera.

—Todavía me resulta extraño oírla. ¿Cómo te va?

Greer se encogió de hombros.

—Oh, voy tirando. ¿Y tú? Tienes buen aspecto, Peter. El uniforme te sienta bien.

—Recuerdos de Lish. La han ascendido a capitán.

Greer cabeceó.

—Una chica notable, nuestra Lish. Destinada a grandes empresas, diría yo. ¿Cómo va la guerra? ¿O no debo preguntarlo?

—No muy bien. Vamos cero a tres. Todo el asunto de Martínez fue una catástrofe. Ahora parece que el Mando se lo ha pensado mejor.

—Siempre han sido especialistas en eso. No hay de qué preocuparse, las tornas cambiarán. Una cosa que aprendes aquí es la paciencia.

—No es lo mismo sin ti. No puedo evitar pensar que todo sería diferente si estuvieras allí.

—Oh, lo dudo mucho. Éste siempre ha sido tu espectáculo. Lo supe en el momento que te conocí. Atrapado cabeza abajo en una red giratoria, ¿no?

Peter se rió del recuerdo.

—Michael vomitó sobre nosotros.

—Exacto, ahora me acuerdo. ¿Cómo está? Imagino que ya no será el mismo crío de entonces. Siempre tenía una respuesta para todo.

—Dudo que haya cambiado mucho. En cualquier caso, lo averiguaré mañana. Me han destinado a la refinería.

Greer frunció el ceño.

—¿Por qué allí?

—Un nuevo plan para aumentar la seguridad de la Carretera del Petróleo.

—A SN le encantará. Yo diría que vas a estar muy ocupado. —Dio una palmada sobre las rodillas para cambiar de tema—. ¿Qué sabes de Hollis?

—Nada bueno. Se tomó muy mal la muerte de Sara. Dicen que anda metido en el tráfico.

Greer reflexionó un momento sobre la noticia.

—En conjunto, no puedo decir que le culpe. Parece extraño decir eso, conociendo a Hollis, pero más de un hombre ha seguido ese camino en las mismas circunstancias. Imagino que se arrepentirá tarde o temprano. Tiene la azotea muy bien amueblada.

—¿Y tú? Pronto saldrás. Si quieres, puedo hablar con el Mando. Tal vez permitirían que te reengancharas.

Pero Greer negó con la cabeza.

—Temo que esos días han terminado para mí, Peter. No olvides que soy un desertor. Una vez cruzas la línea, no hay vuelta atrás.

—¿Qué vas a hacer?

Green esbozó una sonrisa misteriosa.

—Imagino que algo sucederá. Siempre ocurre lo mismo.

Hablaron de los demás durante un rato, intercambiaron noticias, historias del pasado. Al estar con Greer, Peter sentía una cálida satisfacción, acompañada, no obstante, de una sensación de pérdida. El comandante había entrado en su vida justo cuando Peter le necesitaba. Fue la presencia firme de Greer la que le había concedido la voluntad de seguir adelante los días en que su resolución flaqueaba. Era una deuda que Peter jamás podría pagar del todo: la deuda de la valentía prestada. Peter intuyó que el encarcelamiento de Greer le había cambiado. Continuaba siendo el mismo hombre, aunque en su interior corría algo profundo, un río de calma interior. Daba la impresión de haber extraído fuerzas de su aislamiento.

Cuando se acercaba el final de los diez minutos, Peter contó al comandante lo de la cueva, lo del hombre extraño, Ignacio, y la teoría de Alicia acerca de su identidad. Incluso mientras pronunciaba las palabras, se dio cuenta de lo descabellada que sonaba la historia, pero, no obstante, presentía su certeza. En cualquier caso, la sensación de que la información era importante había ido aumentando con el paso de los días.

—Puede que haya algo de cierto en eso —admitió Greer—. ¿Dijo: «Nos dejó»?

—Ésas fueron sus palabras.

Greer guardó silencio, mientras se acariciaba la larga barba.

—La pregunta es, por supuesto, adónde fue Martínez. ¿Alicia tenía alguna idea al respecto?

—No que yo sepa.

—¿Y tú qué opinas?

—Creo que encontrar a los Doce va a ser más complicado de lo que suponemos.

Esperó, mientras estudiaba el rostro de Greer. Como el comandante no respondió, continuó.

—Mi oferta sigue en pie. Nos podrías ser de mucha utilidad.

—Me sobrestimas, Peter. Yo sólo iba de paquete.

—Para mí no. Alicia diría lo mismo. Todos lo diríamos.

—Y acepto el cumplido, pero eso no cambia nada. Ya no hay nada que hacer.

—No me parece justo que estés aquí.

Greer se encogió de hombros.

—Puede que sí, puede que no. Créeme, he meditado mucho sobre el asunto. Los Expedicionarios eran toda mi vida, y la echo de menos. Pero hice lo que consideré correcto en aquel momento. Al final, es lo único que necesita un hombre para calibrar su vida, y es suficiente. —Miró a Peter con los ojos entornados—. Cosa que no hace falta que te diga, ¿verdad?

El comandante había dado en el clavo.

—Supongo que no.

—Eres un buen soldado, Peter. Siempre lo has sido, y yo no estaba mintiendo acerca de ese uniforme. Te sienta bien. La pregunta es, ¿tú le sientas bien a él?

La pregunta no era acusadora; en todo caso, lo contrario.

—Hay días en que me lo pregunto —confesó Peter.

—Todo el mundo lo hace. Los militares son así. No puedes ir a la letrina sin rellenar un formulario por triplicado. Pero en tu caso, yo diría que la pregunta va más al fondo. El hombre al que conocí colgado cabeza abajo en aquella rueda no estaba siguiendo más órdenes que las suyas. Creo que ni siquiera habría sabido hacerlo. Y ahora estás aquí, cinco años después, y me informas de que el Mando quiere abandonar la cacería. Dime, ¿hacen bien?

—Por supuesto que no.

—¿Podrás hacérselo entender? ¿Conseguir que cambien de opinión?

—Soy un oficial de menor rango. No van a hacerme caso.

Greer asintió.

—Y yo estoy de acuerdo. Estamos en un callejón sin salida.

Se hizo el silencio.

—Tal vez esto te sirva de ayuda —dijo Greer a continuación—. ¿Recuerdas lo que te dije aquella noche en Arizona?

—Hubo montones de noches, Lucius. Y se dijeron montones de cosas.

—Exacto, pero ésta en particular… No estoy seguro de dónde estábamos exactamente. A un par de días de la Alquería, en cualquier caso. Nos habíamos refugiado bajo un puente. Rocas con aspecto demencial por todas partes. Recuerdo eso debido a la forma en que la luz las iluminaba al anochecer, como si estuvieran encendidas por dentro. Los dos nos pusimos a hablar. Fue la noche que te pregunté qué pensabas hacer con los frascos que Lacey te dio.

Todo volvía. Las rocas rojas, el profundo silencio del paisaje, el fácil fluir de la conversación sentados junto al fuego. Era como si el recuerdo hubiera estado flotando en la mente de Peter durante cinco años, sin tocar jamás la superficie hasta ese momento.

—Me acuerdo.

Greer asintió.

—Ya me lo imaginaba. Permíteme decirte que, cuando te presentaste voluntario para que te inyectaran el virus, eso fue, sin la menor duda, lo más osado que había visto en mi vida, y he visto bastantes cosas osadas. Yo jamás me habría atrevido. Sentía un gran respeto por ti antes de eso, pero después… —Hizo una pausa—. Aquella noche te dije algo. «Todo lo que ha pasado me parece algo más que casualidad». En aquel momento estaba hablando para mis adentros, intentando verbalizar algo que no acababa de comprender, pero he pensado mucho sobre ese asunto. El que encontraras a Amy, el que yo te encontrara a ti, Lacey, Babcock, todo lo que sucedió en aquella montaña. Los acontecimientos pueden parecerte aleatorios cuando los estás viviendo, pero cuando miras atrás, ¿qué ves? ¿Una cadena de coincidencias? ¿La proverbial buena suerte? ¿O algo más? Te diré lo que yo veo, Peter. Un camino definido. Más que eso. Un camino auténtico. ¿Cuáles son las probabilidades de que estas cosas sucedieran sin más? ¿De que cada pieza encajara en su lugar justo cuando lo necesitábamos? Aquí hay un poder en acción, más allá de nuestra comprensión. Llámalo como quieras. No precisa un nombre, porque conoce el tuyo, amigo mío. Te preguntas qué hago aquí todo el día, y la respuesta es muy sencilla. Espero a ver qué sucede a continuación. Confío en el plan de Dios. —Dedicó a Peter una sonrisa enigmática. La película de sudor que humedecía su cara y su pecho desnudo y musculoso impregnaba el aire de la habitación—. ¿Te resulta extraño oírme decir esto? —Su actitud se hizo más ligera—. Debes de estar pensando: Este pobre tipo, más solo que la una en esta ratonera, ha perdido el juicio. No serías el primero.

Peter tardó un momento en contestar.

—La verdad es que no. Estaba pensando en lo mucho que me recuerdas a alguien.

—¿A quién?

—Se llamaba Tía.

Ahora le tocó a Greer recordar.

—Por supuesto. La mujer a la que enterramos cuando volvimos a la Colonia. Nunca me contaste nada sobre ella, y yo estaba intrigado. Pero no quise fisgonear.

—Podrías haberlo hecho. Podría decirse que éramos íntimos, pero con Tía nunca sabías. Creo que la mitad del tiempo pensaba que yo era otra persona. De vez en cuando pasaba a ver cómo estaba. También le gustaba hablar de Dios.

—¿Es cierto eso? —Greer parecía complacido—. ¿Y qué decía?

Qué extraño, pensó Peter, pensar en Tía ahora. Como la historia de Greer de su noche en Arizona, el recuerdo de la anciana, y de los ratos que habían pasado juntos, acudió a su mente como si fuera el día anterior. Su cocina donde hacía excesivo calor, las espantosas tazas de té; la precisa, incluso reverente disposición de los objetos en su casa abarrotada, muebles, libros y recuerdos; sus viejos pies nudosos, siempre descalzos, y su boca desdentada y arrugada, y la vaporosa maraña de pelo blanco que daba la impresión de flotar en el aire alrededor de su cabeza, sin estar unida a nada. Del mismo modo que Tía no estaba unida a nada. Sola en su cabaña al borde del calvero, la mujer parecía existir en un reino diferente por completo, una bolsa de memoria humana acumulada, fuera del tiempo. Ahora que Peter lo pensaba, era probable que fuera eso lo que le había atraído de ella. En presencia de Tía, siempre se le antojaban más ligeras las penurias cotidianas de su vida.

—Más o menos lo mismo. No era la mujer más fácil de comprender. —Un recuerdo concreto afloró a la superficie—. Hubo una cosa. Fue la misma noche en que Amy apareció ante la puerta.

—¿Sí?

—La mujer dijo: «El Dios al que yo conozco no nos concedería ni una oportunidad».

Greer le estaba observando con sumo interés.

—Te lo dijo a ti.

Aún estaba sorprendido por la claridad del recuerdo.

—En ese momento pensé que era muy propio de Tía.

Greer rompió el estado de ánimo con una repentina sonrisa.

—Bien —dijo—, me da la impresión de que esa mujer sabía un par de cosas. Lamento no haberla conocido. Apuesto a que nos hubiéramos llevado la mar de bien.

Peter se rió.

—Creo que sí, de veras.

—Tal vez haya llegado el momento de que tengas un poco más de fe, Peter. Es lo único que te digo. Deja que las cosas vayan a ti.

—Como Martínez, quieres decir.

—Puede que sí, puede que no. No hay forma de saberlo hasta que tú lo sepas. Nunca te he preguntado por tus creencias, Peter, y no voy a hacerlo ahora. Todo hombre ha de decidir eso por sí mismo. Y no me malinterpretes: yo también soy un soldado, o al menos lo era. El mundo necesita guerreros, y llegará el día en que poca cosa más va a importar. Tú estarás preparado para la batalla, amigo mío, no me cabe la menor duda. Las cosas son más complicadas de lo que parecen a primera vista. No tengo todas las respuestas, pero eso sí lo sé.

—Ojalá tuviera tu confianza.

El comandante desechó la frase con un encogimiento de hombros.

—Oh, sólo estás intentando comprender las cosas, como todos los demás. Cuando estaba en el orfanato, las hermanas siempre nos enseñaban que una persona de fe es alguien que cree algo que no puede demostrar. No es que esté en desacuerdo, pero eso es sólo la mitad de la historia. Es el fin, no los medios. Hace cien años, la humanidad estuvo a punto de destruirse. Sería fácil pensar que no le caemos muy bien a Dios. O que Dios no existe, todo es absurdo, y sería mejor que tiráramos la toalla y acabáramos de una vez. Gracias, planeta Tierra, fue un placer conocerte. Pero tú no eres así, Peter. Para ti, cazar a los Doce no es la respuesta. Es la pregunta. ¿Le importa a alguien? ¿Vale la pena salvarnos? ¿Qué quiere Dios de mí, si es que existe Dios? La fe más poderosa consiste en la predisposición a preguntar, con todas las pruebas en contra. Fe no sólo en Dios, sino en todos nosotros. Te encuentras en un lugar difícil, y yo diría que seguirás en él un tiempo. Pero es el correcto, y es tuyo.

Fue entonces cuando Peter comprendió lo que estaba viendo. Greer era libre, un hombre libre. Las paredes de su celda no significaban nada para él: toda su vida se hallaba en otro sitio, libre de limitaciones físicas. Era sorprendente envidiar a un hombre cuya vida tenía lugar dentro de la celda de una cárcel poco más grande que una letrina de buen tamaño.

El sonido de unas llaves al girar. Su tiempo había terminado. Cuando Sanders entró en la celda, los dos hombres se levantaron.

—Bien —dijo Greer, y dio una palmada a modo de conclusión—. Un poco de inactividad en Freeport, cortesía del Mando. No es la ciudad que mejor huele, pero la vista es bonita. Un buen lugar para meditar un poco. Te lo has ganado, desde luego.

—Eso dijo el coronel Apgar.

—Un tipo listo, Apgar. —Greer extendió la mano—. Me alegro de haberte visto, amigo mío.

Se estrecharon las manos.

—Cuídate, ¿de acuerdo?

Greer sonrió.

—Ya sabes lo que dicen: tres comidas calientes y una cama. No es una vida tan mala cuando lo piensas. En cuanto a lo demás, te conozco, Peter. Lo comprenderás todo cuando llegue el momento. Es una lección que tú me enseñaste, en realidad.

Sanders le acompañó al pasillo. Sólo entonces se le ocurrió a Peter que había olvidado preguntar a Greer por el otro visitante. Y algo más: el comandante no había preguntado en ningún momento por Amy.

—Escuche —dijo Sanders cuando atravesaron la segunda puerta—, espero que no le importe mi pregunta, pero ¿podría firmar esto?

Extendió una hoja de papel y un lápiz.

—Es para mi esposa —explicó—. Para demostrar que le he conocido.

Peter aceptó el papel, garabateó su nombre y se lo devolvió. Por un momento, Sanders se limitó a mirarlo.

—Caramba —dijo.

—¡Tío Peter!

Caleb se separó de los demás niños y atravesó a la carrera el patio de recreo. En el último instante dio tres brincos y se catapultó en los brazos de Peter, al que estuvo a punto de derribar.

—Vale, tranquilo.

El rostro del muchacho se iluminó de alegría.

—¡Amy dijo que ibas a venir! ¡Estás aquí! ¡Estás aquí!

Peter se preguntó cómo lo había sabido ella, pero se corrigió al instante. Daba la impresión de que Amy sabía cosas sin más, como si su mente estuviera conectada con los ritmos secretos del mundo. Mientras abrazaba a Caleb, su característica presencia física le asaltó: su peso y calor infantiles; el calor de su aliento; el olor lechoso del pelo y la piel, húmedos a causa del esfuerzo, mezclado con el aroma persistente del áspero jabón de sosa que utilizaban las hermanas. Al otro lado del patio, los demás niños estaban mirando. Peter vio que la hermana Peg le estaba observando con frialdad desde las espalderas, su presencia inesperada un trastorno en su amada rutina.

—Deja que te mire.

Bajó a Caleb al suelo. Como siempre, Peter se quedó estupefacto por el asombroso parecido de Caleb con Theo. Sintió una punzada de remordimiento por el tiempo que había dejado pasar.

—Estás muy crecido. Apenas puedo creerlo.

El pecho del niño se hinchó de orgullo.

—¿Dónde has estado, qué has visto?

—Montones de cosas. Estuve en Nuevo México.

—¡Nuevo México!

La mirada de asombro de su cara era total, como si Peter le hubiera dicho que había ido a la luna. Aunque la costumbre imperante en Kerrville era no proteger a los niños del conocimiento de los virales, como habían hecho en la Colonia, la mente del muchacho todavía tenía que asimilar las ramificaciones. Para Caleb, los Expedicionarios significaban una gran aventura, como piratas que surcaran los mares o los relatos de los caballeros de antaño de los libros de cuentos que las hermanas les leían.

—¿Cuánto tiempo podrás quedarte? —suplicó el niño.

—No mucho, me temo. Pero tenemos el resto de la tarde. Además, volveré pronto, probablemente dentro de una semana o así. ¿Qué te gustaría hacer?

La respuesta de Caleb fue instantánea:

—Ir a la presa.

—¿Por qué allí?

—¡Podemos verlo todo!

Peter sonrió. En tales momentos sentía que había legado algo a su sobrino: la misma curiosidad insaciable que había gobernado su vida.

—Pues vayamos a la presa.

La hermana Peg se materializó detrás del niño. Poseedora de la ligereza de un ave, era, no obstante, una figura intimidante, y sus ojos oscuros eran capaces de fundirte con una sola mirada de censura. Los compañeros de Peter que habían sido educados en el orfanato (hombres que habían soportado situaciones espantosas y vivido en un peligro constante) hablaban de ella con un temor reverente que bordeaba el terror. Dios mío, decían todos, esa mujer nos tenía acojonados.

—Hola, hermana.

Su rostro, una topografía erosionada de grietas profundas y llanuras áridas, poseía la inmovilidad de un juicio aplazado. Había adoptado una posición alejada un paso de la distancia normal en que se entabla una conversación, una alteración pequeña pero significativa que magnificaba su presencia autoritaria. Sus dientes estaban manchados de un marrón amarillento, debido a soplar barbas de maíz, una costumbre incomprensible, muy común en Kerrville, que a Peter le causaba asombro y asco al mismo tiempo.

—Teniente Jaxon, no le esperaba.

—Lo siento, ha sido improvisado. ¿Le importa que me lo lleve a pasar el resto del día conmigo?

—Habría sido mejor que nos avisara. Las cosas aquí funcionan de una manera determinada.

El cuerpo de Caleb era un manojo de energía.

—¡Por favor, hermana!

La mirada imperiosa de la mujer descendió hacia el niño mientras reflexionaba. Abanicos de arrugas similares a deltas se hicieron más profundos en las comisuras de su boca cuando hinchó los carrillos.

—Supongo que, teniendo en cuenta las circunstancias, no habrá impedimento. Una excepción, como puede comprender, y ojo al dato, teniente. Sé que los Expedicionarios se creen por encima de las normas, pero eso no va conmigo.

Peter hizo caso omiso de la pulla. Al fin y al cabo, contenía un elemento de verdad.

—Le traeré de vuelta a las seis. —Bajo su mirada implacable, descubrió que formulaba la siguiente pregunta fingiendo indiferencia—. ¿Está por aquí Amy? Me gustaría verla antes de irme.

—Ha ido al mercado. Se ha marchado hace poco. —Esta afirmación vino acompañada de un áspero suspiro—. Supongo que querrá quedarse a cenar.

—Gracias, hermana. Es usted muy amable.

Caleb, aburrido de tantas formalidades, estaba tirando de su mano.

—Por favor, tío Peter, quiero irme.

Durante apenas medio segundo, dio la impresión de que el semblante severo de la mujer estaba a punto de resquebrajarse. Una mirada de ternura casi maternal destelló en sus ojos. Pero se desvaneció con idéntica rapidez, y Peter pensó si acaso habían sido imaginaciones suyas.

—No se olvide de consultar el reloj, teniente. Estaré vigilando.

La presa, en cierto modo, era el corazón de la ciudad y sus mecanismos. Junto con el petróleo que alimentaba los generadores, el aprovechamiento que llevaba a cabo Kerrville del río Guadalupe, que proporcionaba agua para la irrigación y constituía una barrera hacia el norte y el oeste (nadie había visto que un viral intentara siquiera nadar; se creía que, o bien tenían fobia al agua, o no sabían mantenerse a flote), explicaba su longevidad. El río había sido un accidente geográfico de escasa dimensión en los primeros tiempos, de poco caudal y carente de toda importancia, apenas un riachuelo en verano. Pero una inundación devastadora en la primavera del 22, heraldo del cambio climático que elevaría el río de manera permanente hasta una altura de tres metros, había impelido la necesidad de domeñarlo. Había sido, en general, un proyecto enorme, que había precisado la desviación temporal de las corrientes del río y el movimiento de ingentes cantidades de tierra y piedra caliza para excavar la depresión en forma de cuenca que formaría el embalse, seguido de la construcción de la presa, un prodigio de ingeniería de una escala que Peter siempre había relacionado con el Tiempo de Antes, no con el mundo que él conocía. El día de la primera liberación de agua era considerado un acontecimiento fundacional en la historia de la República. Más que cualquier otra cosa en Kerrville, el control de las fuerzas naturales gracias a la presa le había ayudado a entender lo frágil que había sido la Colonia en comparación. Tenían suerte de haberlo conseguido.

Escaleras de acero de rejilla ascendían a lo alto. Caleb le guiaba a toda velocidad, pese a las protestas de Peter de que fuera más despacio. Cuando Peter llegó al último recodo, Caleb ya estaba contemplando la cordillera ondulada que formaba el horizonte. Nueve metros más abajo, la superficie del embalse poseía una asombrosa transparencia. Peter hasta divisó peces, formas blancas que surcaban perezosamente las aguas cristalinas.

—¿Qué hay allí? —preguntó el niño.

—Bien, más territorio de Texas, básicamente. La cordillera que estás mirando se encuentra a pocos kilómetros de distancia.

—¿Dónde queda Nuevo México?

Peter señaló al oeste.

—Pero en realidad está muy, muy lejos. Tres días en transporte, y eso sin parar.

El niño se mordisqueó el labio inferior.

—Quiero verlo.

—Tal vez algún día puedas.

Siguieron la parte superior curva de la presa hasta el aliviadero. Una serie de tuberías liberaban agua a intervalos regulares en un ancho estanque, desde el cual bombas de ariete la transportaban hasta el complejo agrícola. A lo lejos, altas torres espaciadas regularmente señalaban la Zona Naranja. Volvieron a detenerse para admirar el paisaje. Peter se quedó impresionado de nuevo por la complejidad de todo ello. Era como si en ese único lugar la historia de la humanidad fluyera todavía en un continuo ininterrumpido, ajena a la radical separación de eras que los virales habían impuesto al mundo.

—Te pareces a él.

Peter se volvió y vio que Caleb le estaba mirando con los ojos entornados.

—¿A quién te refieres?

—A Theo. Mi padre.

Las palabras le pillaron por sorpresa. ¿Cómo era posible que el niño conociera el aspecto de Theo? No podía, por supuesto, pero ésa no era la cuestión. La afirmación de Caleb era una especie de deseo, una forma de mantener con vida a su padre.

—Eso decía todo el mundo. Te pareces mucho a él.

—¿Le echas de menos?

—Cada día. —Siguió un sombrío silencio—. No obstante, voy a decirte algo. Mientras recordemos a una persona, no está muerta del todo. Sus pensamientos, sus emociones, sus recuerdos, viven en nosotros. Incluso si crees que no recuerdas a tus padres, lo haces. Están dentro de ti, del mismo modo que están dentro de mí.

—Pero yo sólo era un bebé.

—Sobre todo los bebés. —Se le ocurrió una idea—. ¿Sabes algo de la Alquería?

—¿Donde yo nací?

Peter asintió.

—Exacto. Tenía algo especial. Era como si allí pudiéramos estar a salvo, como si algo cuidara de nosotros. —Contempló al muchacho un momento—. Tu padre pensaba que era un fantasma.

El chico abrió los ojos de par en par.

—¿Y tú?

—No lo sé. He pensado mucho en ello durante todos estos años. Tal vez lo fuera. O al menos, una especie de fantasma. Es posible que los lugares también posean recuerdos. —Apoyó una mano sobre el hombro del muchacho—. Lo único que sé es que el mundo deseaba que nacieras, Caleb.

El chico guardó silencio. Después, su rostro floreció con la sonrisa traviesa de alguien a punto de revelar un plan.

—¿Sabes qué quiero hacer ahora?

—Dilo.

—Ir a nadar.

Pasaban unos minutos de las cuatro cuando llegaron a la base del aliviadero. Parados junto al borde del estanque, se quedaron en calzoncillos. Cuando Peter subió a las rocas, se volvió y vio a Caleb petrificado en el borde.

—¿Qué pasa?

—No sé nadar.

Peter no había previsto eso. Ofreció la mano al muchacho.

—Vamos, te enseñaré.

El agua estaba sorprendentemente fría, con un peculiar sabor mineral. Caleb tuvo miedo al principio, pero al cabo de media hora de chapotear, su confianza aumentó. Diez minutos más, y estaba nadando como un perrito.

—¡Mira! ¡Mira!

Peter nunca había visto al crío tan feliz.

—Súbete a mi espalda —dijo.

El chico obedeció y agarró a Peter por los hombros.

—¿Qué vamos a hacer?

—Respirar hondo y aguantar la respiración.

Se sumergieron juntos. Peter expulsó el aire de los pulmones, extendió los brazos y, con una patada, envió a ambos deslizándose sobre el fondo rocoso, con el niño aferrado con fuerza a su cuerpo, extendido como una capa. El agua era transparente como el cristal. Los recuerdos de cuando chapoteaba en la gruta de pequeño invadieron la mente de Peter. Había hecho lo mismo con su padre.

Tres patadas más y ascendieron hasta salir a la luz.

—¿Qué tal? —preguntó Peter.

—¡He visto peces!

—Ya te lo había dicho.

Volvieron a sumergirse una y otra vez, pues el placer del crío era inagotable. Pasaban de las cinco y media, y las sombras empezaban a alargarse, cuando Peter anunció que lo dejaban. Subieron a las rocas con precaución y se vistieron.

—Ardo en deseos de contarle a la hermana Peg que hemos salido —dijo Caleb, sonriente.

—Será mejor que no lo hagas. Que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?

—¿Un secreto?

El muchacho pronunció la palabra con placer ilícito. Ahora eran cómplices en una conspiración.

—Exacto.

El chico deslizó su pequeña mano húmeda en la de Peter cuando bajaron hasta la puerta. El toque de trompeta sonaría dentro de unos minutos. La sensación le llegó con un torrente de amor: Por eso estoy aquí.

La encontró parada ante la enorme cocina cubierta de ollas hirvientes. Ruidos y calor invadían la habitación: el tintineo de los platos, las hermanas que corrían de un lado a otro, el estruendo acumulado de voces nerviosas cuando los niños se reunieron en el refectorio. Amy le daba la espalda. Su cabello, irisado y oscuro, descendía en una gruesa trenza hasta la cintura. Titubeó en la puerta y la observó. Daba la impresión de que estaba absorta por completo en su trabajo, revolviendo el contenido de la olla más cercana con una larga cuchara de madera, probando y corrigiendo de sal, para luego acercarse a uno de los diversos hornos de ladrillo rojo de la estancia para retirar, con una larga pala, media docena de hogazas de pan recién hecho.

—Amy.

Ella se volvió, sonriente. Se encontraron en medio de la atareada estancia. Un momento de incertidumbre, y después se abrazaron.

—La hermana Peg me dijo que estabas aquí.

Peter retrocedió. Lo había notado en su tacto: algo nuevo. Hacía mucho tiempo que había desaparecido la niña desamparada, traumatizada y muda, de pelo enmarañado y ropa recogida de la basura. Daba la impresión de madurar a trompicones, no se trataba tanto de un crecimiento físico como de una serenidad en aumento, como si empezara a ser propietaria de su vida. Y siempre la paradoja: la persona parada ante él, aunque por todas las apariencias una joven adolescente, era en realidad el ser humano más viejo de la Tierra. La larga ausencia de Peter, una era para Caleb, un simple parpadeo para Amy.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

Sus ojos no se apartaban del rostro de Peter.

—Sólo esta noche. Parto mañana.

—Amy —llamó una de las hermanas desde la cocina—, ¿está preparada la sopa? No paran de gritar.

Amy habló sin volverse.

—Un momento. —Miró a Peter con una sonrisa todavía más ancha—. Resulta que no soy tan mala cocinera. Guárdame sitio. —Apretó a toda prisa su mano—. Me alegro muchísimo de verte.

Peter se encaminó al refectorio, donde los niños se habían congregado alrededor de largas mesas, agrupados por edades. El ruido era intenso en la sala, una energía que fluía libremente de los cuerpos y las voces, como el estruendo de un inmenso motor. Se sentó al final de un banco al lado de Caleb, y en ese momento la hermana Peg apareció en la parte delantera de la sala y dio una palmada.

El efecto fue como un rayo: el silencio oprimió la sala. Los niños se cogieron de la mano e inclinaron la cabeza. Peter se encontró unido al círculo, Caleb a un lado, en el otro una niña de pelo castaño sentada frente a él.

—Padre Nuestro que estás en los cielos —entonó la mujer con los ojos cerrados—, te damos las gracias por estos alimentos, por estar juntos y por la bendición de tu amor y protección, que nos dedicas en tu misericordia. Te damos gracias por las riquezas de la tierra y del cielo, y por tu protección hasta que nos encontremos en la otra vida. Y por fin, te damos gracias por la compañía de nuestro invitado especial, uno de tus valientes soldados, que ha recorrido una peligrosa distancia para estar con nosotros esta noche. Rezamos para que le cuides, a él y a sus compañeros, durante sus viajes. Amén.

Un coro de voces: «Amén».

Peter se sintió conmovido. Tal vez, al fin y al cabo, a la hermana Peg no le molestaba tanto su presencia. Apareció la comida: cubas de sopa, pan cortado en gruesas rebanadas humeantes, jarras de agua y leche. A la cabecera de cada mesa, una hermana servía la sopa en cuencos y los iba pasando, mientras las jarras daban la vuelta a la mesa. Amy se sentó en el banco al lado de Peter.

—Quiero saber qué opinas de la sopa —dijo.

Estaba deliciosa; lo mejor que había probado en meses. El pan, tierno y tibio en la sopa, casi le dio ganas de llorar. Reprimió el ansia de preguntar durante unos segundos, con la idea de que sería grosero, pero en cuanto el cuenco se vació apareció una hermana con otro, que dejó delante de él.

—No tenemos compañía a menudo —le explicó, con el rostro ruborizado de vergüenza, y se fue a toda prisa.

Hablaron del orfanato y de las tareas de Amy (la cocina, pero también enseñar a leer a los niños más pequeños y, en sus palabras, «todo lo demás que haga falta»), y de las noticias de Peter sobre los demás, si bien verbalizaron esta información de una forma general. No sería hasta que los niños se acostaran cuando podrían hablar sin refrenarse. A su lado, Caleb estaba enzarzado con otro niño en una intensa conversación que Peter sólo seguía a medias, algo acerca de caballeros, caballos y peones. Cuando su compañero dejó la mesa, Peter preguntó a Caleb de qué habían estado hablando.

—De ajedrez.

—¿Ajequé?

Caleb puso los ojos en blanco.

Ajedrez. Es un juego. Puedo enseñarte, si quieres.

Peter miró a Amy, quien se rió.

—Perderás —dijo.

Después de la cena y los platos, los tres fueron a la sala de estudiantes, donde Caleb preparó el tablero y explicó los nombres de las diversas piezas y movimientos que se podían hacer. Cuando llegó a los caballos, la cabeza de Peter daba vueltas.

—¿De veras puedes recordar todo eso? ¿Cuánto tiempo tardaste en aprender?

El chico se encogió de hombros con aire inocente.

—No mucho. Es muy sencillo.

—No parece sencillo.

Se volvió hacia Amy, quien exhibía una sonrisa cautelosa.

—A mí no me mires —protestó—. Es tu problema.

Caleb señaló el tablero.

—Juega tú primero.

Empezó la batalla. Peter había pensado no abusar del chico (al fin y al cabo, era un juego infantil, y sin duda le cogería el tranquillo enseguida), pero descubrió al instante hasta qué punto había subestimado a su joven contrincante. Daba la impresión de que Caleb anticipaba todas sus tácticas y reaccionaba sin vacilar, con movimientos tajantes y seguros. Peter, cada vez más desesperado, decidió atacar, y utilizó un caballo para comer un alfil de Caleb.

—¿Estás seguro de que quieres hacer eso? —preguntó el muchacho.

—Um, ¿no?

Caleb estaba estudiando el tablero con la barbilla apoyada sobre las manos. Peter intuyó los complejos movimientos de sus pensamientos: estaba armando una estrategia, imaginando una serie de movimientos y contramaniobras proyectadas de antemano. Cinco años de edad, pensó Peter. Asombroso.

Caleb avanzó una torre tres casillas y se comió el otro caballo de Peter, al que había dejado la vía expedita sin querer.

—Mira —dijo.

Un veloz intercambio de piezas, y el rey de Peter quedó acorralado.

—Jaque mate —anunció el niño.

Peter contempló el tablero, desesperado.

—¿Cómo lo has conseguido tan deprisa?

A su lado, Amy se rió. Su risa era cálida y contagiosa.

—Ya te lo dije.

La sonrisa de Caleb medía un kilómetro de distancia. Peter comprendió lo que había pasado: primero nadar, y ahora esto. Su sobrino había dado la vuelta a la tortilla con facilidad, y le había demostrado de lo que era capaz.

—Sólo has de pensar por adelantado —dijo Caleb—. Intenta verlo como un cuento.

—Dime la verdad. ¿Eres muy bueno en esto?

Caleb se encogió de hombros con modestia.

—Algunos chicos mayores me ganaban. Pero ya no.

—Ah, ¿sí? Bien, jovencito, vuelve a preparar las piezas. Quiero la venganza.

Caleb había sumado su tercera victoria consecutiva, cada una más despiadada y decisiva que la anterior, cuando sonó la campana que le llamaba al dormitorio común. El tiempo había transcurrido demasiado deprisa. Amy fue a las habitaciones de las niñas, y dejó que Peter acompañara al niño a la cama. En la gran sala de jergones, Caleb se puso un camisón, y después se arrodilló sobre el suelo de piedra a un lado de la cama, con las manos juntas, para rezar sus oraciones, una larga serie de «Dios bendiga» que empezaba con «mis padres que están en los cielos» y concluía con el propio Peter.

—Siempre te reservo para el final —dijo el niño—, para que no te pase nada.

—¿Quién es Ratonero?

Ratonero era su gato. Peter había visto al pobre animal dormitando sobre el antepecho de una ventana en la sala de estudiantes, una cosita andrajosa, la carne caída sobre sus viejos y frágiles huesos como colada en un tendedero. Las hermanas recorrían las hileras de catres de un extremo a otro, silenciando a los niños. Las luces de la sala ya estaban apagadas.

—¿Cuándo volverás, tío Peter?

—No estoy seguro. Pronto, espero.

—¿Podremos ir a nadar otra vez?

Una cálida sensación se esparció por todo su cuerpo.

—Sólo si me prometes que volveremos a jugar al ajedrez. Creo que aún no le he cogido el tranquillo. No me iría mal una chuleta.

El niño sonrió.

—Lo prometo.

Amy le estaba esperando en la sala de estudios vacía, mientras el gato acariciaba sus pies con el morro. Peter tenía que presentarse en los barracones a las nueve de la noche. Amy y él sólo gozarían de unos minutos juntos.

—Pobre animal —dijo Peter—. ¿Por qué no lo sacrifican? Me parece cruel.

Amy pasó la mano por la espina dorsal del gato. El felino emitió un tembloroso ronroneo mientras arqueaba el lomo para recibir la caricia.

—Supongo que ya ha vivido más de lo suficiente, pero los niños lo adoran, y las hermanas no creen en eso. Sólo Dios puede tomar una vida.

—Es evidente que nunca han estado en Nuevo México.

Una broma, pero no del todo. Amy le miró intranquila.

—Pareces preocupado, Peter.

—Las cosas no van muy bien. ¿Quieres que te informe?

Ella meditó sobre la pregunta. Parecía un poco pálida. Peter se preguntó si se encontraba bien.

—Tal vez en otra ocasión. —Los ojos de Amy escudriñaron su rostro—. Te quiere, ¿sabes? No para de hablar de ti.

—Conseguirás que me sienta culpable. Es probable que lo merezca.

Amy levantó a Ratonero y lo depositó sobre su regazo.

—Lo comprende. Sólo te lo digo para que sepas lo importante que eres para él.

—¿Y tú? ¿Te va bien aquí?

Ella asintió.

—En general, me conviene. Me gusta la compañía, los niños, las hermanas. Y está Caleb, por supuesto. Tal vez por primera vez en mi vida me siento… No sé. Útil. Es agradable ser tan sólo una persona corriente.

Peter se quedó sorprendido por el sincero y relajado fluir de la conversación. Alguna barrera entre ellos había caído.

—¿Lo saben las demás hermanas? Aparte de la hermana Peg, quiero decir.

—Algunas sí, o tal vez sólo lo sospechan. Llevo cinco años aquí, y tendrían que haberse dado cuenta de que no envejezco. Creo que soy una especie de enigma para la hermana Peg, algo que no acaba de encajar con su visión de las cosas. Pero no dice nada sobre mí. —Amy sonrió—. Al fin y al cabo, hago una sopa de cebada de rechupete.

El momento de la despedida había llegado, con excesiva rapidez. Amy le acompañó hasta la entrada, donde Peter extrajo el fajo de billetes del bolsillo y se lo dio.

—Dale esto a la hermana Peg, ¿de acuerdo?

Amy asintió sin comentarios y guardó el dinero en el bolsillo de la falda. Una vez más le abrazó, esta vez con más entusiasmo.

—Te he echado mucho de menos. —Su voz era queda contra su pecho—. Cuídate, ¿de acuerdo? Promételo.

Había algo tenso en su insistencia, una sensación, casi, de algo irreversible. ¿Qué era lo que callaba? Y algo más: su cuerpo desprendía un calor febril. Notó cómo palpitaba a través de la pesada tela del uniforme.

—No has de preocuparte por mí. No me pasará nada.

—Lo digo en serio, Peter. Si te pasara algo, yo no podría… —Su voz enmudeció, como arrastrada por las corrientes de un viento oculto—. No podría.

Ahora estaba seguro: algo pasaba. Amy no se lo estaba diciendo. Peter escudriñó su cara. Una tenue capa de sudor brillaba en su frente.

—¿Te encuentras bien?

Tomó su mano, la levantó preocupado y apretó la palma contra la de él para que las yemas de sus dedos se tocaran. Parecía un gesto compuesto en iguales medidas de intimidad y despedida, conexión y separación.

—¿Recuerdas cuando te besé?

Nunca habían hablado de aquello, el veloz beso de Amy en el centro comercial, cuando los virales se lanzaban sobre ellos. Muchas cosas habían sucedido, pero Peter no lo había olvidado. ¿Cómo podría olvidarlo?

—Siempre me he hecho preguntas al respecto —confesó.

Daba la impresión de que sus manos levantadas flotaban en el espacio oscurecido que los separaba. Amy las estudiaba con los ojos. Era como si intentara adivinar el significado de algo que ella misma había dicho.

—He estado sola mucho tiempo. Es algo que ni siquiera puedo describir. Pero de repente, apareciste tú. No podía creerlo. —Después, como despertada de un trance, retiró la mano, su rostro confuso de súbito—. Eso es todo. Será mejor que te vayas… Llegarás tarde.

Él no quería. Como el beso, el tacto de su mano parecía poseer un poder único de perdurar en sus sentidos, como si hubiera tomado residencia permanente en las yemas de los dedos. Quería decir algo más, pero era incapaz de encontrar las palabras, y el momento se le escapó.

—¿Estás segura de que te encuentras bien?

El rostro de Amy compuso una sonrisa.

—Nunca me he sentido mejor.

Parecía muy enferma, pensó él.

—Bien, regresaré dentro de diez días.

Amy no dijo nada.

—Nos veremos entonces, ¿de acuerdo?

Se preguntó por qué hacía esa pregunta.

—Por supuesto, Peter. ¿Adónde iba a ir?

Después de que Peter se fuera, Amy se encaminó a la residencia de las hermanas, una versión más pequeña de los dormitorios comunes donde dormían los niños. Las demás hermanas estaban dormidas, y algunas de las más viejas roncaban suavemente. Se quitó la túnica y se acostó en el jergón.

Algo más tarde despertó sobresaltada. Un sudor frío permeaba su cuerpo, empapaba su camisón. La turbulencia de sueños inquietantes todavía la agitaba.

Amy, ayúdale.

Se quedó petrificada.

Te está esperando, Amy. En el barco.

—¿Padre?

Ve a él ve a él ve a él ve a él…

Se levantó, poseída por una repentina resolución. El momento había llegado.

Pero quedaba una tarea, un deber final que debía llevar a cabo en aquellos últimos días de una vida que amaba, aunque breve. Se dirigió por los pasillos silenciosos hasta la sala de estudiantes. Encontró a Ratonero donde le había dejado, descansando en el sofá. Sus ojos proyectaban agotamiento. Tenía los miembros flácidos, apenas podía levantar la cabeza.

Por favor, decían sus ojos, me duele todo. Esto se ha prolongado demasiado.

Lo levantó hasta su pecho con delicadeza. Pasó una mano sobre su lomo y se volvió hacia la ventana, con su vista de la noche estrellada.

—¿Ves ese mundo hermoso, Ratonero? —murmuró ella cerca de su oído—. ¿Ves las bonitas estrellas?

Es… bonito.

Su cuello se rompió con un crujido, el cuerpo se desplomó en sus brazos. Amy se quedó así unos minutos, mientras su presencia se desvanecía, acariciando el pelaje, besando su cabeza y su cara. Adiós, Ratonero. Te deseo buena suerte. Los niños te quieren. Volverás a estar con ellos. Después, le llevó al cobertizo del jardín y se puso a buscar una pala.