COMPLEJO DE LA REFINERÍA
Freeport, Texas
Michael Fisher, engrasador de primera clase (Michael el Listo, Comunicador de Mundos), despertó de un sueño profundo y sin sueños con la inconfundible sensación de que alguien se lo estaba follando.
Abrió los ojos. Lore le estaba cabalgando a horcajadas, la columna vertebral inclinada hacia delante, la frente cubierta de reluciente sudor atizado por el sexo. Voladores, pensó, ¿no acababan de hacerlo? ¿Casi toda la noche, de hecho? ¿Tremenda, jocosamente, en todas las posiciones permisibles para la fisiología humana, en una litera de las dimensiones aproximadas de un ataúd?
—Buenos días —anunció ella con una sonrisa—. Espero que no te importe que empezara sin ti.
Bien, estupendo, pensó Michael. Había maneras mucho peores de iniciar el día. A juzgar por el rubor de sus mejillas, dedujo que Lore estaba a punto de correrse, y pensándolo bien, a él no le faltaba mucho. Había empezado a balancear las caderas, el peso de su sexo rompía contra él como olas en una playa. Las olas entraban y salían.
—No tan deprisa, caballero.
—¡Por los clavos de Cristo, no hagáis tanto ruido! —bramó una voz desde arriba.
—Cierra el pico, Ceps —replicó Lore—. Estoy trabajando.
—¡Me la estás poniendo dura! ¡Es asqueroso!
Michael tuvo la sensación de que la conversación ocurría en alguna órbita lejana. Con todo el mundo apretujado en literas, sin más intimidad que la proporcionada por delgadas cortinas, aprendías a desconectar. Pero la sensación era más poderosa todavía. Incluso mientras sus sentidos se sumían en una fisicidad absoluta, algo relacionado con el sexo, con sus ritmos hipnóticos, le impulsó a una especie de disociación. Era como si su mente fuera rezagada tres pasos detrás de su cuerpo, orientándose a través de un paisaje de diversas preocupaciones, tristezas e imágenes neutras desde un punto de vista emocional que se elevaban ante él como burbujas de gas en expansión en el caldero. Una junta defectuosa que era preciso sustituir. El calendario de entrega de crudo nuevo procedente del depósito. Recuerdos de la Colonia, en la cual nunca pensaba. Encima de él, Lore continuaba su viaje, mientras Michael iba a la deriva en aquella corriente de deslealtad mental, intentando alinear su atención con la de ella. Creía que era lo mínimo que podía hacer.
Y al final, lo consiguió. La pasión acelerada de Lore ganó la partida. Cuando descorrieron la cortina, Ceps se había ido. El reloj que había encima de la puerta anunciaba las 06.30.
—Mierda.
Michael apoyó los pies en el suelo y se puso el mono. Lore, detrás de él, rodeó su pecho con las manos.
—Quédate. No te arrepentirás.
—Me toca el primer turno. Si vuelvo a llegar tarde, Karlovic se comerá mi culo para desayunar.
Embutió los pies en las botas y volvió la cara para besarla: un sabor a sal, sexo y algo característico de ella. Michael no habría dicho que era amor lo que compartían, exactamente. El sexo era una manera de matar el rato, pero a lo largo de los meses su relación había evolucionado, poco a poco, hacia algo más que mera costumbre.
—Estabas pensando otra vez, ¿verdad?
—¿Quién, yo?
—No mientas. —Su tono no era amargo, sólo intentaba corregirle—. ¿Sabes?, un día voy a quitarte todas las preocupaciones a polvos. —Suspiró y le soltó—. No pasa nada. Vete.
Michael se levantó del jergón, cogió el gorro y los guantes del poste.
—¿Nos veremos luego?
Ella ya se había tumbado en el catre.
—Si tú quieres.
Cuando Michael salió de los barracones, el sol se estaba levantando sobre el Golfo, de forma que su superficie rielaba como una hoja de metal batido. Puede que estuvieran en la primera semana de octubre, pero el termómetro ya estaba subiendo, el aire del mar áspero como siempre debido a la sal y el hedor sulfuroso del butano ardiente. Pese a los gruñidos de su estómago (el desayuno tendría que esperar), atravesó a paso ligero el recinto, dejó atrás el economato, las cajas de pesas y los barracones de SN en dirección a la cabaña de Quonset, donde los trabajadores del turno de la mañana se habían congregado. Karlovic, el ingeniero jefe, estaba distribuyendo las tareas. Dirigió a Michael una fría mirada.
—¿Estamos interrumpiendo su hermoso sueño, Fisher? Craso error.
—Exacto. —Michael se estaba subiendo la cremallera del mono—. Lo siento.
—Aún lo sentirá más. Se encargará de encender la Bomba. Ceps será su segundo. Procure no volar por los aires a su equipo.
La Torre de Destilación nº 1, conocida como la Bomba, era la más antigua de todas, su bulto oxidado se mantenía ensamblado gracias a una combinación de soldaduras, alambre para embalar y oraciones. Todo el mundo decía que sólo era cuestión de tiempo que la desguazaran o que lanzara a un equipo chamuscado a mitad de distancia de Marte.
—Gracias, jefe. Es muy amable por su parte.
—De nada. —Karlovic paseó su mirada sobre el grupo—. Muy bien, todo el mundo. Faltan siete días para que zarpemos. Quiero esos buques cisterna llenos, tíos. Fisher, espera un momento. Quiero hablar contigo.
Las cuadrillas se dispersaron en dirección a sus torres. Michael siguió a Karlovic al interior de la cabaña. Joder, ¿qué pasaba ahora? No había llegado ni dos minutos tarde, no era para merecer una regañina.
—Escucha, Dan, siento lo de esta mañana…
Karlovic no le dejó terminar.
—Olvídalo, no es de eso de lo que quería hablar. —Se subió los pantalones y depositó su humanidad en la silla que había detrás del escritorio. Karlovic era pesado en el auténtico sentido de la palabra, gordo no, pero grande en todos los aspectos, un hombre de peso e influencia. Clavadas en la pared encima de su cabeza había docenas de hojas de papel: listas de deberes, volúmenes de trabajo, calendarios de entregas—. Te habría enviado a la Bomba de todos modos. Tú y Ceps sois los mejores que tengo para el trabajo delicado. Toma como un cumplido que os destine a los dos a ese viejo trasto malhumorado. Si por mí fuera, ya habría ido a parar al desguace.
Michael no lo dudaba. Por otra parte, pillaba las alabanzas estratégicamente sincronizadas cuando las oía.
—¿Y bien?
—Esto.
Karlovic deslizó una hoja de papel sobre el escritorio. Los ojos de Michael se fijaron al instante en la firma que había al final: Victoria Sánchez, Presidente. República de Texas. Examinó a toda prisa los tres cortos párrafos. Ésta sí que es buena, pensó.
—¿Alguna idea de qué va?
—¿Por qué crees que debería saberlo?
—Fuiste el último jefe de cuadrilla en la descarga. Tal vez te enteraste de algo mientras estabas allí. Habladurías en el depósito, aumento de la presencia militar…
—No tengo ni idea. —Michael se encogió de hombros—. ¿Has hablado con Stark? Tal vez él lo sepa.
Stark era el jefe de seguridad de la refinería. Era un bocas y le gustaba demasiado el lingotazo, pero por lo general gozaba del respeto tanto de los engrasadores como de SN, aunque sólo fuera por sus proezas en la mesa de póquer. Su cautela con las cartas había costado un dineral a Michael, aunque la paga no significara una gran pérdida. Dentro de las vallas de la refinería no había nada en qué gastarla.
—Todavía no. De todos modos, no lo aceptará. —Karlovic estudió a Michael—. ¿No sois amigos? Todo ese rollo de California.
—Le conozco, sí.
—En ese caso, quizá puedas darle un poco de jabón. Actuar como una especie de, digamos, enlace extraoficial entre SN y los militares.
Michael se tomó unos segundos para analizar sus sentimientos. Le haría gracia ver a alguien de los viejos tiempos, pero al mismo tiempo era consciente de una molestia interior, una sensación de exponerse a los azares del mundo exterior. La vida independiente de un engrasador le había rescatado del dolor de la pérdida de su hermana, ocupado el espacio mental que ella había dejado. En parte sabía que se estaba escondiendo, pero por lo demás no le importaba.
—No debería suponer ningún problema.
—Lo consideraré un favor. Manéjalo a tu aire. —Karlovic ladeó la cabeza en dirección a la puerta—. Ahora lárgate de aquí, has de cocinar petróleo. Por cierto, lo dije en serio: vigila tu culo con ese trasto.
Michael llegó a la torre de destilación y se encontró con su cuadrilla, una docena de engrasadores que esperaban con expresión de perplejidad. El buque cisterna con su cargamento de petróleo estaba en su sitio. No vio a Ceps.
—Vale, de acuerdo. ¿Por qué no estáis llenando este trasto?
Ceps salió a gatas de debajo de la resistencia calentadora que había en la base de la torre. Sus manos y brazos desnudos estaban cubiertos de mugre negra.
—Primero tendremos que pasarle la manguera. Hay al menos dos metros de residuos en la base.
—Joder, eso nos ocupará toda la mañana. ¿Quién fue el último jefe de cuadrilla?
—Hace meses que este trasto no se ha encendido. Tendrías que preguntar a Karlovic.
—¿Cuánto crudo tendremos que drenar?
—Unos doscientos barriles.
Unos treinta mil litros de petróleo refinado en parte que llevaba allí tirado desde Dios sabía cuándo. Necesitarían un buque cisterna de residuos grande, un coche bomba y mangueras de vapor a alta presión para regar la torre. Serían como mínimo doce horas, dieciséis para volver a llenarla y encender la resistencia calentadora, veinticuatro antes de que la primera gota saliera de la tubería. A Karlovic le daría un ataque.
—Bien, será mejor que pongamos manos a la obra. Cuando dé la orden, tened las mangueras preparadas. —Michael movió la cabeza—. Si descubro al responsable de esto, le romperé el culo a patadas.
El drenaje ocupó toda la mañana. Michael declaró inutilizable el petróleo abandonado y envió el camión a los pozos de residuos para quemarlo. Vaciar la basura era la parte fácil; limpiar el depósito era el trabajo que todos temían. El agua inyectada en lo alto de la torre eliminaría casi todos los residuos (los residuos tóxicos y pegajosos del proceso de refinamiento), pero no todos. Tres hombres tendrían que ponerse trajes especiales y entrar para cepillar la base y lavar el sumidero de asfalto. La única vía de entrada era un puerto ciego, de un metro de anchura, a través del cual era preciso reptar a cuatro patas. La expresión empleada era «subir por el ano», una descripción bastante precisa, en opinión de Michael. Él sería uno de los tres. No existían reglas para esto. Era su costumbre, un gesto moral. Para los otros dos, la costumbre era jugárselo a pajitas.
El primero en sacar una pajita corta fue Ed Pope, el mayor de la cuadrilla. Ed había sido el monitor de Michael, el que le enseñó lo básico. Tres décadas en los hornos se habían cobrado su precio. El cuerpo del hombre era como un catálogo de catástrofes. Tres dedos cercenados por la hoja proyectada a gran velocidad de un cortabarras. Un lado de la cabeza y el cuello quemados hasta convertirse en una tajada de carne rosada y carente de vello debido a una explosión de propano que había matado a nueve hombres. Estaba sordo de aquel oído, y tenía las rodillas tan hechas polvo que Michael, cuando le veía doblarse, se encogía. Pensó en hacer la vista gorda, pero sabía que Ed era demasiado orgulloso para aceptar, y vio que el hombre se encaminaba a la cabaña para ponerse el traje.
La segunda paja corta fue para Ceps.
—Olvídalo, te necesito aquí, en los surtidores —dijo Michael.
Ceps movió la cabeza. El día les había puesto a todos impacientes.
—A la mierda. Acabemos de una vez.
Se pusieron sus biotrajes y botellas de oxígeno, y reunieron su equipo: pesados cepillos fijos a palos, cubos de disolvente, varillas de alta presión conectadas con un compresor. Michael se bajó la mascarilla sobre la cara, sujetó con velcro los cierres de sus guantes y comprobó su oxígeno. Si bien habían ventilado la torre, el aire del interior continuaba siendo tan mortífero como antes, una sopa aérea de vapores y sulfatos de petróleo que podían convertir los pulmones en cecina. Michael sintió un ligero estallido positivo de presión en la mascarilla, encendió el foco del casco y se arrodilló para desenroscar el escotillón del conducto de entrada.
—Vamos, hombres.
Pasó a través de la abertura y se dejó caer sobre unos ocho centímetros de mugre sólida. Ed y Ceps gatearon tras él.
—Qué asco.
Michael introdujo la mano en los sedimentos y abrió el desagüe de asfalto. Los tres empezaron a barrer los residuos en aquella dirección. La temperatura en el interior de la torre era de treinta y ocho grados, como mínimo. Estaban empapados de sudor, y la humedad atrapada de su aliento cubría la placa de la visera. Una vez despejado lo peor, tiraron el disolvente, engancharon sus varillas y comenzaron a rociar las paredes y el suelo.
Dentro de sus trajes, con el estruendo del compresor, la conversación era casi imposible. Lo único en que podían pensar era en terminar el trabajo y salir. Llevaban tan sólo un par de minutos cuando Michael sintió un golpecito en el hombro. Se volvió y vio que Ceps señalaba a Ed. El hombre estaba inmóvil, de cara a la pared como una estatua, con la varilla sujeta sin fuerza. Mientras Michael miraba, resbaló de su mano, aunque Ed no pareció darse cuenta.
—¡Algo le pasa! —gritó Ceps sobre el estruendo.
Michael avanzó y dio la vuelta a Ed por los hombros. Sólo obtuvo una mirada vaga.
—Ed, ¿te encuentras bien?
La cara del hombre revivió.
—Ah, hola, Michael —dijo, con excesiva alegría—. Hey-hey-hey-hey. Woo-woo.
—¿Qué está diciendo? —gritó Ceps.
Michael se pasó un dedo sobre la garganta para indicar a Ceps que cerrara el compresor. Miró fijamente a Ed.
—Háblame, colega.
Una risita femenina escapó de los labios del hombre. Estaba falto de aliento, y alzó una mano hacia la visera.
—Ashblass. Minfuth. ¡Minfuth!
Michael comprendió lo que iba a suceder. Cuando Ed extendió la mano hacia la mascarilla, Michael le agarró por los brazos. El hombre no era un chiquillo, pero tampoco un enclenque. Se revolvió furioso en las manos de Michael con la intención de liberarse, el rostro azul a causa del pánico. No era pánico, comprendió Michael, sino hipoxia. Su cuerpo se convulsionó debido a un enorme espasmo, sus rodillas cedieron bajo él y todo su peso se desplomó en los brazos de Michael.
—¡Ceps, ayúdame a sacarle de aquí!
Ceps agarró al hombre por los pies. Le habían abandonado las fuerzas del cuerpo. Juntos le cargaron hasta el conducto de entrada.
—¡Que alguien le coja! —chilló Michael.
Aparecieron unas manos que tiraron desde el otro lado. Michael y Ceps empujaron el cuerpo por la abertura. Michael salió al exterior y se arrancó la visera y los guantes. Ed estaba tendido boca arriba sobre el suelo. Alguien le había despojado de la mochila y la mascarilla. Michael se puso de rodillas al lado del cuerpo. Un silencio ominoso: el hombre no respiraba. Michael apoyó las manos sobre el pecho de Ed, enlazó los dedos y apretó. Nada. Apretó una y otra vez, mientras contaba hasta treinta, como le habían enseñado a hacer, y después deslizó una mano detrás del cuello de Ed para mantener abierta su vía respiratoria, le pellizcó la nariz y aplicó la boca a los labios azulados del hombre. Sopló una, dos, tres veces. La mente de Michael estaba tan clara como el hielo, sus pensamientos concentrados en un solo propósito. Cuando todo parecía perdido, sintió una aguda contracción en el diafragma. El pecho de Ed se hinchó y engulló una enorme bocanada de aire. Volvió la cabeza a un lado, jadeó y tosió.
Michael osciló sobre sus tacones y aterrizó de culo en el polvo, con el pulso acelerado a causa de la adrenalina. Alguien le acercó una cantimplora: Ceps.
—¿Te encuentras bien, colegui?
No pareció entender la pregunta. Tomó un largo sorbo, hizo gárgaras y la escupió.
—Sí.
Por fin, alguien ayudó a Ed a ponerse en pie. Michael y Ceps le acompañaron a la cabaña y le sentaron en uno de los bancos.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Michael.
Las mejillas de Ed habían adquirido un poco de color, aunque la piel estaba húmeda y pegajosa. Meneó la cabeza con aire de desdicha.
—No sé qué ha pasado. Juraría que comprobé mi oxígeno.
Michael ya había mirado: las botellas estaban vacías.
—Tal vez ha llegado el momento, Ed.
—¡Jesús!, Michael. ¿Me estás despidiendo?
—No. Tú decides. Sólo digo que no es ninguna desgracia jubilarse. —Como Ed no respondió, Michael se levantó—. Piénsalo. Te apoyaré, decidas lo que decidas. ¿Quieres que te acompañe a los barracones?
Ed miraba al frente, desconsolado. Michael leyó la verdad en su rostro: el hombre no tenía nada más.
—Creo que me quedaré sentado un rato. Para recuperar fuerzas.
Michael salió de la cabaña y encontró al resto de la cuadrilla esperando ante la puerta.
—¿A qué coño estáis esperando?
—El turno ha terminado, jefe.
Michael consultó su reloj: era cierto.
—Para nosotros no. El espectáculo ha terminado, chicos. Volved a encaminar vuestro culo perezoso al trabajo.
Pasaba de la medianoche cuando Lore le dijo:
—Qué suerte lo de Ed.
Los dos estaban aovillados en el catre de Michael. Pese a los denodados esfuerzos de Lore, la mente de Michael había sido incapaz de apartarse de los acontecimientos del día. Cuando cerraba los ojos veía siempre la expresión en el rostro de Ed en la cabaña, como alguien que caminara hacia el cadalso.
—¿Qué quieres decir?
—Que estabas con él. Lo que hiciste.
—No fue nada.
—Sí lo fue. El hombre habría podido morir. ¿Cómo es que sabías hacer eso?
El pasado acechaba en su interior, una oleada de dolor.
—Me enseñó mi hermana. Era enfermera.