El primer dolor llegó como un tren que entrara rugiendo en la estación, una tarde de finales de septiembre, con el cálido sol de Texas y un cielo azul enorme. Amy estaba en el patio, observando a los niños mientras jugaban. Dentro de unos minutos sonaría la campana que indicaba el final de las clases, y Amy volvería a la cocina para ayudar a preparar la cena. Una isla de descanso en medio del ritmo cotidiano interminable de tareas realizadas y, con igual rapidez, pendientes. Siempre, cuando terminaba la comida, guardaban los platos y soltaban a los niños para que quemaran la ansiedad acumulada durante la mañana, Amy los seguía afuera y se acomodaba al borde del patio de recreo, lo bastante cerca para disfrutar de la intensa energía de su actividad, y lo bastante lejos para no permitir que los niños la atrayeran. Eran sus treinta minutos favoritos del día, y Amy acababa de cerrar los ojos e inclinar la cabeza para recibir los cálidos rayos del sol de principios de otoño cuando llegó el dolor: un potente calambre en el estómago que la obligó a doblarse en dos, tambalearse hacia delante y lanzar un tenue grito de sorpresa que, incluso con la frenética algarabía del patio de recreo, no pasó desapercibido.
—Amy, ¿te encuentras bien?
Amy vio la imagen de la hermana Catherine (pálida, de rostro alargado, los iris de un azul aciano). Estaba sudando profusamente. Sus manos y pies se habían transformado en gelatina fría. Todo lo que había debajo de su cintura parecía haber perdido cierta densidad esencial. En otro momento, Amy se habría fundido literalmente con la tierra. En parte deseaba vomitar, pero por otra se negaba, lo cual le creaba una especie de ahogamiento que le impedía hablar.
—Quizá será mejor que te sientes. Estás blanca como la cera.
La hermana Catherine la acompañó hasta un banco apoyado contra la pared del orfanato, los seis metros de distancia que mediaban habrían podido ser un kilómetro. Cuando llegaron, Amy no habría podido dar otro paso sin derrumbarse. La hermana Catherine la dejó y se alejó a toda prisa, preocupada, para volver poco después con un vaso de agua, que apretó contra la mano de Amy. Daba la impresión de que la actividad proseguía en el patio sin interrupciones, pero Amy notó que algunos niños la estaban mirando. El dolor se había disipado en unas náuseas generalizadas, pero sin la sensación de debilidad. Se sentía febril y fría a la vez. Más hermanas se habían congregado a su alrededor, y todas hablaban en voz baja y preocupada, mientras interrogaban a la hermana Catherine. Amy no quería agua, pero todo el mundo insistía. Tomó un pequeño sorbo.
—Lo siento —logró articular—. Me encontraba perfectamente bien, y de repente…
—Venga, hermana —dijo Catherine, y señaló las puertas del orfanato con un ademán—. Venga enseguida.
La pequeña multitud se abrió cuando la hermana Peg avanzó. La anciana estudió a Amy con una expresión dolorida que conseguía presagiar preocupación e irritación al mismo tiempo.
—¿Y bien? ¿Alguien va a contarme lo que ha pasado, o tengo que adivinarlo?
—No lo sé —contestó la hermana Catherine—. Se… cayó.
El silencio se había apoderado del patio de recreo. Todos los niños la estaban mirando. Amy buscó a Caleb, pero la hermana Peg se interponía entre ella y los demás. No recordaba ni un momento en que se hubiera sentido enferma. Comprendía el principio, pero nunca había experimentado la realidad. Casi peor que el dolor era la vergüenza. Tenía ganas de decir algo, lo que fuera, con tal de conseguir que la gente dejara de mirarla.
—¿Fue eso lo que pasó, Amy?
—Sólo me sentí mareada. Me dolía el estómago. No sé qué pasó.
La anciana apretó la palma de su mano contra la frente de Amy.
—Bien, no creo que tengas fiebre.
—Debí de comer algo que me sentó mal. Estoy segura de que, si me quedo aquí sentada, me recuperaré dentro de un momento.
—No tiene buen aspecto —intervino la hermana Catherine, y las demás asintieron—. La verdad, Amy, pensé que te ibas a desmayar.
Siguió un murmullo general. No, no tenía buen aspecto, en absoluto. ¿Podría ser la gripe? ¿Algo peor? Si era algo que la chica había comido, ¿ellas enfermarían también?
La hermana Peg permitió al grupo un momento de conjeturas, y después les ordenó que guardaran silencio con una mano alzada.
—No veo motivos para correr riesgos. Métete en la cama, Amy.
—Pero ya me siento mucho mejor. Estoy segura de que me pondré bien.
—Yo juzgaré eso, gracias. Hermana Catherine, ¿la acompañará al dormitorio?
Catherine la ayudó a ponerse en pie. Se sentía un poco insegura, y su estómago no estaba en su mejor forma. Pero lo peor ya había pasado. Catherine la guió hasta el interior del edificio y subieron por la escalera hasta la sala donde dormían todas las hermanas, salvo la hermana Peg, quien, por ser la superiora, disponía de una habitación para ella sola. Amy se desvistió y se metió en la cama.
—¿Puedo hacer algo más?
La hermana Catherine estaba corriendo las cortinas.
—Me encuentro bien. —Amy forzó una sonrisa—. Creo que sólo necesito descansar un poco.
Parada al pie del jergón, Catherine la miró un momento.
—Sabes lo que podría ser eso, ¿verdad? Una chica de tu edad…
Tu edad. Si la hermana Catherine supiera, pensó Amy. Aunque también comprendió lo que estaba insinuando. La idea la tomó por sorpresa.
La hermana Catherine sonrió compasiva.
—Bien, si es eso, pronto lo sabrás. Créeme, todas hemos pasado por ello.
Tras obligar a Amy a prometer que la llamaría si necesitaba algo, Catherine se fue. Amy se reclinó en el catre y cerró los ojos. Había sonado la campana de la tarde. Abajo, los niños estarían entrando para continuar las clases, oliendo a sol y a sudor y al aire fresco del atardecer, y algunos, quizá, se preguntarían qué había pasado en el patio de recreo. Caleb estaría preocupado por ella, sin duda. Amy tendría que haber dicho a la hermana Catherine que tranquilizara al muchacho. Sólo está cansada. No se encontraba bien. Se pondrá bien en un periquete, ya lo verás.
Y, no obstante: Una chica de tu edad… ¿Era posible? Todas las hermanas se quejaban del «calvario», así lo llamaban. Era una broma habitual en el orfanato que, debido a vivir tan apretujadas, todas menstruaban al mismo tiempo, de manera que una semana de cada cuatro se convertía en una pesadilla de compresas ensangrentadas y malos humores. Durante cien años, Amy había vivido en una completa inocencia de estos hechos básicos. Ni siquiera en ese momento podía afirmar que comprendiera el fenómeno por completo, pero captaba lo esencial. Sangras, pero no mucho, y se trata de algo incómodo, que se prolonga durante unos días. Durante una época, Amy había contemplado la perspectiva con horror, pero con el tiempo este sentimiento había dado paso a un anhelo feroz, casi biológico, y al temor de que nunca le sucediera, de que esta puerta de cariz humano siempre se mantendría cerrada y viviría en el cuerpo de una niña eternamente.
Echó un vistazo. No, no estaba sangrando. Si la hermana Catherine estaba en lo cierto, ¿cuánto faltaba para que empezara? Ojalá hubiera aprovechado la oportunidad para interrogar a Catherine a fondo. ¿Cuánta sangre sería, cuánto dolor, hasta qué punto se sentiría diferente? Aunque en su caso, razonó Amy, nada sería lo mismo. Tal vez sería peor todavía. Tal vez sería mejor. Tal vez no ocurriría nunca.
Le habría gustado ser una mujer. Verse reflejada en los ojos de otra persona. Para que su cuerpo supiera lo que su corazón ya conocía.
Un maullido áspero interrumpió su cadena de razonamiento. Ratonero se había acercado a investigar qué pasaba, por supuesto. El viejo gato gris se dirigía hacia la cama. Daba pena verlo: los ojos nublados a causa de las cataratas, el pelaje enmarañado y apelmazado, arrastrando la cola a causa de la edad.
—¿Has venido a verme, chaval? Bien, ven aquí.
Amy lo levantó del suelo, se reclinó en el catre y lo posó sobre su pecho. Acarició su pelaje con las manos. El animal contestó apretando la cabeza contra su cuello. El sol ha salido, ¿por qué estás en la cama? Dio tres vueltas antes de acomodarse sobre su pecho, y emitió un fuerte ronroneo. No pasa nada. Tú, duerme. Yo me quedaré aquí.
Amy cerró los ojos.
Después, era de noche, y Amy estaba fuera.
¿Cómo había salido?
Aún llevaba el camisón. Tenía los pies descalzos y húmedos a causa del rocío. Era imposible saber la hora, pero parecía tarde. ¿Estaba soñando? Pero si aún estaba dormida, ¿por qué parecía todo tan real? Examinó el terreno circundante. Estaba cerca del dique, río arriba. El aire era frío y húmedo. Experimentó una premura persistente, como si se hubiera despertado de un sueño en que la estuvieran persiguiendo. ¿Por qué se hallaba ahí? ¿Era sonámbula?
Algo rozó su pierna y la sobresaltó. Bajó la mirada y vio a Ratonero, que la observaba con sus ojos nublados. Empezó a maullar con estridencia, y después se dirigió a la presa, y se detuvo a unos metros de distancia para volver a mirarla.
El significado estaba claro. Amy lo siguió. El viejo gato la condujo hasta un pequeño edificio de hormigón situado en la base de la presa. ¿Algún problema mecánico? Ratonero se quedó parado ante la puerta y maulló.
Ella abrió la puerta y entró. La oscuridad era total. ¿Cómo se orientaría? Tanteó la pared en busca de un interruptor. Allí estaba. Una hilera de luces cobró vida. En el centro de la pequeña habitación había una verja metálica que custodiaba una escalera circular. Ratonero estaba parado en el último peldaño. Se volvió para mirarla, emitió otro maullido insistente y bajó.
Era una escalera de caracol. La negrura la recibió de nuevo al final. Tanteó otra vez en busca de un interruptor. Entonces, vio dónde se encontraba. Un ancho corredor que conducía en una sola dirección, hacia delante. El gato la precedía, y arrojaba sombras alargadas sobre las paredes. Su insistencia era contagiosa, la obligaba a internarse cada vez más en aquel mundo subterráneo. Llegaron a una segunda puerta, cerrada con una rueda de manivela. Un trozo de tubería estaba caído en el suelo, a su lado. Amy lo introdujo entre los radios y giró: la puerta se abrió y reveló una escalera. Se volvió para consultar con Ratonero, quien le dirigió una mirada escéptica.
Temo que eso no es para mí. A partir de ahora tendrás que seguir sola.
Amy bajó. Algo la esperaba al pie. Sintió su presencia en los huesos. Algo terrible y triste y henchido de anhelo. Sus pies tocaron el suelo. Otro pozo, más ancho que el primero. Un hilillo de agua corría a lo largo del suelo. Al final, vio un círculo de luz. Ahora sabía dónde estaba: uno de los aliviadores. Lo que veía era la luz de la luna. Avanzó hacia su brillo espectral justo cuando una sombra pasaba por delante. Una sombra no: una figura.
Lo supo. Amy, Amy, hija de mi corazón.
Extendió las manos hacia ella a través de los barrotes, una garra larga y sarmentosa, los dedos distendidos, acabados en garras curvas. Cuando sus palmas se tocaron, sus dedos se abrieron paso entre los de ella y después envolvieron su mano. Ella no sentía miedo, sólo una levedad cada vez mayor. Las lágrimas nublaron sus ojos.
Amy, me acuerdo. Me acuerdo de todo.
Sus manos estaban unidas. Su tacto había invadido todo su ser, la bañaba con su calidez, un calor de amor, de hogar. Decía: Siempre estaré aquí. Yo seré el que te mantendrá a salvo.
Mi valiente niña. Mi valiente Amy. No llores.
Un gran sollozo la estremeció, un torrente de emoción pura. Era feliz, estaba triste, sentía el peso de su vida.
—¿Qué me está pasando? ¿Por qué me siento así? Dímelo, por favor.
El rostro del hombre era inexpresivo, porque no podía reflejar la menor expresión. Todo cuanto era residía en sus ojos.
Todas tus preguntas serán contestadas. Él te está esperando, en el barco. Yo te acompañaré allí cuando llegue el momento.
—¿Cuándo? ¿Cuándo llegará?
Pero Amy ya sabía la respuesta antes de oír las palabras.
Pronto, dijo Wolgast. Pronto, muy pronto.