Peter estuvo en el hospital diez días. Tres costillas rotas, un hombro dislocado, quemaduras en las piernas y los pies, las manos en carne viva como pedazos de carne. Cardenales, heridas y cortes, demasiados para contarlos. Había perdido la conciencia, pero por lo visto no había logrado, pese a todos sus esfuerzos, partirse el cráneo. Cada movimiento le causaba dolor, incluso respirar.
—Por lo que me han dicho, tiene una gran suerte de estar vivo —dijo el médico, un hombre de unos sesenta años, de nariz bulbosa, surcada de venas debido a los años de darle al lingotazo, y una voz tan ronca que parecía aguardentosa. Su forma de tratar a los pacientes implicaba utilizar el mismo tono, más o menos, que una persona emplearía para dirigirse a un perro desobediente—. Échese de espaldas, teniente. Es mío hasta que yo diga lo contrario.
Henneman había interrogado a Peter el día que el equipo había regresado a la guarnición. Estaba todavía un poco ido, colocado de sedantes. Las preguntas del comandante resbalaban sobre su cerebro con los contornos disociados de una conversación que tuviera lugar en otra habitación, entre gente que apenas conociera. Un hombre, un hombre muy anciano, con una serpiente tatuada en el cuello. Sí, confirmó Peter, mientras asentía con la cabeza sobre la almohada, eso fue lo que vieron. ¿Les dijo quién era? Ignacio, contestó Peter. Les dijo que su nombre era Ignacio. Era evidente que el comandante no tenía ni idea de qué deducir de aquellas respuestas; ni tampoco Peter. Daba la impresión de que Henneman repetía las mismas preguntas una y otra vez, alterando apenas la forma. En un momento dado, Peter se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos (como pronto descubriría, habían transcurrido un día y una noche), estaba solo.
No vio a nadie más, salvo al médico, hasta la tarde del cuarto día, cuando Alicia apareció junto a su cama. En ese momento, Peter estaba incorporado, el brazo izquierdo en cabestrillo para mantener en su sitio el hombro. Aquella tarde había dado su primer paseo hasta las letrinas, todo un hito, aunque el trayecto de pocos pasos le había dejado debilitado, y ahora se enfrentaba al problema de intentar alimentarse con las manos envueltas en vendas similares a mitones.
—Voladores, tienes un aspecto horrible, teniente.
La luz de la tienda era lo bastante tenue para que ella se quitara las gafas. El color naranja de sus ojos era algo a lo que Peter se había acostumbrado, aunque ella pocas veces dejaba que otras personas los vieran. Se sentó en una silla junto a la cama y señaló el cuenco de gachas de harina de maíz que Peter, sin mucho éxito, estaba intentando meterse en la boca con la ayuda de una cuchara.
—¿Quieres que te ayude?
—Ni lo sueñes.
Ella sonrió un momento.
—Bien, me alegra saber que aún te queda el orgullo. ¿Henneman te interrogó a fondo?
—Apenas me acuerdo. No creo que le gustaran mucho mis respuestas.
La cuchara resbaló de su presa y un grumo de pasta cayó sobre su camisa.
—Mierda.
—Déjame.
Estaba intentando sujetar la cuchara entre el pulgar y el borde del cuenco para encajarla en su palma.
—Ya te he dicho que lo tengo dominado.
—¿Quieres parar de una vez?
Peter suspiró y dejó que la cuchara cayera sobre la bandeja. Alicia la hundió en el cuenco y la acercó a su boca.
—Una por mamá.
—Nunca me has parecido del tipo maternal.
—En tu caso, me siento tentada de hacer una excepción. Come.
Poco a poco, el cuenco se fue vaciando. Alicia cogió un trapo y le secó la barbilla.
—Puedo hacerlo yo solo, gracias.
—Nooo. Va incluido en el lote. —Alicia se reclinó en la silla—. Como nuevo. —Dejó el trapo a un lado—. Esta mañana celebramos la ceremonia por Satch. Fue bonita. Henneman y Apgar hablaron.
Aunque suponían que Satch había muerto en la explosión, Henneman había conducido un escuadrón montaña arriba para buscarle. Fue un gesto simbólico. De todos modos, había que hacerlo. En cualquier caso, no encontraron nada. Jamás sabrían qué había ocurrido en la base de la cueva.
—De modo que eso es todo, supongo.
—Satch era un buen tipo. Caía bien a todo el mundo.
—Siempre decimos lo mismo.
Alicia se encogió de hombros.
—No por ello deja de ser menos cierto.
Peter sabía que estaban pensando lo mismo: el plan lo habían trazado ellos, y ahora Satch estaba muerto.
—Como veo que ya has terminado de comer, debería marcharme. Apgar me va a enviar al sur para inspeccionar algunos campos petrolíferos.
—Lish, ¿cómo supiste que había algo allí abajo?
La pregunta pareció pillarla desprevenida.
—La verdad es que no tengo respuesta para eso, Peter. Fue sólo un… presentimiento.
—Un presentimiento.
Ella desvió la mirada.
—No sé cómo expresarlo con palabras.
—Pensaba que sólo Amy podía hacer eso.
Alicia se encogió de hombros para dar por terminado el asunto: No insistas.
—Supongo que te debo una por arriesgarte y estar a mi lado. Al menos, es agradable tener compañía cuando has caído en desgracia.
—Toda esta misión lo ha sido, ¿no? —dijo él en tono lúgubre.
—Apgar hará lo que deba. No soy lectora de mentes.
—¿Crees que da crédito a nuestra historia?
Alicia guardó silencio. Sus ojos se habían desviado de nuevo.
—Peter, ¿te acuerdas de la película Drácula? —preguntó después con una expresión burlona.
El recuerdo le transportó a cinco años atrás. Peter la estaba viendo con los hombres de Vorhees en la guarnición de Colorado, la noche que Alicia había regresado de la misión que había descubierto el nido de virales en una vieja mina de cobre.
—No sabía que la viste.
—¿Verla? Joder, la estudié. Es como un manual sobre virales. Da igual la capa, el castillo y todas aquellas tonterías. Es el resto lo que importa. Un ser humano cuya vida se ha «prolongado de manera anormal». Utilizar la estaca en el corazón para matarlo. La forma en que duerme en su suelo nativo. Todo el rollo de los espejos…
—Como la sartén en Las Vegas —interrumpió Peter—. Yo pensé lo mismo.
—Es como si su reflejo, no sé, les diera por el culo. Toda la película va de eso.
—Lish, ¿adónde quieres ir a parar?
Ella vaciló.
—Había algo que siempre me reconcomía, algo que no podía identificar. Drácula tiene una especie de ayudante. Alguien que todavía parece humano.
Peter recordó.
—El chalado que come arañas.
—Ése es el tipo: Renfield. Drácula le infecta, pero no pierde la chaveta, al menos no del todo. Es como alguien atrapado en las primeras fases de la infección. Me hizo pensar, ¿y si todos tienen a alguien así? —Le miró fijamente—. ¿Recuerdas lo que dijo Olson acerca de Jude?
Olson era el líder de la comunidad que habían descubierto en Nevada, el Refugio, toda una ciudad de gente que sacrificaba los suyos a Babcock, Primero de los Doce. Olson estaba teóricamente al mando, pero habían descubierto que era Jude quien detentaba el mando en realidad. Tenía una especie de relación especial con Babcock, aunque su naturaleza había quedado sin explicar.
—«Era… familiar» —citó Peter—. Nunca entendí qué quería decir Olson. Era absurdo. Y tú le estabas apuntando a la cabeza con una pistola.
—Pues sí. Y créeme, hay días en que me arrepiento de no haber apretado el gatillo. Pero no creo que fuera un galimatías. Busqué la palabra en una biblioteca de Kerrville. El diccionario decía que la definición era arcaica, así que tuve que investigar eso también, que básicamente significa antiguo. Decía que un familiar es una especie de demonio colaborador, como el gato de una bruja. Una especie de ayudante. Tal vez era eso de lo que Olson hablaba.
Peter se tomó varios segundos para procesar la información.
—Estás diciendo que Ignacio era el… familiar de Martínez.
Alicia se encogió de hombros.
—Vale, es aventurado. Estoy hilvanando ideas a trompicones, pero hay que pensar también en la señal. Ignacio llevaba un chip encima, como Amy y los Doce. Eso significa que está relacionado con el Proyecto NOÉ.
—¿Has contado algo de esto a Apgar?
—¿Hablas en serio? Ya tengo bastantes problemas en este momento.
Peter no lo ponía en duda. Ni de que la culpa que sintiera por el fallido ataque a la cueva él también la compartía.
Alicia se levantó para marcharse.
—En cualquier caso, deberíamos saber más sobre la situación en que nos encontramos cuando vuelva de Odessa. Es inútil que te preocupes ahora. Sé que te consideras indispensable, pero podremos prescindir de ti durante unos días.
—Con eso no conseguirás que me sienta mejor.
Ella sonrió.
—No esperes que vuelva para darte de comer de nuevo, teniente. Eso sólo toca una vez.
—Espera un segundo, Lish —dijo Peter cuando ella se encaminó hacia la puerta.
Ella se volvió para mirarle.
—Eso que dijo Ignacio: «Nos abandonó». ¿A qué crees que se refería?
—No tengo respuesta para eso. Sólo sé que tendría que haber estado allí.
—¿Adónde crees que fue?
Ella no contestó enseguida. Una sombra se movió sobre su rostro, un oscurecimiento procedente del interior. Peter no había visto nunca algo semejante. Incluso en las circunstancias más peligrosas, su compostura era total. Era una mujer muy concentrada, que siempre concedía su atención a la tarea que llevaba entre manos. Se trataba de algo similar, pero la energía no era la misma. Daba la impresión de proceder de un lugar más profundo.
—Ojalá lo supiera —dijo, y se puso las gafas—. Créeme.
Se fue, y los faldones de la tienda se movieron cuando salió. Peter sintió su ausencia al instante, como siempre. Era cierto: siempre se estaban abandonando mutuamente.
Peter no volvió a verla. Seis días después, le dieron el alta. Sus costillas necesitarían más tiempo para sanar, y tendría que tomarse las cosas con calma durante un par de semanas, pero al menos se había levantado de la cama por fin. Mientras atravesaba la guarnición para presentarse a su superior, sus pies se movían con celeridad. La sensación le recordó una época, muchos años antes, cuando de niño había estado enfermo con fiebre elevada, y después de que la fiebre desapareciera el solo hecho de estar de pie conseguía que hasta las cosas más comunes parecieran henchidas de una nueva vitalidad.
Pero algo no era lo mismo; Peter lo percibía. Todo parecía normal (los soldados en las pasarelas, el rugido de los generadores, los movimientos ordenados de la actividad militar que se desarrollaba a su alrededor), y no obstante intuía una alteración, un descenso discernible de la intensidad.
Entró en la tienda de mando y encontró a Apgar de pie detrás de su escritorio de metal baqueteado, contemplando con el ceño fruncido una pila de papeles.
—Jaxon. No esperaba verle hasta dentro de dos días. ¿Cómo se encuentra?
La cuestión se le antojó a Peter extrañamente personal.
—Bien, señor. Gracias por preguntar.
—Siéntese, por favor.
Durante un rato, Apgar continuó removiendo papeles. Aunque no era un hombre muy grande (Peter le sacaba dos manos, como mínimo), el coronel proyectaba una fuerte presencia física, sus movimientos eran precisos, ni un gesto de más. Tras un período que tal vez se prolongó dos minutos completos, pareció satisfecho con la forma en que había ordenado los documentos y se sentó en la silla, enfrente de Peter.
—Tengo nuevas órdenes para usted. Llegaron esta mañana en la valija de Kerrville. Antes de que diga nada, quiero que sepa que esto no tiene nada que ver con lo sucedido en Carlsbad. De hecho, hace tiempo que lo esperaba.
Las últimas esperanzas de Peter se hundieron bajo las olas. Se acabó.
—Vamos a abandonar la cacería, ¿verdad?
—«Abandonar» es una palabra demasiado fuerte. Reconsiderar. Existe la sensación en el Mando de que algunos de nuestros recursos han de cambiar. De momento, se le transfiere a la Carretera del Petróleo.
Era peor de lo que Peter había esperado.
—Eso es un trabajo de Seguridad Nacional.
—En general sí. Pero esto no carece de precedentes, y viene desde la oficina de la presidente. Por lo visto, es de la opinión de que la seguridad destinada a los cargamentos de petróleo ha sido demasiado laxa, y quiere que el ejército desempeñe un papel. Un transporte parte a finales de semana hacia Kerrville, y quiero que usted vaya con él. Se presentará ante el SN de Freeport.
Pese a lo que decía Apgar, Peter sabía que la decisión sí estaba relacionada con Carlsbad. Le estaban degradando, si no de rango, sí de responsabilidad.
—No puede hacer eso, señor.
Levantó las cejas, nada más.
—Tal vez no le he oído bien, teniente. Podría jurar que acaba de decirme lo que puedo y no puedo hacer.
Peter sintió que su rostro se encendía.
—Lo siento, coronel. No quería decir eso.
Apgar estudió a Peter un momento.
—Escuche, Jaxon, lo comprendo. Dígame una cosa. ¿Cuánto tiempo ha estado ahí fuera?
El coronel sabía la respuesta, por supuesto. Sólo lo preguntaba para dejar claras sus intenciones.
—Dieciséis meses.
—Mucho tiempo con los fosforescentes. Tendrían que haberle relevado hace tiempo. El único motivo de que no lo hayan hecho es que usted siempre presentaba una solicitud de continuar. Lo he permitido porque sé lo que la cacería significa para usted. En cierto sentido, usted es el motivo de que todos los demás estemos aquí.
—No quiero estar en ningún otro lugar, señor.
—Y eso lo ha dejado muy claro. Pero usted es sólo humano, teniente. Con franqueza, necesita el descanso. Volveré a Kerrville en cuanto hayamos concluido todos los trámites, y en cuanto me sea posible presentaré una solicitud en la División para trasladarle a los territorios. No tengo la costumbre de hacer tratos, así que sugiero que lo acepte.
No podía hacer otra cosa que acceder.
—Si me permite la pregunta, coronel, ¿qué será de la teniente Donadio?
—Ella también ha recibido nuevas órdenes. No se trata sólo de usted. En cuanto regrese de los campos petrolíferos, irá al norte, a Kearney.
Fort Kearney era el puesto avanzado de la Fuerza Expedicionaria situado más al norte. Con una línea de aprovisionamiento que se extendía desde Amarillo, se clausuraba siempre antes de la primera nevada.
—¿Por qué allí? Faltan tan sólo dos meses para el invierno.
—El Mando no me lo cuenta todo, pero por lo que he oído las cosas se están poniendo muy feas en la zona. Teniendo en cuenta las capacidades de la teniente, yo diría que quieren un nuevo S2 capaz de liquidar a los hostiles antes de la evacuación.
La explicación parecía poco convincente, pero Peter sabía que no debía insistir.
—Siento lo de Satch —continuó Apgar—. Era un buen oficial. Sé que eran amigos.
—Gracias, señor.
—Retírese, teniente.
Peter pasó el resto de la semana en un estado de suspensión. Con nada más en que ocupar el tiempo, pasaba la mayor parte de él en su habitación. El plano en la parte interior de la puerta de la taquilla, antes un distintivo de determinación, se le antojaba ahora una broma de mal gusto. Tal vez había algo de verdad en la teoría de Alicia, y tal vez no. Probablemente, nunca lo averiguarían. Pensó en la época anterior a que se uniera a los Expedicionarios, y se preguntó si había cometido una equivocación al alistarse. Entonces, la lucha había sido sólo de él. Ahora pertenecía a una empresa mayor, con reglas, protocolos y cadenas de mando en la que tenía poco, o nada, que decir. Había sacrificado su libertad para convertirse en otro oficial de menor rango sobre el cual algún día la gente comentaría: «Era un buen tipo».
Llegó el momento de la partida. Peter transportó en un carro su taquilla hasta la zona de estacionamiento donde esperaba su transporte, un tráiler cargado con los neumáticos que los hombres de Peter habían requisado en Lubbock. Subió su equipaje al compartimento de carga del vehículo de escolta y trepó al asiento del pasajero.
—¿Se alegra de volver a casa, señor?
Peter se limitó a asentir. Cualquier cosa que hubiera dicho habría sonado como un exabrupto, y el conductor, un cabo del escuadrón de Satch, no merecía convertirse en objetivo de su mal humor.
—Le diré lo primero que voy a hacer en cuanto reciba mi paga —dijo el cabo, con exuberancia apenas contenida—. Iré directamente a Ciudad-H para gastar la mitad en lingotazo y la otra mitad en un burdel. —Avergonzado de repente, dirigió a Peter una mirada nerviosa—. Um, lo siento, señor.
—Tranquilo, cabo.
—¿Le espera alguien en casa, teniente? Si no le importa que se lo pregunte.
Para empezar, la pregunta era demasiado complicada.
—En cierto modo.
El cabo le dedicó una sonrisa de complicidad.
—Bien, sea quien sea la afortunada, estoy seguro de que será muy feliz con usted.
Dieron la orden. Con un eructo de gases diésel, el convoy se puso en marcha. Peter ya se estaba sumiendo en el estado de trance que confiaba en poder mantener durante los siguientes tres días, cuando oyó que alguien chillaba por encima del estruendo de los motores.
—¡Deténganse en la puerta!
Alicia estaba corriendo hacia el Humvee. Peter bajó la ventanilla.
—He vuelto hace una hora —dijo ella—. ¿Quién te crees que eres, marchándote sin decir adiós?
Su rostro era una máscara de mugre grasienta. Olía un poco a petróleo. Pero lo que llamó la atención de Peter fue un destello metálico en el cuello: un par de galones de capitán.
—Vaya —dijo, al tiempo que forzaba una sonrisa irónica con la que esperaba disimular su envidia—. Creo que tendré que empezar a llamarte «señor».
—Me gusta cómo suena. Ya era hora, si quieres saber mi opinión.
—Apgar me envía a otro destino.
—Lo sé. La Carretera del Petróleo. —No había motivos para entrar en detalles—. Una tarea fácil, Peter. Te lo has ganado.
—Eso me dice todo el mundo.
—Saluda a Circuito de mi parte. Y a Greer, si le ves.
Peter asintió. No podían decir mucho más con el conductor delante.
—¿Cuándo partes hacia Kearney?
—Dentro de dos días.
—Ojo avizor. Apgar dice que la cosa está que arde.
—Tú también. —Miró al conductor, quien estaba estudiando la rueda con los ojos, y después a Peter de nuevo—. No te preocupes. Sobre lo que estábamos hablando antes. No ha terminado, ¿de acuerdo?
Peter notó, en el interior de las palabras, la presión de algo no verbalizado. Detrás de él se elevó el rugido impaciente de los motores. Todo el mundo estaba esperando.
—Señor, tendríamos que irnos —dijo el conductor.
—Tranquilo, ya hemos terminado. —Alicia miró a Peter por última vez—. Lo digo en serio, Peter. Todo irá bien. Ve a ver a tu hijo.