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PRISIÓN FEDERAL, KERRVILLE, TEXAS

El comandante Lucius Greer, antes del Segundo de Expedicionarios, ahora tan sólo el prisionero número 62 de la Prisión Federal de la República de Texas (Lucius el Leal, el Creyente), estaba esperando a que alguien fuera.

La celda donde vivía medía cuatro metros cuadrados, tan sólo un catre, un retrete, un lavabo y una pequeña mesa con una silla. La única iluminación de la habitación procedía de una pequeña ventana de cristal reforzado situada en lo alto de la pared. Ésta era la habitación donde Lucius Greer había pasado los últimos cuatro años, nueve meses y once días de su vida. La acusación era deserción, algo que no era del todo justo, en opinión de Lucius. Podría decirse que, tras desobedecer las órdenes para seguir a Amy a la montaña y enfrentarse a Babcock, se había limitado a seguir órdenes de un tipo diferente, más profundo. Pero Lucius era un soldado, con el sentido del deber de un soldado; había aceptado su sentencia sin rechistar.

Pasaba los días dedicado a la contemplación, una necesidad, aunque Lucius sabía que algunos hombres nunca lo conseguían, aquellos cuyos aullidos de soledad escuchaba por las noches. La prisión tenía un pequeño patio. Una vez a la semana, los presos recibían permiso para salir, pero de uno en uno, y sólo durante una hora. El propio Lucius había pasado los seis primeros meses de encarcelamiento convencido de que se volvería loco. Un hombre podía hacer un número limitado de flexiones, y sólo podía dormir unas horas determinadas, y al cabo de un mes de estar encerrado Lucius empezó a hablar solo: inconexos monólogos sobre todo y nada, el tiempo y las comidas, sus pensamientos y recuerdos, el mundo que había al otro lado de los muros de la cárcel y lo que estaba sucediendo allí. ¿Era verano? ¿Había llovido? ¿Habría biscotes para cenar esa noche? A medida que transcurrían los meses, estas conversaciones se habían concentrado cada vez más en sus carceleros. Estaba convencido de que le espiaban, y después, cuando su paranoia se intensificó, de que intentaban matarle. Dejó de dormir y de comer. Se negó a hacer ejercicio, incluso a salir de su celda. Se pasaba todas las noches acurrucado en el borde del catre, con la vista clavada en la puerta, el portal de sus asesinos.

Tras un período de tiempo en este estado torturado, Lucius decidió que ya no podía aguantar más. Sólo perduraba el más nimio vestigio de su yo racional. No tardaría en perderlo por completo. Morir sin mente, sin sus pautas de experiencia, memoria, personalidad… La perspectiva era insoportable. Suicidarse en la celda no era fácil, pero podía lograrse. De pie sobre la mesa, un suicida decidido podía inclinar la cabeza contra el pecho, inclinarse hacia delante y romperse el cuello en la caída.

Lucius lo había intentado tres veces seguidas. Las tres veces había fallado. Empezó a rezar, una sencilla oración de una sola frase que pedía la colaboración de Dios: Ayúdame a morir. Le zumbaba la cabeza debido a los múltiples impactos sobre el suelo de cemento; se había roto un diente. Se puso en pie sobre la mesa una vez más, calibró el ángulo de la caída y se arrojó a los brazos de la gravedad.

Recobró la conciencia al cabo de un intervalo desconocido. Estaba tendido de espaldas sobre el frío cemento. Una vez más, el universo le había rechazado. La muerte era una puerta que no podía abrir. La desesperación se apoderó de él, y las lágrimas acudieron a sus ojos.

Lucius, ¿por qué me has abandonado?

No eran palabras que oyera. Nada tan sencillo, tan vulgar como eso. Era la sensación de una voz, una dulce presencia que le guiaba y que moraba bajo la superficie del mundo.

¿No sabes que sólo yo te la puedo arrebatar? ¿Que la muerte sólo está en mi mano?

Era como si su mente se hubiera abierto como las cubiertas de un libro y revelara una realidad oculta. Estaba tendido en el suelo, su cuerpo ocupaba un punto fijo en el espacio y el tiempo, y sin embargo sentía que su conciencia se expandía, se unía con una inmensidad que no era capaz de expresar. Estaba en todas partes y en ninguna. Existía en un plano invisible que la mente podía ver, pero no así los ojos, distraídos como estaban por cosas corrientes: este catre, este retrete, estas paredes. Se sumergió en una paz que fluía a través de su ser como ondas de luz.

La obra de tu vida no ha terminado, Lucius.

Y, de esta manera, su encarcelamiento terminó. Las paredes de su celda eran del papel más delgado, un ardid de la materia. Día a día, su contemplación era más profunda, su mente se fundía con la fuerza de la paz, el perdón y la sabiduría que había descubierto. Era Dios, por supuesto, o bien podía llamarse Dios. Pero hasta ese término parecía demasiado pequeño, una palabra inventada por los hombres para lo que carecía de nombre. El mundo no era el mundo. Era una expresión de una realidad más profunda, al igual que la pintura del lienzo era una expresión de los pensamientos del artista. Y con esta conciencia llegó la certeza de que el viaje de su vida no había terminado, de que aún debía descubrir su verdadero propósito.

Otra cosa: daba la impresión de que Dios era mujer.

Había sido educado en el orfanato, entre las hermanas. No tenía recuerdos de sus padres, ni de cualquier otra vida. A los dieciséis años se había alistado en SN, como hacían casi todos los chicos del orfanato en aquellos tiempos. Cuando habían solicitado voluntarios para unirse al Segundo de Expedicionarios, Lucius había sido uno de los primeros. Eso fue después del acontecimiento conocido como la Masacre del Campo (once familias víctimas de una emboscada durante un picnic, veintiocho personas asesinadas o secuestradas), y muchos de los hombres que sobrevivieron aquel día se habían sumado también. Pero los motivos de Lucius eran menos decididos. Ni de pequeño le habían emocionado las historias del gran Niles Coffee, cuyas heroicidades se le antojaban imposibles. ¿Quién en su sano juicio se dedicaría a cazar dragones? Pero Lucius era joven, inquieto como todos los jóvenes, y se había cansado de sus tareas: vigilar en los muros de la ciudad, barrer los campos, perseguir a los críos que violaban el toque de queda. Por supuesto, siempre había lelos en los alrededores (abatirlos desde las plataformas de observación, aunque casi siempre se consideraba un derroche de munición, solía permitirse, siempre que no exageraras), y la diversión de la ocasional reyerta de bar en Ciudad-H para echarse unas risas. Pero estas cosas, aunque eran distraídas, no compensaban el peso del aburrimiento. Si unirse a una pandilla de lunáticos amantes de la muerte era la única opción que le quedaba a Lucius Greer, pues adelante.

Pero fue en los Expedicionarios donde Lucius encontró justo lo que necesitaba, lo que estaba ausente de su vida: una familia. En su primer destacamento le habían asignado a la Carretera de Roswell, para escoltar a convoyes de hombres y provisiones hasta la guarnición, en aquella época un puesto avanzado de pacotilla. En su unidad había dos nuevos reclutas: Nathan Crukshank y Curtis Vorhees. Al igual que Lucius, Cruk se había alistado cuando dimitió de SN, pero Vorhees era, o había sido, granjero. Por lo que Lucius sabía, el hombre nunca había disparado un arma de fuego. Pero había perdido a su esposa y a dos hijas pequeñas en el campo, y debido a las circunstancias, nadie iba a decirle que no. Los camiones siempre viajaban de noche, y durante el viaje de regreso a Kerrville su convoy fue víctima de una emboscada. El ataque empezó justo antes del amanecer. Lucius iba con Cruk y Vor en un Humvee detrás del primer camión cisterna. Cuando los virales se precipitaron sobre ellos, Lucius pensó: Estamos acabados. No voy a salir de ésta vivo. Pero Crukshank, que iba al volante, o no estaba de acuerdo o le daba igual. Aceleró el motor, mientras Vorhees empezaba a derribarlos con la ametralladora. No sabían que el conductor del camión cisterna, a quien habían arrancado del asiento a través del parabrisas, ya estaba muerto. Mientras corrían al lado, el camión cisterna giró a la izquierda y arrancó la parte delantera del Humvee. Lucius debió de perder el sentido, porque de lo siguiente que se enteró fue de que Cruk le estaba sacando a rastras de entre los restos. El camión cisterna estaba en llamas. El resto del convoy había desaparecido por la Carretera de Roswell.

Los habían dejado tirados.

La hora que siguió fue la más corta y la más larga de la vida de Lucius. Los virales atacaron una y otra vez. Una y otra vez, los tres hombres consiguieron repelerlos, reservando las balas hasta el último instante, a menudo cuando los seres se encontraban a escasos pasos de distancia. Habrían intentado huir, pero el Humvee era la mejor protección con la que contaban, y Lucius, quien se había roto el tobillo, no podía moverse.

Cuando la patrulla los encontró, sentados en la carretera, se pusieron a reír hasta que las lágrimas empezaron a resbalar sobre sus rostros. Lucius sabía que jamás se sentiría más cerca de nadie que de los dos hombres que habían recorrido con él el oscuro pasadizo de aquella noche.

Roswell, Laredo, Texarkana; Lubbock, Shreveport, Kearney, Colorado. Pasaron años enteros sin que Lucius viera Kerrville, su refugio de muros y luces. Ahora, su hogar estaba en otra parte. Su hogar eran los Expedicionarios.

Hasta que conoció a Amy, la Chica de Ninguna Parte, y todo cambió.

Iba a recibir tres visitantes.

El primero llegó una mañana de septiembre a primera hora. Greer ya había terminado su desayuno de gachas aguadas y completado sus ejercicios calisténicos matutinos: quinientas flexiones y abdominales, seguidos de un número equivalente de estiramientos y alargamientos. Suspendido de una tubería que corría a lo largo del techo de su celda, hacía cien flexiones de brazos en grupos de veinte, hacia delante y hacia atrás, como Dios mandaba. Cuando esto terminaba, se sentaba en el borde del jergón y preparaba su mente para el inicio de su viaje invisible.

Siempre empezaba con una oración aprendida de memoria, que le habían enseñado las hermanas. No eran las palabras lo que importaba, sino su ritmo: eran el equivalente de los estiramientos previos a la gimnasia, con el fin de preparar la mente para el salto inminente.

Acababa de empezar cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de unas llaves. La puerta de su celda se abrió.

—Alguien ha venido a verte, Sesenta y dos.

Lucius se levantó cuando la mujer entró. De complexión delgada, pelo negro veteado de gris y pequeños ojos oscuros que proyectaban una autoridad innegable. Una mujer a la que debías abrirte, para quien todos tus secretos eran un libro abierto. Llevaba un pequeño maletín bajo el brazo.

—Comandante Greer.

—Señora presidente.

La mujer se volvió hacia el guardia, un hombre cincuentón corpulento.

—Gracias, sargento. Puede marcharse.

El guardia se llamaba Coolidge. Uno llegaba a conocer a sus carceleros, y Lucius y él se conocían bien, aunque daba la impresión de que Coolidge no tenía ni idea de qué deducir de la devoción de Lucius. Hombre práctico y corriente, de mente seria pero lenta, con dos hijos adultos, ambos en SN, como él.

—¿Está segura?

—Sí, gracias. Eso será todo.

El hombre salió y cerró la puerta a su espalda. La presidente caminó unos pasos y paseó la mirada por la habitación cuadrada.

—Extraordinario. —Dirigió sus ojos a Lucius—. Dicen que nunca sale de aquí.

—No veo motivos para ello.

—Pero ¿qué hace durante todo el día?

Lucius le dedicó una sonrisa.

—Lo que estaba haciendo cuando llegó usted. Pensar.

—Pensar —repitió la presidente—. ¿En qué?

—Sólo pensar. Desarrollar mis pensamientos.

La presidente se sentó en la silla. Lucius la imitó y se sentó en el borde del camastro, de modo que los dos quedaron cara a cara.

—Lo primero que debo decir es que no estoy aquí. Eso es oficial. Extraoficialmente, le diré que he venido para pedir su ayuda sobre un asunto de vital importancia. Usted ha sido objeto de muchas discusiones, y confío en su discreción. Nadie debe saber lo que hemos hablado. ¿Está claro?

—De acuerdo.

Abrió el maletín, extrajo una hoja de papel amarillento y la tendió a Lucius.

—¿Reconoce esto?

Un plano, dibujado a carboncillo: la línea de un río, una carretera bosquejada a toda prisa, y líneas de puntos que marcaban los bordes de un recinto. No sólo de un recinto; de toda una ciudad.

—¿Dónde lo encontró? —preguntó Lucius.

—Eso no importa. ¿Lo conoce?

—Por fuerza.

—¿Por qué?

—Porque yo lo dibujé.

La mujer esperaba esa respuesta. Lucius lo adivinó en su expresión.

—Para contestar a su pregunta, estaba en los archivos personales del general Vorhees, en el Mando. Fue preciso cierto trabajo de investigación para averiguar quién más había estado con él. Usted, Crukshank y un joven recluta llamado Tifty Lamont.

Tifty. Cuántos años desde que Lucius no oía pronunciar aquel nombre. Aunque, por supuesto, todo el mundo en Kerrville conocía a Tifty Lamont. Y Crukshank: Lucius sintió una punzada de tristeza por el amigo perdido, muerto cuando habían asaltado la guarnición de Roswell, cinco años atrás.

—¿Cree que podría encontrar de nuevo este lugar del plano?

—No lo sé. Eso fue hace mucho tiempo.

—¿Ha hablado con alguien de esto?

—Cuando informamos al Mando, nos dijeron de manera categórica que no debíamos hablar de ello.

—¿Se acuerda de quién partió la orden?

Lucius negó con la cabeza.

—Nunca lo supe. Crukshank era el oficial al mando del destacamento, y Vorhees, su segundo. Tifty era el explorador.

—¿Por qué Tifty?

—Por mi experiencia, no había rastreador mejor que Tifty Lamont.

La presidente volvió a fruncir el ceño al oír aquel nombre: el gran gángster Tifty Lamont, jefe de los traficantes, el criminal más buscado de la ciudad.

—¿Cuánta gente cree que había allí?

—Es difícil calcularlo. Un montón. El lugar doblaba en tamaño a Kerrville, como mínimo. Por lo que pudimos ver, también estaban bien armados.

—¿Tenían electricidad?

—Sí, pero creo que no funcionaban con petróleo. Lo más probable es que tuvieran una central hidroeléctrica y biodiésel para los motores. Los complejos agrícolas e industriales eran inmensos. Barracones. Tres edificios grandes, uno en el centro, una especie de cúpula, y un segundo al sur que parecía un viejo estadio de fútbol. El tercero estaba en la parte oeste del río. No estábamos seguros de qué era. Daba la impresión de encontrarse en construcción. Estaban trabajando en aquello día y noche.

—¿Y no establecieron contacto?

—No.

La presidente dirigió la atención de Lucius hacia el perímetro.

—Esto de aquí…

—Fortificaciones. Una línea de vallas. No carecía de solidez, pero resultaba insuficiente para contener a los dragones.

—¿Para qué cree que eran?

—No podría decirlo. Pero Crukshank tenía una teoría.

—¿Cuál?

—Para mantener a gente encerrada.

La presidente echó un vistazo al plano, y después miró a Lucius.

—¿Y nunca ha hablado de esto con nadie?

—No, señora. Hasta ahora no.

Se hizo el silencio. Lucius tuvo la impresión de que las preguntas se habían terminado. La presidente había obtenido lo que había ido a buscar. Devolvió el plano al maletín. Cuando se levantó de la silla, Lucius dijo:

—Si me permite, señora presidente, ¿por qué ha venido a interrogarme sobre eso ahora? Después de tantos años.

La presidente caminó hacia la puerta y llamó dos veces. Cuando las llaves giraron, se volvió hacia Lucius.

—Dicen que se ha convertido en un hombre piadoso.

Lucius asintió.

—Entonces, quizá debería rezar para que esté equivocada.