25

CAMPAMENTO VORHEES, OESTE DE TEXAS
Cuartel general occidental de los Expedicionarios

Aunque el teniente Peter Jaxon era un oficial militar condecorado, veterano de tres campañas diferentes y un hombre del que se contaban historias, a veces experimentaba la sensación de que su vida se había detenido.

Esperaba órdenes; esperaba para comer; esperaba para utilizar la letrina. Esperaba a que cambiara el tiempo, y cuando no lo hacía, esperaba un poco más. Órdenes, armas, suministros, noticias… Esperaba todo eso. Durante días y semanas, incluso meses, esperaba, como si su tiempo en la Tierra hubiera sido consagrado al acto de esperar, como si fuera una máquina de esperar de tamaño natural.

Ahora, estaba esperando.

Algo importante estaba sucediendo en la tienda de mando. No le cabía la menor duda. Apgar y los demás llevaban toda la mañana encerrados. Peter había empezado a temer lo peor. Durante meses, todos habían oído los rumores: si el destacamento especial no mataba a uno pronto, abandonarían la cacería.

Cinco años desde que había subido a la montaña con Amy. Cinco años cazando a los Doce. Cinco años sin ningún resultado.

Houston, hogar de Anthony Carter, sujeto Número Doce, habría sido el lugar lógico por donde empezar, si el lugar no hubiera sido un pantano impenetrable. Y también Nueva Orleans, hogar de Número Cinco, Thaddeus Turrell. Tulsa, Oklahoma, hogar de Rupert Sosa, no había aportado nada salvo el desastre. La ciudad era una inmensa ruina, dragones por todas partes, y habían perdido a dieciséis hombres antes de lograr escapar.

Había más. Jefferson City, Misuri. Oglala, Dakota del Sur. Everett, Washington. Bloomington, Minnesota. Orlando, Florida. Black Creek, Kentucky. Niagara Falls, Nueva York. Todas lejanas e inalcanzables, a muchos kilómetros y años de distancia. Peter conservaba un plano, clavado con tachuelas en la parte interior de la puerta de su taquilla, con cada una de estas ciudades rodeada de un círculo de tinta. Las sedes de los Doce. Matar a uno de los Doce equivalía a matar a sus descendientes, liberar su mente para el viaje hacia la muerte. Al menos, eso creía Peter. Eso le había enseñado Lacey cuando había detonado la bomba que mató a Babcock, sujeto Número Uno. Lo que Amy le había enseñado, cuando salió de la cabaña de Lacey al campo nevado, donde los Muchos se habían tendido al sol para morir.

Tú eres Smith, tú eres Tate, tú eres Dupree, tú eres Erie Ramos Ward Cho Singh Atkinson Johnson Montefusco Cohen Murrey Nguyen Elberson Lazaro Torres

Entonces formaban un grupo de diez. Ahora eran seis. El hermano de Peter había muerto, y Maus y Sara también. De los cinco que habían efectuado el viaje a la guarnición de Roswell, sólo Hollis y Caleb habían escapado, «Baby Caleb», aunque ya no era un bebé, ahora en el orfanato de Kerrville, educado por las hermanas. Cuando los virales habían roto el perímetro de la guarnición de Roswell, Hollis había huido con Caleb a uno de los habitáculos. Theo y Maus ya habían muerto. Nadie sabía qué había sido de Sara. Se había evaporado en la confusión. Hollis había buscado su cadáver después, pero no encontró nada. La única explicación era que la habían secuestrado.

Los años habían dispersado a los demás como el viento. Michael estaba en la refinería de Freeport, engrasador de primera clase. Greer, que se había unido a ellos en Colorado, estaba en la cárcel, condenado a seis años por desertar de su mando. Y a saber dónde estaba Hollis. El hombre al que habían conocido y amado como a un hermano se había venido abajo debido al peso de la muerte de Sara, y su dolor le había arrojado al oscuro bajo vientre de la ciudad, el mundo de los traficantes. Peter había oído que había ascendido hasta convertirse en uno de los principales lugartenientes de Tifty. Del grupo original, sólo Peter y Alicia se habían sumado a la cacería.

Y Amy. ¿Qué había sido de Amy?

Peter pensaba en ella a menudo. Conservaba el mismo aspecto de siempre, el de una chica de catorce años, no los ciento tres que tenía en realidad, pero muchas cosas habían cambiado desde su primer encuentro. La Chica de Ninguna Parte, que cuando hablaba sólo lo hacía con acertijos, ya no existía. En su lugar había una persona mucho más presente, más humana. Hablaba con frecuencia de su pasado, no sólo de sus años solitarios de vagabundeo, sino de sus primeros recuerdos del Tiempo de Antes: de su madre, y de Lacey, y de un campamento en las montañas y del hombre que la había salvado: Brad Wolgast. No era su verdadero padre, decía Amy, nunca había sabido quién era, pero padre era, no obstante. Siempre que hablaba de él, el peso del dolor se reflejaba en sus ojos. Peter sabía sin necesidad de preguntarlo que había muerto para protegerla, y que era una deuda que ella nunca podría pagar, aunque intentara dedicar su vida (aquel infinito, inabarcable período de tiempo) justo a eso.

Estaba con Caleb, entre las hermanas, tras haber tomado el hábito negro de la Orden. Peter no creía que Amy compartiera sus creencias (las hermanas eran unas amargadas de mucho cuidado, y profesaban una castidad filosófica y física con el fin de reflejar su convicción de que estaban viviendo los últimos días de la humanidad), pero era un disfraz más que adecuado, del que Amy podía pasar con facilidad. Basándose en lo sucedido en la Colonia, todos estaban de acuerdo en que la verdadera identidad de Amy, así como el poder que poseía, era algo que nadie debería saber, aparte de los líderes.

Peter fue al comedor, donde pasó una hora sin hacer nada. Su pelotón, compuesto de veinticuatro hombres, acababa de regresar de una barrida de reconocimiento en Lubbock en busca de productos útiles. La suerte les había sonreído, y habían concluido la misión sin incidentes. El mayor trofeo había sido un montón de neumáticos viejos. Volverían al cabo de uno o dos días con un camión para recoger tantos como pudieran transportar de vuelta a la planta de reciclaje de Kerrville.

Los oficiales de mayor rango llevaban horas en la tienda. ¿De qué estarían hablando?

Su mente derivó de nuevo hacia la Colonia. Era extraño que, a veces, pasaran semanas o incluso meses sin pensar en ello, y después, de repente, los recuerdos afluían a su mente. Experimentaba la sensación de que los acontecimientos que habían precipitado su partida le hubieran sucedido a otra persona, no al teniente Peter Jaxon de la Fuerza Expedicionaria, o incluso a Peter Jaxon, Vigilancia Completa, sino a una especie de hombre-niño, su imaginación circunscrita por el diminuto pedazo de terreno que definía toda su vida. ¿Cuántas energías había empleado en alimentar su sensación de ineficacia, manifestada en su mezquina rivalidad con su hermano Theo? Pensaba con orgullo nostálgico en lo que su padre, el gran Demitrius Jaxon, Jefe del Hogar, Capitán de las Largas Marchas, le habría dicho ahora. Lo has hecho bien. Has encabezado la lucha contra ellos. Me siento orgulloso de llamarte hijo. Pero Peter lo habría dado todo a cambio de una hora más con Theo.

Y siempre que miraba a Caleb, veía a su hermano.

Satch Dodd se sentó con él a su mesa. Oficial de rango menor como Peter, Satch todavía no andaba cuando habían matado a su familia en la Masacre del Campo. Por lo que Peter sabía, Satch nunca había contado nada al respecto, aunque se trataba de una historia bien conocida.

—¿Alguna idea de qué está pasando? —preguntó Satch. Tenía una cara redonda y juvenil que le dotaba de una apariencia entusiasta en todo momento.

Peter negó con la cabeza.

—Buen botín en Lubbock.

—Sólo neumáticos.

Ambos tenían la cabeza en otra parte. Sólo estaban matando el rato.

—Los neumáticos son neumáticos. No podemos hacer gran cosa sin ellos.

El escuadrón de Satch partiría al amanecer con el fin de efectuar un barrido de ciento cincuenta kilómetros hacia Midland. Era una mala misión: la zona era una balsa de petróleo que burbujeaba en los antiguos pozos que nunca habían sido tapados.

—Te contaré algo que me han dicho —dijo Satch—. La Autoridad Civil está investigando si algunos de esos pozos antiguos pueden funcionar todavía, para cuando los depósitos se queden secos. Es posible que dentro de poco estemos acuartelados allí.

Peter se quedó sorprendido. Nunca había considerado esa posibilidad.

—Pensaba que había suficiente petróleo en Freeport para durar siempre.

—Siempre no es siempre. En teoría sí, hay mucho petróleo allí, pero tarde o temprano todo se acaba. —Satch le miró con los ojos entornados—. ¿No tienes un amigo engrasador? ¿No era de tu cuadrilla de California?

—Michael.

Satch movió la cabeza.

—Venir andando desde California —dijo Satch—. Es la historia más demencial que he escuchado en mi vida. —Apoyó las palmas sobre la mesa y se levantó—. Si sabes algo de las alturas, avísame. Si tuviera que apostar, nos van a enviar a todos a Midland para chapotear en el petróleo dentro de nada.

Dejó solo a Peter. Las palabras de Satch no habían conseguido animarle; ni mucho menos. Media docena de reclutas irrumpieron en la cantina, hablando entre ellos con la familiaridad bronca y trufada de tacos de hombres en busca de comida. A Peter no le habría importado un poco de compañía para alejar las preocupaciones de su mente, pero cuando se apartaron de la cola en busca de una mesa, ninguno miró en su dirección. El galón plateado deslustrado del cuello de la camisa y el mal rollo que proyectaba eran suficientes para desalentarlos.

¿De qué podrían estar hablando los oficiales de mayor graduación?

Abandonar la cacería: Peter no lo podía ni imaginar. Durante cinco años apenas había pensado en otra cosa. Se había alistado en los Expedicionarios justo después de Roswell, como tantos y tantos hombres. Por cada persona que había perecido aquella noche, había un amigo, hermano o hijo que había ocupado su lugar. Los que sólo se sentían motivados por la necesidad de venganza eran propensos a tirar la toalla al principio o a hacerse matar (era preciso contar con un motivo mejor), y Peter no se hacía ilusiones consigo mismo. El desquite era un factor, pero las raíces de su deseo eran más profundas. Durante toda su vida, desde los días de las Largas Marchas, había anhelado integrarse en algo, luchar por una causa más grande que él. Lo había sentido en el momento en que tomó el juramento que le vinculaba con sus compañeros. Su propósito, su destino, su persona, estaban unidos ahora a los de ellos. Se preguntó si su personalidad se encogería cuando su identidad se diluyera en la colectiva, pero lo contrario demostró ser cierto. Era algo de lo que no se podía hablar, ya que Theo y los demás habían perecido, pero unirse a los Expedicionarios le había hecho sentir más vivo que nunca. Ver comer a los soldados (reír y bromear y meterse judías en la boca como si fuera la última comida de su vida) le recordó aquellos primeros tiempos con envidia.

Porque en algún momento del trayecto aquel sentimiento le había abandonado. A medida que se lanzaban campañas morían hombres y se conquistaban y perdían territorios, sin que nada de ello pareciera tener el menor significado, se había disgregado poco a poco. Su vínculo con los hombres perduraba, una fuerza tan permanente como la gravedad, y se habría sacrificado por cualquiera de ellos sin un momento de vacilación porque, creía, ellos lo habrían hecho por él. Pero faltaba algo, y no sabía qué era. Sabía lo que Alicia le habría dicho: Sólo estás cansado. Es una tarea muy larga. Le pasa a todo el mundo, ten paciencia. No iba errada, pero tampoco había dado en el clavo del todo.

Por fin, Peter ya no pudo aguantar más. Salió de la tienda y atravesó el recinto. Sólo necesitaba un pretexto para llamar. Con suerte, le dejarían entrar, y tal vez se haría una idea de lo que estaban tramando.

No tendría que haberse preocupado. Cuando se acercó, la puerta se abrió: el comandante Henneman, ayudante del coronel. Delgado, el pelo rubio muy corto, dientes algo torcidos que sólo exhibía cuando sonreía, lo cual no sucedía nunca.

—Jaxon. Iba a buscarle. Entre.

Peter entró en la sombra de la tienda y se detuvo en la puerta para dejar que sus ojos se adaptaran. Sentados alrededor de la ancha mesa estaban todos los oficiales de mayor graduación: los comandantes Lewis y Hooper, los capitanes Rich, Pérez y Childs, y el coronel Apgar, el oficial al mando del destacamento especial…, y uno más.

—Hola, Peter.

Alicia.

—Pude localizar dos entradas, aquí y aquí.

Alicia estaba dirigiendo la atención de todo el mundo hacia un plano extendido sobre la mesa: ESTUDIO GEOLÓGICO DE ESTADOS UNIDOS, SUR DE NUEVO MÉXICO. Al lado había desplegado un segundo plano, más pequeño y descolorido debido a la edad: SERVICIO DE PARQUES NACIONALES, CAVERNAS DE CARLSBAD.

—La principal entrada de la cueva tiene unos trescientos metros de anchura. No podríamos cerrarla ni con nuestro mayor ED, y el terreno es demasiado abrupto para que un comando suba.

—¿Qué está proponiendo? —preguntó Apgar.

—Que le acorralemos. —Alicia volvió a señalar el plano—. Localicé otra entrada, a medio kilómetro de distancia. Es el pozo de un viejo ascensor. Martínez tiene que estar en algún punto entre esas dos entradas. Detonamos un paquete de H2 en la base de la entrada principal, dentro del túnel que conduce al pozo. Eso debería expulsarle hacia el pie del ascensor, donde apostamos a un solo hombre para cortarle el paso cuando huya.

—Un solo hombre —repitió Apgar—. Se refiere a usted.

Alicia asintió.

El coronel se arrellanó en la silla. Todo el mundo esperaba.

—No me malinterprete, teniente. Sé de lo que es usted capaz. Todos lo sabemos. Pero si esa cosa se parece en algo a lo que usted vio en Nevada, a mí me parece un viaje sólo de ida.

—Alguien más sólo conseguiría retrasarme.

El hombre frunció el ceño con escepticismo.

—Y usted está segura de que Martínez se encuentra allí.

—Todo encaja, señor. Babcock también utilizó una cueva. Y El Paso está a sólo ciento cincuenta kilómetros de Carlsbad. Es el jardín de su casa.

Apgar reflexionó un momento.

—Estoy de acuerdo, la pauta encaja, pero ¿cómo puede estar tan segura?

Alicia titubeó.

—No se lo puedo explicar, coronel. Lo sé, así de sencillo.

Peter estaba sentado al final de la mesa.

—Permiso para hablar, señor.

Apgar puso los ojos en blanco.

—De acuerdo, Jaxon, diga lo que todos sabemos que va a decir.

—Soy la única persona presente que ha visto a uno de los Doce. Confío en la teniente Donadio. Si dice que Martínez está allí, es que está allí.

—Todos conocemos su historial, teniente. Eso no altera el hecho de que estemos hablando de una corazonada. No pienso poner en peligro a nadie a menos que nuestra certeza sea absoluta.

—Puede que exista otra forma. Todos los sujetos de prueba originales llevaban un chip, como Amy. Podemos utilizar la señal para localizarlo.

—Ya he pensado en eso. Pero existe un problema. Las ondas de radio no atraviesan la roca. ¿Cómo cree que se puede recibir una señal desde trescientos metros bajo tierra?

—No la obtendremos desde la superficie. La obtendremos desde la cueva.

Peter desvió su atención de nuevo hacia el diagrama.

—Haremos lo que dice Alicia, colocar un paquete de explosivo dentro del túnel que conduce desde la base de la entrada principal hasta las demás cámaras. Los Doce son grandes, pero en un espacio reducido debería ser suficiente para llamar la atención de Martínez. El paquete estará conectado mediante cables a la base de la entrada principal, donde a su vez estará conectado a la superficie mediante un detonador de radio, para que podamos detonarlo desde una distancia prudencial. Llamémoslo Escuadrón Azul.

Apgar asintió.

—Hasta aquí le sigo.

—De acuerdo, pero no enviamos a un solo hombre por el pozo del ascensor para cortar la retirada a Martínez. Enviamos dos, con un buscador radiodireccional. Llamémoslo Escuadrón Rojo. Lo primero que hace Escuadrón Rojo es colocar un segundo paquete de explosivo cerca de la base del pozo. Le damos menos tiempo, pongamos quince segundos. Hombre uno entra en la cueva, utiliza el RDF para localizar a Martínez, pero hombre dos no varía su posición en el ascensor. El truco consistirá en mantener líneas de visión con el fin de no perder contacto por radio con la superficie, y ése será el trabajo de hombre dos. Es el intermediario. Básicamente, utilizamos un sistema en serie. Hombre uno está conectado por radio con hombre dos, quien está conectado con quien esté situado en lo alto del pozo, llamémoslo hombre tres, quien está conectado con Escuadrón Azul. De esa manera podemos coordinar todos los elementos de la operación. Nada de conjeturas.

Apgar asintió.

—No está mal, pero ya veo los problemas, teniente. Aquello es un laberinto. ¿Y si hombre uno y hombre dos pierden el contacto? Todo se viene abajo.

—Es un peligro, pero no deberían perderlo, mientras el primer hombre no vaya más allá de estos tres puntos. —Peter se los enseñó en el plano—. No nos proporcionará una visión general de la cueva, pero deberíamos explorarla casi toda.

—Adelante.

—Bien. Colocamos dos paquetes, hombre uno va en busca de Martínez, hombre dos espera a oír la explosión. Después de eso, es una cuestión de sincronización. Una vez hombre uno localiza a Martínez, avisa por radio a hombre dos, quien se pone en contacto con la superficie. Escuadrón Azul vuela el pozo. Martínez se cabrea. Hombre uno lo rechaza de vuelta al pozo, le atrae hacia el ascensor. Hombre dos ajusta el temporizador. Ambos suben, el segundo paquete estalla, Martínez es historia. —Dio una palmada con las manos—. Sencillo.

Apgar meditó.

—No existe mucho margen de error. Sé que Donadio es veloz, pero quince segundos no serán suficientes para alejarse de la explosión. No sé si podremos izar a alguien con tanta celeridad.

—No será necesario. El pozo en sí ofrecerá protección suficiente. Quince metros deberían bastar.

—Sólo para tenerlo claro, está hablando de utilizar a hombre uno como cebo.

—Correcto, señor.

—Da la impresión de que ya lo ha hecho antes.

—Yo no. La hermana Lacey.

—Su monja mística.

—Lacey era mucho más que eso, coronel.

Apgar juntó las yemas de los dedos, echó un vistazo al plano, y después alzó los ojos hacia la cara de Peter.

—Hombre uno es Donadio, evidentemente. ¿Alguna idea de quién podría ser el otro elemento suicida?

—Sí, señor. Me gustaría presentarme voluntario.

—¿Por qué no me sorprende? —Apgar se volvió hacia los demás—. ¿Alguien más quiere meter baza? ¿Hooper? ¿Lewis?

Ambos hombres fueron aceptados.

—¿Donadio?

Ella miró a Peter (¿Estás seguro de esto?), y después asintió con brusquedad.

—Soy una experta, coronel.

Una breve pausa, seguida por un suspiro de rendición.

—De acuerdo, tenientes, el espectáculo es todo suyo. Henneman, ¿cree que dos escuadrones bastarían?

—Creo que sí, coronel.

—Informe al teniente Dodd y reúna un destacamento para organizar los portátiles. Y miremos eso del RDF. Me gustaría poner en marcha esto antes de cuarenta y ocho horas. —Apgar volvió a mirar a Peter—. Última oportunidad de cambiar de opinión, teniente.

—No, señor.

—Ya me lo imaginaba. —Apgar alzó los ojos hacia la habitación—. De acuerdo, todo el mundo. Vamos a demostrar al Mando de qué estamos hechos y a matar a ese hijo de puta.

Dos noches después instalaron el campamento en la base de la montaña. Un par de portátiles, veinticuatro hombres dormían en literas. Despertaron al alba para preparar el ascenso. El terreno circundante a los portátiles estaba sembrado de rastros en el polvo, los visitantes nocturnos, atraídos por el olor de dos docenas de hombres dormidos, un gran festín rechazado por murallas de acero. La montaña era demasiado empinada para los vehículos, y el sendero, sinuoso. Todo cuanto llevaban tendrían que cargarlo en las mochilas. Sin portátiles que los protegieran en la cumbre de la montaña, no habría segunda oportunidad. A la brillante luz de la mañana, los términos de su misión estaban definidos con claridad meridiana: encontrar a Martínez y matarle, o morir en la oscuridad.

Henneman era el oficial de mayor graduación: una anormalidad. Pocas veces se aventuraba más allá de los muros de la guarnición. Pero, con el paso de los años, había ido ascendiendo hasta una posición de relativa seguridad haciendo justo lo contrario. Tulsa, Nueva Orleans, Kearney, Roswell… Henneman había ido ascendiendo por una escalerilla de batalla y sangre. Nadie dudaba de su capacidad, y su presencia significaba algo. Peter iría al frente de un escuadrón; Dodd, del otro. Alicia era Alicia: la tiradora exploradora, la tercera en discordia, la única que no encajaba y daba la impresión, en general, de no responder ante nadie. Todo el mundo sabía de lo que era capaz, pero, no obstante, su situación constituía una fuente de inquietud entre los hombres. Nadie decía nunca nada, que Peter supiera (si hablaban de sus preocupaciones no era a él), pero su desasosiego era evidente en la forma de mantener la distancia, las miradas cautelosas que le dirigían, como si no se atrevieran a sostener su mirada. Era un puente entre los humanos y los virales, situada en un punto intermedio: ¿en cuál caería?

Partieron justo después de amanecer. Era una carrera contrarreloj. Tenían que colocar las cargas y tener a todo el mundo en posición antes del ocaso. La fría noche del desierto había dado paso a un sol abrasador, sus rayos vibrantes se ensañaban con su espalda, después los hombros, y la cabeza por fin. No había tiempo para descansar. Las raciones iban pasando entre las filas mientras ascendían. Alicia iba al frente de la expedición, y de vez en cuando se rezagaba para conferenciar con Henneman. Cuando llegaron a la boca de la cueva, estaba atardeciendo.

—¡Jesús!, no estaba bromeando —comentó Henneman.

Se encontraban parados ante la boca de la cueva. El sol iluminaba el interior desde el oeste, aunque sus rayos no penetraban a mucha profundidad. Al otro lado se veían unas fauces de negrura. El anfiteatro, con sus bancos de piedra curvos, los espacios intermedios sembrados de hojas secas y otros restos, era inexplicable: si un público se sentaba allí, ¿qué veía? Barandillas metálicas enmarcaban un sendero que se perdía zigzagueando en el interior de la cueva. Les quedaban tres horas de luz útiles.

Repasaron el plan por última vez. El escuadrón de Dodd colocaría las cargas en la base de la cueva. Según el plano de Alicia, el sendero terminaba sesenta metros bajo tierra, donde un estrecho túnel descendía otros noventa metros hasta la primera de varias cámaras grandes. Las cargas se colocarían dentro del túnel, conectadas mediante cables a un detonador de radio con una clara línea de visión a la boca del túnel. La explosión produciría una ola de compresión a través del túnel, su fuerza destructora aumentada exponencialmente por su trayectoria a través del angosto espacio, y en teoría enviaría a lo que hubiera allí abajo hacia el pozo del ascensor. Una vez colocadas las cargas en su sitio y los hombres de Donadio hubieran regresado a la superficie, Peter y Alicia iniciarían el descenso. La caja del ascensor descansaba en el fondo, a doscientos diez metros bajo la superficie, sujeta por sus contrapesos, alojados en la parte superior. Un cabrestante bajaría a Peter y a Alicia mediante una cuerda hasta la base del pozo, y los subiría cuando iniciaran su huida.

Dodd y su equipo se pusieron en marcha. Un cuarto de hora después llamaron por radio desde el fondo. Habían llegado a la boca del túnel.

—Esto es espeluznante —dijo Dodd—. Tenéis que verlo con vuestros propios ojos.

Pronto lo harían. El escuadrón de Dodd tenía noventa metros de cable para conectar el detonador con el paquete. Siguió un silencio de cinco minutos. Después se oyó de nuevo la voz de Dodd. La bomba y el cable estaban preparados. Su equipo había iniciado el ascenso. Peter y Alicia estaban esperando en lo alto del pozo del ascensor, que se hallaba situado a medio kilómetro de distancia, en un edificio que antaño había albergado las oficinas del parque. El cabrestante estaba en su sitio. Eran las cinco en punto de la tarde. Les iba a ir por los pelos.

La voz de Dodd en la radio:

—Escuadrón Azul, estamos preparados.

Alicia y Peter se ciñeron su arnés de seguridad. Henneman les deseó buena suerte. Se detuvieron al borde del pozo y saltaron a la negrura como monedas a un pozo. Luces fluorescentes portátiles sujetas a sus chalecos bañaron las paredes de un resplandor amarillento. La mente de Peter estaba despejada; sus sentidos, agudizados. Existía un tipo de miedo que aumentaba la conciencia y concentraba la mente. El suyo era de ese tipo. La temperatura descendió de golpe, y se le puso la piel de gallina. Treinta metros, sesenta metros, noventa metros, el descenso veloz, su peso suspendido por el arnés, como si estuvieran bajando en dos manos ahuecadas. Los cables del ascensor (un grueso tronco de acero entrelazado y dos cables más pequeños envueltos en plástico) desfilaban con celeridad. Una forma oscura emergió abajo: la parte superior del ascensor. Los cables estaban sujetos con pernos a una placa del techo. Aterrizaron con un impacto suave.

—Escuadrón Rojo ha llegado.

Alicia forzó la escotilla y entraron. Las puertas de la caja estaban abiertas. Una sensación de espacio incalculable al otro lado, como si estuvieran parados ante la entrada de una catedral. El aire era húmedo y frío, con un fuerte olor a tierra, impregnado de urea. Examinaron el espacio con las luces de sus rifles, y los haces penetraron en la inmensa negrura. A su alrededor distinguieron extrañas formas de aspecto orgánico, como si las paredes estuvieran hechas de carne arrugada.

—Voladores, fíjate en este lugar —exclamó Alicia.

Se había quitado las gafas. Ahora se encontraba en su elemento, una zona de noche permanente. A la luz de los fluorescentes, se arrodilló y extrajo dos objetos de su mochila. El primero era el paquete de explosivos, ocho cartuchos de HEP conectados a un temporizador mecánico. Lo colocó con cautela sobre el suelo de la cueva. El segundo era el localizador de radio, un pequeño objeto cuadrado con una antena direccional y un contador para registrar la potencia de una señal entrante a 1.432 megahercios. Accionó el interruptor y salió de la caja, sosteniendo el RDF delante de ella para barrer el espacio que tenía ante sí. Empezó a emitir un pitido tenue pero constante. La aguja cobró vida.

—Lo tengo.

Peter llamó por radio a la superficie: el blanco se hallaba presente. Carecía de motivos para refutar la afirmación de Alicia, pero de repente la situación había adquirido una realidad más potente. En algún lugar de esas cavernas, Julio Martínez, Décimo de los Doce, aguardaba.

—Dile a Dodd que esté preparado a la espera de mi señal —dijo Peter a Henneman.

—Recibido. Vayan con mucho cuidado.

El momento había llegado. Alicia y Peter intercambiaron una última mirada, cargada de significado. Ahí estaban de nuevo, los dos parados al borde del precipicio. No era necesario reconocerlo con palabras; todo estaba dicho. Ninguno podía existir sin el otro, pero la distancia entre ambos nunca se salvaría. Eran quienes eran, soldados en guerra. El vínculo trascendía todos los demás salvo uno, el que no podían compartir. Alicia llevaba, como siempre, sus bandoleras distintivas, pero había abandonado la ballesta a cambio de un rifle M4 con el grueso tubo de un lanzagranadas fijado bajo el cañón. Martínez no recibiría piedad de ella, ni bendición final.

—Hasta luego.

Se fundió con la oscuridad.

En la boca de la cueva, el escuadrón de Satch Dodd había formado una línea de fuego a lo largo de la fila más baja del anfiteatro. El cielo había empezado a oscurecerse de una forma discernible, una intensificación de sus colores a medida que el día desfilaba hacia la noche. Dodd aferraba el detonador. Su señal, transmitida al receptor situado en la base de la cueva, cerraría un circuito eléctrico sencillo y enviaría una descarga de corriente por el cable hacia la bomba.

Incluso desde esa distancia, el estruendo sería atronador.

Aunque no podía permitir que sus hombres se dieran cuenta, el descenso hasta el fondo de la cueva le había puesto muy nervioso. Dodd jamás había conocido un lugar semejante en toda su vida, un mundo sobrenatural de formas extrañas, colores raros y dimensiones distorsionadas, bolsas de oscuridad por todas partes, que descendían hacia la nada. El recorrido del túnel había sido como reptar hasta entrar en tu propia tumba. En el orfanato habían enseñado a Dodd lo que era el infierno, un reino de penumbras eternas donde el alma de los malvados se retorcía de dolor eternamente. Aunque la idea le había aterrorizado al principio, en parte se le había antojado, ya entonces, levemente increíble. Si bien no era más que un muchacho, había intuido que el infierno no era más que un cuento inventado por las hermanas para mantener la disciplina de los niños, más o menos como las fábulas que leían a los niños para inculcarles lecciones morales sencillas. La condición de Dodd como superviviente más joven de la Masacre del Campo siempre le había permitido gozar de un rango algo más elevado entre los niños, como si esa experiencia le hubiera infundido sabiduría. Eso, por supuesto, era totalmente infundado (como en realidad nunca había conocido a sus padres, no sentía su pérdida, y no recordaba nada de aquel día), pero bajo el hechizo de la admiración de sus compañeros por la carga imaginaria de aquel dolor, Dodd llegó a considerarse un chico con poderes de percepción especiales, sobre todo en lo tocante a las proclamaciones místicas de las hermanas. Dodd destacaba en eso, como si tuviera lógica. El cielo era una idea agradable que le gustaba aceptar, puesto que creer en él no costaba nada. Pero no deseaba ir más allá. Infierno: un puro contrasentido.

Parado ante la boca de la cueva, detonador en mano, Dodd no estaba tan seguro.

Esperar nunca resultaba fácil. En cuanto empezaba el tiroteo se imponía siempre una sensación de lucidez. Morirías o no, matarías o te matarían: o una u otra, y nada en medio. Sabías dónde estabas, y durante aquellos violentos y estremecedores minutos, Dodd se sentía a caballo de una ola de adrenalina que erradicaba prácticamente todo lo referido a él que fuera personal. Podría decirse que, en el caos del combate, el hombre conocido como Satch Dodd dejaba de existir, incluso para sí mismo. Y cuando el polvo se despejaba, y se descubría todavía en pie, se sentía más vivo que nunca, como si le hubieran disparado de nuevo al mundo desde un cañón.

Era en la espera cuando una persona experimentaba demasiadas cosas de sí misma. Recuerdos, dudas, arrepentimientos, angustias, todo el abanico de posibilidades que contenía el futuro: todo remolineaba mezclado en la mente como una sopa. Mientras la mitad de la atención de Dodd estaba concentrada en la situación (el detonador en su mano, la presencia de sus hombres a su alrededor, el walkie-talkie sujeto al hombro, a través del cual llegaría la orden de Henneman de volar el agujero), la otra mitad estaba rebotando en las cámaras de su yo privado. Sólo cuando Henneman diera la orden de detonar la bomba se calmaría esa sensación, una especie de náusea psicológica que paralizaba todo su cuerpo, y activaría su poder de actuar.

La voz del comandante crepitó en la radio.

—Escuadrón Azul, ojo avizor. Donadio va a entrar.

Algo se tensó en su interior. Notó que regresaba al momento.

—Recibido.

Ardía en deseos de que sucediera cuanto antes.

A doscientos diez metros bajo tierra, en las cavernas carentes de luz, abandonadas cuando las aguas ricas en sulfuros se habían filtrado en los depósitos de piedra caliza agrietada de un antiguo arrecife, Alicia Donadio estaba siguiendo la señal. No le cabía la menor duda de que la señal procedía del chip implantado en el cuello de Julio Martínez, uno de los doce reclusos del corredor de la muerte infectados con el virus del CV creado por el Proyecto NOÉ en el alba de la era actual.

Louise, pensó. Louise.

En el momento en que habían pisado la cueva, este nombre se había instalado en su mente. Lo cual era extraño; de acuerdo con los documentos que habían requisado en el recinto de NOÉ, Martínez había sido sentenciado a muerte por asesinar a un policía, no por la violación y asesinato de una mujer. Tal vez su muerte no se había documentado, o nunca la habían relacionado con él. El tiroteo del policía también estaba presente, un destello de violencia como una chispa al rojo vivo, pero dentro de cada Doce existía una historia singular, la única historia que era la verdadera esencia, el núcleo de quiénes eran. Para Martínez, esa historia era Louise.

Según su plano, dos túneles conducían desde el ascensor hasta cuevas individuales, marcadas con nombres que insinuaban su majestuosidad. El Palacio del Rey. Sala de Gigantes. Cámara de la Reina. Y, sencillamente, la Gran Sala. Con el fin de mantener una línea de visión con Peter, y de esta forma seguir en comunicación con la superficie, Alicia no podía avanzar más allá de las bifurcaciones situadas al final de cada pasadizo. Si traspasaba esa frontera, lo haría sola.

El Palacio del Rey, pensó. Sonaba muy propio de él.

—Me desvío a la izquierda.

Mientras avanzaba por el pasadizo, el contador del RDF saltó, y el pitido aceleró en consonancia. Había supuesto bien. Las paredes se apretaban a su alrededor, fragmentos de alguna sustancia brillante incrustados en su superficie, destellantes bajo el haz de su rifle. Habría virales ahí, una gran horda, como un tesoro escondido, presidida por Martínez. Alicia lo veía con claridad. Las imágenes se iban intensificando a cada paso, se adueñaban de su mente. Louise, el cable tensado alrededor del cuello; la precisa demarcación de color encima y debajo, su cuello de un blanco lechoso, la piel de su cara rosada e hinchada de sangre; la mirada de terror estupefacto en sus ojos, y la fría irrevocabilidad de la cercanía de la muerte. Todo estaba tan definido como si Alicia lo hubiera vivido, pero entonces algo se alteró. Alicia estaba experimentando aquel acontecimiento en dos direcciones al mismo tiempo. Estaba mirando a Louise, al tiempo que miraba desde ella. ¿Cómo era posible? ¿Cuándo había adquirido aquella sintonía con el mundo invisible? A través de los ojos de Louise vio la cara de Martínez. Un hombre pulcro de facciones bien definidas, pelo plateado peinado hacia atrás, que formaba un delicado pico de viuda. Un rostro humano, aunque no exactamente: no había nada que pudiera calificarse de humano detrás de aquellos ojos, sólo un vacío carente de alma. El placer que estaba experimentando era el de un animal. Louise no era nada para él. Era una mera organización de superficies tibias creada sólo para su deleite y consumo. Su nombre estaba escrito bien claro en la blusa, pero, no obstante, la mente del hombre era incapaz de relacionar ese nombre con la persona humana a la que estaba estrangulando mientras la violaba, porque lo único real para él era él mismo. Sentía el terror de Louise, y su dolor, y después el momento aciago en que la mujer comprendió que la muerte era inminente, que su vida iba a terminar, que moriría sin el menor reconocimiento por parte del universo de que había existido, y lo último que sentiría al abandonar el mundo sería a Martínez, quien la estaba violando.

Alicia había llegado a la bifurcación, un lugar llamado el Cementerio de Huesos. Percibió un fuerte olor a orina, que permeó las membranas de su boca y garganta. En el aire húmedo, su aliento formaba nubecillas heladas delante de ella. El pitido del RDF, que aceleraba sin parar, se había convertido en un torrente de sonido continuo.

Supo entonces cuáles eran sus intenciones. Desde el primer momento. El plan era una tapadera, una elaborada treta para ocultar su verdadero propósito.

Quería matar a Martínez con sus propias manos. Quería sentir cómo moría.

En el ascensor, Peter tomó conciencia de que algo no iba como debería justo segundos antes de que Alicia desapareciera de su línea de visión. No había explicación racional para aquella certeza. Le llegó del silencio, una sensación que le caló hasta los huesos.

—Lish, contesta.

No hubo respuesta.

—Lish, ¿me oyes?

Un silbido de estática, y después:

—Quédate ahí.

Había algo inquietante en su voz. Una sensación de resignación, como si estuviera cortando una cuerda que la sujetara sobre un abismo. Antes de que pudiera contestar, la voz de ella regresó.

—Lo digo en serio, Peter.

Después, enmudeció.

Llamó por radio a la superficie.

—Algo va mal. La he perdido.

—Continúe en su puesto, Jaxon.

¿Había dicho ella el túnel izquierdo? Sí, el izquierdo.

—Voy a por ella —respondió a Henneman.

—Negativo. Quédese…

Pero Peter no oyó el resto del mensaje de Henneman. Ya se estaba alejando.

Al mismo tiempo, el teniente Dodd había iniciado una loca carrera por el sendero zigzagueante que llevaba a la cueva. Ignoraba que la cadena de transmisión por radio se había roto, y que ni Peter ni, por extensión, Alicia sabían que la bomba situada en la base de la entrada principal se había autodesarmado, el primer percance en una cascada de acontecimientos que jamás serían explicados a plena satisfacción del Mando. Por algún motivo (un cortocircuito en la línea, un defecto mecánico, un capricho del destino), el receptor situado en la base de la cueva había perdido contacto con la superficie. Una cagada de primera clase, y ahora Dodd estaba corriendo hacia la boca del infierno.

Su primer descenso había durado quince minutos. Esprintando por el traicionero y siniestro sendero, llegó al fondo en menos de cinco. En la periferia de su visión percibió que algo se hundía arriba, pero con las prisas no logró procesarlo. Si Henneman ordenaba la explosión antes de que hubiera podido salir, sus hombres provocarían la detonación de todos modos y le matarían en la explosión. La única idea que ocupaba su mente era llegar al fondo, reparar el detonador y volver a salir.

Allí estaba. El receptor. Dodd lo había colocado sobre un peñasco liso similar a una mesa situado en la boca del túnel. Ahora estaba en el suelo, volcado de lado. ¿Qué fuerza lo habría derribado? Dodd cayó de rodillas, con la respiración acelerada. Ríos de sudor resbalaban sobre su cara. Un hedor espantoso impregnaba el aire. Levantó con cautela el aparato. El receptor tenía dos interruptores, uno para armar el detonador, otro para cerrar el circuito y detonar la bomba. ¿Por qué no estaba funcionando? Pero entonces comprendió que la antena se había soltado, y había quedado torcida a causa de la caída. Sacó un destornillador de la mochila.

El techo empezó a moverse.

Alicia se fijó primero en los huesos. Los huesos y el olor, un hedor insoportable, rancio, biológico, como el gas encerrado en una tumba. Dio un paso adelante. Cuando su bota tocó el suelo sintió, y después oyó, un crujido de hueso. El esqueleto de algo pequeño. El cráneo diminuto, la sonrisa burlona de los dientes: ¿una especie de roedor? Su campo de visión se ensanchó. El suelo estaba sembrado de restos frágiles, en muchos sitios apilados hasta la altura de la rodilla, o incluso de la cintura, como ventisqueros de nieve.

¿Dónde estás?, pensó. Muéstrate, hijo de puta. Tengo un mensaje de Louise.

Martínez estaba cerca, muy cerca. Estaba prácticamente encima de él. Por primera vez en muchos años, Alicia conoció el sabor del miedo, pero más que eso: conoció el odio. Una fuerza en estado puro, asfixiante, que invadía hasta el último rincón de su ser. Toda su vida parecía destinada a ese preciso momento. Martínez era la gran desdicha del mundo. No buscaba gloria, ni siquiera justicia. Era venganza. No matar, sino el acto de matar. Decir: De parte de Louise. Sentir que la vida de Martínez lo abandonaba bajo su mano.

Ven a mí. Ven a mí.

Una forma apareció en la penumbra, un destello de piel blanca en el haz de su rifle. Alicia se quedó petrificada. ¿Qué demonios…? Avanzó un paso, y luego otro.

Era un hombre.

Decrépito y encorvado, indeciblemente viejo, de figura consumida, un boceto de huesos. Su piel estaba desprovista de todo color, casi translúcida. Estaba acurrucado en su desnudez en el suelo de la cueva. Cuando la luz del rifle paseó sobre su cara, no se encogió. Sus ojos eran como piedras, inertes en la ceguera. Un murciélago aleteaba en sus manos. Sus largas alas, similares a cometas, las finísimas membranas estiradas sobre los abanicos transparentes de huesos que formaban dedos, se agitaron impotentes. El hombre acercó el murciélago a su cara y, con sorprendente energía, introdujo la delicada cabeza en su boca. Un último chillido ahogado, un temblor de las alas del animal, y después un chasquido: el hombre arrojó el cuerpo a un lado y escupió la cabeza en el suelo. Apretó el cuerpo contra sus labios y empezó a succionarlo vigorosamente, mientras su cuerpo se mecía al ritmo de sus inhalaciones, y un tenue susurro, como un zureo, casi infantil, surgió de su garganta.

La voz de Alicia sonó torpemente estridente en el espacio cavernoso.

—¿Quién demonios eres?

El hombre apuntó su cabeza rígida y ciega hacia el origen del sonido. La sangre le resbalaba por los labios y la barbilla. Alicia observó por primera vez una imagen azulina que reptaba por un lado del cuello: la figura de una serpiente.

—Contéstame.

Un tenue soplido, más aire que palabras.

—Ig… Ig…

—¿Ig? ¿Te llamas así? ¿Ig?

—… nacio.

Su frente se arrugó.

—¿Ignacio?

Oyó pasos a su espalda. Cuando Alicia giró en redondo, el haz del rifle de Peter barrió su rostro.

—Te dije que esperaras.

La expresión de Peter delataba la fascinación que sentía por la imagen del hombre acurrucado en el suelo.

Alicia apuntó con el rifle a la frente del hombre.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Martínez?

Brotaron lágrimas de los ojos ciegos.

—Nos ha abandonado. —Su voz era como un gemido de dolor—. ¿Por qué nos ha abandonado?

—¿Qué quiere decir que os ha abandonado?

Con un gesto inseguro, el hombre levantó la mano hasta el cañón del rifle, lo rodeó en su puño y apretó el cañón contra su frente.

—Por favor —dijo—. Mátame.

Había murciélagos. Murciélagos a centenares, a millares, a millones. Explotaron del techo del túnel, una sólida masa aérea. Invadieron los sentidos de Dodd con su calor, peso, sonido y olor. Se lanzaron hacia él como una ola, le encerraron en un vórtice de frenesí animal en estado puro. Agitó los brazos frenéticamente, intentó ahuyentarlos de su cara y ojos. Sintió, pero no experimentó por completo, la picadura de sus dientes, que se clavaban en su carne como una serie de alfilerazos lejanos. Van a hacerte trizas, le estaba diciendo su mente. Así terminará todo. Tu espantoso destino es morir en esta cueva, despedazado por murciélagos. Dodd chilló, y cuando chilló su percepción del dolor alcanzó toda su dimensión, y su mente y su cuerpo adquirieron al instante una unidad de agonía aniquiladora, y mientras saltaba hacia el detonador, con sus luces destellantes e interruptores, su persona física asumió en aquel prolongado instante las propiedades de un martillo mientras caía, y su único pensamiento (oh, mierda) fue también el último.

La onda explosiva de la primera carga, detonada de forma prematura, salió lanzada como un cohete desde el túnel hasta el complejo de salas y cavidades con la energía de una locomotora fuera de control, llegó al Palacio del Rey como una terrorífica detonación, a la que se impuso un estallido de presión y un profundo temblor subterráneo. A esto siguió una segunda sacudida subterránea, como la cubierta de un barco agitada por una ola gigante. Fue un acontecimiento atmosférico, auditivo, calórico y sísmico al mismo tiempo. Poseía la energía suficiente para afectar al mismísimo núcleo de la Tierra.

Los llamaban perchas: virales dormidos que, con sus procesos metabólicos suspendidos, existían en un estado de hibernación prolongada. En este estado podían sobrevivir durante años o décadas, y preferían, por razones desconocidas (tal vez una expresión de su parentesco biológico con los murciélagos, un recuerdo enterrado de su raza), colgar cabeza abajo, con los brazos cruzados sobre el pecho con una curiosa pulcritud, como momias en sus sarcófagos. En las diversas cámaras de las cavernas de Carlsbad (aunque no en el Palacio del Rey: estaba reservado en exclusiva a Ignacio) esperaban un almacén dormido de estalactitas biológicas, un ejército somnolente de carámbanos relucientes despertados a la conciencia por la detonación de la bomba. Como cualquier especie, percibieron este ajuste en su entorno como una amenaza mortal. Como virales, despertaron al instante debido al olor a sangre humana que había aparecido entre ellos.

Peter y Alicia se pusieron a correr.

Alicia, de haber estado sola, habría plantado cara. Aunque la horda la hubiera engullido, estaba tan grabado en su naturaleza dar la vuelta y luchar que esa tarea imposible se le hubiera antojado extrañamente satisfactoria: algo relacionado con el destino, y una despedida honorable del mundo. Pero Peter estaba con ella. Era su sangre, no la de ella, lo que los virales deseaban. Los seres se estaban precipitando hacia ellos, llenaban los canales subterráneos de la caverna como las aguas desbordadas de una inundación. La distancia que los separaba del ascensor, apenas un centenar de metros, se le antojaba kilómetros. Los virales rugían detrás de ellos. Peter y Alicia esprintaron hasta el ascensor. No había tiempo para disponer la carga. Su estrategia inicial ya no servía de nada. Alicia recogió el explosivo del suelo del ascensor, agarró a Peter por la muñeca, le introdujo a través de la entrada y se precipitó detrás de él, al tiempo que aterrizaba con un ruido metálico.

—¡Agarra un cable! —gritó.

Un momento de incomprensión.

—¡Hazlo y cógete bien!

¿Comprendía él lo que se proponía? Daba igual. Peter obedeció. Alicia dejó caer el paquete sobre el techo del ascensor, apuntó el rifle hacia la placa de los cables y apretó el gatillo.

Liberados de la masa de la caja del ascensor, los contrapesos cayeron. Un fuerte tirón, y después una potentísima fuerza de aceleración los lanzó hacia arriba. Peter experimentó la ascensión de una forma borrosa, una sensación de movimiento puro que se concentraba en sus manos, su único vínculo con la vida. Se habría soltado de no ser por Alicia, quien, debajo de él, sin aflojar en ningún momento su presa, actuaba a modo de soporte e impedía que resbalara por el cable y se precipitara al abismo. En una confusión de brazos y piernas giraban locamente, abrumados por el bombardeo de datos físicos que Peter era incapaz de calcular. No veía a los virales subiendo a saltos el pozo detrás de ellos, rebotando de pared a pared, y a cada sacudida se propulsaban hacia arriba y acortaban distancias.

Pero Alicia sí. Al contrario que Peter, cuyos sentidos sólo eran humanos, poseía los mismos giroscopios internos que sus perseguidores. Su conciencia del tiempo, el espacio y el movimiento era capaz de efectuar cálculos de una manera constante, lo cual le permitía no sólo mantener su presa, sino también apuntar el rifle hacia abajo. Iba a utilizar el lanzagranadas. Su objetivo era el explosivo situado en el techo del ascensor.

Disparó.