Fue Dee Vorhees quien dijo que quería llevar a los niños.
Aunque no era la única. Todas las mujeres, como su marido, Curtis, no tardaría en descubrir, eran cómplices en el plan. Sally, la prima de Dee, y Mace Francis, y Shar Withers y Cece Cauley y Ali Dodd e incluso Matty Wright (la siempre nerviosa y agitada Matty Wright), dijeron a su marido lo mismo. Una verdadera emboscada, las mujeres flanqueando a sus hombres por la izquierda y por la derecha con una insistencia de esposa a la que no podían negarse: Unas cuantas horas al sol, dijeron todas, tendidas en la cama, lavando los platos, o preparando a los niños para ir a la escuela. ¿Qué tiene de malo? Llevemos a los niños esta vez.
Y no era que no hubieran sacado a las chicas extramuros antes, le recordó Dee, mientras los dos compartían un tranquilo momento en la cocina, después de poner a dormir a las niñas. Hubo aquella vez (¿cuándo fue?) en que habían ido a Green Field para celebrar el cumpleaños de Nitia. La pequeña Siri aún gateaba, y Nitia todavía arrastraba la manta sucia allá adonde fuera. Aquellas plácidas horas bajo el aliviadero, y las mariposas. ¿Se acordaba él? La forma en que parecían flotar a lo largo de un río aéreo, sus brillantes alas cayendo y pugnando por alzarse de nuevo, y aquélla que, para sorpresa de todos, se posó sobre la nariz de Nitia. Dee dijo: ¿No sentiste la presencia de Dios en algo semejante? La dulce sensación de libertad, las pequeñas que no paraban de reír, la sirena de advertencia a horas de distancia, un futuro lejano, y el cielo azul suspendido como el paraíso sobre las cabezas, y los cuatro extramuros juntos. La Zona Verde, era cierto, ella no decía lo contrario, pero desde allí se podía ver el perímetro, las torres de vigilancia y los centinelas y las vallas con su alambre de espino, y en cualquier caso, ¿quién decidía estas cosas? ¿Quién decidía dónde empezaba una zona y empezaba la siguiente? ¿Por qué una excursión a Ag Norte era diferente, más peligrosa? Cruk estaría allí, y también Tifty (le había salido el nombre antes de poder callar, pero ¿qué podía hacer?). Había los habitáculos si algo pasaba, pero ¿para qué? ¿En mitad de un día de verano? Las trampas habían aparecido vacías desde hacía meses, ni siquiera había lelos. Todo el mundo lo decía. Unas horas al sol, lejos del gris y la mugre de la ciudad. Un picnic de verano en el campo. Era lo único que pedía.
¿Lo haría, esta minucia? ¿Por las niñas? ¿Por qué no lo decía de una vez? ¿Lo haría por ella, la esposa que le amaba?
Fue por eso que, dos días después, una bochornosa mañana de julio, con la temperatura disparada ya hacia los treinta grados, Curtis Vorhees, de treinta y dos años, capataz del Complejo Agrícola del Norte, con la vieja 38 de su padre embutida en el cinto con tres balas en la recámara (su padre había disparado las otras tres), se encontró en un transporte lleno de familias enteras, y no sólo familias: niños. Nitia y Siri y su primo Carson, recién cumplidos los doce años, pero todavía tan menudo que sus pies colgaban unos siete centímetros sobre el suelo; Bab y Dunk Withers, los gemelos; las niñas Francis, Rena y Jules, sentadas atrás para que no llamaran la atención de los chicos; la pequeña Jenny Apgar, a caballito sobre el regazo de su hermano mayor, Gunnar; Dean y Amelia Wright, ambos lo bastante mayores para fingir que estaban aburridos y ofendidos; Merry Dodd y su hermano pequeño, Satch, y Louis Cauley, todavía en el moisés; Reese Cuomo y Dash Martinez y Cindy-Sue Bodine. Diecisiete en total, una masa concentrada de calor y ruidos infantiles, tan definido para los sentidos de Vorhees como el zumbido de un enjambre de abejas. Era habitual que las esposas se reunieran con sus maridos para plantar, y durante la época de la cosecha, por supuesto, cuando cada par de manos encontraba trabajo que hacer; pero esto era algo nuevo. Incluso cuando el autobús salió por la puerta, el viejo motor diésel rugiendo y petardeando, con el cansado chasis oscilando bajo sus pies, Curtis Vorhees lo sintió. Un trabajo pesado y sudoroso se había convertido de repente en una ocasión especial. El día poseía el espíritu esperanzado de una tradición que nacía. ¿Por qué no lo habían pensado antes, que llevar a los niños convertiría el día en algo especial?
Tras dejar atrás el dique, el depósito de combustible y la verja, mientras los centinelas los saludaban con la mano, valle abajo se fueron, adentrándose en la dorada luz de una mañana de julio. Las mujeres, sentadas detrás con las cestas y las provisiones, chismorreaban y reían entre ellas. Los niños, después de un intento infructuoso de una de las madres (fue Ali Todd, por supuesto) de organizarlos en un entusiasta coro del himno de Texas (¡Texas, Texas! ¡Saludemos todos al poderoso estado! ¡Texas, nuestro Texas! ¡Tan maravilloso, tan grande!), se habían dividido en diversas facciones guerreras, mientras las chicas mayores susurraban y reían por lo bajo e intentaban minuciosamente hacer caso omiso de los chicos, y los chicos fingían minuciosamente hacer caso omiso de las chicas, los pequeños saltaban en los bancos y corrían por el pasillo para lanzar diversos asaltos; los hombres de delante iban sentados en su habitual silencio comedido, y se comunicaban tan sólo mediante el intercambio ocasional de una mirada irónica o una sola ceja enarcada: ¿En qué nos hemos metido? Eran hombres de los campos, de manos encallecidas por el trabajo. El pelo muy corto, medias lunas de suciedad bajo las uñas, barbas. Vorhees sacó su reloj del bolsillo y consultó la hora: las 7.05. Faltaban once horas para la sirena, doce para el último transporte, trece para la oscuridad. Consulte el reloj. Infórmese del emplazamiento del habitáculo más cercano. En caso de duda, huya. Palabras impresas en su conciencia de manera tan indeleble como una canción de cuna o una oración de sus hermanas. Vorhees se volvió en el asiento para encontrarse con la mirada de Dee. Tenía a Siri en el regazo, la nariz de la niña apretada contra la ventanilla para ver el mundo desfilar. Dee le dedicó una sonrisa cansada, compuesta de palabras: Gracias. Siri había empezado a saltar, movía las rodillas con deleite. La niña sacó un dedo rechoncho por la ventanilla y lanzó un chillido de placer. Gracias por esto.
Y entonces, antes de darse cuenta, ya habían llegado. A través del parabrisas del transporte los campos del Complejo Agrícola del Norte aparecieron ante su vista, su enorme mosaico extendido ante ellos como los cuadrados de un edredón abigarrado: trigo y maíz, algodón y judías, arroz, cebada y avena. Seis mil setenta hectáreas pespunteadas gracias a un calado de carreteras polvorientas y, en los bordes, cortavientos de álamos y robles. Las torres de vigilancia y estaciones de bombeo, con sus colectores y laberintos de tuberías y, dispersos a intervalos regulares, los habitáculos, señalizados mediante altas banderas naranja, que colgaban flácidas en el aire inmóvil. Vorhees sabía su emplazamiento de memoria, pero cuando el trigo estaba alto no siempre podías localizarlos enseguida sin las banderas.
Se levantó y caminó hacia la parte delantera, donde el hermano de Dee, Nathan (todo el mundo le llamaba Cruk), estaba de pie al lado del conductor. Vorhees era el capataz, pero era Cruk, como oficial de Seguridad Nacional más antiguo, quien ostentaba el mando.
—Parece que vamos a tener un buen día —dijo Vorhees.
Cruk se encogió de hombros, pero no dijo nada. Como los peones, iba vestido con lo primero que encontraba: tejanos remendados y una camisa caqui deshilachada en el cuello y las muñecas. Encima de todo eso llevaba un chaleco de plástico, de un naranja intenso, con las palabras DEPARTAMENTO DE TRANSPORTES DE TEXAS impresas en la espalda. Sujetaba un rifle, un 30-06 de cañón largo con mira telescópica, sobre el pecho, y un 45 trucado en la cadera. El rifle era un arma normal, pero el 45 era algo especial, un arma antigua militar o quizá de la policía, con un acabado negro lubricado y culata de madera pulida. Hasta tenía nombre: lo llamaba Abigail. Tenías que conocer a alguien para conseguir un arma así, y Vorhees no tuvo que esforzarse en pensar demasiado para imaginar quién sería esa persona. Todo el mundo sabía que Tifty se dedicaba al tráfico. La 38 de Vorhees, con sus irrisorias tres balas, parecía precaria en comparación, pero no habría podido permitirse un arma como aquélla.
—Siempre puedes decir que fue idea de Dee —dijo Cruk.
—Por lo tanto, no crees que sea una buena idea.
Su cuñado lanzó una carcajada ahogada. Era en tales momentos cuando el parecido de Cruk con su hermana resultaba más asombroso, si bien también era cierto que se trataba más de una insinuación que de un parecido físico real, algo en lo que sólo Vorhees habría podido reparar. La mayoría de la gente, en realidad, comentaba lo poco que se parecían.
—Da igual lo que yo piense. Lo sabes tan bien como yo. Cuando a Dee se le mete algo en la cabeza, ya puedes colgarte de las pelotas y tirar la toalla.
El autobús dio un brinco estremecedor. A Vorhees le costó mantener el equilibrio. Detrás de ellos, los niños chillaron de contento.
—Eh, Dar —dijo Cruk—, ¿crees que puedes sortear los baches?
La anciana que iba al volante respondió con un gruñido. Decir a Dar lo que debía hacer con su autobús era el equivalente a un acto de guerra. Todos los conductores de transportes eran mujeres mayores, por lo general viudas. No era una regla escrita; las cosas eran así, sencillamente. Dar, que fruncía el ceño permanentemente, era una cascarrabias legendaria, la mujer más sensata que había pisado jamás la Tierra. Su reloj era un cronómetro que llevaba colgado al cuello, y te dejaba tirado en medio de una nube de polvo si llegabas un minuto tarde al último transporte. Más de un peón había pasado la noche en un habitáculo muerto de miedo, contando los minutos que faltaban para el amanecer.
—Un autobús cargado de críos, por el amor de Dios. Apenas puedo pensar con todo este ruido. —Dar alzó los ojos hacia el espejo lleno de agujeros que había encima del parabrisas—. ¡Por el amor de Dios, callad de una vez ahí detrás! ¡Duncan Withers, bájate de ese banco ahora mismo! ¡Y no creas que no puedo verte, Jules Francis! Así está mejor —advirtió con una mirada gélida—. Estoy hablando contigo, jovencita. Ya puedes borrar de tu cara esa expresión desdeñosa.
Todo el mundo guardó un repentino silencio, incluso las esposas. Pero cuando Dar volvió los ojos hacia la carretera, Vorhees se dio cuenta de que su ira era fingida. Estaba a punto de ponerse a reír.
Cruk apoyó una manaza sobre su hombro.
—Relájate, Vor. Deja que todo el mundo disfrute del día.
—¿He dicho que estuviera preocupado?
La expresión de Cruk se suavizó.
—Escucha, ya sé que preferirías que Tifty no viniera con nosotros. ¿De acuerdo? Lo entiendo. Pero es el mejor tirador que tenemos. Digas lo que digas, ese tipo es capaz de darle a un colgante a trescientos metros de distancia.
Vorhees no era consciente de haber estado pensando en Tifty. Pero ahora que Cruk sacaba a colación el asunto se preguntó si a lo mejor sí había pensado en él.
—De modo que crees que le vamos a necesitar.
Cruk se encogió de hombros.
—En un día de verano como hoy no tendremos problemas. Sólo soy cauteloso, eso es todo. Ellas también son mis chicas. —Sonrió—. Siempre que Dee no lo convierta en una costumbre. Tuve que pedir la devolución de unos cincuenta favores para montar esta partida, y puedes decirle que yo lo he dicho.
El autobús entró en la zona de estacionamiento. Los últimos barrenderos estaban saliendo del maíz, vestidos con sus abultados trajes acolchados, pesados guantes y cascos con rejillas que ocultaban su rostro. Portaban una gran variedad de armas: escopetas, rifles, pistolas, incluso algunos machetes. Cruk ordenó a los niños que se quedaran donde estaban. Sólo cuando todo estuviera despejado recibirían permiso para bajar del autobús. Cuando los adultos empezaron a bajar las provisiones, Tifty bajó de la plataforma situada sobre el techo del autobús y se reunió con Cruk para conferenciar con el agente de SN al mando del pelotón de barrenderos, un hombre llamado Dillon. El resto del equipo de Dillon, ocho hombres y cuatro mujeres, habían ido a recoger agua al abrevadero que había junto a la estación de bombeo.
Cruk volvió a donde Vorhees esperaba con el resto de los hombres. El sol ya estaba abrasando la tierra. La humedad de la mañana se había evaporado.
—Todo despejado…, incluidos los cortavientos. —Guiñó el ojo a Vorhees—. Eso le costará un extra a Dee.
Antes de que Cruk pudiera terminar la frase, los niños se levantaron del asiento como impulsados por un resorte y salieron corriendo del autobús, dejando sitio a los barrenderos, que regresarían a la ciudad. Cuando vio a los niños mientras invadían los terrenos, sus cuerpos y rostros iluminados de entusiasmo, Vorhees se quedó fascinado un momento, su mente detenida en una marea de recuerdos. Para muchos, sobre todo para los más pequeños, la excursión de aquel día representaba su primer viaje más allá de los muros. Lo había sabido desde el primer instante. No obstante, presenciar el momento era algo muy diferente. ¿Sentirían el aire en los pulmones de manera distinta, el sol en la cara, el suelo bajo los pies?, se preguntó. ¿Había experimentado él también esa diferencia cuando bajó del transporte por primera vez, tantos años antes? No cabía duda: ir extramuros significaba descubrir un mundo de dimensiones ilimitadas, un mundo cuya existencia conocías, pero del que no creías formar parte. Recordaba la sensación como una especie de goce físico ingrávido, pero también aterrador, como un sueño en el que le hubieran otorgado el don de volar, pero descubría que era incapaz de aterrizar.
Junto a la torre de vigilancia, Fort y Chess estaban colocando postes para erigir un toldo. Las mujeres estaban sacando mesas, sillas y cestas de comida. Ali Dodd, con la cara protegida por el ala de su ancho sombrero de paja, ya estaba intentando organizar a algunos niños en un juego colectivo. Justo como Dee había previsto cuando abordó la cuestión de llevar a los niños.
—Algo es algo, ¿no?
El primo de Vorhees, Ty, un hombre que medía más de metro ochenta de estatura, estaba parado a su lado, con una cesta apretada contra el pecho. La cara estrecha y afligida de Ty, siempre le recordaba a Vorhees un perro de aspecto particularmente triste. A espaldas suyas, Dar tocó la bocina tres veces: con un eructo de humo aceitoso, el autobús se alejó.
—¿Te he contado alguna vez mi primera salida?
—Creo que no.
—Hazme caso —dijo Ty, mientras movía la cabeza de una forma que indicó a Vorhees las pocas ganas de explicarse del hombre—. Menuda historia.
Cuando todo estuvo descargado, Cruk llamó a los niños bajo la lona para repasar las reglas, que todos sabían ya. Lo primero de todo, empezó Cruk, era que todos sabían necesitaba un colega. Tu colega podía ser cualquiera, un hermano, una hermana o un amigo, pero debías tener uno, y tenías que estar siempre con tu colega. Eso era lo más importante. El terreno despejado situado al pie de la torre de vigilancia era seguro, dentro de aquellos límites podían ir a donde les diera la gana, pero no debían aventurarse en el maíz bajo ninguna circunstancia. También estaba prohibido ir al bosque del extremo sur.
Bien, ¿veis esas banderas?, indicó Cruk. Las naranja, colgadas así. ¿Quién sabe decirme qué son?
Media docena de manos se levantaron. Los ojos de Cruk recorrieron el grupo antes de detenerse en Dash Martinez. Siete años, desgarbado, con una mata de pelo oscuro. Bajo el rayo de la atención de Cruk, se quedó paralizado. Estaba sentado entre Merry Dodd y Reese Cuomo, que se tapaban la boca para reprimir las carcajadas. ¿Los habitáculos?, probó el niño. Exacto, contestó Cruk, y asintió. Ahí están los habitáculos. Bien, ahora decidme, continuó, dirigiéndose a todos, si las sirenas se disparan, ¿qué debéis hacer?
¡Correr!, dijo alguien, y después otro y otro. ¡Correr!
—¿Correr adónde? —preguntó Cruk.
Esta vez, un coro de voces: ¡Correr a los habitáculos!
Se relajó y sonrió.
—Bien. Ahora, vamos a divertirnos.
Salieron disparados, salvo los adolescentes, que se demoraron un momento más bajo el toldo, con el fin de separarse de los niños más pequeños. Pero incluso ellos, sabía Vorhees, encontrarían su espacio bajo la luz del sol. Aparecieron las barajas, así como madejas de hilo para tejer. Al cabo de poco rato, las mujeres ya estaban ocupadas, vigilaban a los niños desde debajo del toldo, se abanicaban la cara. Vorhees llamó a los hombres para distribuir tabletas de sal. Aunque bebiera sin parar, un hombre que trabajara con aquel calor podía deshidratarse hasta extremos peligrosos. Llenaron sus botellas en la estación de bombeo. No fue necesario explicar la tarea que les aguardaba: desgranar era un trabajo agotador, aunque sencillo, que habían hecho muchas veces. Por cada tres hileras de maíz, habían plantado una cuarta de una segunda variedad. Esa fila sería despojada de sus espiguillas para impedir la autopolinización. Llegado el tiempo de la cosecha, produciría una nueva variedad híbrida más vigorosa, que sería utilizada como trigo de siembra al año siguiente. Cuando el padre de Vorhees le había explicado por primera vez el proceso, años antes, se le había antojado excitante, incluso vagamente erótico. Al fin y al cabo, lo que estaban haciendo formaba parte del proceso reproductivo, aunque sólo fuera maíz. Pero las incomodidades físicas del trabajo (las horas bajo el sol implacable, la incesante lluvia de polen en las manos y la cara, los insectos que zumbaban alrededor de su cabeza, en busca de la menor oportunidad de meterse en su boca, nariz y oídos) le habían disuadido enseguida de aquella idea. Durante su primera semana en el campo, un hombre se había desmayado debido a un golpe de calor. Vorhees no recordaba quién era o qué había sido de él. Le habían subido al siguiente transporte. Era muy posible que el hombre hubiera muerto.
Pesados guantes de lona, sombreros de ala ancha y camisas de manga larga abotonadas hasta las muñecas. Cuando los hombres estuvieron preparados para marchar, ya estaban sudando profusamente. Vorhees alzó la vista hacia lo alto de la torre de vigilancia, donde Tifty había tomado posiciones e inspeccionaba la hilera de árboles con la mira telescópica. Cruk tenía razón: Tifty era el hombre ideal para estar allí arriba. Fuera lo que fuera Tifty Lamont, su habilidad como tirador era indiscutible. Sin embargo, incluso oír el nombre del individuo, tantos años después, conseguía que Vorhees se sintiera invadido por la ira. En todo caso, el paso del tiempo sólo había aumentado esa sensación: cada año que pasaba era un año más de vida que Boz no había vivido. ¿Por qué Tifty vivía y Boz no? En momentos más calmos, Vorhees comprendía que su sentimiento era irracional. Tal vez Tifty había sido el instigador de aquella noche nefasta, pero cualquiera de ellos habría podido negarse, y Boz estaría vivo. Sin embargo, dijera lo que dijera Dee, o Cruk, o el propio Tifty (quien incluso en este momento, mientras barría la hilera de árboles con el rifle, ofrecía una silenciosa promesa de proteger a los hijos de Vorhees), nada podría disuadir a Vorhees de la creencia de que Tifty era portador de una culpa singular. Al final, se veía obligado a aceptar sus sentimientos como un defecto de su carácter y tragárselos.
Dividió a los trabajadores en tres grupos, cada uno responsable de cuatro filas. Después fueron al refugio para despedirse. En el campo estaban jugando a la pelota. Desde el lado más alejado de la torre de vigilancia se oía el sonido de las herraduras en el pozo. Dee estaba descansando a la sombra con Sally y Lucy Martinez, jugando una ronda de corazones. Sus partidas eran épicas, y a veces se prolongaban durante días.
—Parece que estamos preparados para marchar.
Ella dejó las cartas y alzó la cara hacia él.
—Ven aquí.
Se quitó el sombrero y se dobló en dos para recibir el beso.
—Dios, ya apestas —rió ella, al tiempo que arrugaba la nariz—. Éste es tu último del día, me temo. Bien, ¿debo decirte que tengas cuidado?
Era lo que decía siempre.
—Como quieras.
—Bien, sea: ten cuidado.
Nit y Siri habían entrado en la tienda. Briznas de hierbas se habían enredado en su pelo y en la urdimbre de sus faldas. Como cachorrillos que hubieran rodado por la tierra.
—Abrazad a vuestro padre, niñas.
Vorhees se arrodilló y las tomó en brazos como un fardo tibio.
—Portaos bien con mamá, ¿vale? Volveré a la hora de comer.
—Somos el colega de cada una —anunció Siri.
Vorhees limpió la hierba de su pelo húmedo de sudor. A veces, sólo verlas le despertaba un torrente de amor que le anegaba los ojos en lágrimas.
—Por supuesto. Recordad lo que dijo vuestro tío Cruk. No os alejéis de la vista de mamá.
—Carson dice que hay monstruos en el campo —dijo Siri—. Monstruos que beben sangre.
Vorhees desvió los ojos hacia Dee, quien se encogió de hombros. No era la primera vez que el tema salía a colación.
—Bien, pues se equivoca —les dijo—. Intenta asustaros, gastaros una broma.
—Entonces, ¿por qué no podemos ir al campo?
—Porque ésas son las reglas.
—¿Lo prometes?
Se esforzó por sonreír. Vorhees y Dee habían acordado mostrarse poco concretos sobre el problema lo máximo posible. No obstante, ambos comprendían que no podrían mantener en la inopia a las niñas indefinidamente.
—Lo prometo.
Las abrazó de nuevo, una por una y después a las dos al mismo tiempo, y fue a unirse con su cuadrilla en el borde del campo. Una muralla verde de dos metros de altura: las filas de maíz, una serie de largos pasadizos, se alejaban hasta el cortavientos. El sol había cruzado una barrera invisible hacia mediodía. Nadie hablaba. Vorhees consultó su reloj por última vez. Consulte el reloj. Infórmese del emplazamiento del habitáculo más cercano. En caso de duda, huya.
—Muy bien, todo el mundo —dijo, y se calzó los guantes—. Pongamos manos a la obra.
Y con estas palabras, todos juntos entraron en el campo.
En cierto sentido, todos se habían convertido en lo que eran por culpa de una sola noche: la última noche de su infancia. Cruk, Vorhees, Boz, Dee: formaban una pandilla, sus órbitas diarias restringidas tan sólo por los muros de la ciudad y los ojos vigilantes de las hermanas, que dirigían la escuela, y el SN, que dirigía todo lo demás. Un tiempo de chismes, de rumores, de historias intercambiadas en el polvo. Caras sucias, manos sucias, los cuatro haraganeando en la callejuela que había detrás de sus casas, cuando volvían de la escuela. ¿Qué era el mundo? ¿Dónde estaba el mundo, y cuándo lo verían? ¿Adónde iban sus padres, y a veces también sus madres, que regresaban con olor a trabajo y deber y misteriosas preocupaciones? Al exterior, sí, pero ¿era muy diferente de la ciudad? ¿Qué sensación te daba, a qué sabía, cómo sonaba? ¿Por qué, de vez en cuando, alguien, una madre o un padre, se marchaba para no regresar jamás, como si el reino invisible que había al otro lado de los muros poseyera el poder de engullirlos por completo? Lelos, dragones, vampiros, brincos: sabían los nombres, pero no sentían todo el peso de su significado. Había los dragones, los más malvados, que eran lo mismo que los brincos o los vampiros (una palabra que sólo utilizaban los viejos); y estaban los lelos, que eran similares pero no iguales. Peligrosos, sí, pero no tanto, más un engorro, como los escorpiones y las serpientes. Algunos decían que los lelos eran dragones que habían vivido demasiado; otros, que eran unos seres diferentes por completo. Nunca habían sido humanos del todo.
Lo cual era otra cosa. Si los virales habían sido personas como ellos, ¿cómo se habían transformado en lo que eran?
Pero la historia más impresionante de todas era la del gran Niles Coffee: el coronel Coffee, fundador de la Fuerza Expedicionaria, hombre intrépido que cruzó el mundo para luchar y morir. Los orígenes de Coffee, como todo lo relacionado con él, estaban contaminados por el mito. Era un tercer hijo, criado por sus hermanas; era un huérfano de la Incursión del Este del 38, que había visto morir a sus padres; era un rezagado que había aparecido en la puerta un día, un niño guerrero vestido con pieles, cargado con una cabeza de viral clavada en una pica. Había matado a cien virales con las manos desnudas, a mil, a diez mil. El número siempre aumentaba. Nunca puso el pie en la ciudad. Caminaba entre ellos vestido como un hombre normal, un peón, que ocultaba su identidad. No existía en absoluto. Se decía que sus hombres hacían un juramento, un juramento de sangre, pero no a Dios sino entre sí, y que se afeitaban la cabeza como señal de su promesa, que era una promesa de morir. Habían viajado hasta muy lejos de los muros, y no sólo en Texas. Oklahoma City. Wichita, Kansas. Roswell, Nuevo México. En la pared, encima de su catre, Boz tenía un mapa de los antiguos Estados Unidos, bloques de color desvaídos reunidos como las piezas de un rompecabezas. Para señalar cada lugar nuevo, clavaba uno de los alfileres de su madre, y conectaba dichos alfileres con un cordón para indicar las rutas que Coffee había recorrido. En la escuela preguntaban a la hermana Peg, cuyo hermano trabajaba en la Carretera del Petróleo, ¿qué había oído, qué sabía? ¿Era cierto que los Expedicionarios habían descubierto a otros supervivientes, poblaciones enteras e incluso ciudades llenas de gente? A esto no contestaba nada la hermana, pero en el destello de sus ojos, cuando pronunciaban el nombre de su hermano, veían la luz de la esperanza. Eso era Coffee: viniera de donde viniera, cómo lo logró, Coffee era un motivo de esperanza.
Llegaría un tiempo, muchos años después, mucho después de que Boz hubiera muerto, y su madre también, en que Vorhees se preguntaría: ¿por qué su hermano y él nunca habían hablado de estas cosas con sus padres? Habría sido lo más natural. No obstante, mientras investigaba en sus recuerdos, no pudo recordar a su padre o a su madre diciendo ni una palabra sobre el mapa de Boz. ¿Por qué? ¿Y qué había sido del mapa, que en el recuerdo de Vorhees un día estaba y al siguiente había desaparecido? Era como si las historias de Coffee y los Expedicionarios hubieran formado parte de un mundo secreto, un mundo de la infancia que, una vez pasado, ya no volvía a emerger. Durante varias semanas estas preguntas le habían consumido hasta tal punto que una mañana, mientras desayunaba, hizo acopio de valor por fin para preguntar a su padre, quien rió. ¿Estáis de coña? Thad Vorhees aún no era un anciano, pero lo parecía: se le había caído casi todo el pelo y le faltaba media dentadura. Su piel estaba impregnada de una humedad rancia, las manos sobre la mesa de la cocina eran como nidos de hueso. ¿Hablas en serio? Bien, tú no eras tan malo, pero Boz… Siempre estaba dando la tabarra con ello. Coffee, Coffee, Coffee, todo el santo día. ¿No te acuerdas? Sus ojos se nublaron debido a un repentino dolor. Aquel estúpido mapa. Si quieres que te diga la verdad, no tuve ánimos para romperlo, pero me sorprendió que tú lo hicieras. Nunca te había visto llorar de aquella manera en toda la vida. Supongo que descubriste que todo eran chorradas. Coffee y los demás. Nada de nada.
Pero no era nada. Nunca había sido, nunca podría ser, nada. ¿Cómo podía ser nada, cuando habían amado a Boz como lo habían hecho?
Fue Tifty, por supuesto: Tifty el mentiroso, Tifty el cuentista, Tifty, quien necesitaba con tanta desesperación que alguien le necesitara, que cualquier estupidez podía salir de su boca. El que afirmaba haber visto a Coffee con sus propios ojos. Tifty, rieron todos, eres un saco de mierda. Tifty, tú nunca viste a Coffee ni a ningún otro. No obstante, pese a sus burlas, la idea se fue imponiendo. Desde el principio, el chico poseía talento para convencerte de algo aunque supieras que no era cierto. Se había introducido en su círculo con tal sigilo que nadie sabía decir cómo había ocurrido. Un día no existía Tifty, y al siguiente sí. Un día que empezó como cualquier otro: con la capilla y la escuela, mientras las tres de la tarde se acercaban con una lentitud agónica. El sonido de la campana y la repentina liberación, trescientos cuerpos que corrían por los pasillos y bajaban la escalera hasta salir a la tarde. El paseo desde la escuela hasta sus viviendas, los rostros que se afligían cuando el camino de los compañeros de clase se separaba, hasta que sólo quedaban los cuatro.
Aunque no exactamente. Cuando se internaron en el callejón, con su revoltijo de carritos de la compra antiguos, colchones empapados y sillas rotas (la gente siempre tiraba los objetos desechados allí, dijera lo que dijera el intendente), se dieron cuenta de que los seguían. Un chico delgaducho, con una cara demacrada coronada por una mata de pelo rubio rojizo que daba la impresión de haber caído desde una gran altura sobre su cabeza. Aunque era enero, y el aire estaba impregnado de humedad, no llevaba abrigo, sólo jersey, tejanos y chancletas de plástico en los pies. La distancia a la que los seguía, con las manos hundidas en los bolsillos, era lo bastante cercana para despertar su curiosidad, pero sin dar la impresión de entrometerse. Una distancia de prueba, como si estuviera diciendo: Yo podría ser alguien interesante. Tal vez os gustaría concederme una oportunidad.
—¿Qué crees que quiere? —preguntó Cruk.
Habían llegado al final de la callejuela, donde habían erigido un pequeño refugio con trozos de madera. Un colchón mohoso, con los muelles al aire, hacía las veces de suelo. El muchacho se había detenido a una distancia de nueve metros, mientras arrastraba los pies en el polvo. Su porte daba la impresión de que las partes de su cuerpo estaban conectadas de una forma vaga, como si lo hubiera hecho a partir de cuatro chicos diferentes.
—¿Nos estás siguiendo? —gritó Cruk.
El chico no contestó. Tenía la mirada gacha y desviada a un lado, como un perro que intentara evitar el contacto visual. Desde aquel ángulo, todos pudieron ver la marca que tenía en el lado izquierdo de la cara.
—¿Eres sordo? Te he hecho una pregunta.
—No os estoy siguiendo.
Cruk se volvió hacia los demás. Al ser el mayor por un año, era el líder extraoficial.
—¿Alguien conoce a este chico?
Nadie le conocía. Cruk volvió a mirarle.
—Tú, ¿cuál es tu nombre?
—Tifty.
—¿Tifty? ¿Qué clase de nombre es Tifty?
Los ojos del muchacho inspeccionaron las puntas de las sandalias.
—Sólo un nombre.
—¿Tu madre te llamó así? —preguntó Cruk.
—No tengo.
—¿Está muerta o te abandonó?
El chico estaba manoseando algo en el bolsillo.
—Ambas cosas, supongo. Da igual, en todo caso. —Los miró con los ojos entornados—. ¿Sois como un club?
—¿Por qué lo preguntas?
El chico alzó sus hombros huesudos.
—Os he visto, eso es todo.
Cruk miró a los demás, y después volvió a mirar al chico. Exhaló un suspiro de cansancio.
—Bien, es absurdo que estés parado ahí como si fueras tonto del culo. Acércate para que podamos echarte un vistazo.
El chico caminó hacia ellos. Vorhees pensó que tenía algo familiar, su aspecto abatido. Aunque tal vez fuera tan sólo el hecho de que cualquiera de ellos habría podido estar tan solo como él. Observó que la marca de su cara era un gran morado púrpura.
—Yo conozco a este chico —dijo Dee—. Vives en Protección Oficial, ¿verdad? Te vi cuando te trasladaste con tu padre.
Viviendas de Protección Oficial de Hill Country: un laberinto de apartamentos y familias apretujadas. Todo el mundo lo llamaba Protección Oficial.
—¿Es eso cierto? —preguntó Cruk—. ¿Acabas de mudarte?
El muchacho asintió.
—Desde Ciudad-H.
—¿Estás con tu padre? —preguntó Cruk.
—También tengo una tía, Rose. Es la que más cuida de mí.
—¿Qué llevas en el bolsillo? Te he visto jugar con ello.
El chico sacó la mano para enseñárselo: un cuchillo plegable lleno de aparatitos. Cruk lo cogió, mientras los otros tres le rodeaban para mirar. Las hojas habituales, más una sierra, un destornillador, unas tijeras y un sacacorchos, incluso una lupa, con la lente oscurecida por los años.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Cruk.
—Mi padre me lo regaló.
Cruk frunció el ceño.
—¿Se dedica al tráfico?
El chico negó con la cabeza.
—Noooo. Es un hidro. Trabaja en la presa. —Indicó el cuchillo—. Puedes quedártelo, si quieres.
—¿Para qué quiero un cuchillo?
—Joder, si él no lo quiere, yo me lo quedaré —dijo Boz—. Dámelo.
—Cierra el pico, Boz. —Cruk examinó al muchacho poco a poco—. ¿Qué te has hecho en la cara?
—Me caí.
Su tono no era defensivo. Y no obstante todos percibieron el vacío de su mentira.
—Te caíste sobre un puño, lo más probable. ¿Lo hizo tu padre, u otra persona?
El chico no dijo nada. Vorhees vio que su mandíbula temblaba un momento.
—Déjale en paz, Cruk —dijo Dee.
Pero los ojos de Cruk continuaron clavados en el chico.
—Te he hecho una pregunta.
—Lo hace a veces. Cuando está cocido. Rose dice que no quiere hacerlo. Es por culpa de mi madre.
—¿Porque te abandonó?
—Porque murió cuando me dio a luz.
Dio la impresión de que las palabras del muchacho quedaban suspendidas en el aire. Era verdad, o no. En cualquier caso, ahora nadie podía negarse a su petición.
Cruk extendió el cuchillo.
—Anda, cógelo. No quiero el cuchillo de tu padre.
El chico lo devolvió al bolsillo.
—Soy Cruk. Dee es mi hermana. Los otros dos son Boz y Vor.
—Sé quiénes sois. —Los miró vacilante—. ¿Ya soy miembro del club?
—¿Cuántas veces te lo he de repetir? —dijo Cruk—. No somos un club.
De esta manera quedó decidido: Tifty era uno de ellos. A su debido tiempo, todos llegaron a conocer a Bray Lamont, un hombre feroz, incluso aterrador, sus ojos siempre encendidos debido al whisky ilegal que todo el mundo llamaba lingotazo, su voz ronca a causa de la bebida gritando el nombre de Tifty desde la ventana cada noche cuando sonaba la sirena. ¡Tifty, maldita sea! ¡Tifty, ven aquí antes de que salga a buscarte! En más de una ocasión, el chico aparecía en el callejón con un moratón nuevo, cardenales, una vez con el brazo en cabestrillo. En su ira desatada, el padre le había arrojado al otro lado de la habitación y le había dislocado el hombro. ¿Debía decírselo al de SN? ¿A sus padres? ¿Y tía Rose, no podía ayudarle? Pero Tifty siempre negaba con la cabeza. Daba la impresión de que sus heridas no le encolerizaban, tan sólo un fatalismo reservado que no podían dejar de admirar. Parecía una especie de energía. No se lo digáis a nadie, suplicaba el muchacho. Él es así. Nadie lo puede cambiar.
Había más historias. El bisabuelo de Tifty, afirmaba él, había sido uno de los signatarios originales de la Declaración de Texas y había supervisado la habilitación de la Carretera del Petróleo. Su abuelo fue un héroe de la Incursión al Este del 38. Mordido mortalmente en la primera oleada, había conducido la carga desde el aliviadero y sacrificado su vida en el campo de batalla delante de sus hombres, suicidándose con su cuchillo. Un primo, cuyo nombre Tifty se negó a revelar («todo el mundo le llama Primo»), era un gángster buscado por la justicia, el encargado de la mayor destilería de Ciudad-H. Su madre, una gran belleza, había recibido nueve propuestas de matrimonio antes de cumplir los dieciséis años, incluida la de un hombre que más tarde llegaría a ser miembro del equipo de gobierno del presidente. Héroes, dignatarios, criminales, un inmenso y colorido abanico de peces gordos, tanto en el mundo que conocían como en aquel que acechaba bajo él, el mundo del tráfico. Tifty conocía a gente que conocía a gente. Las puertas se abrían al instante para Tifty Lamont. Daba igual que fuera el hijo de un hidro borracho de Ciudad-H, otro chico esquelético con moratones en la cara y ropa que no le quedaba bien y que nunca lavaba, al cuidado de una tía soltera y que vivía en Protección Oficial. Las historias de Tifty eran demasiado buenas, demasiado interesantes, para no creerlas.
Pero ver a Coffee… Eso era demasiado. Tal afirmación chocaba con la realidad. Era imposible conocer a Coffee. Coffee, como los virales, era un ser de las sombras. Y no obstante, la historia de Tifty tenía visos de realidad. Había ido con su padre a Ciudad-H, a sus calles sin ley compuestas de chabolas, para conocer a Primo, el gángster. Allí, en el cuarto interior del cobertizo donde se hallaba la destilería (algo colosal, como un dragón viviente de cables, tuberías y calderos resollantes), entre hombres de ojos peligrosos, sonrisas grasientas de dientes ennegrecidos y pistolas embutidas en los cintos, el dinero cambiaba de manos, se entregaba el zumo del lingotazo. Estas excursiones eran pura rutina, Tifty las había descrito muchas veces, pero en esa ocasión había algo diferente. Esa vez había un hombre. Era distinto de los demás, no se dedicaba al tráfico, Tifty se dio cuenta enseguida. Alto, con el porte erguido de un soldado. Estaba apartado a un lado, la cara oculta, con un sobretodo oscuro ceñido a la cintura. Tifty vio que llevaba la cabeza afeitada. No cabía duda de que aquel hombre, fuera quien fuera, venía por un asunto urgente. Por lo general, el padre de Tifty se rezagaba, mientras bebía e intercambiaba historias de Ciudad-H con los demás hombres, pero aquella noche no. Primo, su gran forma redondeada encajada detrás del escritorio como un huevo en su nido, aceptaba las facturas de su padre sin comentarios. Dio la impresión de que, nada más llegar, ya salían a toda prisa por la puerta. No fue hasta salir del cobertizo cuando su padre dijo: ¿No sabes quién había ahí dentro, muchacho? ¿Eh? ¿No? Yo te diré quién era. Era Niles Coffee en persona.
—Os diré algo más. —Los cinco estaban apretujados en el refugio de la callejuela. Tifty estaba escarbando en el polvo con la navaja, que a fin de cuentas continuaba en su poder—. Mi viejo dice que conserva un campamento debajo de la presa. Al aire libre, como si vivir fuera no significara nada. Dejan que los dragones se acerquen, y después los achicharran en las trampas.
—¡Lo sabía! —exclamó Boz. El rostro del muchacho más joven brillaba literalmente de entusiasmo. Giró las rodillas hacia Vorhees—. ¿Qué te dije?
—Es imposible —bufó Cruk. Entre ellos, su papel era el de escéptico. Cargaba con esta responsabilidad como si fuera un deber.
—Te lo digo, era él. Se sentía. Todo el mundo se daba cuenta.
—¿Y qué querría Coffee de una pandilla de traficantes? Dímelo tú.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Tal vez compre lingotazo para sus hombres. —Una nueva idea alumbró en el rostro de Tifty. Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. O armas.
Cruk lanzó una carcajada sarcástica.
—Escuchad lo que dice este crío.
—Bromea todo lo que quieras, yo los he visto. Estoy hablando de armas auténticas del ejército, de antes. Fusiles M16, pistolas automáticas, incluso lanzagranadas.
—Caramba —exclamó Boz.
—¿Dónde compraría Primo armas como ésas? —preguntó Vorhees.
Tifty se incorporó para pasear la mirada a su alrededor, como para asegurarse de que nadie los estaba escuchando.
—No sé si debería contaros esto —continuó—. Hay un búnker, una antigua base del ejército cerca de San Antone. Primo tiene patrullas allí.
—No puedo seguir escuchándole ni un segundo más —dijo Cruk—. Tú no viste ni a Coffee ni a nadie.
—¿Estás diciendo que no crees en su existencia?
La idea era un sacrilegio.
—No estoy diciendo eso. No le viste.
—¿Qué opinas tú, Vor?
Vorhees se sentía indeciso. La mitad de lo que decía Tifty eran chorradas, quizá más de la mitad. Por otra parte, la necesidad de creer era muy fuerte.
—No sé —logró articular—. Supongo… No sé.
—Bien, yo le creo —anunció Dee.
Tifty abrió los ojos de par en par.
—¿Lo veis?
Cruk hizo un ademán desdeñoso.
—Es una chica. Se lo cree todo.
—¡Eh!
—Bien, es verdad.
Tifty desvió la mirada hacia el chico mayor.
—¿Y si te dijera que hasta tú podrías ver a Coffee?
—¿Cómo lo conseguiría?
—Fácil. Iremos a través de una de las tuberías del aliviadero. He estado allí montones de veces. En esta época del año no descargan hasta el amanecer. Los conductos de ventilación llegan hasta la base de la presa. Deberíamos poder ver el campamento desde allí.
El desafío se había lanzado. No había forma de negarse.
—No existe ese maldito campamento, Tifty.
Tardaron tres días en armarse de valor y Cruk prohibió a su hermana acompañarlos. El plan era salir a hurtadillas después de que sus padres se durmieran y citarse en el refugio. Tifty había planificado una ruta hasta la presa que los alejaría de las patrullas de SN.
Pasaba de la medianoche cuando Tifty llegó. Los demás ya estaban esperando. Apareció al final de la callejuela y avanzó hacia ellos a buen paso, con la capucha de la chaqueta subida sobre la cabeza, las manos hundidas en los bolsillos. Cuando entró agachado en el refugio, sacó una botella de plástico.
—Valentía líquida.
Desenroscó el tapón y la pasó a Vorhees.
Era lingotazo. Los padres de Vorhees y Boz, gente piadosa que iba a la iglesia de las hermanas cada domingo, no tenían en casa. Vorhees sostuvo la botella abierta bajo la nariz. Un líquido transparente con un acre olor químico, como a jabón de sosa.
—Trae aquí —ordenó Cruk. Se apoderó de la botella y bebió, y después la devolvió a Vorhees.
—¿Nunca habías bebido lingotazo? —preguntó Tifty a Vorhees.
Vorhees se esforzó por mostrarse ofendido.
—Claro. Montones de veces.
—¿Cuándo has bebido tú lingotazo? —preguntó Boz en tono burlón.
—Hay muchas cosas que desconoces, hermano.
Vorhees, lamentando no poder apretarse la nariz, tomó un cauteloso sorbo y tragó a toda prisa para no notar el sabor. Un chorro de calor ardiente invadió su nariz. Un río de fuego descendió por su garganta. ¡Dios, era espantoso! Terminó con una tos asmática, los ojos anegados en lágrimas, y todo el mundo rió.
Boz bebió a continuación. Para vergüenza de Vorhees, su hermano pequeño logró tomar un sorbo respetable sin ni siquiera encogerse. La botella recorrió el círculo tres veces más. A la cuarta, hasta Vorhees le había cogido el tranquillo y consiguió engullir un buen trago sin toser. Se preguntó por qué no sentía nada, pero en cuanto se puso en pie comprobó que no era así: el suelo osciló bajo sus pies, y tuvo que extender una mano para no caerse.
—Vamos —dijo Tifty.
Cuando llegaron a la presa, todos reían como maníacos. El paso de los minutos se había alterado en cierta manera. Daba la impresión de que habían tardado mucho tiempo en llegar, y al mismo tiempo nada. Vorhees tenía un recuerdo fragmentado de esconderse de una patrulla de SN bajo un camión, pero no recordaba en qué circunstancias exactas, ni cómo habían evitado ser capturados. Sabía que estaba borracho, pero su mente era incapaz de concentrarse en este detalle. Se detuvieron en las sombras mientras alguien (Boz, cayó en la cuenta Vorhees, el más borracho de todos) vomitaba en un matojo de malas hierbas. Y Dee, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Los había seguido? Cruk le estaba gritando que volviera a casa, pero Dee era Dee: en cuanto se le metía algo en la cabeza, era como intentar quitarle a un perro un hueso de la boca. La verdad era que Vorhees amaba a Dee. Siempre la había amado. De repente, aquel amor se convirtió en algo abrumador, como un globo de emociones que se estuviera hinchando dentro de su pecho, y estaba armándose de valor para confesar sus sentimientos, cuando Tifty volvió hasta ellos de dondequiera que hubiera ido y les dijo que le siguieran.
Los guió hasta un pequeño edificio de hormigón con un tramo de escaleras metálicas que descendía bajo tierra. Al pie había un pozo de mantenimiento, húmedo y tenebroso, cuyas paredes rezumaban humedad. Se encontraban dentro de la presa, encima de los conductos del aliviadero. Bombillas encastradas en cestas metálicas arrojaban sombras sobre las paredes. Una descarga de adrenalina había empezado a despejar a Vorhees. Llegaron a una trampilla en la pared, cerrada con una rueda metálica oxidada. Cruk y Tifty se situaron a cada lado y empujaron con todas sus fuerzas, pero la rueda no se movió.
—Necesitamos una palanca —dijo Tifty.
Desapareció en el túnel y volvió con un trozo de tubería. La introdujo a través de los radios de la rueda y ejerció presión con todas sus fuerzas. Con un chirrido, la rueda empezó a girar. La puerta se abrió.
Dentro había un pozo vertical y una escalerilla que bajaba. Tifty sacó una bengala, la encendió y la arrojó al abismo. Él fue el primero en bajar, seguido de Vor, Dee y Boz, con Cruk en la retaguardia.
Se encontraban en un ancho pasadizo. Un conducto del aliviadero, uno de los seis. A través de esos conductos se liberaba el agua del embalse una vez al día, y canalizada mediante el aliviadero llegaba a los campos. Detrás de ellos había millones de litros de agua almacenados en la presa. El aire era frío y olía a piedra. Un reguero de agua corría a lo largo del suelo hacia la salida, un disco pálido de cielo iluminado por la luna. Avanzaron hacia él, alejándose de la luz de la bengala de Tifty. El corazón de Vorhees retumbaba en su pecho. El mundo de la noche, al otro lado de los muros. Era algo inimaginable. A tres metros de la salida, Tifty se acuclilló. Los demás le imitaron. Barrotes de pesado acero protegían la abertura.
—Yo iré primero —susurró Tifty.
Avanzó a cuatro patas hacia el final del túnel. Todos los demás se quedaron inmóviles. En la mente ebria de Vorhees, ver el campamento de Coffee se había convertido en un objetivo secundario. La noche era una prueba de valor, irrelevante su objetivo. Los barrotes eran lo bastante sólidos para mantener a raya a un viral, pero ése no era el peligro. Vorhees casi esperaba que una mano similar a una garra pasara a través de los barrotes, asiera a su amigo y le despedazara. A través de la neblina persistente del lingotazo, se le ocurrió la idea de que Dee debía de tener miedo también, y de que él tal vez podría ofrecerle cierta seguridad, pero no sabía qué decir, y la idea murió en su mente.
En la boca del túnel, Tifty se alzó sobre las rodillas, agarró los barrotes y miró afuera.
—¿Qué ves? —susurró Cruk.
Una pausa. Después, dos palabras de su amigo.
—Hostia… puta.
El tono no le gustó a Vorhees. La expresión no indicaba que hubiera descubierto algo, sino que hablaba de un terror repentino.
—¿Qué pasa? —susurró Cruk con más brusquedad—. ¿Coffee está ahí?
—¡Quiero mirar! —gritó Boz.
—¡Silencio! —bramó Cruk—. Tifty, maldita sea, ¿qué pasa?
Vorhees lo sintió en las rodillas. Un estruendo, como un trueno, seguido de un crujido chirriante de engranajes metálicos al acoplarse.
Tifty se puso en pie de un salto.
—¡Larguémonos de aquí!
Era agua. El sonido que Vorhees estaba oyendo era agua liberada del embalse. Un conducto, y luego otro, y luego el siguiente, avanzando en línea. Eso era lo que Tifty había visto.
Quedarían hechos trizas.
Vorhees se levantó y agarró a Boz del brazo para llevárselo, pero el chico se soltó.
—¡Quiero verlo!
—¡Ahí no hay nada!
La voz del muchacho se quebró a causa de las lágrimas.
—¡Sí, sí!
Boz se precipitó hacia la salida. Tifty y los demás ya estaban corriendo hacia la escalerilla. El sonido del trueno se oía más cerca. El tubo contiguo se había vaciado. El suyo sería el siguiente. Pasados unos segundos, una muralla de agua caería sobre ellos. En la boca del túnel, Vorhees asió a su hermano por la cintura, pero el muchacho se agarró a los barrotes.
—¡Lo veo! ¡Es Coffee!
Vorhees tiró con todas sus fuerzas. Los dos cayeron al suelo. Los demás gritaban: ¡Vamos, vamos! Vorhees asió a su hermano de la mano y se puso a correr. Cruk les hacía señas desde el pie de la escalera. Vorhees sintió que se le tapaban los oídos. Un viento helado estaba azotando su cara. Cuando Cruk desapareció escaleras arriba, Vorhees empezó a subir, seguido de su hermano.
Entonces, llegó el agua.
Le golpeó como un puño, cien puños, mil. Debajo de él, Boz gritó aterrorizado. Vorhees consiguió continuar agarrado a la escalera, pero no pudo hacer nada más. Soltar una mano significaría ser arrastrado por las aguas. El agua inundó su nariz y boca. Intentó llamar a su hermano, pero no emitió el menor sonido. Así acaba todo, pensó. Una sola equivocación, y todo termina. Así de sencillo. ¿Por qué la gente no moría de esta forma más a menudo? Pero sí que moría, comprendió, cuando su presa sobre la escalera empezó a debilitarse. Moría así constantemente.
Fue Cruk quien le salvó. Cruk, quien sería su amigo por siempre, quien un día estaría a su lado cuando se casara con Dee; quien cuidaría de sus hijos el día en que todo el mundo llevó a sus hijos a un picnic de verano en el campo; quien se reuniría con él en la última batalla de sus vidas, a muchos kilómetros y años de distancia en el futuro. Cuando la mano de Vorhees se soltó, Cruk le agarró por la muñeca y le izó, y lo siguiente que supo Vorhees fue que estaban subiendo, que estaban ascendiendo por el pozo hasta la salvación.
Pero Boz no. No recuperarían el cuerpo del muchacho hasta la mañana siguiente, aplastado contra los barrotes. Tal vez había visto a Coffee y tal vez no. Tifty nunca les dio una respuesta. Con el paso del tiempo, Vorhees llegó a pensar que daba igual. Aunque la recibiera, no le consolaría.
A mediodía, la cuadrilla había cubierto seis hectáreas. El sol quemaba, ni una nube en el cielo. Hasta los niños, después de una mañana de juegos y risas, se habían recluido en el refugio. En la estación de bombeo, Vorhees se quitó el sombrero, llenó un vaso y bebió, y después volvió a llenarlo para tirarse agua sobre la cara. Se quitó la camisa empapada en sudor y se secó con ella. Dios todopoderoso, qué calor.
Las mujeres y los niños ya habían comido. A la sombra del refugio, la cuadrilla se reunió para comer. Pan y mantequilla, huevos duros, carne seca, tacos de queso, jarras de agua y limonada. Cruk bajó de la torre para llenarse un plato. Tifty había desaparecido de vista. Bien, ¿y qué? Que hiciera lo que le viniera en gana. Comieron con apetito, sin hablar. Pronto, todos estarían dormitando a la sombra.
—Una hora —anunció Vorhees al cabo de un rato, al tiempo que se levantaba de la mesa—. No os apoltronéis demasiado.
Subió por la escalera hasta lo alto de la torre, donde encontró a Cruk inspeccionando el campo con los prismáticos. Tenía el rifle apoyado contra la barandilla.
—¿Algo interesante ahí fuera?
Cruk tardó un segundo en contestar. Pasó los prismáticos a Vorhees.
—Seis en punto, a través de la línea de árboles. Dime qué es.
Vorhees miró. Nada en absoluto, sólo árboles y las colinas de color marrón resecas detrás.
—¿Qué has creído ver?
—No lo sé. Algo brillante.
—¿Como metal?
—Sí.
Al cabo de un momento, Vorhees bajó los prismáticos.
—Bien, ya no está. Tal vez fue el sol al reflejarse en la mira telescópica.
—Es probable. —Cruk tomó un sorbo de agua de su botella—. ¿Cómo va ahí abajo?
—Pronto estarán dormidos todos. Muchos críos ya han caído. Creo que nadie se esperaba tanto calor.
—Julio en Texas, hermano.
—Gunnar quería saber si podía echar una mano. Ese chico es todo corazón y nada de cerebro.
Cruk cogió el rifle.
—¿Qué le dijiste?
—Espera y verás. Algún día te darás cuenta de lo que pides.
Cruk rió.
—Y sin embargo nosotros éramos iguales. Estábamos ansiosos por salir al mundo.
—Tal vez tú sí.
Cruk guardó silencio y miró por encima de la barandilla. Vorhees presintió que su amigo estaba preocupado por algo.
—Escucha —empezó Cruk—, he tomado una decisión y quería que lo supieras por mí. Ya sabes que corren rumores de que los Expedicionarios se están reagrupando.
Vorhees también había oído los rumores. No era ninguna novedad. Siempre circulaba ese tipo de rumores. Desde que Coffee y sus hombres habían desaparecido (¿cuántos años hacía ya?), el asunto nunca había muerto por completo.
—La gente siempre dice eso.
—Esta vez no son sólo habladurías. Los militares están reclutando voluntarios de SN, con la intención de formar una unidad de doscientos hombres.
Vorhees escrutó la cara de su amigo. ¿Qué le estaba diciendo?
—Cruk, no lo pensarás en serio. Son cosas de críos.
Cruk se encogió de hombros.
—Tal vez lo fue en aquel entonces. Y ya sé cuál es tu opinión, después de lo que le pasó a Boz. Pero piensa en mi vida, Vor. Nunca me he casado. No tengo familia. ¿Qué estaba esperando?
Captó el significado al instante.
—¡Jesús! Ya has firmado, ¿verdad?
Cruk asintió.
—Presenté mi dimisión al SN ayer. No obstante, no será oficial hasta que tome el juramento.
Vorhees estaba estupefacto.
—Escucha, no se lo digas a Dee —insistió Cruk—. Quiero hacerlo yo.
—Se lo tomará muy mal.
—Lo sé. Por eso te lo he dicho a ti primero.
El sonido de un camión que se acercaba por la carretera de servicio interrumpió la conversación. Entró en la zona de estacionamiento y paró ante el refugio. Tifty bajó. Se encaminó a la parte posterior del vehículo y bajó la puerta trasera.
—¿Qué trae ahora?
Eran sandías. Todo el mundo se congregó a su alrededor. Tifty empezó a cortarlas y pasó grandes tajadas chorreantes a los niños. ¡Sandías! ¡Qué manjar, en un día como aquél!
—Por los clavos de Cristo —gruñó Vorhees, mientras contemplaba la representación—. ¿De dónde demonios las habrá sacado?
—¿De dónde saca Tifty todo? No obstante, hay que reconocerlo. No morirá sin amigos.
—¿Yo he dicho eso?
Cruk le miró.
—No hace falta que te caiga bien, Vor. No seré yo quien lo diga, pero se esfuerza. Has de reconocerlo.
La puerta de la escalera se abrió. Salió Dee con dos platos, cada uno con una tajada rosada de sandía.
—Tifty ha traído…
—Gracias. Ya lo hemos visto.
Su rostro adoptó una expresión que Vorhees conocía demasiado bien. Relájate. Sólo hoy, por favor. Sólo son sandías. Cruk cogió los platos.
—Gracias, Dee. Estarán para chuparse los dedos. Dale las gracias a Tifty.
Ella miró a Vorhees, y después desvió la vista hacia su hermano.
—Lo haré.
Vorhees sabía que había quedado como un idiota resentido, como también sabía que si no decía algo, o cambiaba de tema, esa sensación incómoda perduraría durante el resto del día.
—¿Cómo están los niños?
Dee se encogió de hombros.
—Siri está dormida como un tronco. Nit se ha ido con Ali y otros más. Están recogiendo flores silvestres. —Hizo una pausa para secarse la frente con el dorso de la muñeca—. ¿Vais a volver allí en serio? No sé cómo lo aguantáis. Tal vez deberíais esperar a que el sol esté un poco más bajo.
—Hay mucho que hacer. No tienes que preocuparte por mí.
Ella lo miró otro momento.
—Bien, ya lo he dicho. ¿Puedo traerte algo más, Cruk?
—Nada, gracias.
—Os dejo, pues.
Cuando Dee se fue, Cruk extendió uno de los platos, pero Vorhees negó con la cabeza.
—Paso, gracias.
El hombretón se encogió de hombros. Ya estaba devorando su tajada, y ríos de zumo resbalaban sobre su barbilla. Cuando ya sólo quedaba la corteza, indicó el segundo plato, que descansaba sobre el parapeto.
—¿Te importa?
Vorhees se encogió de hombros a modo de respuesta. Cruk terminó la segunda tajada, se secó la cara con la manga, y tiró las cortezas por el borde.
—Deberías decírselo a Dee pronto —comentó Vorhees.
Tres de la tarde, el día se estaba agotando. Una leve brisa se había levantado avanzada la mañana, pero el aire se había calmado de nuevo. Bajo el toldo, Dee estaba jugando una partida de ronda sin mucho entusiasmo con Cece Cauley, mientras el pequeño Louise descansaba a sus pies en el moisés. Un bebé rollizo y pacífico, de dedos gordezuelos y boca fofa y fruncida. Pese al calor, apenas había protestado en todo el día, y en ese momento estaba profundamente dormido.
Dee recordaba aquellos días, los días de bebé. Sus peculiares sensaciones, los sonidos y los olores, y la impresión de una profunda unión física, como si ella y el bebé fueran un solo ser. Muchas mujeres se quejaban de ello (¡No tengo un momento para mí, qué ganas tengo de que empiece a andar!), pero Dee no. Con sólo treinta, habría tenido otro de buena gana, tal vez incluso dos. Sería estupendo tener un hijo, pensó. Pero las normas eran claras. Dos y punto, decía la frase hecha. La oficina del gobernador estaba hablando de extender los muros, y entonces tal vez se levantara la prohibición. Pero probablemente llegaría demasiado tarde, y hasta entonces la comida, el combustible y el espacio seguirían racionados.
Y Vor… Bien, ¿qué podía hacer ella? La muerte de Boz era una barrera infranqueable en la mente del hombre, la verdad distorsionada y exagerada con el paso de los años hasta que se convirtió en la herida singular de su vida. Tifty era Tifty, siempre lo sería. En un día determinado le metían en la cárcel por estrellar contra la ventana la cabeza de un hombre, en el curso de una reyerta de bar, y al siguiente aparecía, como por arte de magia de Tifty, con un camión cargado con sandías del mercado negro una calurosa tarde de verano. Debía de ser cuestión de tiempo que acabara en la cárcel durante una larga temporada. Sin embargo, no podía negarse. Tifty siempre sería uno de ellos, y de Dee sobre todo. Había veces en que Dee miraba a su hija mayor y no sabía cuál era la verdad. Podía ser una cosa, o la otra. A una cierta luz, Nitia era Vor, pero entonces la niña sonreía de un modo particular, o entornaba los ojos de aquella manera, y era Tifty Lamont.
Una sola noche, ni siquiera eso. Todo el asunto, la totalidad de su relación, había durado poco más de noventa minutos, y ya empezaba a terminar. ¿Cómo era posible que noventa minutos influyeran tanto en una vida? Dee y Tifty habían convenido al terminar que había sido una terrible equivocación, inevitable, quizás, una fuerza de años que ninguno de ambos podía negar, pero no podía repetirse. Ambos amaban a Vor, ¿verdad? Se lo tomaron como un chiste, incluso llegaron a estrecharse la mano para sellar el trato, como los dos viejos amigos que eran, aunque por supuesto no era un chiste: ni en aquel momento ni nueve meses después. En ese momento tampoco era un chiste.
Nunca dejaré que nadie te haga daño, le había dicho Tifty no sólo aquella noche, sino muchas veces, muchas noches. Ni a ti, ni a las niñas, ni a Vor. Sea cual sea la verdad, te lo juro solemnemente por Dios. Seré la tierra que pisarán tus pies. Siempre sabrás que estoy contigo. Y Dee lo sabía. Si se permitía admitirlo, era sólo porque la idea de la excursión al campo había tomado cuerpo cuando Tifty había accedido a acompañarlos.
¿Le amaba Dee? Y en ese caso, ¿qué clase de amor era? Lo que sentía por Tifty era diferente de lo que sentía por Vor. Vor era firme, formal. Un ser forjado por el deber y la resistencia, y un buen padre para las niñas. Sólido, mientras que Tifty era vaporoso, un hombre compuesto de rumores tanto como de realidad. Y no cabía duda de que Vor y ella estaban hechos el uno para el otro. Eso nunca había supuesto ningún problema. Solos en la oscuridad, en momentos íntimos compartidos, él pronunciaba su nombre con tal anhelo que casi parecía dolor. Él la hacía sentir… ¿qué? Más real. Como si ella, Dee Vorhees (esposa y madre; hija de Sis y Jedediah Crukshank, reclamados por Dios; ciudadana de Kerrville, Texas, último oasis de luz y seguridad en un mundo que no conocía nada de eso), existiera de verdad.
Entonces, ¿por qué había vuelto a pensar, una vez más, en Tifty Lamont?
Excepto las cartas, y esa tarde ardiente de julio, cuando habían llevado los niños al campo. La mente de Dee daba tantas vueltas que no se había fijado en lo que Cece estaba haciendo. Antes de darse cuenta, la mujer, con una sonrisa de victoria, le había comido la reina. Dos bazas, tres, y todo terminó. Cece apuntó la puntuación en una libreta muy satisfecha.
—¿Otra?
En circunstancias normales, Dee habría accedido, aunque sólo fuera para matar el tiempo, pero con el calor la partida había empezado a pesarle.
—Tal vez Ali quiera jugar.
La mujer, que había entrado en la tienda a buscar agua, desechó la invitación con un ademán, al tiempo que se llevaba el cucharón a los labios.
—Ni hablar.
—Vamos, sólo un par de manos —dijo Cece—. Estoy en racha.
Dee se levantó de la mesa.
—Será mejor que vaya a ver qué están haciendo las niñas.
Se alejó del refugio. A lo lejos vio las copas de los tallos del maíz que se agitaban donde los hombres estaban trabajando. Volvió la cara hacia lo alto de la torre y se tapó los ojos para protegerse del brillo. Una luna espectral, de un blanco diurno, colgaba cerca del sol. Tanto Cruk como Tifty estaban en el puesto. Cruk con sus prismáticos, Tifty barriendo el campo con su rifle. La vio y saludó con la mano, cosa que la puso nerviosa. Era casi como si supiera que había estado pensando en él. Saludó a su vez sintiéndose culpable.
Un grupo de una docena de niños estaba jugando a kickball, y Dash Martinez esperaba junto al home. Como lanzador jugaba Gunnar, quien se había convertido en canguro extraoficial a lo largo de la tarde.
—Eh, Gunnar.
El muchacho (un hombre, en realidad, con dieciséis años) la miró.
—Hola, Dee. ¿Quieres jugar?
—Demasiado calor para mí, gracias. ¿Has visto a las chicas?
Gunnar paseó la mirada a su alrededor.
—Estaban aquí hace un momento. ¿Quieres que las busque?
La preocupación de Dee aumentó. ¿Adónde habrían podido ir? Supuso que podría subir a la torre y pedir a Cruk que las buscara con los prismáticos. Pero subir la escalera, una vez la imaginó, se le antojó un esfuerzo excesivo. Lo más fácil, en suma, sería ir a buscar a las chicas ella misma.
—No, gracias. Si vuelven, diles que las quiero un rato fuera del sol.
—¡Gunnar, lanza la pelota!
—Espera un momento. —Gunnar miró a Dee a los ojos—. Estoy seguro de que no andan lejos. Estaban aquí hace un par de segundos.
—Estupendo. Yo misma las iré a buscar.
El campo de flores silvestres, pensó. Es probable que hayan ido allí. Se sentía más irritada que preocupada. No debían alejarse sin avisar a alguien. Habría sido idea de Nit, probablemente. Esa chica siempre estaba tramando algo.
Les quedaban cinco minutos.
Desde la plataforma de observación, Tifty vio que Dee se alejaba.
—Cruk, pásame los prismáticos.
Cruk se los dio. El campo de flores silvestres se hallaba en el lado norte de la torre, contiguo al maíz. Daba la impresión de que iba en esa dirección. Debía de querer aislarse unos minutos, pensó Tifty, lejos de los niños y las demás esposas.
Devolvió los prismáticos a Cruk. Inspeccionó el campo con su rifle, y después alzó la mira telescópica hacia la línea de árboles.
—La cosa brillante ha vuelto.
—¿Dónde?
—Justo enfrente, diez grados a la derecha.
Tifty miró de nuevo por la mira telescópica: una lejana forma rectangular, que reflejaba la luz, a través de los árboles.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Cruk—. ¿Es un vehículo?
—Podría ser. Hay una carretera de servicio al otro lado.
—Ahí no debería haber nada ahora. —Cruk bajó los prismáticos. Hizo una pausa—. Escucha.
Tifty obligó a su mente a seleccionar. El chirrido de los grillos, la brisa que se movía a través de sus oídos, el goteo del agua en el sistema de irrigación. Entonces, lo oyó.
—¿Un motor?
—Eso he oído yo también —contestó Cruk—. Quédate aquí.
Bajó la escalera. Tifty aplicó el ojo a la mira telescópica del rifle. Ahora tenía una imagen clara: un tráiler grande, el compartimento de carga cubierto con una especie de metal galvanizado.
Sacó el walkie-talkie.
—Es un camión, Cruk. En la parte más alejada de los árboles. No parece de SN.
La línea crepitó.
—Lo sé.
Vio que Cruk salía de la base de la torre y corría hacia el refugio, mientras hacía señas a Gunnar de que acercara a los niños. Tifty barrió el campo con la mira telescópica: los hombres trabajaban, las hileras de maíz, las banderas de los habitáculos caídas por falta de aire. Todo en su sitio.
Pero no era así. Algo estaba fuera de lugar. ¿Era su visión? Alzó el rostro. Una hoja de sombra estaba avanzando sobre el campo.
Entonces oyó la sirena.
Se volvió hacia el sol. Al instante lo supo. Habían pasado muchos años desde la última vez que tuvo miedo, desde aquella noche en el dique. Pero Tifty sentía miedo ahora.
Un minuto.
Al principio, Vorhees experimentó la alteración de la iluminación como una disminución del detalle visual, un repentino oscurecimiento, como un crepúsculo prematuro. Pero como llevaba gafas de sol, a modo de defensa contra la lluvia de polen y el brillo de la tarde, su mente no computó este cambio como algo digno de mención. Fue sólo al oír los gritos cuando se quitó las gafas.
Una gran forma redonda, envuelta en una penumbra reluciente, estaba deslizándose sobre el sol.
Un eclipse.
Cuando las sirenas se dispararon, se puso a correr. Todo el mundo corría también, mientras chillaba. ¡Eclipse! ¡Eclipse! ¡Los habitáculos, id a los habitáculos! Salió como una exhalación del maíz, y casi se topó de bruces con Cruk y Dee.
—¿Dónde están las niñas?
Dee estaba frenética.
—¡No las encuentro!
La oscuridad se estaba esparciendo como tinta. Pronto invadiría todo el campo.
—Cruk, lleva a esa gente a los habitáculos. Dee, acompáñale.
—¡No puedo! ¿Dónde estarán?
—Yo las encontraré. —Sacó la pistola del cinto—. ¡Cruk, sácala de aquí!
Vorhees volvió corriendo al campo.
Tifty, con el corazón acelerado a causa de la adrenalina, estaba barriendo el campo desde la torre. Ninguna señal todavía, pero sólo era cuestión de tiempo. Y el camión: ¿qué era? Continuaba parado en el extremo del cortavientos. Intentó hablar con Cruk mediante el walkie, pero no pudo. Con todo aquel caos, era probable que el hombre no pudiera oírle.
Apretó la culata contra el hombro. ¿De dónde saldrían? ¿De los árboles? ¿De un campo contiguo? El equipo de Dillon lo había barrido todo. Lo cual no significaba que no hubiera virales, sólo que no podía verlos.
Entonces: en la periferia de su visión, un tenue movimiento de los tallos de maíz, apenas un susurro, cerca de una de las banderas situadas en el borde del campo. Acercó la mira telescópica y aplicó el ojo a la lente. La puerta del habitáculo estaba abierta.
Era el único lugar en el que no habían mirado. Nunca inspeccionaban los habitáculos.
Todo el mundo corría, agarraba a sus hijos, atravesaba el campo en dirección a las banderas. Tifty descendió de la torre y se puso a correr.
—¡No!
Cruk cargaba con dos niños, Presh Martinez y Reese Cuomo, bajo los brazos. Dee corría a su lado, con Cece y Ali a tan sólo unos pasos detrás. Cece apretaba al pequeño Louis contra su pecho, Ali con Merry y Satch.
—¡Los habitáculos! —estaba gritando Cruk—. ¡Id a los habitáculos!
—¡Están en los habitáculos!
Un tiroteo estalló en el campo. Dee vio que Tifty hincaba una rodilla en el suelo y disparaba tres veces seguidas. Se volvió cuando el primer viral salió del maíz.
Aterrizó justo encima de Ali Dodd.
Dee experimentó unas ansias urgentes de vomitar. De repente, no logró convencer a sus pies de que se movieran. El viral, que había terminado con Ali, estaba hundiendo ahora sus fauces en el cuello de Cece. La mujer estaba dando sacudidas, chillando, y sus brazos y piernas se agitaban como las patas de un insecto panza arriba. La imagen abrasó la visión de Dee como un estallido de luz. Lo único que pudo hacer fue contemplar la escena con horror impotente.
Cruk avanzó, apoyó el cañón del rifle en el lado de la cabeza del ser y disparó.
¿Dónde estaba Satch? El chico se había esfumado de repente. Merry estaba parada en el polvo, chillando. Dee levantó a la niña por la cintura y empezó a correr.
Los virales estaban por todas partes. Ciega de pánico, la gente corría hacia la tienda, un gesto inútil: no podía ofrecer la menor protección. Los virales se abalanzaron sobre ella, la hicieron trizas, y el aire se llenó de chillidos. «¡La torre! —estaba gritando Tifty—. ¡Id a la torre!» Pero era demasiado tarde; nadie le hacía caso. Dee pensó en sus hijas y se despidió. Al final, todo resultaba tan horrible…, todo cuanto alguien deseaba para sus hijos destilado por la veloz crueldad del mundo en la esperanza desesperada de que la muerte se los llevara lo antes posible. Rezó para que no sufrieran. O, todavía peor, los secuestraran. Eso era lo peor: que te secuestraran.
Una inmensa fuerza se estrelló contra su espalda. Dee cayó al suelo, y la pequeña Merry se balanceó en sus brazos. Tumbada boca abajo, levantó los ojos y vio a su hermano, a seis metros de distancia, que apuntaba su rifle contra ella. Dispárame, pensó Dee. Con independencia de lo que vaya a suceder, no lo deseo. Una oración de la infancia encontró el camino hasta sus labios, cerró los ojos y la masculló a toda prisa contra el polvo.
Un disparo. Detrás de ella, algo se desplomó con un gruñido animal. Antes de que su mente pudiera procesarlo, Cruk la puso en pie, mientras su boca se movía de una forma incomprensible, palabras que ella era incapaz de distinguir. Ya no tenía el rifle. Sólo blandía la pistola, Abigail. ¿Por qué bautizar Abigail a un arma? ¿Por qué bautizarla, para empezar? Algo le debía de haber pasado a su cabeza, comprendió, porque estaba preocupándose por la pistola de Cruk, cuando todo el mundo estaba muriendo. Otros pensamientos acudieron a su mente, cosas extrañas, cosas espantosas. Qué se sentiría cuando te partían en dos, como a Ali Dodd. Sus hijas, en el campo, y lo que les estaba pasando en ese momento. Qué terrible, pensó Dee, vivir un segundo más que tus hijos. En un mundo de cosas terribles, ésa debía de ser la más espantosa de todas. Cruk la estaba arrastrando hacia la puerta. Estaba haciendo lo que creía que ella deseaba, pero no lo era, en absoluto (de hecho, no podía morir lo bastante deprisa), y con un estallido de energía Dee se soltó de él y corrió al campo, mientras llamaba a sus hijas.
Vorhees oía a sus hijas riendo en el maíz. Sabía que eran demasiado pequeñas para estar asustadas. Se habían escapado para hacer exactamente lo que les habían prohibido, y todo era una especie de juego para ellas, esa cosa rara de la luz. Vorhees corrió entre las filas, gritando sus nombres, el aliento tembloroso de pánico, mientras intentaba localizar sus voces. El sonido estaba a su espalda, estaba delante, al otro lado. Daba la impresión de llegar de todas partes, incluso de dentro de su cabeza.
—¡Nit! ¡Siri! ¿Dónde estáis?
Entonces vio a una mujer. Estaba parada en medio de la hilera. Llevaba una capa oscura, como una mujer de un cuento de hadas, una habitante del bosque. Una capucha cubría su cabeza, y unas gafas de sol sus ojos, que además ocultaban la mitad superior de su cara. Tan enorme fue la sorpresa de Vorhees que, por un momento, pensó que eran imaginaciones suyas.
—¿Son tus hijas?
¿Quién era aquella mujer del maíz?
—¿Dónde están? —preguntó con voz ahogada—. ¿Sabes dónde están?
La mujer se quitó las gafas con un gesto lánguido y reveló un rostro de tersura sensual y belleza juvenil, con ojos que brillaban como diamantes en sus cuencas. Vorhees experimentó una oleada de náuseas.
—Estás cansado —dijo ella.
De repente, así se sintió. Vorhees nunca se había sentido tan cansado en su vida. Se sentía como un yunque: pesaba quinientos kilos. Le costó un supremo esfuerzo de voluntad continuar de pie.
—Tengo una hija. Una hija guapísima.
Detrás de él oyó los últimos estampidos aleatorios de disparos espoleados por el pánico. El campo y el cielo se habían hundido en una oscuridad sobrenatural. Experimentó la necesidad de llorar, pero incluso aquello parecía fuera de su control. Había caído de rodillas; no tardaría en desplomarse.
—Por favor —suplicó con voz estrangulada.
—Venid a mí, hermosos niños. Venid a mí en la oscuridad.
Alguien le puso en pie por la fuerza. Tifty. Vio su cara muy cercana. Vorhees apenas podía concentrarse en ella. El hombre le estaba tirando del brazo.
—¡Vamos, Vor!
Sintió la lengua enorme en su boca.
—La mujer… —Pero no había ninguna mujer. El lugar donde se hallaba antes estaba vacío—. ¿La has visto?
—¡No hay tiempo! ¡Hemos de llegar a la torre!
No era ése el deseo de Vorhees. Con sus últimas fuerzas, se soltó.
—¡He de encontrarlas!
Fue la culata del rifle de Tifty lo que puso punto final a todo. Un solo golpe en la cabeza, ejecutado con pericia. Vorhees vio las estrellas. Después, el mundo quedó al revés cuando Tifty le agarró por la cintura, se lo cargó al hombro y empezó a correr. Hojas enormes desfilaron ante su vista y abofetearon su rostro. «¡Nit! ¡Siri! ¡Volved!», iba gritando Vorhees, pero no tenía fuerzas para resistirse. Sabía que su familia había muerto. Tifty no habría ido a buscarle si hubieran continuado con vida. Más disparos, los gritos de los agonizantes. Los habitáculos, decía una voz. Salían de los habitáculos. ¿Quién sobreviviría a aquel día? Y Vorhees supo, con infinito dolor, que una vez más sería uno de los afortunados.
Salieron del maíz a terreno despejado. El refugio estaba destrozado, el toldo arrancado, todo disperso. Cadáveres esparcidos por todas partes, pero no vio niños: los pequeños habían desaparecido. Venid a mí, hermosos niños. Venid a mí en la oscuridad. Y cuando la puerta de la torre se cerró con estrépito a su espalda y cayó al suelo, sumiéndose por fin en una misericordiosa inconsciencia, su pensamiento final fue éste:
¿Por qué ha tenido que ser Tifty?