22

Entraron en Chicago cuando el sol se estaba poniendo y teñía el cielo de una luz dorada. En primer lugar, el anillo exterior de los suburbios, desierto y silencioso. Después, alzándose ante ellos como una promesa, la forma de la ciudad. Los únicos supervivientes, sus vidas unidas por el vínculo misterioso de la supervivencia: viajaban en silencio, soñadores en una tierra olvidada, su avance indicado tan sólo por el retumbar del motor del autobús, el hipnótico zumbido del asfalto bajo las ruedas. Fantasmas sentados a su lado, la gente a la que habían perdido.

Cuando la urbe se fue definiendo ante sus ojos, Pastor Don se inclinó hacia Danny. Había helicópteros circunvolando la ciudad, zumbando entre los rascacielos como abejas alrededor de una colmena. En el cielo, las nubes de vapor de los aviones arrojaban cintas de color sobre el azul profundo. Una zona segura, en apariencia, pero aquello no podía durar. En el fondo de su corazón, sabían que no existía ninguna.

—Paremos un momento.

Danny aparcó en la cuneta. Pastor Don se levantó para dirigir la palabra al grupo. Tenían que tomar una decisión. ¿Debían detenerse o continuar? Tenían el autobús, agua, comida, combustible. Nadie sabía lo que les aguardaba. Reflexionad un momento, dijo Pastor Don.

Un murmullo de acuerdo, y luego las manos alzadas. El veredicto fue unánime.

—Adelante, Danny.

Rodearon la ciudad en dirección sur y continuaron hacia el este por senderos rurales. La noche cayó como una cúpula que se abatiera sobre la tierra. Al amanecer, se encontraban en algún lugar de Ohio. El paisaje era de un anonimato absoluto. Podían estar en cualquier parte. El tiempo daba la impresión de avanzar a paso de caracol. Campos, árboles, casas, buzones rebosantes que desfilaban, el horizonte siempre inalcanzable, alejándose. En las ciudades pequeñas se perpetuaba una semblanza de vida. La gente no tenía ni idea de adónde ir, de qué hacer. Decían que las autopistas estaban atascadas. En un súper donde se detuvieron a comprar provisiones, la cajera, echando una mirada al autobús a través de la ventana, preguntó: ¿Puedo ir con ustedes? En la pared que tenía detrás, una pantalla de televisión mostraba una ciudad en llamas. Habló en voz baja, para que no la oyeran. No preguntó adónde iban. Su destino era seguir huyendo. Una llamada telefónica sin pérdida de tiempo, y minutos después su marido y dos hijos adolescentes estaban junto al autobús, provistos de maletas.

Otros se les unieron. Un hombre en mono que caminaba solo por la autopista con un rifle colgado al hombro. Una pareja anciana, vestida como para ir a la iglesia, su coche fallecido en la cuneta con el capó levantado y humo surgiendo del radiador partido. Un par de ciclistas, franceses, que habían estado recorriendo el país cuando empezó la crisis. Familias enteras se apretujaron a bordo. Muchos habían tirado la toalla, lloraron de gratitud cuando ocuparon sus asientos. Como peces que se sumaran a un cardumen, fueron absorbidos por la comunidad. Iban dejando atrás ciudades, una tras otra: Columbus, Akron, Youngstown, Pittsburgh. Hasta los nombres habían empezado a parecer históricos, como ciudades de un imperio perdido. Guiza. Cartago. Pompeya. Habían aparecido aduanas entre ellas como si fueran una especie de ciudad rodante. Hacían algunas preguntas, pero otras no. ¿Saben algo de Salt Lake, Tulsa, Saint Louis? ¿Ya saben qué es; han descubierto la respuesta? La salvación residía en seguir adelante. Cada parada parecía plagada de peligros. Durante un rato cantaron. «The Ants Go Marching», «On Top of Spaghetti», «A Hundred Bottles of Beer on the Wall».

El paisaje ascendía y descendía, los envolvía en un verde abrazo: Pennsylvania, las Endless Mountains. Existían escasas señales de que los lugares hubieran estado habitados, los restos de una era periclitada hacía mucho tiempo. Las decadentes ciudades mineras, las aldeas olvidadas con una sola fábrica cerrada desde hacía años, chimeneas de ladrillo rojo que se alzaban solitarias hacia un cielo azul de verano. El aire olía mucho a pino. Ya eran más de setenta almas, cuerpos apretujados en el autobús, niños sobre los regazos, rostros apretados contra las ventanillas. El combustible significaba una preocupación constante, pero de alguna manera siempre encontraban más en el último momento, como si su viaje estuviera protegido por una mano invisible.

Al atardecer del tercer día, se estaban acercando a Filadelfia. Habían recorrido medio continente. Delante los esperaba la costa este, con su barricada de ciudades, una muralla de humanidad apretujada contra el mar. Una sensación de que todo estaba a punto de acabar se había apoderado del grupo. No había otro lugar adonde huir. Se dirigían hacia la ciudad alzada junto al río Schuylkill, su superficie tan oscura e impenetrable como el granito. Parecía que las ciudades exteriores se estaban escondiendo, con las casas tapiadas y las carreteras vacías de coches. El río se ensanchó hasta formar una ancha cuenca: árboles corpulentos, bañados por la luz del sol, caían como un telón sobre la carretera. Un letrero rezaba: PUNTO DE CONTROL 3 KILÓMETROS. Un breve conciliábulo, y todos estuvieron de acuerdo: habían llegado al final. Su destino los encontraría allí.

Los soldados les dieron instrucciones. Faltaban dos horas para el toque de queda, pero las calles ya estaban silenciosas, prácticamente sin el menor movimiento salvo por los vehículos del ejército y algunos coches de policía. Calles estrechas bañadas de sol, casas de piedra caliza destartaladas, las esquinas de triste fama donde grupos de jóvenes habían holgazaneado. Entonces, de repente, apareció el parque, un oasis verde en el corazón de la ciudad.

Siguieron los letreros que había al otro lado de las barricadas. Soldados enmascarados les daban permiso para avanzar. El parque estaba abarrotado de gente, como si se fuera a celebrar un concierto. Tiendas, vehículos recreativos, figuras aovilladas en el suelo junto a sus maletas, como arrojadas allí por la marea. Cuando las multitudes aumentaron de número, se vieron obligados a abandonar el autobús en la cuneta y continuar a pie. Un acto terminal: abandonarlo parecía una deslealtad, como sacrificar a un perro amado que ya no podía andar. Avanzaban como un solo hombre, incapaces de separarse todavía para fundirse en un colectivo anónimo. Se había formado una larga cola. El aire era tan denso como la leche. Sobre sus cabezas, invisibles, ejércitos de insectos zumbaban en los árboles ensombrecidos.

—No puedo hacerlo —dijo Pastor Don. Se había parado en el sendero, con una mirada de repentino horror en el rostro.

Wood también se había detenido. A veinte metros de distancia había una serie de vertederos, iluminados por la luz áspera de unos focos situados en lo alto de postes. Cacheaban a la gente y les preguntaban el nombre.

—Sé qué quieres decir.

—Lo digo en serio, por Dios. Todo esto para nada.

La multitud pasaba de largo. Los dos franceses pasaron a su lado sin apenas mirarlos, con sus escasas pertenencias empaquetadas bajo los brazos. Todos lo intuían: algo se estaba perdiendo. Se apartaron.

—¿Crees que podremos encontrar gasóleo? —preguntó Jamal.

—Sólo sé que yo ahí no voy —contestó Pastor Don.

Regresaron al autobús. Un hombre ya estaba intentando hacer un puente para ponerlo en marcha. Estaba esquelético, con el rostro ennegrecido por la mugre, los ojos erráticos en sus cuencas como si estuviera colocado. Wood le agarró por el cuello y le arrojó al suelo. Lárgate de aquí, dijo.

Subieron. Danny giró la llave. El motor rugió bajo sus pies. Dieron marcha atrás poco a poco, y la multitud se abrió a su alrededor como olas alrededor de un barco. El aire estaba absorbiendo los últimos rayos de luz. Describieron un amplio círculo sobre la hierba y se alejaron.

—¿Adónde? —preguntó Danny.

Nadie supo qué contestar.

—Creo que da igual —murmuró Pastor Don.

Daba igual. Pasaron la noche en el parque de Valley Forge, durmieron en el suelo junto al autobús, y después se dirigieron hacia el sur, lejos de las autopistas. Maryland, Virginia, Carolina del Norte: no paraban. El viaje había adquirido su propio significado, independiente de cualquier destino. El objetivo era moverse, continuar avanzando. Estaban juntos: eso era lo único que contaba. El autobús brincaba bajo ellos sobre sus cansados neumáticos. Las ciudades iban cayendo una a una, las luces se apagaban. El mundo se estaba desvaneciendo, y se llevaba sus historias con él. Pronto desaparecería por completo.

Ella se llamaba April Donadio. El hijo que llevaba en su seno sería un chico, Bernard. April le pondría el apellido Donadio para que llevara un trozo de cada uno en el nombre, y a lo largo de los años habló con frecuencia al muchacho de su padre, del tipo de hombre que era, valiente y bondadoso y también un poco triste, y de que, pese al escaso tiempo compartido, le había ofrecido el mayor regalo, que era la valentía de continuar adelante. Eso es el amor, decía al muchacho, lo que consigue el amor. Espero que algún día ames a alguien como yo le amé.

Pero eso vino después. Este autobús de supervivientes, doce en total, habría podido continuar así eternamente. Y lo hizo, en cierto sentido. Los verdes campos del verano, las ciudades abandonadas congeladas en el tiempo, los bosques repletos de sombras, y el autobús siempre en marcha. Eran como una visión, se habían deslizado en la eternidad, una zona más allá del tiempo. Real e irreal, una presencia invisible pero intuida, como estrellas en un cielo diurno.