La vaina viral que arrasó el centro de tramitación de refugiados del este de Iowa a primera hora del 9 de junio formaba parte de una masa más grande procedente de Nebraska. Posteriores cálculos del destacamento especial conjunto, nombre en código DEC Scorch, diferían acerca de su tamaño. Algunos creían que se componía de unos cincuenta mil individuos, y otros muchos más. En los días siguientes convergió con una segunda vaina, de mayor tamaño, procedente de Misuri en dirección norte, y una tercera, todavía mayor, en dirección sur desde Minnesota. Su número siempre iba en aumento. Cuando llegaron a Chicago eran medio millón, atravesaron el perímetro defensivo el 17 de julio y se apoderaron de la ciudad en menos de veinticuatro horas.
Los primeros virales que atravesaron las alambradas del complejo de tramitación de refugiados llegaron a las 04.58 hora de verano del centro. A esa hora se estaban llevando a cabo extensas operaciones aéreas en las partes central y este del estado desde hacía ocho horas y, de hecho, todos los puentes que cruzaban el Misisipí salvo uno (Dubuque) habían sido destruidos. El momento de decretar la cuarentena había sido informado erróneamente aposta por el destacamento especial. Los jefes del destacamento especial creían (una conclusión apoyada por la sabiduría combinada de los militares estadounidenses y las agencias de inteligencia) que una presencia humana concentrada dentro de la zona de cuarentena actuaba como un imán para los infectados, y provocaba que se concentraran en ciertas zonas, lo cual aumentaba la eficacia de los bombardeos aéreos. La analogía más cercana, según un miembro del destacamento especial, era utilizar un depósito de sal para cazar ciervos. Abandonar a una población de refugiados era el precio que había que pagar en una guerra que carecía de precedentes. Y en cualquier caso, aquellas personas iban a morir de todos modos, lo más probable.
La comandante Frances Porcheki, de la Guardia Nacional de Iowa (en la vida civil, representante regional de una fábrica de aparatos deportivos para mujeres), desconocía la misión de DEC Scorch, pero no era idiota. Aunque era una oficial militar muy preparada, la comandante Porcheki era también una fervorosa católica que encontraba consuelo, y guía, en su fe. La decisión de no abandonar a los refugiados bajo su protección, como le habían ordenado hacer, fue fruto de sus profundas convicciones, así como la de dedicar las últimas energías de su vida, y la de los soldados que continuaban bajo su mando (165 hombres y mujeres que, casi hasta el último, tomaron posiciones en la alambrada oeste), a proteger a los autobuses que escapaban. En ese momento, los civiles rezagados corrían detrás de los vehículos, suplicaban a gritos que pararan, pero no había nada que hacer. Bien, eso es todo, pensó Porcheki. Habría salvado a más de haber podido. Una pálida luz verde se había concentrado hacia el este, una muralla de brillo tembloroso, como un seto incandescente. Volaban aviones a reacción en el cielo y descargaban la furia de sus cargas explosivas en el corazón de la vaina: balas trazadoras relucientes, chorros de fuego. El aire vibraba a causa de las detonaciones. La vaina surgió a través de un halo de destrucción, sin dejar de avanzar. Porcheki saltó del Humvee antes de que frenara, y gritó:
—¡Que nadie dispare! ¡Esperad a que lleguen a la alambrada!
Adoptó la posición de fuego (como ya no tenía más órdenes que dar, se enfrentaría al enemigo en las mismas condiciones que sus hombres) y empezó a rezar.
Fue como si el tiempo hubiera sido pasto del desorden. Entre el caos, las vidas se estaban superponiendo de maneras imprevistas. En el sótano del edificio de la NBC se estaba librando una amarga batalla. En el mismo momento en que el helicóptero de Blackbird aterrizó en el tejado, Horace Guilder, quien se había escondido de Nelson en su despacho cuando empezó el asalto, una vez tomada su decisión de no telefonear a sus colegas del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, lo cual le había quitado un peso de encima, sólo para crear otro (no tenía ni idea de qué hacer a continuación), había bajado por la escalera al sótano con considerables dificultades, y descubrió a Masterson y a Nelson guardando frenéticamente muestras de sangre en una nevera portátil llena de hielo seco, mientras chillaban frases como «¿Dónde coño estabas?», «¡Hemos de largarnos de aquí!» o «¡El edificio se está viniendo abajo!». Pero estos sentimientos, por razonables que fueran, afectaban a Guilder tan sólo de una manera vaga. Lo único importante ahora era Lawrence Grey. Y de repente, como si le hubieran abofeteado en la cara, Guilder supo lo que debía hacer.
Sólo había una forma. ¿Por qué no se le había ocurrido hasta entonces?
Todo su cuerpo estaba a punto de ser presa de espasmos paralizantes. Apenas podía respirar a través del estrecho conducto de su garganta. No obstante, hizo acopio de valor (el valor de los agonizantes) para apoderarse del arma de Masterson y extraerla de su funda.
Y después, ante su asombro, Guilder le disparó.
Estaban pisoteando a Kittridge.
Mientras los autobuses se alejaban, Kittridge fue derribado. Al intentar levantarse, alguien le pisó la cara, tras lo cual la persona cayó sobre él con un gemido. Sufrió más pisotones y más cuerpos lo aplastaron. Sólo fue capaz de asumir una postura defensiva, así que se aplastó contra el suelo con las manos sobre la cabeza.
—¡Tim! ¿Dónde estás?
Entonces le vio. La multitud había dejado al chico atrás. Estaba sentado en el suelo, a menos de diez metros de distancia. Kittridge cojeó hasta él y resbaló en el polvo.
—¿Estás bien? ¿Puedes correr?
El chico se sujetaba un lado de la cabeza. Tenía los ojos desenfocados, aturdidos. Lloraba con sollozos entrecortados y moqueaba.
Kittridge le puso en pie.
—Vamos.
No tenía ningún plan: el único plan era escapar. Los autobuses se habían ido, fantasmas de polvo y humo de gasóleo. Kittridge agarró a Tim por la cintura, se lo colgó a la espalda y le ordenó que se sujetara bien. Tres pasos, y sintió dolor en la rodilla. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y consiguió mantenerse erguido. De una cosa estaba seguro: con su pierna, y con el peso extra del niño, no llegaría muy lejos a pie.
Entonces recordó el arsenal. Había visto el Humvee con la parte trasera abierta aparcado dentro. Tenía el capó levantado. Un soldado había estado trabajando en él. ¿Seguiría allí? ¿Funcionaría?
Mientras los soldados de la alambrada oeste abrían fuego, Kittridge apretó los dientes y corrió.
Cuando llegó al arsenal, su pierna estaba a punto de ceder. No tenía ni idea de cómo había logrado recorrer aquellos doscientos metros. Pero la suerte le acompañaba. El vehículo seguía aparcado donde lo había visto, entre las estanterías ahora vacías. El capó estaba bajado (una buena señal), pero ¿funcionaría el vehículo? Colocó a Tim en el asiento del pasajero, se puso al volante y oprimió el botón de arranque.
Nada. Respiró hondo para serenarse. Piensa, Kittridge, piensa. Colgada debajo del salpicadero había una red de cables desconectados. Alguien había estado trabajando en el encendido. Liberó los cables, eligió dos y acercó los extremos hasta que se tocaron. No hubo reacción. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. ¿Por qué había pensado que eso saldría bien? Había elegido al azar dos cables, uno rojo y otro verde.
Saltó una chispa. El motor cobró vida con un estruendo. Puso en marcha el Humvee, se dirigió hacia las puertas y pisó el acelerador a fondo.
Se lanzaron contra la puerta. Pero un nuevo problema apareció ante ellos: cómo abrirse paso. Varios miles de personas intentaban hacer lo mismo, una masa humana agitada que intentaba pasar a través de la estrecha salida. Sin subir el pie del acelerador, Kittridge tocó la bocina, y se dio cuenta demasiado tarde de que era una idea muy mala, de que la turba no tenía nada que perder.
Se volvió. Le vio. Cargó.
Kittridge frenó y dio un volantazo, pero demasiado tarde: las hordas engulleron el Humvee como una ola al romper. Su puerta se abrió, unas manos tiraron de él, intentaron que soltara el volante. Oyó que Tim chillaba mientras trataba de recuperar el control. La gente se lanzaba sobre el vehículo desde todas las direcciones, estaba acorralado. Una cara se estrelló contra el parabrisas, después desapareció. Unas manos cubrieron su cara por detrás, manos como garras, y otras tiraron de sus brazos. «¡Soltadme!», chilló, intentó rechazarlas, pero fue inútil. Había demasiadas, y cuando más cuerpos rodaron sobre el parabrisas y bajo los neumáticos del vehículo, y el Humvee empezó a inclinarse, buscó a Tim, preparándose para el impacto. Y eso fue el final.
Entretanto, a unos cinco kilómetros de distancia, la hilera de autobuses (que transportaban en total a 2.043 refugiados civiles, 36 trabajadores de la FEMA y de la Cruz Roja, y 27 militares) avanzaba veloz hacia el este. Muchas personas lloraban. Otras se dedicaban a rezar. Los que tenían hijos los abrazaban con fiereza. Unos pocos, pese a las fervientes súplicas de sus compañeros de que cerraran la boca, todavía continuaban chillando. Mientras un puñado ya se estaba reprochando haber abandonado a tantos, la inmensa mayoría no albergaba tales recelos. Eran los afortunados, los que habían huido.
Al volante del Redbird, Danny Chayes estaba experimentando, por primera vez en su vida, una emoción que sólo podría describirse como una magnífica conciencia global de sus posibilidades. Era como si hubiera vivido todos aquellos veintiséis años en el interior de un ancho de banda artificialmente estrecho de su personalidad en potencia, y de repente había abierto los ojos. Como el autobús cuyo curso guiaba, Danny había salido disparado hacia delante, impulsado a un nuevo estado de existencia en el que un abanico de sentimientos contradictorios, en todos sus contornos distintivos, existían a la vez en su mente. Tenía miedo, un miedo auténtico y estremecedor, pero ese miedo no era una fuente de parálisis, sino de poder, un pozo lleno de valentía que parecía alzarse y rebosar en su interior. Tú eres el capitán de esa nave, decía el señor Purvis, y eso era Danny. Detrás de su hombro izquierdo, Pastor Don y Vera estaban hablando en tono perentorio de esto y de lo otro. Detrás de ellos, en los bancos, los demás se acurrucaban en parejas. Los Robinson y su hijo, que emitía una especie de maullido; Wood y Delores, que se cogían de las manos mientras rezaban; Jamal y la señora Bellamy, abrazados; April, sentada sola y afligida, su rostro demasiado aturdido para ceder a las lágrimas. Su salvación se había convertido en el único objetivo de la vida de Danny, el punto fijo de su cosmos personal alrededor del cual giraba todo lo demás, pero en la exaltación del momento y el descubrimiento de Danny del asombroso hecho de que estaba vivo, su presencia era pura abstracción. Al volante de su Redbird 450, Danny Chayes estaba en comunión consigo mismo y con el universo, y cuando vio, como sin duda hicieron los conductores de los demás autobuses, la segunda masa de virales que se alzaba de la oscuridad previa al amanecer hacia el sur, y después la tercera, que llegaba del norte, y discernió, con rápidos cálculos tridimensionales, que aquellos dos cuerpos se unirían a continuación para formar una sola masa que rodearía a los autobuses y se lanzaría sobre ellos como avispones liberados de un avispero, supo lo que debía hacer. Giró el volante a la izquierda, se apartó del convoy y pisó el acelerador a fondo, dejando atrás a los demás autobuses de la fila. Ciento cinco, ciento diez, ciento veinte kilómetros por hora. Animó a su autobús a correr más con cada gramo de su ser. ¿Qué estás haciendo?, gritó Pastor Don. Por el amor de Dios, Danny, ¿qué estás haciendo? Pero Danny sabía lo que estaba haciendo. Su objetivo no era la evasión, una empresa imposible. Su objetivo era ser el primero. Empotrarse contra la vaina a tal velocidad que la atravesaría, creando un pasillo de destrucción. El espacio que tenía detrás había estallado en un coro de chillidos. Las vainas se estaban fundiendo al otro lado del parabrisas, una gigantesca legión de luz. Sus nudillos estaban blancos sobre el volante.
—¡Todo el mundo al suelo! —gritó—. ¡Al suelo!
—¡Qué coño!
Nelson estaba retrocediendo, con las manos extendidas ante él en un gesto defensivo. Guilder se dio cuenta de que el hombre sospechaba que iba a dispararle a él también. Contra lo cual no se sentía muy en contra, aunque en aquel momento le acuciaban otras preocupaciones.
—Ve a buscar a la mujer —dijo, e hizo un gesto con la pistola.
—¡No hay tiempo! ¡Joder, no tenías por qué matarle!
Se oyeron más explosiones en el cielo. Remolineaba polvo en el aire.
—Yo seré el juez. Muévete.
Más tarde, Guilder tendría motivos para preguntarse cómo había sabido que debía apoderarse antes de la mujer, una de las decisiones más aciagas de su vida. Habría podido decantarse por abandonarla, lo cual habría dado lugar a un desenlace muy diferente. ¿Intuición, quizá? ¿Sentimentalismo por el vínculo que había percibido entre ella y Grey, un vínculo que él había esquivado toda su vida? Encañonando a Nelson cruzó el laboratorio hasta detenerse ante la puerta de la habitación de Lila.
—Ábrela.
Lila Kyle, despertada por las explosiones, no paraba de proferir una serie de chillidos incoherentes y aterrorizados. No tenía ni idea de dónde se encontraba ni qué estaba pasando. Estaba atada a una cama. La cama se hallaba en una habitación. La habitación y todo su contenido se estaban moviendo. Era como si se hubiera despertado de un sueño para encontrarse perdida en otro, cada uno irreal, y experimentó tan sólo una conciencia parcial de Nelson y Guilder cuando entraron en la habitación. Los dos hombres estaban discutiendo. Oyó la palabra «helicóptero». Oyó la palabra «huida». El más pequeño de los dos le estaba clavando una aguja en el brazo. Lila no pudo ofrecer resistencia, pero en el instante en que la aguja perforó su piel, sintió que una oleada de energía invadía su corazón, como si la hubieran conectado a una batería gigante. Adrenalina, pensó. Me han sedado, y ahora me están inyectando adrenalina para despertarme. El más pequeño la estaba poniendo en pie. Debajo de la bata, una fría desnudez cosquilleaba su piel. ¿Podría mantenerse erguida? ¿Podría caminar? Sácala de aquí, dijo el segundo hombre.
Con una tremenda premura que no pudo obligarse a compartir, el hombre medio la acarreó medio la arrastró a través de una amplia sala, una especie de laboratorio. Las luces estaban apagadas. Sólo brillaban luces de emergencia en las esquinas. A lo lejos, una serie de estruendos, y después de cada uno un estremecimiento prolongado, como un terremoto. Los cristales emitían una especie de silbido. Llegaron a una pesada puerta con una rueda metálica, como en un submarino. El hombre pequeño la giró y entró. El hombre más grande procedió a sujetarla. Blandía una pistola. La agarró por detrás, abrazando su cintura con una mano, y con la otra apretó el cañón contra su estómago. Ahora pensaba con más claridad. Su corazón estaba latiendo como un metrónomo. ¿Qué saldría de la puerta? Percibió el olor del aliento del hombre cerca de su cara, una podredumbre tibia. Sintió miedo entre sus brazos. Sus manos, todo su cuerpo, estaban temblando.
—Estoy embarazada —dijo Lila, o empezó a decirlo, con la idea de que aquello podría alterar la situación. Pero su voz fue ahogada cuando se oyeron unos gritos femeninos al otro lado de la puerta.
Las operaciones aéreas sobre el centro y el oeste de Iowa la noche del 9 de junio no carecieron de riesgos. El principal era que los pilotos no cumplieran sus órdenes y, de hecho, algunos no lo hicieron: siete tripulaciones se negaron a lanzar sus bombas sobre objetivos civiles, y tres más adujeron problemas mecánicos que les impidieron hacerlo, un fracaso operativo del seis por ciento (de esas diez tripulaciones, tres fueron sometidas a un consejo de guerra, cinco fueron amonestadas y devueltas al servicio, y dos desaparecieron para siempre). Durante las semanas siguientes, a medida que la misión de DEC Scorch se extendía e incluía centros de población repartidos por toda la parte central de la nación y la región del Intermountain West, miembros del destacamento especial recordarían estas estadísticas con algo similar a la nostalgia: los buenos viejos tiempos. A primeros de agosto, tantos aviadores estaban encerrados en prisiones militares como prisioneros de conciencia, o se habían desvanecido en el cielo sobre el continente moribundo, que cada vez costaba más organizar una ofensiva aérea coherente, lo cual ponía en duda la misión de DEC Scorch. Estas dificultades se veían acrecentadas por movimientos secesionistas en California y Texas, y ambos estados procedieron a declararse soberanos y a apropiarse de todos los recursos militares federales existentes dentro de sus fronteras, desafiando a Washington a impedírselo por la fuerza, una jugada particularmente astuta, tanto desde el punto de vista militar como del político, pues a aquellas alturas la situación se hallaba en caída libre. Las bravuconerías se sucedieron por ambos bandos hasta culminar en las batallas de Wichita Falls y de Fresno, en las que un gran número de militares estadounidenses, tanto de destacamentos terrestres como aéreos, arrojaron la toalla, depusieron las armas y pidieron asilo. De esta manera, a mediados de octubre del año que las generaciones posteriores llegaron a conocer como año cero, podía decirse que la nación antes conocida como Estados Unidos ya no existía.
Pero durante las primeras horas del 9 de junio, bajo un cielo de Iowa sin nubes, DEC Scorch continuaba todavía operativo y gozaba de toda, o casi toda, la colaboración de sus fuerzas. Confirmando las proyecciones del destacamento especial, grandes masas de Personas Infectadas se habían congregado en cuatro lugares distintos del estado: Mason City, Des Moines, Marshalltown y el centro de tramitación de refugiados de la FEMA en Fort Powell. A las dos de la madrugada, las tres primeras habían sido erradicadas. Fort Powell fue el premio final. Un combinado de Warthogs A-10 y bombarderos F-18 iniciaron el ataque. Al mismo tiempo, un transporte C-130 había despegado de MacDill. En su bodega descansaba un artefacto explosivo llamado GBU-43/B Massive Ordnance Air Blast Bomb, o MOAB. Contenía unos ocho mil quinientos kilos de explosivo H6. La MOAB era la bomba no nuclear más poderosa del arsenal militar de Estados Unidos, capaz de producir un cráter de ciento cincuenta metros de diámetro y una onda expansiva suficiente para arrasar una zona de nueve manzanas urbanas. Los incendios arderían durante días.
Cuando Nelson se agachó para desanudar las correas de Grey (correas que ya no sujetaban nada), Grey saltó hacia delante, le aferró por los bíceps y clavó sus dientes en el cuello del hombre. Un mordisco profundo: notó que la tráquea de Nelson se rompía bajo sus mandíbulas. Mientras los dos caían sobre la cama, Grey le sacudió como un conejo entre las fauces de un lobo. Un chorro de sangre caliente llenó la boca de Grey. Cayeron al suelo, con Nelson cara al techo, Grey sobre él. Un último estremecimiento de los pies y manos de Nelson, y ahí terminó todo. Grey hundió más las mandíbulas en la carne blanda.
Bebió.
¿Habría sido tan fácil para Cero, tan satisfactorio?, se preguntó Grey. Una intensa vitalidad recorrió su cuerpo, una inmensidad gloriosa de sensación pura. Se permitió contemplar un par de segundos el cadáver tendido en el suelo. Parecía que la carne de la cara de Nelson se hubiera encogido y pegado a su estructura subyacente: sus ojos, como los ojos de la mujer del aparcamiento del Red Roof, sobresalían como los de un reptil de sus órbitas huesudas, clavadas en el corazón de la eternidad. Grey buscó en su mente alguna emoción que se correspondiera con sus actos: culpa, quizás, o compasión, incluso asco. Era un asesino, un hombre que había matado. Había robado la vida a otra persona. Pero no sentía nada de esto. Había hecho lo que debía.
La puerta de su habitación estaba abierta. Lila, pensó. Voy a salvarte. Todo cuanto ha sucedido lo ha estipulado así.
Atravesó la puerta.
Lo que salió por la puerta era un hombre. La figura estaba iluminada por detrás, hundida en las sombras. Cuando avanzó, las luces de emergencia barrieron su rostro. Tenía la bata empapada en sangre.
¿Lawrence?
—No.
El hombre de la pistola estaba arrastrando a Lila hacia atrás, con el cañón hundido entre sus costillas. Sus pasos eran inseguros, vacilantes. Todo su cuerpo temblaba como una hoja. Daba la impresión de ir a desplomarse de un momento a otro.
—Mantén las distancias.
Grey extendió las manos en un gesto de súplica.
—Soy yo, Lila.
Horror, repugnancia, un aturdimiento mental protector ante el giro violento de los acontecimientos, todo se combinó en la mente de Lila para que fuera presa de un terror desenfocado en que su cuerpo y su mente sólo parecían asociar fenómenos de una forma tangencial. A través de la niebla se dio cuenta de lo que significaban los chillidos de la habitación. Si el estado de la bata indicaba algo, Lawrence no sólo había matado al hombrecillo, sino que lo había despedazado. Lo cual era lógico: Lila tendría que haberlo previsto. Recordó el tanque. Recordó la cara de Lawrence, una máscara de sangre como salida de algún horror de Halloween, cuando salió por la escotilla, y el cristal de la ventanilla del Volvo al romperse bajo su puño. Lawrence se había convertido en un monstruo. Se había convertido en una de aquellas… cosas (pobre Roscoe). Y, no obstante, había algo en sus ojos que no podía pasar por alto, que le decía que no tuviera miedo. Parecían clavarse en su interior, brillaban con una luz casi santa.
—¿No sabes lo que está pasando? —bramó el hombre—. Hemos de salir de aquí.
—Suéltala.
Otra explosión, y una oleada de sacudidas recorrió el suelo. Caían cristales por todas partes; todo se estaba derrumbando. El cañón de la pistola estaba hundido entre las costillas de Lila como un dedo frío apuntado a su corazón. El hombre ladeó la cabeza hacia una esquina de la habitación.
—Sube la escalera. Hay un helicóptero esperando.
—Baja la pistola y te acompañaré.
—¡Maldita sea, no hay tiempo para esto!
Algo le estaba pasando a Lila. Una especie de despertar, y no era sólo la pistola. Era como si estuviera recobrando la conciencia después de años de sueño. ¡Qué idiota había sido! ¡Pintar el cuarto de la niña, nada menos! ¡Fingir que iban de excursión al campo, como si eso pudiera cambiar algo! Porque David estaba muerto, y Eva estaba muerta, y también Brad, a quien había partido el corazón. Se había convencido de que no era el fin del mundo, porque ya lo había sido. Y ahí tenía a ese hombre, el tal Lawrence Grey, que había llegado a ella como un redentor, un ángel que la guiaría hacia la salvación, como si el hijo que llevaba en su seno fuera de él, y supo lo que tenía que decir.
—Por favor, Lawrence. Haz lo que te pide. Piensa en nuestro hijo.
Siguió un tirante momento, tan suspendido que daba la impresión de ser ajeno al flujo del tiempo. Lila leyó la pregunta en el rostro de Lawrence. ¿Podría arrebatarle la pistola antes de que el hombre disparara? Y en ese caso, ¿qué harían después?
—Sácanos de aquí.
Cuando llegaron al tejado, las palas del helicóptero estaban girando, y arrojaban un viento arremolinado sobre el tejado. Una extraña luz esmeralda brillaba en el cielo, como en el interior de un invernadero. Dio la sensación de que el helicóptero iba a partir sin ellos, una ironía final, pero entonces Lila vio que el piloto les hacía señas perentorias desde la cabina. Subieron a bordo. Guilder cerró la puerta a sus espaldas.
Arriba.
Kittridge tomó conciencia de que estaba tendido boca abajo en la tierra. Notó el sabor de la sangre en la boca. Intentó ponerse en pie pero se dio cuenta de que sólo le quedaba uno: había perdido la prótesis. Alzó la cabeza y vio el Humvee caído de costado a unos cien metros de distancia, como un ser marino varado. Tenía el parabrisas destrozado. Brotaba humo del capó y el chasis. La turba había caído sobre él como una manada de animales. Algunos estaban intentando ponerlo sobre las ruedas, pero se trataba de un esfuerzo desorganizado, procedente de todos los lados. Otros estaban parados encima, empujaban y propinaban patadas a sus competidores, defendían sus posiciones como si la mera posesión del vehículo pudiera ofrecer cierta protección.
Kittridge se arrastró hacia donde yacía Tim. El chico respiraba, pero estaba inconsciente, una pequeña clemencia. Su cuerpo estaba espatarrado en un ángulo tortuoso. Tenía el pelo pegoteado de sangre. También sangraba por boca y nariz. Kittridge reparó en que los disparos habían cesado. Los soldados huían, pero no había adónde ir. Una masa de virales había caído en la alambrada, derribados por las balas de los soldados, pero mientras Kittridge examinaba la escena comprendió que el ataque había sido un ensayo, una avanzadilla enviada para agotar las defensas de los soldados. Una segunda vaina, mucho mayor, se estaba congregando. Cuando se abalanzó sobre ellos, la imagen se ensanchó, fluida como un reluciente líquido verde al tiempo que rodeaba el campamento. El ataque final llegaría de todas las direcciones.
Levantó el cuerpo de Tim por los hombros y apretó su pecho contra el de él. El caos los rodeaba, la gente corría, resonaban voces, caían bombas. No obstante, acurrucados en el polvo, daba la impresión de que una burbuja de inactividad silenciosa los rodeaba, los protegía de la destrucción. Kittridge volvió la cara hacia el este. Por un breve instante imaginó ver el autobús de Danny alejándose en la oscuridad, aunque era una fantasía, lo sabía. A esas alturas ya estarían muy lejos del alcance de su visión. Buen viaje, Danny Chayes. Una profunda tranquilidad invadió su ser, y con él una sensación del pasado, una experiencia similar a algo ya vivido: estaba donde estaba y al mismo tiempo no, estaba ahí y también allí, era un niño que jugaba y un hombre en la guerra y lo tercero en que se convertiría. Destellaron imágenes en su conciencia: el viral con traje de novia aferrado al capó del Ferrari; April, la noche que habían estado sentados juntos en la ventana del colegio, contemplando las estrellas, y la mirada de serena paz en su rostro cuando hicieron el amor; el niño del coche, con una terrible certeza en los ojos, y su mano, la mano de aquel niño, extendida con desesperación hacia él, para luego desaparecer. Todo esto y más. Recordó a su madre, cuando le cantaba. El calor de su aliento en la cara, y la sensación de ser muy pequeño, un nuevo ser en el mundo. El mundo no es mi hogar, cantaba con su voz sedosa, porque sólo estoy de paso. Los tesoros están amontonados en algún lugar, al otro lado del azul. Los ángeles me llaman desde la puerta abierta del cielo, y ya no me puedo sentir como en casa en este mundo[5].
Tim había empezado a emitir un sonido como si se atragantara. Sus ojos se movieron, lucharon por abrirse, después se quedaron quietos. Los virales, tras haber completado el círculo, estaban corriendo hacia la alambrada. Kittridge tomó conciencia del silencio a su alrededor. La batalla había terminado. Los aviones se habían ido. Después, en el silencio, detectó muy arriba el zumbido de un avión pesado. Torció la cara hacia el cielo. Un transporte C-130, procedente del sur. Cuando pasó por encima, liberó un objeto de su vientre, su caída detenida bruscamente al abrirse un paracaídas. El avión ganó altura y se alejó.
Kittridge cerró los ojos. Bien, el fin. Sucedería en un instante, una partida indolora, más veloz que el pensamiento. Notó la presencia de su cuerpo por última vez: el sabor del aire en sus pulmones, la sangre que corría por sus venas, el latido de su corazón como el batir de un tambor. La bomba estaba cayendo hacia ellos.
—Te tengo —dijo, y abrazó a Tim con fuerza, y una y otra vez, para que el niño oyera las palabras—: Te tengo, te tengo, te tengo, te tengo.
La onda de choque de la MOAB golpeó de costado el helicóptero que transportaba a Grey y a Lila: un brillo de luz cegadora, seguido de un bofetón ensordecedor de calor y sonido. Cuando se elevó sobre la cresta de la ola, el helicóptero saltó hacia delante, con el morro apuntado hacia el suelo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, volvió a ascender y empezó a girar, su impulso angular acelerando como una fila de patinadores corriendo sobre una pista de patinaje. Giró, y mientras giraba el piloto escoró a un lado, con el cuello roto debido a la fuerza del impacto contra el parabrisas, pero a aquellas alturas, entre el sonido de la alarma (un estruendo chillón) y la fuerza centrífuga de su velocidad, ningún pasajero del helicóptero estaba pensando mucho. Las fuerzas que los habían mantenido en el aire habían desaparecido, y no sucedería nada más hasta que tocaran suelo.
Lawrence Grey experimentó el impacto como un corte en el tiempo: en un momento dado estaba aplastado contra la pared del helicóptero en su espiral mortífera, y al instante estaba tendido entre los restos. Sentía, pero no recordaba en concreto el momento del impacto. Se había alojado en su cuerpo como una sensación resonante, como si él hubiera sido una campana que hubieran tañido. Olía a combustible, y a aislante caliente, y se oía un sonido eléctrico chisporroteante. Algo pesado y blando de una manera inerte estaba tendido sobre él. Era Guilder. Respiraba, pero estaba inconsciente. El helicóptero, lo que quedaba de él, estaba caído de lado. Donde debería estar el techo estaba la puerta.
—¡Ayúdame, Lawrence!
La voz llegó desde detrás de él. Empujó el cuerpo de Guilder a un lado y se arrastró hacia la parte posterior del helicóptero. Uno de los bancos se había soltado y mantenía a Lila inmovilizada contra el suelo, aplastándola en la cintura. Sus piernas desnudas, la tenue tela de su bata, todo brillaba debido a la sangre espesa y oscura.
—Ayúdame —repitió con voz estrangulada. Tenía los ojos cerrados, pero escapaban lágrimas por las comisuras—. Por favor, Dios, ayúdame. Me estoy desangrando, me estoy desangrando.
Intentó soltarla tirando de los pies, pero ella se puso a chillar de dolor. No había otra forma: tendría que mover el banco. Grey lo agarró por el marco y empezó a girarlo. Un gruñido, una pequeña explosión, y se separó de la cubierta.
Lila estaba llorando, gemía debido al dolor. Grey sabía que no debía moverla, pero no tenía otro remedio. Colocó el banco debajo de la puerta abierta, se la cargó al hombro, subió al banco y la puso con delicadeza sobre el techo. A continuación, subió por el lado opuesto. Bajó por el fuselaje, dio la vuelta y alzó las manos para recibirla, hasta bajar su cuerpo por el lado del helicóptero.
—Oh, Dios. Por favor, no permitas que la pierda. No permitas que pierda a la niña.
Bajó a Lila hasta el suelo, sembrado de escombros del laboratorio destruido, vigas retorcidas, hormigón convertido en pedazos por la explosión, astillas de vidrio. Él también estaba llorando. Era demasiado tarde, y lo sabía. La niña había muerto. Las piernas de Lila, un río imparable. Al cabo de un momento, seguiría a su hija hacia la oscuridad. Una oración infantil llegó a los labios de Grey y empezó a murmurarla, una y otra vez.
—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén…
Sálvala, Grey.
Ya sabes lo que hay que hacer.
Sí: lo sabía. La respuesta había morado en su interior desde el primer momento. Desde el Red Roof, Ignacio, el Home Depot y el Proyecto NOÉ, y desde mucho antes.
¿Lo ves, Grey?
Alzó la cara para contemplarlos. Los virales. Estaban por todas partes, a su alrededor, emergían de la oscuridad y las llamas: carne de su carne, impíos y sedientos de sangre, le rodeaban como un coro demoníaco. Estaba de rodillas ante ellos, el rostro surcado de lágrimas. No sentía miedo, tan sólo estupor.
Son tuyos, Grey. Yo te los doy.
—Sí. Son míos.
Sálvala. Hazlo.
Necesitaba algo afilado. Sus manos tantearon el suelo y se posaron sobre una astilla metálica, un fragmento desgajado de un mundo de cosas rotas de manera poco sistemática. Veinte centímetros de longitud, los bordes mellados como los de una sierra. Lo apoyó sobre su muñeca, cerró los ojos y efectuó un profundo corte en su carne. La sangre brotó a chorros, un río ancho y oscuro que inundó la palma de su mano. La sangre de Grey, el Desencadenador de la Noche, Familiar del Llamado Cero. Lila estaba gimiendo, agonizante. Podía expirar en cualquier momento. Un instante de titubeo (la última luz humana que se extinguía en su interior), y Grey apoyó su muñeca sobre los labios de Lila, con ternura, como una madre que le diera el pecho a su bebé recién nacido.
—Bebe —dijo.
Grey no llegó a ver el pedazo de hormigón, quince kilos de roca sólida, que Guilder, con todas las fuerzas que pudo reunir, alzó en el aire sobre la cabeza del pederasta y dejó caer.