Cuando llegaron a los autobuses, los soldados habían establecido un perímetro. Una muchedumbre se estaba formando en la oscuridad previa al amanecer. El autobús de Danny estaba en el tercer espacio. Kittridge le vio a través del parabrisas, con la gorra encasquetada en la cabeza, las manos aferrando el volante. Vera se encontraba en la base de la escalerilla, sujetando una tablilla.
Dios te bendiga, Danny Chayes, pensó Kittridge. Éste será el viaje de tu vida.
—¡Que todo el mundo mantenga la calma, por favor! —Porcheki, que paseaba arriba y abajo de la hilera de autobuses, detrás de la barrera de soldados, estaba gritando por un megáfono—. ¡Formen una cola ordenada y suban por atrás! ¡Si no encuentran asiento, esperen el segundo turno!
Los soldados habían erigido barreras para crear una especie de puerta. La muchedumbre se apelotonaba detrás de ellos y avanzaba hacia el portillo. ¿Adónde iban?, preguntaba la gente. ¿El destino era Chicago, u otro sitio? Justo delante del grupo de Kittridge había una familia con dos hijos, un chico y una chica, vestidos con pijamas mugrientos. Pies sucios, pelo enmarañado. No tendrían más de cinco años. La niña aferraba una Barbie desnuda. Más truenos resonaron hacia el oeste, acompañados de destellos de luz en el horizonte. Kittridge y April llevaban de la mano a Tim, temerosos de que la muchedumbre lo engullera.
Una vez cruzaron el portillo, el grupo se dirigió a toda prisa hacia el autobús de Danny. Los Robinson y Boy Jr. fueron los primeros en subir. Al pie de la escalerilla se encontraban Wood y Delores, Jamal y la señora Bellamy. Pastor Don iba detrás, seguido de Kittridge, Tim y April.
Un estallido de luz, de un blanco espectral, iluminó el aire y congeló la escena en la mente de Kittridge. Medio segundo después, se oyó un fuerte trueno. Kittridge notó la vibración producida por el impacto en el suelo.
No era un trueno. Era fuego de artillería.
Tres aviones a reacción pasaron sobre sus cabezas, y después dos más. De pronto, todo el mundo se puso a gritar, un sonido potente y agudo de pánico desatado que llegaba desde atrás y envolvía a la multitud como una ola. Kittridge volvió la cara hacia el oeste.
Nunca había visto virales formando un grupo grande. A veces, desde lo alto de la torre, había visto a tres juntos, nunca menos o más, y por supuesto estaban los del garaje subterráneo, que sumarían unos veinte como máximo. No eran nada comparado con eso. La visión sugería una bandada de aves terrestres, una masa coordinada de cientos, quizá miles, que corrían hacia la alambrada. Una vaina, recordó Kittridge. Por eso los llaman vainas. Durante un segundo experimentó una especie de admiración, un asombro pasmado ante su majestuosidad orgánica.
Arrasarían el campamento como un tsunami.
Los Humvees estaban corriendo hacia la alambrada oeste, y sus ruedas levantaban nubes de polvo. De pronto, los autobuses se quedaron sin vigilancia. La muchedumbre se precipitó hacia ellos. Un gran peso humano se estrelló contra Kittridge por detrás. Cuando la multitud le envolvió, oyó chillar a April.
—¡Tim!
Buscó la voz, abriéndose paso entre la masa como un nadador contra la corriente, apartando cuerpos a un lado. Un montón de gente intentaba embutirse en el autobús de Danny, sin dejar de empujar y propinar codazos. Kittridge vio que el hombre que estaba delante de ellos en la cola sostenía a su hija sobre la cabeza.
—¡Por favor, que alguien la coja! —estaba gritando—. ¡Que alguien coja a mi hija!
Entonces, Kittridge vio a April atrapada entre la muchedumbre. Agitó las manos en el aire.
—¡Sube al autobús!
—¡No puedo encontrarle! ¡No puedo encontrar a Tim!
Un rugido de motores: en la parte posterior de la hilera, uno de los autobuses se abrió paso, y después otro y otro. Con un estallido de furia, Kittridge consiguió llegar hasta April, la agarró por la cintura y saltó hacia la puerta, pero la chica se resistió. Estaba debatiéndose, intentaba librarse de su presa.
—¡No puedo irme sin él! ¡No puedo!
Vio a Pastor Don al pie de la escalerilla. Kittridge empujó a April hacia delante.
—¡Ayúdame, Don! ¡Súbela al autobús!
—¡No puedo irme, no puedo irme!
—¡Yo le encontraré, April! ¡Cógela, Don!
Un empujón final entre la masa humana, Don extendió los brazos, encontró la mano de April y tiró de ella hacia la puerta. Después desapareció. El autobús sólo iba lleno hasta la mitad, pero no había tiempo para esperar. Lo último que vio Kittridge fue la cara de April apretada contra la ventanilla, llamándole.
—¡Sácalos de aquí, Danny!
Las puertas se cerraron. El autobús se puso en marcha.
En su habitación subterránea del edificio de la NBC, Lila Kyle, que había pasado los últimos cuatro días en un estado de suspensión narcótica (un crepúsculo de semiinconsciencia en que experimentaba la habitación como si fuera una más de las diversas pantallas de cine que estaba viendo al mismo tiempo), estaba dormida y soñaba: un sueño sencillo y feliz en que iba en coche de noche, camino del hospital para dar a luz a su hija. Lila no podía ver al conductor. La periferia de su visión estaba cubierta de negrura. Brad, dijo, ¿estás ahí? Y entonces la negrura se levantó, como el telón de un escenario, y Lila vio que era Brad. Una reluciente alegría dorada, ingrávida como el sol de junio, estremeció todo su ser. Pronto llegaremos, querida, dijo Brad. De un momento a otro. Esto no se irá a hacer puñetas. Tú aguanta. La niña está a punto de nacer. Ya lo ha hecho, prácticamente.
Y ésas eran las palabras que Lila se estaba diciendo (la niña está a punto de nacer, la niña está a punto de nacer) cuando una violenta explosión sacudió la habitación (los cristales se hicieron añicos, las cosas cayeron, el suelo se alzó como una barca diminuta en el mar) y ella se puso a chillar.