Los días iban transcurriendo con lentitud. Y todavía ni una palabra de los autobuses.
Todo el mundo estaba nervioso. Al otro lado de la alambrada, el ejército iba y venía, y el número de soldados iba disminuyendo. Cada mañana, Kittridge iba al cobertizo para interesarse por la situación, y cada mañana se marchaba con la misma respuesta: los autobuses están de camino, tenga paciencia.
Llovió durante todo un día, y el campamento quedó hecho un gigantesco barrizal. Cuando el sol volvió a brillar convirtió el barro en una corteza de tierra seca. Cada tarde, desde un camión del ejército, les arrojaban más comida preparada, pero no había ninguna noticia. Los retretes químicos apestaban, los cubos de basura desbordaban. Kittridge pasaba horas con la mirada clavada en la puerta principal. No aparecieron más refugiados. A cada día que pasaba, el lugar empezaba a parecer una isla rodeada de un mar hostil.
Había conseguido una aliada en Vera, la voluntaria de la Cruz Roja que los había recibido en la cola de entrada. Era más joven de lo que Kittridge había pensado al principio, estudiante de enfermería en Midwest State. Como todos los trabajadores civiles, parecía agotada por completo, y los días de tensión se reflejaban en su cara. Comprendía la frustración de Kittridge, dijo, como todo el mundo. Ella también había esperado subir a un autobús. Se sentía tan abandonada como los demás. Un día venían de Chicago; otro, de Kansas City; después, de Joliet. Una cagada de la FEMA. Se suponía que contaban con un montón de teléfonos por satélite para que la gente pudiera llamar a sus parientes e informarlos de que estaban bien. Vera ignoraba qué había pasado con eso. Ni siquiera la red local de móviles funcionaba.
Kittridge había empezado a ver las mismas caras: una mujer vestida con elegancia con un gato atado a una correa, un grupo de jóvenes negros vestidos con la camisa blanca y la corbata negra de los Testigos de Jehová, una chica con indumentaria de animadora. La apatía se había apoderado del campamento: el drama diferido de la no partida había dejado a todo el mundo en un estado de pasividad. Corrían rumores de que la provisión de agua estaba contaminada, y el dispensario estaba lleno de gente que se quejaba de calambres en el estómago, dolores musculares, fiebre. Algunas personas tenían radios que todavía funcionaban, pero lo único que oían era una especie de timbre, seguido por el ya familiar anuncio del Sistema de Transmisión de Emergencia. No abandonen sus hogares. Refúgiense en ellos. Obedezcan todas las órdenes del ejército y de los cuerpos de policía. Otro minuto de timbrazos, y las palabras se repetían.
Kittridge había empezado a preguntarse si algún día saldrían de allí. Y durante toda la noche vigilaba las vallas.
Atardecer del cuarto día: Kittridge estaba jugando otra partida de cartas con April, Pastor Don y la señora Bellamy. Habían cambiado el bridge por el póquer tapado, y apostaban ridículas cantidades de dinero que eran puramente hipotéticas. April, quien afirmaba no haber jugado nunca, ya había ganado a Kittridge cerca de cinco mil dólares. Los Wilkes habían desaparecido; nadie los había visto desde el miércoles. Fuera cual fuera su destino, se habían llevado el equipaje.
—Jesús, nos estamos asando —dijo Joe Robinson. Apenas se había movido de su catre en todo el día.
—Juega una mano —sugirió Kittridge—. Conseguirá que te olvides del calor.
—Joder —protestó el hombre. Estaba cubierto de sudor—. Apenas puedo moverme.
Kittridge, con sólo un par de seises, dejó las cartas sobre la mesa. April, con una perfecta cara de póquer, se llevó la mano.
—Me aburro —anunció Tim.
April estaba haciendo montones con las hojas de papel que utilizaban a modo de fichas.
—Puedes jugar conmigo. Te enseñaré a apostar.
—Quiero jugar al ocho loco.
—Confía en mí —dijo ella a su hermano—, esto es mucho mejor.
Pastor Don estaba jugando la nueva mano cuando Vera apareció en la puerta de la tienda. Miró a Kittridge al instante.
—¿Podemos hablar fuera?
Kittridge se levantó del camastro y salió al calor del atardecer.
—Algo está pasando —dijo Vera—. La FEMA acaba de enterarse de que todo el transporte civil al este de Misisipí ha sido suspendido.
—¿Estás segura?
—Los oí hablar de ello en el despacho del director. La mitad del personal de la FEMA se ha largado ya.
—¿Quién más lo sabe?
—¿Estás de broma? Ni siquiera te lo he dicho.
Eso era todo: iban a abandonarlos.
—¿Quién es el oficial al mando?
—La comandante no sé qué. Creo que se apellida Porcheki.
Un golpe de suerte.
—¿Dónde está ahora?
—Debería estar en el cobertizo. Había un coronel, pero se ha ido. Muchos se han ido.
—Hablaré con ella.
Vera frunció el ceño, dudosa.
—¿Qué puedes hacer?
—Puede que nada, pero al menos vale la pena intentarlo.
Ella se fue a toda prisa. Kittridge volvió a la tienda.
—¿Dónde está Delores?
Wood levantó los ojos de sus cartas.
—Creo que está trabajando en uno de los dispensarios. La Cruz Roja solicitó voluntarios.
—Que alguien vaya a buscarla.
Cuando todo el mundo estuvo presente, Kittridge explicó la situación. Suponiendo que Porcheki les proporcionara combustible para el autobús (una suposición muy arriesgada), tendrían que esperar a marcharse a la mañana siguiente, pues antes no sería posible.
—¿De veras crees que va a ayudarnos? —preguntó Pastor Don.
—Admito que es una posibilidad muy remota.
—Yo digo que lo robemos y salgamos cagando leches —dijo Jamal—. No esperemos.
—Puede que lleguemos a eso, y yo estaría de acuerdo, salvo por dos cosas. Una, estamos hablando del ejército. Robarlo suena a muchas probabilidades de ser fusilados. Y dos, quedan dos horas de luz como máximo. Chicago está muy lejos, y no quiero intentarlo en la oscuridad. ¿Entendido?
Jamal asintió.
—Lo importante es guardar el secreto y mantenernos juntos. En cuanto corra el rumor, se armará un gran cirio. Que todo el mundo se mantenga cerca de la tienda. Tú también, Tim. Nada de vagabundeos.
Kittridge había salido de la tienda cuando Delores le alcanzó.
—Estoy preocupada por esta fiebre —dijo a toda prisa—. Los dispensarios no dan abasto. Todos los suministros se han agotado, no hay antibióticos, nada. La situación se nos está escapando de las manos.
—¿Qué crees que pasa?
—El culpable evidente sería el tifus. Lo mismo pasó en Nueva Orleans después del huracán Vanessa. Con tanta gente hacinada, sólo era cuestión de tiempo. Si quieres saber mi opinión, cuanto antes nos vayamos, mejor.
Otra preocupación, pensó Kittridge. Aceleró el paso y se dirigió hacia el cobertizo, dejando atrás cubos de basura rebosantes donde los cuervos se estaban dando un festín. Las aves habían aparecido la noche anterior, atraídas, sin duda, por el hedor de la basura acumulada. Ahora, el campamento parecía invadido de ellas, tan osadas que prácticamente te quitaban la comida de las manos. Nunca era una buena señal, pensó, que aparecieran los cuervos.
En la tienda de mando, Kittridge se decantó por el enfoque más directo, y no hizo nada por anunciar su presencia antes de entrar. Porcheki estaba sentada a una larga mesa, hablando en un teléfono por satélite. Tres suboficiales ocupaban la habitación, junto con un apretado revoltijo de aparatos electrónicos. Uno de los soldados se quitó los auriculares y se puso en pie como impulsado por un resorte.
—¿Qué está haciendo aquí? Esta zona está prohibida a los civiles.
Pero cuando el soldado avanzó hacia Kittridge, Porcheki le detuvo.
—No pasa nada, cabo. —Su rostro era una máscara de cansancio cuando colgó el teléfono—. Sargento Kittridge. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Se retiran, ¿verdad?
La idea se había formado en su mente al mismo tiempo que pronunciaba las palabras.
Porcheki le sopesó con los ojos.
—¿Nos excusan, por favor? —dijo a los soldados.
—Comandante…
—Eso es todo, cabo.
Los tres salieron de la tienda con visible reticencia.
—Sí —dijo Porcheki—. Nos han ordenado regresar a la frontera de Illinois. Todo el estado será sometido a cuarentena a partir de las dieciocho horas de mañana.
—No puede abandonar a esta gente. Está totalmente indefensa.
—Yo también lo sé. —Le estaba mirando fijamente. Daba la impresión de que estaba a punto de anunciar algo—. Usted estuvo en Bagram, ¿verdad?
—¿Señora?
—Creí haberle reconocido. Yo estaba allí, con el Grupo Expedicionario Médico Setenta y Dos. No creo que se acuerde de mí. —Bajó la mirada—. ¿Qué tal la pierna?
Kittridge estaba demasiado estupefacto para contestar.
—Me las arreglo bien.
Un leve asentimiento y, en el rostro preocupado de la mujer, lo que habría podido pasar por una sonrisa.
—Me alegro de que sobreviviera, sargento. Me enteré de lo sucedido. Fue algo terrible, lo de ese niño. —Recuperó sus maneras oficiosas—. En cuanto a lo otro, tengo dos docenas de autocares en ruta desde el arsenal de Rock Island y un par de camiones repostadores. Además de su autobús, con lo cual son veinticinco. No es suficiente, obviamente, pero es todo cuanto he podido reunir. Esto no debe saberse, se lo advierto. No queremos que cunda el pánico. Le mentiría si no dijera que toda cautela es poca. ¿Me he expresado con claridad?
Kittridge asintió.
—Cuando esos autobuses lleguen, tendrán que estar preparados. Ya sabe cómo son esas cosas. Mantienes el control lo máximo posible, pero tarde o temprano la cosa empieza a degenerar. La gente efectuará los cálculos, y ya puede apostar a que nadie querrá quedarse atrás. Deberíamos tener tiempo de hacer cuatro viajes antes de que la frontera se cierre. Es posible, pero nos quedará muy poco margen. ¿Tiene conductor para su autobús?
Kittridge volvió a asentir.
—Danny.
—¿El de la gorra? Perdone, sargento, no quiero faltar al respeto a ese hombre, pero he de estar segura de que puede hacerse cargo de la situación.
—Usted no lo hará mejor que él. Le doy mi palabra.
Una rápida vacilación, y después la mujer accedió.
—Que se presente aquí a las tres. El primer cargamento partirá a las cuatro y media. Recuerde lo que le he dicho. Si quiere sacar a su gente de aquí, métala en esos autobuses.
Lo siguiente fue una verdadera sorpresa para Kittridge. Porcheki se inclinó, abrió el último cajón del escritorio y sacó un par de pistolas. Las Glock de Kittridge, todavía en sus fundas. Le entregó una cazadora azul con la palabra FEMA grabada detrás.
—Guárdelas escondidas. Preséntese al cabo Danes fuera, y él le acompañará hasta el arsenal. Coja toda la munición que necesite.
Kittridge pasó los brazos a través de las correas y se puso la chaqueta. El significado de las palabras de la mujer era evidente. Se encontraban detrás de las líneas enemigas. El frente los había rebasado.
—¿Están muy cerca? —preguntó Kittridge.
La expresión de la comandante se ensombreció.
—Ya están aquí.
Lawrence Grey nunca había sentido tanta hambre.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Tres días? ¿Cuatro? El tiempo había perdido todo significado, el paso de las horas interrumpido tan sólo por las visitas de los hombres con traje de cosmonauta. Llegaban sin avisar, apariciones surgidas de una bruma narcótica. El silbido del compartimento estanco, y allí estaban. Después, el pinchazo de la aguja y la bolsa que se iba llenando poco a poco de su magnífico tesoro. Había algo en su sangre, algo que ellos deseaban. Sin embargo, nunca parecían satisfechos. Harían que se desangrara como un buey sacrificado. ¿Qué queréis?, suplicaba. ¿Por qué me estáis haciendo esto? ¿Dónde está Lila?
Se sentía famélico. Era un ser de necesidad extremada, un agujero de tamaño natural en el espacio que sólo necesitaba ser llenado. Una persona podría volverse loca así. Suponiendo que todavía fuera una persona, lo cual parecía improbable. Cero le había cambiado, alterado la mismísima esencia de su existencia. Le estaban conduciendo al redil. En su mente había voces, murmullos, como el zumbido de una muchedumbre lejana. A cada hora que transcurría, el sonido aumentaba de intensidad; la muchedumbre se estaba acercando. Se revolvía contra las correas como un pez en una red. Por cada bolsa de sangre que le robaban, sus energías iban disminuyendo. Se sentía envejecer por dentro, un declive precipitado en el núcleo de sus células. El universo le había abandonado a su suerte. Pronto se desvanecería, se dispersaría en la nada.
Le estaban observando, el hombre llamado Guilder y el hombre llamado Nelson. Grey intuía su presencia al acecho detrás de la lente de la cámara de seguridad, los haces inquisitivos de sus ojos. Le necesitaban. Le tenían miedo. Era como un regalo que, una vez abierto, estallaría como serpientes. Carecía de respuestas para ellos. Se habían cansado de preguntar. El silencio era el último poder que le quedaba.
Pensó en Lila. ¿Le estaba pasando lo mismo a ella? ¿Se encontraría bien el feto? Sólo había querido protegerla, obrar ese único bien en su despreciable vida. Era una especie de amor. Como Nora Chung, sólo que mil veces más profundo, una energía que no deseaba nada, que no tomaba nada; sólo deseaba entregarse. Era cierto: Lila había llegado a su vida con un propósito, concederle una última oportunidad. No obstante, le había fallado.
Oyó el silbido en el compartimento estanco. Entró una figura. Uno de los hombres con traje de cosmonauta, que avanzaba hacia él como un gran muñeco de nieve anaranjado.
—Señor Grey, soy el doctor Suresh.
Grey cerró los ojos y esperó el pinchazo de la aguja. Adelante, pensó, róbala toda. Pero eso no sucedió. Grey alzó la mirada y vio que el médico retiraba una aguja del puerto de la intravenosa. Con movimientos cautelosos, tapó la aguja y la depositó en el cubo de la basura con un ruido metálico. Al instante, Grey sintió que la niebla se despejaba de su mente.
—Ahora podremos hablar. ¿Cómo se encuentra?
Quiso decir: ¿Cómo cree que me encuentro? O quizá tan sólo: Que le den.
—¿Dónde está Lila?
El doctor extrajo una pequeña linterna del bolsillo del biotraje y se inclinó sobre el rostro de Grey. A través de la visera de su casco, sus rasgos se definieron: una frente amplia, piel oscura de tono amarillento, pequeños dientes blancos. Paseó la luz sobre los ojos de Grey.
—¿Le molesta? La luz.
Grey negó con la cabeza. Estaba tomando conciencia de un nuevo sonido: un latido rítmico. Estaba oyendo el corazón del hombre, el rítmico rumor de la sangre que corría por sus venas. Una oleada de saliva inundó las paredes de su boca.
—No ha tenido deposiciones, ¿verdad?
Grey tragó saliva y volvió a negar con la cabeza. El médico se trasladó al pie de la cama y extrajo una pequeña sonda plateada. La pasó muy deprisa a lo largo de las plantas de los pies de Grey.
—Muy bien.
El examen continuó. Anotaba cada dato en su portátil. Suresh subió la bata de Grey sobre sus piernas y tomó sus testículos con una mano.
—Tosa, por favor.
Grey forzó una tosecita. El rostro del médico detrás de la visera no revelaba nada. El sonido rítmico invadía todo el cerebro de Grey, aniquilaba cualquier otro pensamiento.
—Voy a inspeccionar sus glándulas.
El doctor extendió manos enguantadas hacia el cuello de Grey. Cuando las yemas de dedos entraron en contacto, Grey lanzó la cabeza hacia delante. La reacción fue automática. Grey no habría podido impedirla aunque lo hubiera intentado. Sus dientes se hundieron en la piel blanda de la palma de Suresh, se aferraron como una lapa. El sabor químico del látex, profundamente repugnante, y después un estallido de dulzura llenó su boca. Suresh estaba chillando, pugnaba por liberarse. Empujó con su mano libre la frente de Grey, en un intento de equilibrar la situación. Echó la mano hacia atrás y golpeó la cara de Grey. No fue doloroso, sino sorprendente. Grey soltó su presa. Suresh se tambaleó hacia atrás, mientras se aferraba la mano ensangrentada por la muñeca, que rodeaba con el índice y el pulgar a modo de torniquete. Grey esperaba que sucediera algo gordo, el sonido de una alarma, hombres que entraban corriendo, pero no ocurrió nada por el estilo. Era como si el momento se hubiera congelado en el tiempo y nadie lo hubiera observado. Suresh retrocedió, con los ojos abiertos de par en par a causa del pánico y clavados en Grey. Se quitó el guante ensangrentado y corrió hacia el lavabo. Abrió el grifo y empezó a restregarse la mano con energía, mientras mascullaba para sí: «Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios».
Después desapareció. Grey permaneció inmóvil. Durante el forcejeo, la intravenosa se había soltado. Tenía sangre en la cara, en los labios. La lamió con lento placer hasta hacerla desaparecer. El sabor más ínfimo, pero suficiente. Recuperó las energías como una ola que abrazara la orilla. Se tensó de nuevo contra las correas, sintió que los remaches empezaban a ceder. El compartimento estanco era otro asunto, pero tarde o temprano se abriría, y, en ese momento, Grey estaría esperando. Ardería como un ángel de la muerte.
Ya voy, Lila.